sábado, 24 de julio de 2010

Tirarse un farol




Rufino no daba crédito a lo que le sucedía. Estaba cansado de que se le torcieran los vientos sin cesar. Últimamente le daban calabazas en casi todos los frentes por los que transitaba, aunque presumía de estar confeccionado de un material especial y pregonaba a los cuatro vientos que era capaz de llevar a cabo lo imposible por convicción; no se sabe si se enorgullecía en exceso alcanzando los delirios de tirarse un farol. Las calabazas que peor soportaba eran las afectivas.
Si una muchacha le encendía el ánimo sobremanera perdiendo la chaveta por sus encantos se envalentonaba y se desvivía por ella procurando llevársela a su terreno con guiños y dulces palabras hasta conseguirla, y de no ser así caía en el pozo de desesperación, difícil de solventar, acompañándole un rosario de espasmos y convulsiones sin cuento, de tan grueso calado que casi siempre acababa la función entrando por la puerta de urgencias del hospital aprisa y corriendo, al no poder controlarse ni superar la crisis; era una rebelión a bordo en toda regla, agitándose con uñas y dientes como un energúmeno contra la negra suerte,
Cuando asistía a un guateque con amigos y amigas en ocasiones se entretenían arrojándose flores entre ellos o palomitas de maíz en una batalla campal; hubo un tiempo en que le resbalaban tales desaguisados, pero con el paso del tiempo su fisonomía y necesidades fueron evolucionando, y según fue echando barba y bigote ya le escocían las partes del cuerpo más de la cuenta levantando ampollas, y ni corto ni perezoso ideó una estratagema para acallar al personal y salir airoso de la situación insoportable en que a veces se encontraba; así recordaba con rabia cuando en algunas veladas le tocaba bailar con la cojita o con la pobrecita aquella que consideraban la fea del grupo y la llevaban como relleno por si acaso y por la que nadie apostaba un centavo.
Un día se levantó muy de mañana con la lección bien aprendida, se acicaló como un galán de Hollivood, acudió a la esteticién a fin de que le modificasen el look, eligiendo aquel que mejor armonizaba con los rasgos más llamativos de la cara, logrando el sueño de hombre en edad de merecer, rompiendo los corazones de las más jóvenes, no sin antes haber configurado con mucho esmero unas sorprendentes tarjetas de visita de gran tamaño para presentarse en las efemérides de gala, que ni el mismo heredero de la casa real del Reino Unido las exhibía, donde con letra bien gruesa de estilo gótico se podía leer en la distancia, Excmo. Sr. don Rufino, ingeniero de montes, canales y puertos, asesor y patrocinador de la Europa verde, especificando en letra pequeña que desempeñaba su cometido con todas las consecuencias en la red forestal del tribunal de la Haya; de este modo, habiendo planificado con todo detalle la recepción como si se tratase de una bacanal romana, conforme iban llegando los invitados a la fiesta les fue repartiendo con suma delicadeza la tarjeta.
Más adelante, en mitad del loco jolgorio que se había formado en la fiesta, donde los corazones palpitaban a más no poder y hervían los invitados de bebida y pasión arrojó por los aires, no sin morderlos previamente con furia, un flamante fajo de billetes de quinientos euros que guardaba celosamente en una caja detrás de él, que parecían recién salidos del horno de la maquinita, y revoloteaban agitándose en el ambiente como desquiciadas mariposas exhalando un aroma tentador, y a continuación extrajo otro manojo moviéndolo con suma picardía en las narices de cada uno espetándoles que si por un casual se encontraban en apuros y necesitaban algún préstamo urgente acudiesen raudos a él que lo tendrían de inmediato en sus manos.
Al día siguiente, por las pesquisas de un amigo, se supo que los billetes los había conseguido de un anticipo secreto que había solicitado en nombre de sus padres al banco, ya que estaba autorizado por ellos por residir a gran distancia del lugar, era una parte de los honorarios que cobraban mensualmente, toda vez que gozaban de una buena posición económica.
Todos se quedaron atónitos de las escenas que habían vivido en aquella noche con tan distinguido personaje, y no cabían de gozo por el acierto de haber concurrido a esa fiesta tan especial, en que no olvidarían lo acontecido y por lo pronto ya tenían algunas dignas historias que poder contarles a los nietos el día de mañana. Él, con mucho aplomo y pedantería, se sentó en una esquina de la sala, donde se celebraba el evento y haciéndose el interesante distanciándose disimuladamente del ritmo de la música como si no lo oyese, enseñoreándose en su aureola de rico potentado que posara radiante de gloria para los principales medios del planeta se relamía en el podio de la megalomanía, siendo a todas luces el blanco de todas las miradas, sobre todo las que más le fascinaban en su fuero interno aquella su gran noche, las femeninas, y se regocijaba y crecía por dentro como una planta recién regada al amanecer, respirando con energía y rumiaba entre dientes, cobardes, hoy os vais a enterar de quién soy y el alcance de mi omnipotencia, contemplando con estupor cómo las chicas más atractivas iban a sufrir por él, estando al desquite peleándose por acercarse a su trono, mostrándose ajeno a tales rencillas durante un tiempo prudencial haciéndose de rogar, y de ese modo extraería el máximo jugo de su arrogante posición, llevándose de calle a la chica estrella, la que más brillase entre las demás quitándole el sueño.
Aquella noche no la iba a olvidar Rufino jamás, porque fue un magnate de ensoñaciones, el rey de la más lujosa fiesta que habían disfrutado los lugareños, pues tuvo la fortuna de que sus dos íntimos amigos, los que siempre lo acompañaban a las correrías nocturnas no acudieron siendo su salvación, ya que ellos eran los únicos que sabían del pie que cojeaba Rufino, y habrían desvelado la patraña que había montado, por lo que todo pasó como algo real y nadie atisbó el fantástico farol que se había tirado, acabando la fiesta en todo su esplendor, sin que nadie se diera cuenta de la cortina de humo que había desplegado el ingenioso e inigualable Rufino.
Como los avatares le fueron a las mil maravillas, al salir victorioso de la batalla, decidió ponerlo en práctica en las distintas facetas que se le presentasen en la vida, ya que no tenía nada que perder, al contrario, mucho que ganar, y por qué no se decía, si puedo quedar como un empedernido triunfador por qué voy a andarme con rodeos cerrándome las puertas y abriéndome en vida mi propia fosa. Por los derroteros trasnochados no llegaría nunca a ninguna parte, así que se decidió por echarle valor a la vida y hacer lo que le apeteciese en su acaso corta existencia.
Rufino pensaba que debía deslindar las metas, los campos de acción, trazando una línea bien visible entre ellos, subrayando con rotulador rojo los que deseaba que refulgiesen como ardientes chispas del corazón, en que no apareciese ningún rival que le hiciese sombra. De esta guisa reflexionaba conspicuamente llegando a la conclusión de que si bien el juego de naipes lo dominaba cuando quería, debido a que sólo le bastaba pulsar el botón del engaño mediante una inquisidora y fulminante mirada al contrario y partida ganada, en cambio no acaecía de igual modo en el campo de batalla del amor, donde resultaba tan escurridizo hilvanar los suspiros y lograr un amor certero, saliendo a la postre con la cabeza bien alta cabalgando con la anhelada jaca como indiscutible vencedor, dejando los otros envites para los pusilánimes o bocas de ganso, que se desmoronan sendero arriba al menor obstáculo sin ánimos para emprender de nuevo el vuelo.
Sin embargo habrá que estar ojo avizor, sobre todo si se escucha lo que apunta el dicho popular, “antes se coge a un mentiroso que a un cojo”, en los casos en que alguien se disfraza con áureos ropajes, siendo un vulgar segundón o el último de la fila.

jueves, 22 de julio de 2010

Donde las dan las toman




Al cabo de su dilatada existencia Genaro había pasado por los subterfugios más inverosímiles, de suerte que nada le era ajeno, o al menos así lo ponderaba en sus adentros en las augustas y lentas tardes de agosto, cuando la naturaleza se queda aletargada como lagartija complaciente y abierta a los ardientes rayos del sol.
Genaro era un hombre sereno, sensato y solidario, por lo que solía pasar desapercibido por los lugares que frecuentaba. Ni una palabra más alta que otra ni un desaire a nadie o un mal gesto. Practicaba el lema de la cordura, cada cosa en su sitio y un sitio para cada cosa, por ende sus razonamientos discurrían casi siempre por los conductos sensatos del término medio.
Todo lo olvidaba al instante por muy desagradable que fuese y nunca guardaba rencor hacia el infractor por fuerte que resultara la ofensa que le endosara, al contrario se apretaba los tirantes, se subía los pantalones tarareando un estribillo y acababa por ayudar en lo que hiciera falta al indolente al pensar que la persona no era dueña de la agresión, sino el subconsciente que le impulsaba mediante un ataque de cólera o unas fuerzas superiores a sus capacidades no pudiendo reaccionar, por lo que lo exculpaba con toda naturalidad, procurando transmitirle algunas sucintas ideas, frases relajantes o algún célebre consejo de sabios con objeto de que se bajase del burro y entrase en contacto con la realidad, más que nada por su bien, al verse desbordado y esclavizado por las garras de la ceguera y de esa condición lograse salir victorioso de la aberrante reverberación que le embargaba; entre tanto la parsimonia y tesón de Genaro crecía en mitad de las astillas del árbol caído iluminando los vericuetos por los que habían patinado.
En la vida hay muchos caminos, unos menos tortuosos que otros y gustos y opiniones como colores, de tal forma que con tan ingente cantidad de mimbres y material se pueden entrelazar los canastos más dispares o cubrir las inmensas profundidades de océanos y mares, por lo que algunos allegados a Genaro no veían con buenos ojos su proceder etiquetándolo de pusilánime y poco fiable, toda vez que, pensaban, no se puede quedar bien con todo el mundo así por las buenas ni incluso por las malas, sin sacar una pizca de mala leche, amor propio o un pequeño mordisco si fuese preciso, y cosechar, por qué no, algún fresco roce que ventile la monotonía y riegue con renovadas aguas la vitalidad de la convivencia.
Lo machacaban sin compasión en invierno y verano en los momentos menos apropiados, al salir de casa con las prisas constreñidas, al entrar en la cafetería para reponer fuerzas tomando un tentempié o dirigirse a los grandes almacenes con idea de renovar el vestuario o aquilatar los pensamientos contemplando las nuevas modas, los últimos avances tecnológicos y alejarse un poco de las malévolas interpretaciones a que se sentía subyugado dando rienda suelta a los instintos, a la fantasía, solazándose en los amenos corredores y stand atiborrados de artilugios y prendas tentadoras distribuidos por paradisíacos rincones con atractivas frutas y adornos de ensueño.
Los que se tenían por los seres más queridos maniobraban en su contra a fin de atarlo a sus egocéntricos caprichos con malas artes, con inhóspitas montañas de mendaces sentimientos que no venían a cuento farfullando entre dientes, qué será de este pobre hombre al cabo de los días yendo como va nadando y guardando la ropa de la personalidad, se lo van a comer por sopas, no llegará a ninguna parte, es curioso cómo da un paso hacia adelante y dos hacia atrás creyéndose víctima, un santo varón en vida, con lo turbia y enrevesada que anda eso que llamamos vida, y así un día tras otro urdían una red irrespirable que lo envolvía de pies a cabeza minando la robustez interna de Genaro.
Según trascurría el tiempo se multiplicaban los bulos en el trabajo y especialmente entre los suyos por la mala fe que ponían en práctica y se fue formando una gigantesca bola de insatisfacciones que torcían sus pasos, generando en su psique un tufo tétrico y tóxico que poco a poco lo iba sepultando en vida.
A Genaro le atraían las películas del oeste, de aventuras o las grandes gestas de la humanidad hasta el punto de llegar a ver varias películas de un tirón sin probar bocado, como si se nutriese de ellas, quedándose enganchado en los roles de los protagonistas con afán de emularlos y agitar en su honor la bandera del séptimo arte en las decisiones cruciales inclinando la tramoya en pro del héroe, que luchaba por defender a los débiles y desamparados. Se imaginaba que la vida era como una película en la que entran en juego los más diversos factores de la sociedad con fines encontrados, donde cada cual juega su papel según la idiosincrasia y punto de vista pensando siempre en lo que le va a reportar tal operación.
Nadie lo diría, pero de ningún modo desdeñaba Genaro la vida de anacoreta, sobre todo cuando en la soledad de su habitáculo reflexionaba pulsando otras teclas más ascéticas, anhelando en su fuero interno huir del mundanal ruido, viviendo en plena naturaleza y alimentarse de los frutos que da el campo, tanto era así que llegado el momento no le habría importado ingresar en una comunidad de tal calibre ligero de equipaje y saborear las inescrutables bellezas de la sabiduría divina saciando sus anhelos de saber, él, a quien se le consideraba tan insignificante y tan poquita cosa, y así gozar de la quietud serena y placentera que le habían narrado en los primeros años de la infancia, levitando en apoteósicos éxtasis en brazos del Sumo Hacedor.
No obstante, para completar su ciclo vital le faltaba realizar un largo viaje alrededor del cosmos, y columpiarse en los más variados parques de atracciones del globo, disfrutando como un niño y degustando nuevas tierras, exóticas costumbres, ensanchando la mirada y enriqueciendo los conocimientos del planeta, cruzando fronteras, tendiendo puentes entre los pueblos con idea de configurar un mundo más humano.
A Genaro le empujaba el ideal de escarbar en los secretos de los seres vivos, aquellos que se han ido hilvanando golpe a golpe en privilegiados altares a través de la historia según civilizaciones, pueblos y razas. Quería descifrar los formularios opacos que se codificaban de manera críptica en determinados círculos con objeto de desnudar el puzzle del universo deshilvanando la estructura de las conciencias mediante sagaces exploraciones por prístinas grutas o por terrenos abandonados, que duermen sigilosamente bajo las frías aguas por alguna hecatombe o por las transformaciones geológicas o tsunamis que de un tiempo a esta parte parece que hacen su agosto.
No le agradaría a Genaro despedirse de los suyos sin hacer hincapié en la justicia y hacerles ver que no es oro todo lo que reluce o se mueve en la superficie, ya que debajo pueden existir los mayores estratos de podredumbre, que deambulan enteramente confiados en el fondo, por lo que es preciso expresar aquí y ahora el más contundente rechazo al insensible núcleo que contamina el hábitat de alguien en particular con múltiples escupitajos y tejemanejes malignos instalando la injuria en sus células a través de míseros montajes, recalando al fin por sórdidas alcantarillas repletas de aguas fecales, que van asfixiando a las indefensas criaturas con asesinos parabienes de horrible espanto.
Genaro intentaba inculcarles a los demás que el estilo de vida que habían elegido con respecto a su persona les conduciría a su propia autodestrucción, privándoles de los tesoros y de los dones más hermosos que resplandecen en el alma humana, y que fueron generándose por la necia cicatería y el fatuo narcisismo de que presumían, siendo arrastrados al maremagnum de la inanición más atroz, sobre todo cuando al poco tiempo una rara enfermedad entró a saco por sus puertas viniendo a poner las cosas en su sitio, horadando muros, llevándose vidas inocentes, sembrando la desolación y la muerte, mientras Genaro, con la conciencia tranquila, navegaba cual intrépido nauta por cálidos mares de blanca espuma, sacando pecho y vislumbrando un horizonte preñado de esperanza, de viajes de ensueño, ofreciendo al prójimo lo mejor de sí mismo.
El fin corona la obra bien hecha. Así, quien actúa a sangre y fuego regocijándose con el mal ajeno, debe afrontar en buena lógica las merecidas consecuencias.

viernes, 16 de julio de 2010

Amén





No había forma de que el monaguillo se mantuviera en su sitio y se centrase en su cometido, el ritual de la misa con la negra campanilla en las manos entonando el kyrie eleison pidiendo preces por el alma del difunto. No le salían las cuentas ni marcaba los tiempos, tal vez influenciado por infundados miedos del difunto. De pronto le cambió el rostro y se desmelenó dando toques a troche y moche desconcertando a la gente, de suerte que no sabía a qué carta quedarse, si en pie, de rodillas o patear de rabia el frío mármol ante tantas veleidades, aunque apostillara por los clavos de Cristo que la campanilla hilaba fino, ejecutando los toques como dios manda.
La trapisonda iba en aumento hasta que el cura, algo preocupado, empezó a toser con fuerza pegándole un tirón de la manga, recriminándole el lúdico estropicio que estaba montando en tan tristes momentos para familiares y amigos del muerto, como si se tratase de un concierto de rock o de vuvuzelas en la efervescencia de un partido de fútbol en Sudáfrica, y a renglón seguido miró con el rabillo del ojo y le espetó que trajera vino de la sacristía, pues no disponía de la cantidad precisa para alzar el cáliz que estaba sufriendo aquel día, con el frustrado deseo de decir, pase de mí este cáliz, lo que hubiera resultado cicatero a todas luces por su parte como ofrenda al Creador, aun en el caso de que se tratase de un recorte presupuestario por la crisis, ¡qué pensaría el Todopoderoso!.
Según acometía el trayecto a la sacristía el monaguillo, le llamó la atención el hecho de que dos hermanas solteronas harto emperejiladas y provocativas se hubiesen apontocado con no poco descaro e hipocresía en primera fila, se mosqueó ya que se supone que lo hacían para no perder ripio de los pormenores de la celebración y vivir de manera más intensa los misterios del sacrificio, pero enseguida se percató de que estaban más por el parloteo cual pertinaces charlatanas que por el gozo de los designios de Jesucristo, que se ofrecían a la sazón en el templo; y más adelante, observando con más detenimiento sus figuras advirtió los coloretes y ungüentos que exhibían, lo que turbó más si cabe su proceder llegando a confundir tierra y cielo, o sea, el agua cristalina del manantial y el vino blanco de la viña que eleva el ánimo a las alturas, trayendo finalmente la jarrita llena de agua clara.
Al regresar al altar, algo cariacontecido por los contratiempos, acudieron a su mente ciertas bagatelas, diversos romances de famosillos del deporte y del mundo de la farándula que los servían sin cesar en el menú de las cadenas de televisión, proliferando en la época estival por saraos, playas y áreas de recreo, pero acaso por asociación de ideas se inclinó por el romance lírico de la bella en misa, que encajaba mejor en sus intenciones, que dice así, “En Sevilla está una ermita, que dicen de san Simón/, adonde todas las damas iban a hacer oración/; allá va la mi señora, sobre todas la mejor/. Saya lleva sobre saya, mantillo de un tornasol/, en la su boca muy linda, lleva un poco de dulzor/, en la su cara muy blanca, lleva un poco de color/ y en los sus ojuelos garzos, lleva un poco de alcohol/. A la entrada de la ermita, relumbrando como el sol/, el abad que dice misa no la puede decir, non/; monacillos que le ayudan no aciertan responder, non/: por decir “amén, amén”, decían “amor, amor”//, y al decir verdad algo de esto le acaeció, ya que lo que se oía al final de los rezos del oficiante no era el broche correcto, amén, amén, sino otra rima estrafalaria, diferente, que con el murmullo reinante no se podía apreciar en la totalidad.

No era la primera vez que el monaguillo se desentendía de los quehaceres divinos no arrimando el hombro, de modo que cuando erraba en el cómputo remedaba las campanadas de noche vieja para la toma de las doce uvas, que raro es que no sobren uvas o falten campanadas. Y la cosa no quedaba ahí, pues si alguna beata arribaba desnortada a las postrimerías de la función, cuando ya el público bostezaba por el cansancio y saboreaba las mieles de la estampida rumbo a la puerta de la calle, desafiando el ambiente y suspirando por algún milagrillo del santo de su devoción con altos tacones pisando con garbo como modelo por la pasarela presentando bañadores de la próxima temporada, tal osadía se convertía en la comidilla de los feligreses, que corrían el riesgo de caer en la tentación de la carne, aunque se santiguaban aprisa y corriendo para mantenerse a flote y recorrer con no poco esfuerzo los últimos pasos del ceremonial.
Pese a todo el monaguillo pugnaba por dominar los instintos intentando congratularse con Dios y con los hombres, transitando por las pautas acostumbradas, acatando las instrucciones del cura con obediencia ciega, y procurando mantener los labios desplegados para que no le cogiese en babia y de esa guisa concluir decentemente el rezo con el conciso cierre del amén, amén.
En aquella misa matutina, unos parroquianos venían con los ojos pegados por los efectos del sueño, otros desangelados o contrariados por la súbita pérdida del finado y con reiterativo hipo, acaso por la resaca del día anterior al encontrarse en alguna fiesta de sociedad y atraparles desprevenidos; otros llegaban como pedro por su casa, y al poco rato estaban roncando al sentir una inmensa alegría en el fuero interno debido a que se iban purgando de las arrugas mundanas y las impurezas del espíritu.
Como casi siempre ocurre en estos casos, cada cual llegaba a la iglesia según sus compromisos se lo permitían, unos a la consagración o al padre nuestro, otros a la hora de la despedida recibiendo la santa bendición, y a algunos ni siquiera les había dado tiempo a cruzar el umbral, por haberse rezagado apurando la colilla y mientras daban la última calada, con la miel en los labios, les cerraban el portón en sus mismas narices.
Desde que el mundo es mundo las Parcas no avisan, actúan como la vida misma, en la que se llega al filo del abismo y cuando menos se lo espera uno asoma entre tinieblas la barca de Caronte, el barquero infernal que conduce las almas de los muertos a la otra orilla de la laguna Estigia.
No obstante el monaguillo podría haber exorcizado con mágicos toques a ese viejo personaje, avaro, huesudo, de ojos vivos, de espesa y blanca barba, de fúnebre y cruel semblante que da los toques siniestros de la existencia como nefasto acólito que lo hubieran contratado para tan macabro evento.

miércoles, 7 de julio de 2010

Miedo




No quería Alberto oír hablar de componendas en lo referente a la infancia ni en broma. Cuando se enteró de que la vida humana podía ser analizada en el laboratorio igual que la de cualquier insecto llegando hasta las últimas consecuencias se desgañitó gritando como un poseso solo como estaba en el silencio de aquella noche oscura, y se decía, hala, hala, pasando de mano en mano, de mesa en mesa rozando guantes, agujas y batas blancas o las mismas narices de los analistas siendo manipulado de forma poco seria y sin un gesto de delicadeza o decoro en lo que se entiende por los derechos humanos. No daba pábulo a lo que imaginaba. Semejantes patrañas de laboratorio le inducían a la melancolía, a sentirse una piltrafa, una mísera cobaya predeterminada a viles servicios de excelsa y anónima investigación científica.
La experiencia le había demostrado que en el mundo existía un ingente material que avalaba su tesis sobre tales asuntos, recopilado por gentes sin escrúpulos la mayoría de las veces, que campaban a sus anchas por esos círculos traficando con un sinnúmero de películas, cuentos, encuentros o simposios de diversa índole que se recreaban en las cavernas de los genes. No comprendía el porqué de tamaño estudio, o por qué hurgaban en los ombligos de las criaturas con tanto descaro, y llegado a ese punto se le volvían los ojos y se desplomaba perdiendo el sentido, sobre todo al cerciorarse de que los tratados evaluaban en clave secreta los diferentes comportamientos o grados de maduración que conforman el embrión, abriendo en canal el árbol genealógico más críptico; así los abuelos, que tanto influyen en esta etapa de la vida cantándoles nanas al bebé mirándolo a los ojos o contando cuentos interminables, y más adelante los familiares realizando cábalas acerca de los primeros balbuceos, los vicios del cuerpo y otras debilidades, cómo funcionó el feto en el vientre de la madre, qué problemática apuntó el embarazo con la aparición o no de congénitas secuelas de los ancestros, o las intervenciones puntuales del padre a la hora de decidir asuntos de estado en los momentos cruciales, y todo ello siguiendo las pautas de costumbre, matrona, parto, bautizo, guardería y escuela después a los seis años. Estos períodos de la existencia no le agradaban a Alberto en absoluto.
Sin saber cómo, recalando casi subrepticiamente en leves lagunas de la memoria tropezó acaso sin querer con abultados escollos que lo turbaban, y resultaba curioso el hecho de haber pasado desapercibidos hasta la fecha, y de repente le asaltaron acaeciendo en un momento de máxima lucidez al saborear con claridad meridiana el día en que sin causa justificada cayó rodando por la escalera de la casa y al parecer por efecto del golpe el cerebro sufrió una lesión. El hallazgo fue tan brutal que no quedó ahí la cosa y le condujo al descubrimiento de otra lagunilla que se guarecía en el cerebelo, produciendo una fuerte sacudida no menos desequilibrante y recordó que por poco se queda tetrapléjico, cuando de súbito hocicó la mula que montaba en el lecho del río por mor de unas resbaladizas piedrecillas que había en el cieno cayendo como gato panza arriba a la corriente remedando el salto de la rana.
Tales infortunios le acarrearon a Alberto no pocos problemas y graves disfunciones, empezando a peligrar su estabilidad emocional, acorralado como se encontraba en el habitáculo, columpiándose entre el ser y no ser sin ton ni son a ojos del experto galeno, pero la cosa no quedaba ahí, sino que alcanzaba a creer en la incredulidad que lo alimentaba de que se moría de veras al verse en tan deprimente coyuntura al palparse sus partes y parecía que tocaba pañales en sueños, respirando con dificultad y con unos sudores de muerte advirtiendo lo diminuto que aparecía y tan lejos de una mano protectora.
Los ecos le llevaban a desconfiar hasta de su propia sombra, y no iba a ser menos el que lo engendró, aunque después de haber fallecido y cumplido con las honras fúnebres se dignara proclamar en público la veneración de su memoria expresando el sonsonete afectivo “que en gloria esté”.
Nadie sabe qué es el tiempo pero todo el mundo lo utiliza para manifestar cualquier inquietud o angustia que le agobian en silencio de un modo prolongado. Mas como el tiempo es un antes y un después no se detiene sino que avanza sin cesar, así los niños, como el tallo del árbol, crecen, echan bigote, ramas, flores y fruto o llevan corbata según la profesión y el aprovechamiento que hayan extraído de las enseñanzas de la vida a través de los periplos por los que ha navegado, y va cuajando la fruta en las ramas sociales y las redes afectivas, pero Alberto como tantos otros de distintos continentes barruntaba que había sido taladrado en esos años por una hiriente mano invisible, faltándole el calor y el riego preciso para despuntar en el campo de la vida.
Los pilares de su edificio psicológico se resquebrajaban día a día y no por falta de trazar proyectos con mimbres adecuados para tal o cual labor sino porque el miedo se había incrustado en los huesos, en los cimientos desde los comienzos, como si necesitase bocanadas de cemento no adulterado y hormigón mezclado con abundante agua que contuviera vitaminas y atenciones que normalmente requiere el cerebro humano.
La madre, en el estado de debilidad en que se hallaba, como tantas madres del globo, no podía ahuyentar los temores de la criatura debido a que la fuerza imperativa del macho obstruía los canales y las fuentes que podían satisfacer su sedienta garganta, y el pobre Alberto siempre escapaba descalabrado calle abajo por el negro murmullo que hervía en su derredor, mientras otros tenían la fortuna de seguir caminando bien que mal por el sendero.
Ya de mayor intentó resarcirse de los huecos que habían dejado en su corazón reparando las deficiencias de su formación; así se alistó en diferentes ONG buscando la manera de subsanar sus carencias y las de otros muchos del planeta ofreciéndose como repartidor de caricias, pan y servicios en campos devastados por guerras fratricidas, epidemias o la destrucción de los indefensos. Se propuso atenuar los tsunamis que proliferaban por doquier. Allí se agitaba siempre Alberto dispuesto a entregar lo que fuera preciso para ayudar a los demás.
Pero no lograba sacudirse las legañas del miedo que transportaba por los ingratos recovecos en los que había vivido, generadores del malestar de tanta criatura que malvive por no haber recibido unas migajas de ternura y alegre comprensión en esos inviernos cubiertos de contratiempos y de fría nieve. La primavera llegará confiada cantando el himno de la alegría, golpeando a la puerta de nuestro porvenir y a buen seguro que estallará en mil fulgurantes auroras.
Y conforme desaparecían los miedos, empezábamos a sentirnos libres y ya no era posible hacernos daño, pues ahora éramos dueños de nuestro destino.

domingo, 4 de julio de 2010

América



Irineo se había quedado solo en casa aquella tarde de domingo y qué mejor que encender la tele en esos momentos, pensó, para ver al equipo de sus amores, que jugaba el campeonato del mundo allá por el año 1953. De esa suerte aminoraba la añoranza de la tierra y templaba las preocupaciones que le acuciaban en tales circunstancias.
Al contemplar los colores de la selección se le encendió la chispa de la vida y se sentía pletórico, como si él fuera a alinearse en el equipo, rememorando los años de adolescente cuando lo hacía en el equipo de su pueblo; aquellos partidazos a cara de perro e interminables sudando la gota gorda, con la camiseta rota y mugrienta por las penurias que llevaba en los lomos; esos ratos eran para él sueños inmortales compitiendo con otros de su edad o contra los del pueblo vecino, donde lo único que podían jugarse era la gloria de la honrilla, no más, pibe, diría después, que no era poco en aquella época en que el hambre apretaba con fuerza y las alegrías brillaban por su ausencia, por lo que era una de las mayores gestas de las que podía alardear ante las futuras generaciones si conseguía la victoria.
¡Qué tiempo aquel en el pueblo, qué sosiego tan inmenso!, reflexionaba, cuando evocaba los años de juventud en la tierra que le vio nacer, y que ahora no podía pisar al hallarse tan lejos, en la pampa argentina, adonde emigró con la familia en la década de los cincuenta en busca de una vida mejor, y de esa forma, con un poco de suerte, levantar cabeza y lograr paso a paso unos pesos que le suavizasen los malos tragos de su país después de la terrible guerra. No tuvo más remedio que rebelarse y echarle valor a la vida, recurriendo a familiares y amigos para embarcarse rumbo a América haciendo la penosa travesía de Cádiz a Argentina.
Su familia siempre lo catalogó como un inútil, un bala perdida, porque resultaba raro que se adaptase a cualquier oficio, tipo de estudio o tuviese una pizca de osadía para enfrentarse a los retos que demandaban los tiempos, y menos aún echar a andar con la casa a cuestas cual lento caracol para hacer las Américas, tan en boga entonces, con la esperanza de que allí actuaría como un rey midas o que tal vez ataban los perros con longaniza.
Pero Irineo, sorprendiendo a propios y extraños, se las compuso como pudo y ni corto ni perezoso cual otro Cristóbal Colón se hizo a la mar, en este caso sin la bendición del abad ni del rey de turno, y después de pasar treinta y tantos días contando calamidades, cielo y borrascas envueltas en albatros heridos que por ciertos lugares cruzaban el espacio, mascullando jaculatorias y hondos quejidos con el corazón en un puño por fin divisó a lo lejos algo diferente al agua, acaso fue un espejismo, pero al poco avistaron el nuevo paraíso que había soñado, y como otro Rodrigo de Triana gritó a los cuatro vientos ¡tierra!, tierra de ricas mercancías y rica carne que les iba a sacar del pozo negro en el que se hallaban sumergidos y disfrutar de una puñetera vez de las saladas brisas del ansiado puerto.
Irineo se fue curtiendo en la batalla y se convirtió en un hombre valiente y exigente, con la mente bien amueblada de modo que no erraba en los disparos al blanco, ya que donde ponía el ojo colocaba la bala. Antes de desplazarse al nuevo mundo ponderó los pros y los contras de la aventura, como solía hacer en sus decisiones más comprometidas de un tiempo a esta parte, debido a que era consciente de que corrían malos vientos por acá y el hambre apretaba con sus garras a él y a los suyos.
Jugó sus cartas y pidió un préstamo para el viaje porque no disponía de los recursos necesarios y así pudo salir airoso del atolladero. Preparó con celeridad el escueto equipaje y embarcó en busca del tesoro escondido no lejos de los Andes, a la conquista de oro negro como en las célebres películas del género.
AL poco tiempo de instalarse allá hablaba como uno más de la tribu, pronunciando como un auténtico gaucho y recitaba versos con aplomo y acento lugareño, adaptándose a las peculiaridades poniendo en práctica los consejos de su abuelo, “allá donde fueres haz lo que vieres”; así que ya nos imaginamos a Irineo con la guitarra cantando al mundo las canciones de la tierra como un auténtico Martín Fierro:
“Aquí me pongo a cantar
Al compás de la vigüela
Que al hombre que lo desvela
Una pena extraordinaria,
Como el ave solitaria
Con el cantar se consuela”…

Yo soy toro en mi rodeo
Y torazo en rodeo ajeno,
Siempre me tuve por güeno
Y si me quieren probar,
Salgan otros a cantar
Y veremos quién es menos”… que aprendió completando el recital que ya llevaba aprendido de los antepasados españoles.
Con su buen talante y compostura de hombre político a buen seguro que hubiera sido la envidia de cualquier presidente nativo, si por casualidades del destino se hubiese topado con él en algún rincón de la pampa, pues lo habrían reclutado como aspirante a presidente por las dotes de orador y excelente conversador.
Allí nacieron los hijos y crecieron utilizando la jerga de la tierra y respirando los aires de la Patagonia, pero al cabo del tiempo surgió la crisis, la quiebra estalló de repente en el quehacer cotidiano y los pocos ingresos que había conseguido se fueron al traste con una facilidad de infarto. Tocaban otros clarines y los emigrados que deambulaban de acá para allá se encontraban imposibilitados para regresar, no pudiendo adquirir el billete de retorno a la madre patria.
De nuevo tuvo que ingeniárselas a través de amigos y familiares como antes de la partida para el nuevo continente, cuando lo despidieron en la bahía de Cádiz ahora cual un Ulises arruinado y vuelta a empezar recaudando la plata para dar el salto a la inversa. Para los más allegados fue lamentable verle llegar de esa guisa, con una mano delante y otra detrás, aunque con la cabeza muy alta por haber conocido y trabajado en aquellos parajes remotos habitados por gentes que cultivaban la misma sangre que sus ancestros y el mismo bagaje cultural y lingüístico, sólo que en el corazón portaban una herida invisible, el desengaño, que no podían expulsar porque ya formaba parte de sus entrañas y había crecido con ellos.
Irineo hubiera preferido volver con los suyos como verdadero indiano, porque cualidades para ello no le faltaban, ya que era elegante, seductor y presumido, y haber hecho una fiesta por todo lo alto invitando a todo el vecindario después de haberse construido la cómoda mansión y un fastuoso museo para guardar y preservar de las inclemencias del tiempo los ricos utensilios y piezas de arte que de allá y de acá hubiese logrado aquilatar en su colección particular. Pero ésa sería otra historia que quedaba pendiente…
Y una vez más se incumplió el sueño alimentado por relatos e historias sobre las riquezas, la bonanza del clima, y la generosidad del territorio americano, y sobre todo por las expectativas de llegar a ser un rico indiano cubierto de oro.