sábado, 25 de julio de 2009

Perdone usted, señor





Perdone, señor, el descaro por dirigirme a usted sin conocernos, como si fuésemos compañeros de parranda, o de un célebre master en Bruselas. Sólo quería trasladar la inquietud que siento por Mateo, un pobrecito desnutrido, abandonado de la mano de Dios nada más nacer.
Ocurrió que fue arrojado al umbrío bosque y ha crecido allí como las setas o una escuálida lagartija a pleno sol; sin embargo parece que, pese a todo, la vida no le va mal. En ese entorno se recrea y vive acompañado de los pobladores del bosque, tranquilo, desahogado, libre.
Cuando no halla alimento en los árboles o en las flores del campo las aves penetran en su habitáculo y le suministran ricos manjares y abundantes vitaminas, fósforo, hierro, magnesio… o aquello que necesite en un momento determinado. Son muy imaginativos sus habitantes. Como botón de muestra valga la creación del club de atletismo que han montado en plena naturaleza totalmente gratuito para los residentes del bosque que deseen utilizarlo. Lo han levantado en ese peculiar hábitat con todas las de la ley, con un objetivo claro, preparar a conciencia a todos los miembros de la comunidad para la conquista de medallas en las próximas olimpíadas. Así de sencillo.
Disculpe las molestias por mi pertinaz insistencia señor, mas dado que usted es un egregio magnate, un gigante del mundo financiero no creo que sea una osadía dirigirme a usted con objeto de que patrocine los juegos a condición de que luzcan en la camiseta el logotipo de su emporio, y de ese modo fortalecerse mutuamente, usted en sus réditos y ellos en el ámbito deportivo, participando en las diversas pruebas del campeonato.
El palacio que usted regenta en el mar Negro podría ser el blanco de sus aspiraciones, un centro ideal para exhibirse, y de paso darle publicidad a los diferentes trofeos que guarda en la lujosa y atractiva vitrina. No es por cortesía ni por un mero cumplido, ahora que nadie nos oye le confirmo que el núcleo duro del bosque ha tomado muy en serio la determinación de llegar lejos en los juegos, ser campeones en la mayoría de las pruebas.
Por lo pronto la vasta comunidad del bosque ha acordado en su reunión en primera convocatoria celebrada en primavera ejercitarse a fondo en la práctica de la búsqueda de una causa justa en sus actuaciones y de una cívica convivencia, derrochando cortesía y cuantos tragos de ternura sean precisos, y de esa guisa llevar a cabo certámenes por valles, campiñas y bosques urbanos con la disputa por las distintas medallas allí donde se compita bebiendo tanques de alegría y viviendo a raudales la vida.

lunes, 20 de julio de 2009

Apego




Durante un tiempo Fulgencio se contentaba con beber los vientos por Eugenia con prudencia tatuándose las partes más erógenas de la piel, pero con el paso del tiempo se atascaba en los proyectos, le subía la angustia y le sabía a poco pensando que tal medida era ridícula, demasiado superficial y no colmaba los moldes, las aspiraciones de la imagen que se había forjado de ella, ponderando que no tenía futuro, que un día no lejano los agentes externos o algún malintencionado erosionarían su cuidado tatuaje quedando todo en agua de borrajas.
Cuando mordía el nombre de E u g e n i a se llenaba de luz, de mudo asombro, lo saboreaba a conciencia y al pronunciarlo se le incendiaba la cara percibiendo un suave cosquilleo en la lengua. Tales fogonazos fueron a más transformándose en una atracción sospechosa e incluso molesta, que mantenía en funciones a Fulgencio en todo momento atrapado en las veleidades de Eugenia deleitándose de sus condimentos hasta el punto de ser su doble quien inclinaba la testuz, la balanza hacia su icono tanto en las decisiones trascendentales como en las más rutinarias, aseo personal, tomar un tentempié, colores de la corbata o el sumo de los dislates, a qué horas debía retirarse al aposento a descansar.
En ocasiones se partía de risa o se partía la cabeza desgranando en las peores circunstancias soluciones más resolutivas al conjunto de sus interrogantes y al final sólo conseguía posarse en terrenos movedizos, comprometidos al convertirse casi en un zombi, una adición fatídica, dándose de bruces en las bajezas más irritantes cuando en realidad disponía de otras alternativas más halagüeñas en los distintos círculos por donde se movía, siendo el suyo un apego casi servil levantándole ampollas en los lugares más inverosímiles del cuerpo, llegando a veces a perder la visión de repente perdiéndose en una noche de tinieblas y alejarse cada vez más de la sonrisa sana de otros campos más feraces, inundados de frutos tropicales, papayas, aguacates, papayas o mangos o cañas de azúcar; por lo que se consideraba incapaz de discernir la esencia del accidente, los colores chillones o los objetos de grueso tamaño, y no encontraba el criterio justo de las cosas que debía desechar por inútiles o conservar como oro en paño como hacía su abuela, si no era a través de los ojos de Eugenia, impulsado vorazmente por la tiranía de sus devaneos y desplantes en un perenne balanceo de remordimientos desequilibrantes que le azotaban el rostro, la conciencia, cual empedernido adicto que necesitase en todo momento olisquear o tragar por la tremenda la sustancia sin demora para evitar hacerse el harakiri o a lo peor ser arrastrado a un pozo sin fondo, a la debilidad de masticar chicles de dulce nicotina asesina o inyectarse en las venas para seguir respirando en su triste deambular por las turbias sombras de la tarde y no precipitarse por riachuelos irreversibles de sangrante malestar dando palos de ciego.
La abstinencia de Eugenia lo colocaba entre la espada y la pared, lo sumergía en lúgubres mazmorras del pensamientos, no pudiendo emerger a su antojo, pues debía infundirse de valor y no seguir enderezando la nave rumbo hacia sus caricias y sonrisas a cualquier precio, sobre todo en los instantes más álgidos de la jornada en que la ansiedad arremetía corneando los puntos más sensibles causándole irreparables daños, que le imposibilitaban encontrar la cordura lejos de sus manipuladores perfumes o abandonar las ansias de poseerla, tenerla a su capricho bailando, gesticulando, besando o soplando al igual que un cigarrillo entre los labios del fumador.
Sin embargo intentaba emularlo introduciendo algún objeto suyo en la boca, una pertenencia, el pañuelo rojo del cuello, la gomita de color blanco que llevaba para amarrarse la cola del pelo para aliviar los sofocos estivales o alguna otra reliquia por el estilo.
En épocas en que tenía unos extraños sueños Fulgencio cogía unas rabietas de niño díscolo, entrándole una especie de alergia que le oprimía con virulencia el pecho y la piel de suerte que se ponía pálido, transpuesto y no había manera de que controlase sus inclinaciones despeñándose por desfiladeros extravagantes cubiertos de un negro musgo al excederse en el tiempo sin haber encendido un pitillo de vicio, un reclamo de Eugenia, palpando sus contornos o moviéndose en las aguas de su dársena.
Un día Eugenia se fue de compras rompiendo la costumbre a los grandes almacenes y se le torcieron los vientos, una piedra en el camino le preparó una emboscada perdiendo apoyos en su esbelta silueta con tan poca fortuna que cayó rodando por los suelos, teniendo que trasladarse a toda prisa a urgencias en el primer taxi que cruzó por las inmediaciones alcanzándole allí la noche con analíticas, pruebas y más pruebas mientras que él se desplomaba a su vez a cien leguas de distancia en mitad de la calle, ofreciendo un triste espectáculo de persona inválida, dando con los huesos en el cemento del bulevar por un golpe de estrés, víctima del mono que le sacudía, porque Fulgencio no se sustentaba en pie al no poder estar más tiempo sin inhalar sus esencias, oír el ruido de sus silencios, catar el dulzor de sus huellas, captar las onomatopeyas que emitían sus mejillas como el chapoteo en las pozas que surgen en las hondonadas por el agua de la lluvia.
Precisaba en su sequedad de una exuberante llovizna, de un tenue tropiezo con ella y al faltarle se derrumbó en una depresión de caballo con ataques epilépticos echando espumarajos por la boca, en un estado preocupante, por lo que fue menester trasladarlo con urgencia en ambulancia al centro de salud al no haber forma de reanimarlo, y de esa guisa, acaso por la conjunción de los astros interpretando una sensacional melodía, de manera casi furtiva y fortuita se reencontró con ella en el hospital no dando crédito a lo que le ocurría viendo el cielo abierto, y encontrándose en un lugar seguro, libre de los ataques de algún tiburón famélico o de cualquier contingencia, ya repuesto de su terrible pesadilla, recuperando la beatífica mirada y el nervioso meneo de pelo de Eugenia.
Todo ello le suministraba las energías imprescindibles para continuar en la brecha, creando cascadas de felicidad en su deambular por la vida.
Fulgencio lo interpretaba como la llave de su aprobación, quedándose en la gloria, tan sereno y confiado ante los escollos que le abordasen en alguna esquina, incluso en los detalles más simples.
No obstante llevaba últimamente un tiempo de controversias interiores, en que se había propuesto cambiar, olvidar esos paradigmas utópicos y apostar por el día a día sin prejuicios, mediante una función de catarsis, regenerándose a través de sus propios errores y enfocar la existencia por otros parámetros más inteligentes para sus intereses sacándole provecho a los eventos valiosos y gozando de las buenas acogidas o aceptando los inevitables contratiempos y no estar siempre a expensas de quien algún día acaso sea su futura pareja dependiendo de ella, sin discurrir sobre el flujo de lo positivo en el amor.
Al cabo del tiempo Fulgencio se percató de que no merecía la pena estar tocando siempre el mismo instrumento con la misma batuta y bajo ninguna tiranía, bien sea de clave de sol, de fa o de do, sino más bien escuchar en cada momento las músicas más constructivas y acordes con el espíritu.











sábado, 11 de julio de 2009

El día en que Teodoro se perdió





No sabía Teodoro como fue, pero estaba seguro de lo que le ocurrió pues se hallaba en su sano juicio, cuando de pronto se perdió por el sendero buscando a su amiga de toda la vida y nunca más la ha vuelto a ver. Qué distinto, pensaba, hubiera sido haberse perdido con ella buscando moras, disfrazándose con máscaras a la chita callando en la campiña o contemplando mariposas en su salsa o bebiendo agua en alguna fuente de las que a veces brotan por determinados parajes agrestes a la sombra de un frondoso árbol.
La tristeza le arrojó el alma a los pies. Al no encontrarla cayó en una terrible depresión y se sentía aplastado como si un horrendo montículo le hubiese caído en su propio lecho mientras dormía soñando que paseaba con ella por unos lugares de ensueño, que los acogían a los dos con los brazos abiertos entre besos y parabienes.
Para quitarse de encima tanta inmundicia psíquica y asuntos tan abstrusos y no pudiendo verla durante tantísimo tiempo, ni corto ni perezoso se alistó en un barco ballenero yendo a países lejanos y así echar en el olvido aquel encuentro que un mal día tuvo cuando la conoció, de tal manera que se entregaba a los trabajos más difíciles y viles para compensar su estado de ánimo y no perder la cabeza en este desdichado mundo, o no perderse por mil laberintos, porque desde entonces se encuentra ido y no sale de aquel infernal atolladero, de su asombro, donde entró cuando contactó con ella el pobre hombre.
A veces se le antojaba que nadaba en una enorme piscina sin brújula y era como un pececillo que se escurre por entre las manos de todos los seres vivientes menos por las suyas quedándose enganchado. Los días no se detienen, van pasando inexorablemente, pero él se siente retenido por ella y lleva tantas horas perdido en las cálidas aguas de la piscina que las escamas de las ranas y los peces se le están pegando en el cuerpo de modo que las arrugas que le salen se van agrietando más y más con las escamas y desde que se ha dado cuenta no quiere nadar con ella por muy grande que sea ese océano y se coloca una escafandra sumergiéndose en solitario por las negras corrientes marinas. Y no olvidaba ni un instante que lo que en realidad anhelaba era encontrarse cuanto antes con ella a pesar de que no alcanzase la plena felicidad como a él le hubiera gustado, porque temía que acaso fuera rechazado por ella al percatarse de las –raras perlas- escamas que cultivaba en su cuerpo, y ella se imaginase que era un verdadero pez.
Le hubiese encantado haber perdido a Amapola antes, así es como se llamaba la lindísima moza, antes de perderse él en su textura, en las curvas de su cuerpo, en su coxis tan pulcramente estructurado y entre los amasijos de buena persona, con unos encantos interiores fuera de lo común pero sus agallas tiraron por los cerros de Úbeda cayendo él en la desolación o en la trampa, vaya usted a saber, y aunque se alejase de ella alistándose en barcos balleneros a miles de millas, resultaba que cuanto más se distanciaba más cerquita se sentía de sus suspiros y beldades mezclándose con las escamas el blanco moreno de su cuerpo con un misterioso pudor y poder magnético, no pudiendo hacer una vida normal.

El olor del paraíso

-Esto huele a chamusquina, tío, y si no que venga Dios y lo vea. Cómo se explica el hecho de que una pareja tan bien avenida, que bebe en el mismo cuenco, toma la misma compota de frutas y se había propuesto ser espejo de las futuras generaciones donde se miren todas las parejas del universo, viviendo tan compenetrada y feliz, sin el menor atisbo de violencia de género, van de repente y la ponen de patitas en la calle por el mero hecho de amarse sin tapujos, a la luz de la luna, entregados en cuerpo y alma en una noche de pasión, llevando a cabo la ansiada luna de miel, siguiendo las instrucciones de todos los santos, “ama y haz lo que quieras”. -dijo en fuga Alfredo, chillando como un grillo, muy dolido por el desahucio del paraíso evocando los versículos del Antiguo Testamento, en que el señor Dios colocó un querubín en la puerta del paraíso con una espada de fuego fulgurante impidiendo el regreso de nuestros primeros padres.
El enfado de Alfredo fue descomunal elucubrando con que a él le sucediese algo semejante, y no era para menos acostumbrado como estaba a su pequeño gran paraíso, levantarse a medio día, dar unos placenteros paseos por el barrio, oler las flores del jardín, pasar revista a los intereses y necesidades más perentorias y saborear unas copitas de vino blanco mezclándose con los ardientes rayos solares que trasmutaban su rostro en un artificioso juego de chispeantes luces de inmensa felicidad, propia del goce del exquisito oasis por el que cada mañana trotaba como un niño por la playa, o como los ángeles o el mismo dios en el paraíso eterno.
-Es que no hay derecho, demonios –pregonaba a los cuatro vientos Alfredo-, que quieran acabar con el hábitat en sus mismas barbas. No lo acepto. Por supuesto que no les va a salir gratis, tendrán que indemnizarme por daños y perjuicios, además esos avatares ocurrieron en aquella época de tinieblas, pero las circunstancias han cambiado enormemente, y haré valer mis derechos con el abogado de oficio. Qué se habrán creído esos cretinos, que tienen un morro que se lo pisan.
-Si demuestras que eres fiel a nuestra cadena te regalamos un paraíso –uf, indicaba gruñendo con furia Alfredo al oír la promesa en la emisora de radio asegurando que era otro camelo; si es que no hay manera, cielos.
<< Apaga esa maldita máquina, que se entretiene en propalar monsergas por las ondas. Ya está bien de jugar alegremente con la mítica palabra, pardiez- apostillaba. No quería recibir más golpecitos en la espalda, ni fraudulentos escarceos de sedución, pues estaba embotado de tantas falsedades, tratándolo como un iluso o un ingenuo bebé postrado en su cuna. Con las disquisiciones deshojando la margarita, ahora te doy…, ahora te lo quito, mañana te regalo el oro y el moro; si sonríes a mis veleidades te obsequiaré con un viaje al fin del mundo, y si te portas bien recibirás de premio el cielo. Y maldecía a todas horas tanta dádiva interrogándose contrariado, ¿hasta cuándo vamos a soportar esta hipócrita actitud que azota las conciencias a sus anchas en mitad de las inmundicias del amanecer? -Hay que dar el callo, macho, –le apremiaba al hijo Alfredo- , a ese ritmo no llegarás a ninguna parte, que perdimos el paraíso, coño, y no te has enterado, y como sigas por esos derroteros te comerá el hambre y la enfermedad, así no puedes seguir, a no ser que retornásemos al paraíso perdido. La vida está muy revuelta, la crisis nos asfixia por todos las esquinas, así que no te queda más remedio que sudar el pan que te comes. Venga, tírate de la cama, levántate rápido que es medio día y nos va a llevar por delante la infelicidad, además ya lo dijo el señor nuestro Dios, y todavía sigues acostado, como si tal cosa. << No querrás que ponga un querubín en la casa con una metralleta para que cumplas las normas de sentido común, no tenemos otra alternativa. Lo más arduo de esta tramoya es que no podemos permitirnos el lujo de costear un querubín-guardaespaldas para guardar nuestro pequeño oasis, si es que se puede llamar así, dado que no disponemos de la plata suficiente y carecemos de lo primordial en estos menesteres, los poderes sobrenaturales. << Si lo lográsemos, trabajaríamos una semana escasa, o sea, seis días y al séptimo descansaríamos como Dios manda, y a vivir de las rentas en nuestro rico territorio eternamente. Y que se mueran los ineptos y los feos. Ya me gustaría a mí. Tener poderes fácticos y reales de esa índole, mandar calmar los vientos o pasearme por la superficie de la aguas de orilla a orilla y atravesar los océanos hasta que oscurezca y amanecer en la otra orilla sin más molestias que las del que practica el senderismo, como sería llegar al final del trayecto con los pies hinchados, y tener que meterlos en agua para reponerse. Porque viviríamos como dioses tú y yo, sólo deleitarnos, comer y dormir o lo que se terciase, y sin alergias ni picaduras de mosquitos en el aula número once de la sala Clara de Campoamor. << Mira, tío, todavía sigues durmiendo pero en qué piensas, ¿crees acaso que tu padre es el amo del paraíso? Sí, mis antepasados fueron en un tiempo los que lo cultivaron pero aquella delicia de perfumes y olores fue tan fugaz que ya nadie lo recuerda, ni siquiera la serpiente envenenada si no fuese por el correctivo, que desde entonces se arrastra en su deambular por la vida, nosotros al fin y al cabo podemos llorar con un ojo aunque a veces nos arrastremos por los suelos para tirar del carro de la vida, pero ellas, deben serpentear obligatoriamente muy a su pesar subiendo a los árboles o deslizándose por los desfiladeros o en su propia casa nutriendo a su hijuelos. << Nosotros, no obstante, debemos agachar la raspa, jugándonos el tipo, pero en cambio podemos sacar pecho cuando las cosas nos van bien, o ir sopor la vida con la cabeza muy alta por la satisfacción del deber cumplido. Pero al llegar a ese punto se le encasquilló la lengua a Alfredo cuando evocó el ataque por sorpresa de que fue objeto por parte de una serpiente cuando regresaba por el atajo en una tarde lluviosa de crudo invierno y se le abalanzó al cuello en una emboscada como recordándole a los mortales que su castigo fue por su culpa, y no pudo cerciorarse del peligro y cayeron rodando por la ladera, donde gracias a unas ramas que se atravesaron en la caída se despegó de la víbora y consiguió salir airoso. En esos instantes le vino a la memoria los versículos bíblicos, cuando la serpiente con cara seductora se acercó a la compañera de Adán y la llevó con dulzura a su terreno engatusándola con eróticos guiños y omnipotentes promesas, y tal vez le dijese que se había enamorado y quería casarse con ella dándole en dote el paraíso terrenal, recalcándole que todo sería para ella y al marido lo expulsarían intentando envenenarlo y así pasaría a mejor vida, pero ellos dos se quedarían con el paraíso de por vida en usufructo, y a continuación le preguntó al respecto, -¿Qué te parece, Èva? -Hijo mío, todavía sigues durmiendo, so pedazo de bribón, inútil, que eres un inútil. Parece que te hicieron de mala sangre, como la serpiente, sangre corrompida. Mira, te voy a descabezar, a ver si trabajas aunque sea por recomendación o castigo divino, que no le das un palo al agua y no te importa la hoja de ruta que nos trazaron. << Y después de tantos y tantos cientos de lustros sigo buscando el olor del paraíso y no lo percibo por ninguna parte, estoy perdido entre reptiles, árboles del bien, del mal, de la ciencia y retoños estériles, de forma que me siento con el agua al cuello; yo me asomaría a Londres, a Moscú o cualquier parte del cosmos, a la luna si fuera preciso, a recaudar fondos para pagar la hipoteca, para poder seguir viviendo, pero si allí no hay paraíso y no me deben nada cómo voy…; si tuviese posibles me apoderaría de un inmenso vergel y contrataría a un querubín en toda regla y haría mi agosto convirtiéndome en un hombre rico colocando al guardián con una afilada espada de fuego en la puerta de mi particular paraíso a fin de que me preservase de todas las gripes, de todas las incertidumbres que me acechan en primavera y otoño, disfrutando como un dios de los placeres de la vida.

jueves, 9 de julio de 2009

El papel creador de la palabra






EL CUERO SUYO OSCURECE LA NIEVE

“Hirióme de esta dueña saeta envenenada/
atravesóme el alma, allí la tengo hincada”.
Arcipreste de Hita, LBA.
La celestina.
Durante muchísimo tiempo la primera voz, eternizada en literatura, que registraban los textos españoles era una voz épica. Se había perdido o no hallado el testimonio al despertar a la vida que es el amor, y los balbuceos literarios comenzaban con el verbo de un juglar, que recitaba por plazas y salones los cantares de gesta, que trataban de caballeros, guerreros, luchas, espadas y celadas. La mujer, el amor, no estaban de moda o no había llegado su hora, por considerarlo ajeno a su quehacer literario.
Pronto aparecen las jarchas con las moaxajas, en donde se da entrada a los enamorados; luego le siguen, el mester de clerecía, el Arcipreste de Hita con el libro del Buen Amor, donde cita a Aristóteles: “Como dice Aristóteles –y es cosa verdadera-/ el hombre por dos cosas trabaja: la primera,/ por tener mantenencia, y la otra cosa era/ por poderse juntar con hembra placentera”.
Y ya en el siglo XV la obra de Fernando de Rojas, La Celestina, ofrece la pasión del amor físico entre Calisto y Melibea, a quienes las circunstancias no permiten una relación pública: para entablar relaciones se valen de los servicios de una vieja, Celestina, que explota su amor y lujuria. Los personajes pertenecen a dos mundos: el de los señores y el de los criados. Al primero: Calisto, Melibea; y al segundo: Pármeno, Sempronio y Lucrecia, además de las prostitutas –Areúsa y Elicia- y por encima de todos destaca la figura de Celestina
Recursos literarios. Emplea expresiones retóricas, interrogaciones, amplificaciones, similidacencias; antítesis: secreta causa/ manifiesta perdición; introspección de Calisto, confesión y reflexión sobre la fugacidad del placer, y la estimación social perdida; expresión culta del lenguaje en contraste con lo coloquial, caracterizando al personaje por su rango socioeconómico y cultural.
Veamos un fragmento de la inmortal obra, un monólogo de Calisto, acto XIV: “ ¡O mezquino (desdichado) yo! ¡Cuánto me es agradable de mi natura la solitud y silencio y oscuridad! No sé si lo causa que me vino a la memoria la traición que hice en me despedir de aquella señora, que tanto amo, hasta que más fuera de día, o el dolor de mi deshonra. ¡Ah, ay!,que esto es. Esta herida es la que siento, ahora que se ha resfriado, ahora que está helada la sangre que ayer hervía; ahora que veo la mengua de mi casa, la falta de mi servicio, la perdición de mi patrimonio, la infamia que tiene mi persona de la muerte que de mis criados se ha seguido. ¿Qué hice ¿ ¿En qué me detuve? ...(.). ¡O mísera suavidad de esta brevísima vida! ¿Quién es de ti tan codicioso que no quiera más morir luego, que gozar un año de vida denostado y prorrogarle con deshonra, corrompiendo la buena fama de los pasados? Mayormente que no hay hora cierta, ni limitada, ni aun un solo momento. Deudores somos sin tiempo, continuo estamos obligados a pagar luego (enseguida). ¿Por qué no salí a inquirir siquiera la verdad de la secreta causa de mi manifiesta perdición? ¡O breve deleite mundano! ¡Cómo duran poco y cuestan mucho tus dulzores! No se compra tan caro el arrepentir. ¡O triste yo! ¿Cuándo me restaurará tan grande pérdida? ¿Qué haré? ¿Qué consejo tomaré? ¿A quién descubriré mi mengua (desdicha)? ¿Por qué lo celo (oculto) a los otros mis servidores y parientes? Tresquílanme en concejo, y no lo saben en mi casa. Salir quiero; pero si salgo para decir que he estado presente, es tarde; si ausente, es temprano. Y para proveer amigos y criados antiguos, parientes y allegados, es menester tiempo, y para buscar armas y otros aparejos de venganza...(.). ¿Pero qué digo? ¿Con quién hablo? ¿Estoy en mi seso? ¿Qué es esto, Calixto? ¿Soñabas, duermes o velas? ¿Estás en pie o acostado? Cata (piensa) que estás en tu cámara...(.). ¡O mi señora y mi vida! Que jamás pensé en tu ausencia ofenderte...(.). Ni quiero otra honra ni otra gloria, no otras riquezas, no otro padre ni madre, no otros deudos o parientes. De día estaré en mi cámara, de noche en aquel paraíso dulce, en aquel alegre vergel, entre aquellas suaves plantas y fresca verdura. ¡O noche de mi descanso, si fueses ya tornada!”.
PROPUESTA: continuar el monólogo del texto.

sábado, 4 de julio de 2009

Ventarrón




-Procura cerrar las ventanas, Benjamín, que el viento del norte es muy tozudo y agarra por el cuello a las criaturitas. No lo olvides, que me da que el ventarrón viene de camino- insistía preocupada la abuela remendando el descolorido mantel de la mesa del comedor
-Sí, abuela, pero ahora las dejo entreabiertas porque va a pasar Almudena silbandito y no la voy a oír, y necesito verla sin falta, cosas nuestras-
-No vendrá con barriguita, verdad, como estamos en primavera, y la naturaleza anda al desquite con brotes verdes, y parece que todo anda manga por hombro, pues qué quieres que piense, con las cosas que se oyen por la calle, y me creo, no sé, que eres ligón confeso como tu abuelo.
-No abuela, se tomó la píldora del día después y no hay ningún problema, pero necesito recoger algo-
-Estos jóvenes, es que no tenéis arreglo, vais a acabar con una. Si Anastasio, que en gloria esté, levantase la cabeza, madre mía, la que se armaba, a buen seguro que regresaría de inmediato al féretro por el maléfico repullo que cosecharía.
El ventarrón lo revolvía todo, hasta lo que guardaban en los bolsillos, que no se sabe cómo, salía volando, pero no volaban las bolsas de los ojos del sufrimiento de los descorazonados habitantes ya hastiados de sufrir el avieso viento durante tantos inviernos de brega y pertinaz sequía.
Los vendavales arribaban de tal suerte que desquiciaban incluso a los más centrados, sobre todo los días en que el obcecado ventarrón paseaba a hombros por los desfiladeros un humo negro como salido de las entrañas del averno, que hubiese sido alimentado con ingratos troncos, en cambio cuando tiraba a blanquecino por el contagio con la neblina del valle al menos había ribetes de una leve esperanza, preconizando otros amaneceres más placenteros, porque el humo blanco se revestía de un cariz limpio, con cara de buenos amigos, despuntando ricas cosechas, respirando halagüeños aromas por las veredas del entorno, o por las callejas del barrio, y acontecía una mutación espontánea en la mirada del vecindario, como si se percatasen de que el ambiente estuviese alfombrado de vivos colores, hasta tal punto que serenaban el ánimo en las agitadas tardes de embrutecido ventarrón.
Aunque lo peor, espetaba la abuela, acaso está por llegar, los malos humos de algunas personas, cuando una no sabe a qué carta quedarse, si abrir o cerrar la puerta a la confianza, vientos que se disfrazan con piel de cordero, que vienen torcidos desde la cuna y soplan en tus mismas narices, siendo muy distintos de los que te obsequian con cálidas bienvenidas desde su infancia, lindas bocanadas como las de Benjamín, iluminando en primavera o en invierno la existencia.

Había vuelto el ventarrón, el ruido rodeaba la mansión. Un ruido insoportable penetraba por las rendijas de puertas y ventanas y llegaba como un espía enemigo arrancando cuanto hallaba a su paso sin ningún miramiento, objetos, plumas de ave, hojas secas, papeles rotos o despintados espíritus en carne y hueso, como si fueran almas en pena volando por el monte de las animas.
Los bríos del ventarrón despellejaban a todo bicho viviente con su problemática insensata, descascarillaban los troncos de los árboles extrayendo virutas de la madera como el carpintero con el cepillo, las ramas crujían deshechas por los hirientes hachazos de que eran objeto.
Nadie estaba a salvo, pues hasta los caracoles y tortugas volaban a trechos por los aires cual aves de rapiña impulsados por las deshumanizadas convulsiones aéreas.
Todo se tornaba infumable, insensible. Casi siempre caía atrapado el vecindario en el cepo de la marea, desprevenidos, en paños menores, lo mismo ocurría al despuntar el alba o al ocaso o ni lo uno ni lo otro tirando por la calle de en medio y entonces era cuando de verdad la liaba, porque en esos momentos un bebé a lo mejor cruzaba la calle en su carrito o el mendigo atrincherado en la esquina del bulevar roncaba sobre el saco de harapos y cartones cuarteados con su perro guardián.
No había más remedio que estar en guardia noche y día a lo largo del año, pues cuando menos se lo esperaban el ventarrón bramaba comenzando a barrer desde los ángulos más inverosímiles con toda la artillería mordiendo tejados, doblegando cables y postes, o lanzando metralla contra los indefensos en el paredón o contra algún ser desvalido perdido por el precipicio abajo y sin retorno.
Tenían que darse por satisfechos y dar gracias a la divina providencia cuando los azotes no venían acompañados de una lluvia pestilente que se incrustaba por chimeneas y poros de la piel, pues los paraguas y chubasqueros eran violados con virulencia en mitad de la plaza saliendo despedidos como obuses a ninguna parte o al fin del mundo.
-Abuela, ¿y el abuelo no durmió nunca hasta que descansó en el féretro?
-No, Benjamín, dormíamos por turnos sobre todo cuando roncaba el ventarrón.
La abuela sabía que en tales circunstancias no había forma de pegar un ojo, pues nadie se fiaba del malvado viento, se ponían nerviosos en cuanto tosía con acritud enseñando sus garras destructoras, sus señas de identidad como un fiero king-kong atemorizando a quienes osaran atravesar la plaza o cualquier vericueto. Y se dejaba caer de golpe como una fruta picoteada por las aves de la copa del árbol o una teja negra del tejado así porque sí como pedro por su casa, como si evocase lo que el viento se llevó, intentando emular el mito cinematográfico.
Durante esas horas de furor eólico a los residentes se les ponía la carne de gallina, y los ojos rojos por la sangre de las irritaciones y el dolor del castigo que les infligía, y luego la piel se les secaba sin remisión partida en pedazos como la muda de las serpientes, extendiéndose por el cuerpo de pies a cabeza con unos escozores de muerte.
Tales episodios se asemejaban a un ajuste de cuentas, como un eterno litigio que se hubiese desplegado en aquellos pagos conformando tan ciega venganza, azuzada con sutil sigilo por la vorágine asesina del viento del norte.
Los vientos bajaban desde arriba, de la meseta, a tumba abierta, rodando a sangre y fuego cual balas endemoniadas, siendo los de abajo el blanco de sus iras al recibir los horrorosos revolcones.
El ventarrón no se andaba por las ramas, arrastraba lo divino y lo humano como si un ejército bien adiestrado con los tanques transportase toda la mugre de los muertos y la ropa tendida de los tendederos.
Un día, al caer la tarde, se le posó a la abuela en la boca las braguitas de un bebé del bloque de arriba y ella, sin saber de qué se trataba, las confundió, en su galopante miopía, con un saltamontes escupido por las fuertes corrientes provenientes de los cerros que la circundaban
La abuela echó sus cuentas y se dijo, los vecinos de las casas del barrio alto deberían pensárselo dos veces antes de colgar las prendas íntimas de cualquier manera en los tendederos, porque de lo contrario todos se van a enterar sin pretenderlo de las debilidades, de sus secretos pregonados a voces por los descarados vientos.