domingo, 31 de mayo de 2009

El papel creador de la palabra


“No tenemos tiempo de ser nosotros mismos,
Sólo tenemos tiempo de ser felices”. A. Camus


EL MURMULLO DE LOS DÍAS.


J. Seifert, poeta, único escritor checo en ser galardonado con el Premio Nobel de Literatura, nació en Praga el 23 de septiembre de 1901 y murió el 10 de octubre de 1986 en la ciudad que le había visto nacer. La gran atracción que sobre él ejercían el periodismo, la literatura y la poesía le indujeron a dejar inconcluso el bachillerato. La trayectoria artística de Seifert está jalonada por poemarios que abarcan diversas corrientes poéticas, estilos y épocas, habiendo empezado en 1921 con la publicación del libro de poemas "La Ciudad en Lágrimas".
Tras haberse iniciado en la poesía como poeta proletario, pasó por la etapa del poetismo hasta llegar a una creación en la que predominaban los poemas profundamente líricos y melodiosos, de los que cabe destacar "Manzana del Regazo" y "Las Manos de Venus", en los que Seifert plasma su asombro por la belleza del mundo. También la belleza de Praga entusiasmaba al poeta, que dejó constancia de la misma "tal como él la veía- en los poemarios titulados "Vestida de Luz" y "Puente de Piedra".
De mención es digna también la prosa de Seifert, en la que destacan dos libros de historias y recuerdos: "Astros sobre el Jardín del Edén", de 1929, y "Todas las bellezas del mundo", publicado por primera vez en 1981 en la ciudad canadiense de Toronto por la legendaria editorial del exiliado escritor checo, Josef Skvorecký, y por segunda vez en 1982 en Praga, aunque después de sufrir los cortes impuestos por la censura comunista. No menos importante es la obra de Seifert-traductor: al checo moderno vertió, entre otros títulos, "Cantar de los Cantares", de Salomón.
En reconocimiento a su obra, la Real Academia Sueca otorgó a Jaroslav Seifert en 1984 el Premio Nobel de Literatura.
Recordemos unos fragmentos de su obra En el sillón:
“Se casó el poeta Halas, hubo muchas celebraciones y el joven matrimonio de Frantisek y Libuska Halas por fin se reunió. Halas escribió más de doscientas cartas amorosas a su novia. Era un gran amor. ¡Las cartas están aquí! El matrimonio encontró una casa modesta, pero acogedora, en el barrio de Vinohrady, en la calle Kourimska; y el joven arquitecto Heythum les diseñó un interior moderno. La biblioteca ocupaba una gran parte de la pared de la sala donde nos solíamos sentar. El matrimonio Halas era generoso y su puerta estaba siempre abierta de par en par. Cada día venía alguien, a veces nos juntábamos cinco o seis. Dos visitantes acudían con frecuencia: el dibujante Frantisek Bidlo y el poeta Josef Palivec. El primero vivía cerca de ellos, en Vinorhady, y el otro a la vuelta de la esquina. Halas tuvo que aguantar mucho de sus invitados por culpa de su sillón de poeta. Con buena intención, el arquitecto le diseñó un sillón moderno y cómodo que llamó “de poeta”, porque en el respaldo de los brazos había fijada una tablita blanca de cristal y al lado un lápiz. Según el arquitecto, Halas tenía que sentarse en el sillón, pensar en el poema y enseguida apuntar cómodamente la idea del momento y el verso. Según me acuerdo, Halas nunca se sentaba en su sillón de poeta. Al menos no lo hacía delante de nosotros. Le disgustaba el sinnúmero de chistes con que los invitados solían agasajarle. Y no sólo los invitados. La noticia del sillón de poeta llegó al público y el sillón se convirtió en un término de burla. . Halas lo aguantaba a duras penas. En cambio, Frantisek Bidlo, amigo íntimo de Halas, se sentaba con predilección y elegancia natural en el sillón. Sus palabras solían ser bastante venenosas, pero Halas quería sinceramente a Bidlo y le disculpaba con generosidad; Bidlo dibujaba a menudo a Halas; y sus dibujos, sobre todo los que había hecho sólo en presencia de los de la casa, no eran nada amables. ¡Pero es que Bidlo era así! –Tenía la nariz respingona –decía de Halas-, y es fácil pintarlo. Y también le gustaba dibujar a su mujer Bunka…(.). Cuando Bidlo quería hacer enfadar a Halas, la dibujaba por ejemplo en el cuarto de baño besándose con uno de sus amigos. Pero cuando ella misma se molestaba porque Halas había abierto unas cuantas botellas de vino, la dibujaba empinando el codo. Eran bromas inocentes y, a pesar de las protestas de Halas, Bidlo rompía sus dibujos alegremente. Tenía un sinfín de ideas graciosas y alegres. Y a veces también bastante maliciosas”.
PROPUESTA: continuar la narración de JS.

sábado, 23 de mayo de 2009

Surcos



Rota la retina por los enrojecidos
Azotes de la incomunicación;
Descascarillado el fruto del
Latido entre tierras de huracán,
Se retorcía desolado el intelecto
Entre masacrados sollozos mentales.
Las efervescencias de un hálito alegre
No irrigaban la techumbre, su altura.
Las ingratas horas vomitaban virutas
Verdes y acolchados caracoles por
Las desconectadas esquinas.
Los sueños, los años se durmieron
En su garganta atragantados.
Y nadie
Izó banderas en su honor,
Forjó escudos de hospedaje pleno,
Ni carnes a fuego lento
En la chimenea del refugio.
En el umbral de su cuna afloró
Un espeso estupor rebelde.
El bastón anudado y fiero
De toro salvaje, a veces incrustado,
Crujía en silenciosos cerros, lomos tiernos;
Acaso macizas correas de gestas bélicas
Trazaban secretas tragedias en círculos
Privados, concretos.
El filial festín como prístino
Aderezo, fabricado con balbucientes
Y sórdidas intemperies.
Aleteos lúgubres en madrugonas mañanas.
Un sutil desguace de condumio sensible
Resistía y contraatacaba sin piedad.
En la carrera que le tocó,
Y en ese maratón
De errático peregrinaje
Enfundándose la armadura pugnó
Durante el vital convite
A mordiscos, a pedrada limpia,
En aras de la irreprimible identidad.

sábado, 16 de mayo de 2009

Comiendo pipas sin parar




Alfredo viajaba un poco atolondrado desprendiendo microscópicas cáscaras de pipas y partículas del pensamiento; frágiles pinceladas o despistes con efluvios de piel, del aire que expulsaba al exterior sin apenas hacer ruido. Nadie había movido un dedo por sus pertrechos aparentemente tan efímeros, pero, al igual que el equipaje y sus pesares, se los cobraban por adelantado. Era inexplicable a todas luces ya que los entregaba dadivosamente, y no habrá nadie que se digne restituirlos.
Él se mordía las uñas elucubrando el método para resarcirse del frío abandono en que se hallaba sumido por mor de la azafata, pues, aunque no era una reina para que le sirviera alhajas o vestidos, al menos debería guardar la compostura y no ir con esos aires de presuntuosa y borde en el avión, abordando su presencia con otro cariz y una cara sonriente, que concuerde somera o justamente con las ardientes flechas de febrerillo el loco en el fugaz viaje, lanzando algunos dardos de cupido al cuerpo, al ambiente o al corazón de Alfredo.
Ella destilaba gotas de alta graduación, un licor con unos mostachos en toda regla y los pantalones bien puestos por lo que pudiera pasar, por ello nadie se decidía a rebajarle los humos antes de la quema que podía acarrear, ni zancadillearla con disimulo en algún descuido a través de las zancadas que pegaba por el escurridizo pasillo para atender al personal. Eso era cierto.
En algunos momentos Alfredo volaba como un extinto vendido al mejor postor, hurgando en los vaivenes del avión versus azafata, porque cuando ella se levantaba, se despertaba del letargo con el marcado meneo de piernas y cintura en locos devaneos con gracejo y salsa que venían a estrellarse en el frontón de su mente, llevando una a cada lado apontocadas las bandejitas como dios manda, mientras los desnortados trasgos no se confabulen y confundan cruces con collarines o viandas, o se cruce algún distraído transeúnte en el trayecto, que vaya escuchando la leyenda del beso extasiado contemplándola en la reiterada ruta y rompa el cordón policial, y en ese choque de trenes en un paso sin guarda agujas explosionen en un plis-plas la tarta de frutas y los indefensos senos, bordados y blindados con agujas de fina y coqueta punta,
Ahora la muy traviesa acababa de echar la cortina del refugio, no se sabe si para protegerse de los calores laborales que sufre colocándose un taparrabos, o se desvestía por contagio de la célebre efeméride de los valientes enamorados -de San Valentín- y anhelara que Alfredo se sumergiese en las sábanas de los sueños, las saladas aguas de su mirada o en la dulce boca que a gustar convida cubriendo celosamente la tarde de rojo.
Y el vuelo seguía su marcha, continuando imparable la imaginación cual pertinaces cóndores, perforando las nubes más retorcidas y desde lo alto, cual ícaros ufanos se mofaban de las ovejitas que pastaban allá abajo en la solitaria montaña.
¡Qué aires de grandeza! ¡Comiendo pipas sin parar como salvajes!¡Qué sueños tan portentosos!¡Qué sensaciones tan sublimes fantaseando con lo que se tercie, como si unas macizas columnas de Hércules sostuvieran en los aires la aeronave, a fin de que los pasajeros se sientan tranquilos y no padezcan un golpe de pavor al surcar los aires.

Los rebaños en las montañas emulaban las bandadas de aves que planeaban por la troposfera en un repentino torbellino de espejismos blancos, de fría nieve, jugueteando al pilla pilla o descendiendo en picado por entre los altos picachos como niños en la plaza de su barrio. A esas tiernas edades impera el afán de sobresalir, de llamar la atención, de saltarse las barreras, pateando charcos o brincando el plinto en competiciones deportivas de sopetón queriendo obnubilar a la concurrencia con arriesgadas ocurrencias. Y lo que parecía un juego infantil se convirtió de repente en algo palpable; el sueño hecho realidad cruzando un charco de verdad, el gran charco del Atlántico cual intrépido timonel y redescubrir el Nuevo Mundo, estampando allí las huellas y el sello de identidad. La incredulidad revoloteó en su cerebro como ráfagas turbulentas, concluyendo que aquellos que lo llevaron a cabo en épocas remotas no estarían en su sano juicio, de modo que tales odiseas serían urdidas en ricos palacios con plumas de oro y unos granitos de estupefacientes, y de esa guisa saciarían sus ansias de omnipotencia cósmica.
Y ahí se encontraba Alfredo casi sin darse cuenta con su dolorido equipaje, sin ningún aditamento de ADN de marcopolos o colones u otros desconocidos actantes de la intrahistoria, que acuñaron expertas hojas de ruta en aquellos años tan confusos. Se confabuló el hambre con las inquietudes de búsqueda y se fue construyendo una mágica bola de cristal, azul o exacerbada, con un cúmulo de desatinos o hallazgos naturales.
Finalmente se realizó el utópico plan, llevado a cabo por unas manos firmes y seguras.
Comiendo pipas sin parar al regreso, atrás fueron quedando los ecos patagónicos, Upsala, Perito Moreno, Calafate, Ushuaia, el canal de Beagle, el Fin del Mundo, el tren del infierno, el faro con que Julio Verne alumbró sus historias, evocando envenenados tragos homéricos por mares sin nombre, conviviendo con guanacos, pisando tierras de fuego, arenas hirvientes o husmeando exóticas noches cual otro Magallanes cuando atisbaba a lo lejos unos parajes iluminados con manchos, teas, chiscos o esplendorosas lumbres, bien para aminorar el frío glaciar o alimentarse, o bien para conmemorar la fiesta de la noche de San Juan, y deslumbrado por el potencial de luz nocturna se bajó de la nave y bautizó aquellos terrenos, no se sabe si con el asesoramiento del confesor y director espiritual de abordo, rememorando el ritual bíblico: te llamarás tierra de fuego.
Haciendo cábalas y consultados los gurús más prestigiosos del momento, Alfredo se inclinó por aportar algo a la posteridad dejando alguna reliquia en herencia, una huella que generase vida, unas pepitas fertilizadas, y ni corto ni perezoso se puso manos a la obra sembrando simientes de girasol en su campo a fin de que la humanidad y él mismo puedieran seguir comiendo pipas antes de que se lo coman a él los demonios, no sin antes haber extendido y firmado ante notario el testamento vital, con derecho a ser clonado con antivirales universales incorporados.

jueves, 14 de mayo de 2009

Se quedó sin Blanca




De todas formas a Braulio le hubiese importado bastante poco quedarse tieso, sin una chica o perra gorda en el bolsillo. Porque era un hombre emprendedor, confiado en sus propios recursos, miraba los problemas de forma parsimoniosa, y con proyección de futuro fagocitando los escollos que encontraba, al menos en lo referente a su ego, lo que irradiaba siempre un inusitado optimismo en el entorno.
Los sinsabores los catalogaba ordenadamente, por la parte menos mala, la que apuntaba a la resurrección de una causa en peligro de extinción, y no se dejaba llevar por cantos embaucadores de sirena, de huecas petulancias, eso jamás; lo tenía bien aprendido de su abuela, que en los momentos de extrema gravedad se crecía de manera milagrosa, como la leche cuando echa a hervir, y se aviaba con estos requerimientos y salsas, apostillando que donde comen dos comen diez, y sacaba pecho y la casa adelante por muy negra que viniese la mañana o la cosecha, remedando la cita bíblica de los panes y los peces.
Ella misma se asombraba de la riqueza de espíritu, de su ánimo indomable ante la adversidad, no sabía explicarlo, pero le salía por los poros como por generación espontánea, por ello quizá la bautizaron los convecinos con el sobrenombre de Dulcinea la de las campanas, a lo mejor porque tocaban a gloria con más pujanza y dulzor que cuando lo hacían por un pobre difunto. Ahí puede que estribe el emporio de su empresa tan rentable, que era lo más parecido a sus andares por la vida, extrayendo de la flaqueza felices primaveras, exuberantes y audaces frutos, que la abastecían de todo cuanto necesitaba, tanto para el cuerpo como para el alma, revestida de una túnica inmune a la desesperanza.
Nada le ocluía la mirada en sus planteamientos, cantándole las cuarenta al lucero del alba si fuera menester, y echaba las campanas al vuelo en un desfiladero si la necesidad lo requiriese, porque las circunstancias lo ordenen, o el sentido común así lo aconseje. El apelativo tal vez le venía, como ocurre en estos casos, por algo simple y rutinario, al parecer por la proximidad de la vivienda a la torre del campanario de la iglesia del barrio, donde subía y bajaba, como un ratón por las paredes de pequeña, movida por la curiosidad infantil, y se deleitaba escuchando los variados sones de volumen metálico con el bamboleo del badajo.
Braulio guardaba en su armario estas remembranzas de la abuela, pero no podía calibrar que le tocase en surte tener que llevarlo un día a la práctica, el hecho de que el tren llegase tarde o vacío a su vida, sin un viajero que le exhibiera el pañuelo al despedirse o al regreso, y se destilara una lágrima de alegría o pena por un ser querido que viene o va, y que entonces el tren pasara de largo por su puerta, sin detenerse, así por las buenas, sin importarle un lo más mínimo, perdiéndose en la distancia, entre los verdes álamos del río y la ribera, -donde acudían infinidad de animales a saciar su sed-, según corría la vía del tren paralela al lecho fluvial, con el sonido rumoroso, que sonreía a los pasajeros en las tristes tardes de otoño, aunque sin descartar que por el horizonte se descolgase algún diminuto nubarrón, parduzco y somnoliento, que quisiera echar la siesta en aquellos sembrados, descargando las cantimploras repletas del líquido elemento.

Así fue, que Braulio pasó, muy a su pesar, las últimas vacaciones de verano en la Manga del Mar Menor con Blanca, su pareja de toda la vida, con la que convivía desde hacía dos largos lustros, y la verdad es que las cosas no le pintaban nada mal, aunque últimamente respiraba unos céfiros poco fiables que bajaban de la sierra, que no le hacían mucha gracia, en especial por la espalda, acarreándole mil molestias sin venir a cuento, y crueles lumbalgias, y esto lo contrajo tan pronto como fue el desembarco; por lo demás, todo aparentaba seguir su cauce de normalidad, y que las cosas de la pareja funcionaban a plena satisfacción.
No se sabe a ciencia cierta el intríngulis de la cuestión, soterrada en un mar de dudas, que si acaso la causa hubiera sido la climatología, con el tiempo tan raro que le tocó, o que hubiese perdido el timón de sus pasiones durante el verano, o qué rayos encendidos se habrían confabulado en su persona, o el frío a traición y de forma insoportable, que impedía acercarse con Blanca a la playa, donde no podía ni ir para llevar un recado, y menos aún a tomar el sol, desentumecerse los músculos, y pasar un rato de esparcimiento y relax charlando con los amigos.
Entonces se estrechaba el cerco, quedándose muchas mañanas encerrados en casa y afloraban las aguas subterráneas, los fétidos desperdicios, los problemas económicos, la dureza en las respuestas o la incomprensión recíproca, que azuzaban más si cabe la discordia entre ellos, echando más troncos al fuego, y se respiraban torbellinos envenenados en la alfombra que pisaban, alejándose como aviones cometas en lontananza, y visionaba a pasos agigantados que se estaba quedando sin Blanca, con el frío que hacía aquel año y la crisis que apretaba.
La hipoteca del piso lo ponía entre la espada y la pared, como muchos amigos del entorno; en la empresa las cosas no le iban mal del todo hasta la fecha, pero en las posteriores fechas el buzón de su piso recibía demasiados avisos y reclamaciones de atrasos, como si no estuviese al corriente de los pagos que debía efectuar. Cosa extraña en él, ya que siempre había abonado religiosamente todos los gravámenes o impuestos que venían a su cuenta, bien deudas o compromisos.
Incluso obsequiaba siempre a la pareja con alegría, pese a las desavenencias de las últimas vacaciones, regalándole el mejor vestido que eligió en la tienda de modas, atendiendo a sus gustos y sin ningún espíritu cicatero, a lo que ella asintió de buenas maneras correspondiéndole con un oportuno y cálido beso, como hacía tiempo que no le brindaba.

Sin embargo Braulio siempre fue un escéptico en muchas facetas de la vida, sobre todo en el campo del amor, que rara vez le sacaba punta a las situaciones más favorables buscando alguna pega u obstáculo insalvable, tomándolo como una fruta prohibida e inalcanzable, metiéndose dentro de la piel de un tántalo empedernido, sin respuestas cuerdas, considerándolo una perecedera manzana, que enseguida se pudre, o se despeña por el precipicio más cercano.
Después de aquella estancia veraniega de supuesto relajamiento, se le cargaron a Braulio las pilas, y no había forma de que nadie osara pronosticar que la alberca se iba a desbordar porque estuviese rebosando, y que le aguardaba un porvenir incierto salpicado de tormentas y dolores de infarto. Les hacía compañía en la casita que alquilaron al borde del mar el perro que les regalaron unos amigos, y los tres en buena compaña se acicalaban, se dibujaban ensoñadores atardeceres; se dejaron el pelo, y crecían las horas de sosiego entre sus brazos, y la felicidad los saludaba cada mañana emulando a los rayos del sol.
Se habían desplazado con el utilitario, que a la sazón estaban amortizando por mensualidades, y sucedió que un día no quiso detenerse en el punto justo, y comenzó a despedir un negro y fétido humillo, que luego en el taller resultó ser una falsa alarma, la rotura de un minúsculo tubo, que apenas realizaba una misión determinante en el funcionamiento del coche, pero que los amedrentó sobremanera, ya que les obligó a telefonear al seguro de asistencia en carretera y el consiguiente traslado de la grúa, con todos los engorros, pérdida de tiempo y gastos que conlleva.
Los dos veranos siguientes estuvieron compartiendo las mismas amistades, pero al cuarto año la situación empeoró de manera repentina, no había frenos que lo retuviera, y se iban deteriorando por momentos las chocolatinas del último cumple, y las magdalenas que aún quedaban en la despensa para la merienda no tenían el sabor de antes, pues no encontraban el sabor del tiempo perdido. Braulio no podía expresarlo con palabras, aunque los hechos cantaban por sí solos, con el desgarro y la impotencia del cantaor de flamenco, con todo el duende impulsivo de la destrucción. Así al poco tiempo Braulio se quedó solo, engullido por las hipotecas, sin coche ni casa, de patitas en la calle, durmiendo a la intemperie, y sin el abrigo de Blanca, que lo abandonó sin mucha convicción, dejándolo tieso, sin blanca, y con la incertidumbre futura flotando en un mar descorazonado.

lunes, 11 de mayo de 2009

Tan lejos




El mañana
Se atusa los cabellos
Inciertos,
Y voluble flirtea
Con la enigmática
Manecilla...
Se le pueden torcer
Los pulsos,
Yéndosele
De las manos.
Una desmañada
Penumbra
Asaz ignota,
Cual imperceptible
Mota, parece
Asomar por
El horizonte.
El sístole y diástole
En ciernes
A veces se embarranca
En los riscos
De los regueros íntimos
Propalando leopardos
En el paciente
Pensamiento.
-Y tú no sonríes...-

martes, 5 de mayo de 2009

El papel creador de la palabra


¿DÓNDE ESTUVISTE QUE TAN MALA NOCHE ME DISTE?



CANCIONERO ANÓNIMO.
209
Con qué lavaré
La tez de mi cara;
Con qué la lavaré
Que vivo mal penada.

Lávanse las casadas
Con agua de limones;
Lávome yo, cuitada,
Con penas y dolores;
Mi gran blancura y tez
La tengo ya gastada;
Con qué la lavaré,
Que vivo mal penada.

210
Que no me desnudéis,
Amores de mi vida,
Que no me desnudéis,
Que yo me iré en camisa.

211
¡Ay, don Alonso,
Mi noble señor,
Caro os ha costado
El tenerme amor!

2112
Que no me desnudéis
La guarda de la viña,
Y si me desnudáis,
Déjame la camisa.

213
Yendo y viniendo
Voyme enamorando,
Una vez riendo
Y otra vez llorando.
No es la de mi ciego
Voluntad pequeña,
Más arde mi fuego
Si le añaden leña.
Vánmela añadiendo
Mis ojos mirando,
Una vez riendo,
Y otra vez llorando.

214
Por un pajecillo
Del corregidor,
Peiné yo, mi madre,
Mis cabellos hoy.
Por un pajecillo
De lo que más quiero
Me puse camisa
Labrada de negro,
Y peiné, mi madre,
Mis cabellos hoy,
Por un pajecillo
Del corregidor.

215
Alzo los ojos mirando,
Y tan largo espacio veo
De mi bien a mi deseo,
Que los abajo llorando.

216
Corazón, ¿dónde estuviste
Que tan mala noche me diste?

217
Quiero dormir y no puedo,
Que el amor me quita el sueño.
Manda pregonar el rey
Por Granada y por Sevilla
Que todo hombre enamorado
Que se case con su amiga;
Quiero dormir y no puedo,
Que el amor me quita el sueño.
Que se case con su amiga,
¿qué haré yo, triste, cuitado,
Que era casada la mía?;
Quiero dormir y no puedo,
Que el amor me quita el sueño.

218
¿Para qué tanto quereros?
Para perderme y perderos.

219
¡Oh, larga esperanza vana!,
Cuándos días ha que voy
Engañando el día de hoy
Y esperando el de mañana.

220
Molinico, ¿por qué no mueles?
-Porque me beben el agua los bueyes
221
Llaman a la puerta:
Espero a mi amor.
Y todas las aldabadas
Me dan en el corazón.

PROPUESTA DE TRABAJO: escribir unos poemas sobre temas populares.

domingo, 3 de mayo de 2009

Entre líneas





Fructuoso se saltó la línea de la cordura y cayó en un estado afectivo lamentable, de intensa alteración, perdiendo el control de las emociones. Al cabo de un tiempo la fisonomía le fue cambiando, era otro. Se fue dejando la barba, la alimentación acostumbrada, incluso el trabajo, y se abandonó a su suerte.
No se arreglaba, y llegó a perder la línea tan esmerada que había conservado siempre, tanto en el comer como en el comportamiento con familiares y amigos. Comenzó a engordar, adquiriendo una obesidad mórbida. Se planteó el acudir a un cirujano para que lo interviniese, arrancando lo que hiciera falta. Estaba dispuesto a todo, no le agradaba la nueva imagen que tenía. Aunque pasó un período en que no le importaba, que le daba los mismo ocho que ochenta. Ahora, sin embargo, se encontraba atrapado en el quiero pero no puedo y se veía impedido para muchas labores, debido a la carga que transportaba a cada paso que daba sobre las maltrechas piernas. Quería quitarse unos sesenta kilos de golpe, lo tenía más que asumido, en algunas cuestiones era inflexible.

Un día se le apeteció darse un baño y se zambulló de cabeza en las saladas aguas del Mediterráneo, al borde de las rocas.
Nada más contactar con el agua notó un incipiente hormigueo en la planta del pie, no era martes ni trece ni creía en esas zarandajas, pero hete aquí que de repente sintió como el roce de una roca, o algo que no podía precisar con exactitud que lo turbó en exceso en los inicios, entre el balanceo rítmico de las olas, aunque no le otorgó mucha trascendencia, calibrando que no era para tanto, hasta que se fue cerciorando con más certeza conforme se acercaba nadando a las rocas.
El percance fue en aumento, creciendo en intensidad, provocándole unas vibraciones galopantes y extrañas cada vez con mayor contundencia, y al verificar que no se detenían ahí, -pese a los diferentes ejercicios que puso en práctica aprendidos de cuando practicaba natación en sus años de mili con el duro monitor que le tocó en suerte-, sino que subían piernas arriba, extendiéndose como una corrosiva sombra por un vasto bosque como el que no hace la cosa, y seguía expandiéndose por los vericuetos de los principales miembros y extremidades del cuerpo. Eran unos calambres fuera de lo común, que no acertaba a explicarse, ni recordaba que le hubiese acontecido jamás desde que tenía uso de razón.
Son contratiempos que se atraviesan en el camino, pensó, y no se les encuentra fundamentos y suelen pasar desapercibidos en un primer término, pero ya advertían de que la muerte le pisaba los talones, pues se quedaba varado en pleno oleaje de una mar embravecida, no lejos de las rocas, aunque expuesto a los mayores peligros, corrientes inesperadas, ataques por sorpresa de cualquier inquilino advenedizo, y sin bote salvavidas ni unos brotes de esperanza. No podía avanzar ni un milímetro, y a malas penas flotaba en aquella encerrona que se le había venido encima, moviendo como loco piernas y brazos, ya que se asfixiaba de forma galopante, permaneciendo inmovilizado en medio del juego marítimo, como si estuviese en una enorme balsa aislado en el desierto, mirando con rabia e impotencia hacia las rocas, como desvalido bebé a la madre, también inmóviles, que las ubicaba cada vez más en la lejanía, intentando con uñas y dientes caer lo antes posible en los brazos rocosos.

Pero cuál no sería su estupor cuando atisbó a su espalda, no muy distante de donde se encontraba, una descomunal sombra de algún cuerpo u objeto que, al sumergirse tal vez asustado, provocó un espectacular y malintencionado alboroto, en que las aguas pugnaban entre sí con todo el coraje del mundo, tirando cada una por su lado haciéndose añicos o moñeándose, como si quisieran llevarse el agua a su molino, en un bárbaro combate entre tribus rivales, con visos de un histérico tornado que no se avenía a razones, en un haz de colores confusos, entre verde-oscuro y reluciente añil, impulsado desde las hondas simas subacuáticas. Un desconocido producto expulsado por algún monstruo marino, que en esos momentos hubiese cruzado atemorizado por aquellos parajes, y hubiera defecado de súbito por necesidad, como protección por haber percibido ondas extrañas en las escamas y se sintiera preso de un ataque de pánico, o pretendiera tomarse la justicia por su mano, discurriendo que el que da primero da dos veces, en caso de que algún osado salteador de caminos lo abordase.
Al ver las oscuras e intratables aguas, leía entre líneas casi sin darse cuenta varios guiones, que algo gordo podría estar maquinándose por aquellos contornos, si bien no quería creérselo, aunque le generaba no poco desasosiego. No concebía en su atolondrada cabeza las diferentes medidas ni rasgos fisonómicos del bicharraco que a lo mejor merodeaba por allí, y se cuestionaba con inquietud si sería un tiburón, o un gigante cachalote que se hubiese descolgado de los suyos por algún tirón muscular en alta mar, y bogara a la deriva.
Una gélida angustia se apoderó de él, y temía que lo quitaran del medio de un zarpazo, borrándolo del mapa en menos de lo que canta un gallo. Y ni corto ni perezoso exclamó con la moral por los suelos ¡santo cielos, qué susto más grande!, añadiendo a renglón seguido, ¡tierra trágame!
Por otra parte, tampoco le apetecía leer entre líneas los renglones verídicos de la historia de Moby Dick, cuando el viento aumentó hasta convertirse en un aullido. Los negros nubarrones chocaban como toros bravíos entre sí, y la tormenta de repente rugió, se partió en pedazos, y crepitó en torno a los que estaban presentes, como un fuego incendiario que arrasara los campos y vaciara balsas y lagos, arrastrándolo todo alocadamente al mal, a la perversión. Y todo se hizo de noche.
Se le obstruyeron los sentidos, perdiendo la dirección de la línea que se había trazado, cosa que nunca le había pasado por la imaginación, y todo por tirarse de cabeza en aquellas malignas aguas, que peinaban tan ariscas rocas, que se revolcaban prepotentes y envidiosas ante su presencia, como si las piedras pronunciaran frases al viento no muy cálidas aquella mañana gris. Era un recodo desconocido para él, algo retirado del punto de otras veces a donde solía acudir a bañarse los fines de semana, o en los puentes que construía en la empresa siempre que podía, a fin de huir de la rutina y de la guerra diaria.
Entonces ocurrió que la mar se oscureció de golpe, tan pronto como se zambulló en las frías aguas, y sin percatarse de los guiños envenenados que le lanzaban las gaviotas golpeando la superficie, como a traición, se fraguó un alevoso tifón que lo envolvió, hocicándolo en las sombrías profundidades, inyectándole la misma muerte en las venas, una claustrofobia que le impedía revolverse, respirar, durándole una eternidad. En tal estado le era imposible leer entra líneas rectas ni curvas y menos verticales. Perdió la verticalidad vital, y se le desvanecieron los cimientos de los pilares edificados. La obesidad mórbida acabó con Fructuoso, diluyéndose como minúsculas gotitas de agua en el inmenso mar.