jueves, 30 de junio de 2011

Fresco de vocablos


1. Era el aperitivo esencial de los lunes, que le servía para cicratizar las últimas heridas, y aunque lo que tomaba a lo mejor no era tan exquisito o bueno para su salud, sin embargo le ayudaba a afrontar la vida, y desnudarse por fin de una vez volando a la infancia, o tal vez a la reencarnación, y en llegando a este punto se le apagaba la luz del túnel.
Llevaba largo tiempo viajando con un enorme abrigo, por el frío que sentía, en busca de un sueño real o imaginario, pero con la condición de que fuese como un compromiso o una ruptura pactada consigo mismo, dispuesto a dar el do de pecho o el paso más difícil, el más arriesgado de su vida. Y seguía soñando…

2. Teodoro tuteaba a troche y moche a todos los tipos, tuertos o tripudos, que se encontraba por la vida, o que distraían a la desorientada turba, o a los listos que le turbaban en las tardas tardes de tórrido terral triturándolo. Y traficaba, desentendiéndose del trasiego tétrico que le tumbaba tan pronto como tosía sin pretenderlo. Estaba bastante triste al tocar la tinaja rota donde introducía el tinto clarete, y a veces tonteaba con variopintas tonterías, tanto que se maltrataba en los ratos más templados o incluso en los tensos, porque todo lo tentaba a ojos vistas o a tientas en su entorno, y lo intentaba sin titubear, y gritaba, listo, ya estoy listo, a los transeúntes y a los que se quedaban quietos quitándose las moscas que le aturdían, y volvía a gritar trotando de nuevo por los tenderetes del baratillo, a través de la tupida tapia recubierta, como por un arte mágico y tirititero, de extraños tulipanes, donde tiritaban brutalmente sus torpes tentaciones.
Todo aconteció en un instante, lo tuvo pero no lo retuvo, y se estrelló de inmediato en las tripas de la tempestad de la imaginación.

3. Cuando no le salían las cosas como él quería, se tiraba de la lengua o de los pelos a lo bestia, con tanto ímpetu que surtían los efectos más negativos, encontrándose en un estado inminente de galopante calvicie. Esto no le ocurría todos los días, sólo los lunes y los jueves, pero de vez en cuando se saltaba la regla sin poder remediarlo, y para evitarlo apretaba los dedos del corazón partío, y se revolvía con una fiereza inusitada, consiguiendo en muchos aterrizajes en la realidad salir airoso de tan calamitosos trances.
Cuando se hallaba aburrido, porque no encontraba la tecla o la forma de matar el tiempo, se enredaba en sí mismo o hacía locas cabriolas, o se daba duros puñetazos en el pecho, como si se sintiera culpable o condenado por los pecados capitales o de una aldea que había cometido, imaginando que estaba en misa, o se pellizcaba sin piedad los párpados o lo que palpase por las telarañas de su mente.
Pero no quedaba ahí su caprichoso juego de tocamientos o tortura encubierta o entretenimientos exploratorios, y, sin pensárselo dos veces, presionaba la nuca con gran aparato eléctrico y todo su coraje, volviendo a su estado de equilibrio emocional.
El que se bebía los vientos por Eufrasia, aquel día se bebió su cocacola de dos tragos, quedándose ella descompuesta y sin coca, y se levantó furiosa queriendo vengarse por la afrenta. Entonces rememoró la frase aquella, el pez grande devora al chico, y se tiró para él, que era casi un enano, arrancándole de un abrazo la oreja izquierda y no contenta con eso, le dio un mordisco de alegría, chupándole la roja sangre que a malas penas acudía.

4. Qué desgracia más atroz me ha sucedido en tan corta vida como tengo, pues nací en primavera en el nido que construyeron mis progenitores en la copa de un árbol, ayer prácticamente, como aquel que dice, y con qué mala intención me han tratado los humanos, pues me veo, en contra de mi voluntad, atrapado y deshecho en esta desalmada jaula, que, aunque me abastecen de la mejor clase de piensos y la bebida más selecta, pienso que lo aborrezco, hasta el punto de que no puedo conciliar el sueño durante la noche o el día, porque no sé cuando es de día o de noche.
Ayer se posó en la jaula, en el rato que me sacaron al balcón, un amigo, que venía muerto de hambre, y le ofrecí todo mi alimento, y no sabes lo que disfruté viéndolo apurar hasta el último grano que contenía.
Antes yo soñaba con grandes aventuras y conquistas en los pinos del bosque, volaba, bailaba, cantaba, me lanzaba en paracaídas o en picado y la gente me aplaudía a rabiar, ensalzando mi valentía y cualidades, pero ahora, en esta mazmorra donde estoy prisionero, nadie me mira ni me envía besos o guiños y me hincho de llorar. La verdad es que prefiero morirme…

5. Casi sin darse cuenta le fueron siguiendo los pasos los atracadores a través de cerros, barrancos y playas desiertas. Al cabo de un tiempo se percató del peligro que corría, pero las fuerzas le flaqueaban y no podía acelerar el paso, tropezando con las piedras del camino y un enorme tronco seco que iba a la deriva, reventándose el pie izquierdo del golpe, con tan mala fortuna que no había forma de cortar la sangre que le brotaba a borbotones.
Finalmente, cuando pudo, se desvió del sendero a fin de despistar a los malhechores, que venían con las peores intenciones reflejadas en sus rostros, pero a veces ocurren cosas muy raras, como fue el caso de aquel hombre, que a causa de la cicratiz del rastro que sembraba por el terreno, le pisaban los talones, y, sin saber qué hacer para escabullirse, por fin tuvo una feliz idea, zambullirse en una alberca que había a la vera del camino, y los bandidos, al perder el rastro de la cicratiz, pasaron de largo, viendo el cielo abierto.

lunes, 27 de junio de 2011

Entre fogones


Los ojos no le brillaban como otras veces aquella mañana, aparecían mustios, desvaídos, se asemejaban a algún atravesado guiso que se resistiese a madurar cual pulpo en su tinta, y empaparse de los diversos aliños que conformaban su textura.
La coyuntura por la que atravesaba Ánade cuando esto sucedía lo explicaba casi todo; la cara delataba la súbita frustración por el comportamiento de la pareja, al percatarse de que todo lo de la noche anterior había sido un puro camelo amoroso, habiéndolo escenificado y aparentado con mil filigranas en sus propias narices.
Lo dedujo casi sin pensar, a bote pronto, porque lo etiquetó sin ambages desde el primer momento como un mero espejismo, al no cuadrarle en nada, al ponderar que no le correspondía según se merecía, y más en el difícil trance por el que atravesaba, dado que se hacía a la idea de paladear al menos fugazmente algunas leves degustaciones de cariño o tiernos arrumacos, como en el fondo ansiaba. La actuación dejó mucho que desear, y le costaba horrores digerirla, a pesar de su benevolencia y buenas maneras, tildándola de cicatera, anodina, y carente del menor interés.
Él acostumbraba a refugiarse en su torre de marfil siempre que se le antojaba, pues venía de vuelta de casi todo, alegando que le ahogaban los problemas de la empresa –acaso fuesen problemas de disfunción eréctil, vaya usted a saber-, en la que sin duda gastaba las energías y los amores, y poco a poco fue echando raíces y más leña al fuego, al toparse con nuevos dictámenes, el reciente contratiempo en el trabajo de que había sido objeto, según él contaba, al serle notificado serios recortes con el ERE, con amenazas de despido, porque la empresa bordeaba los precipicios de la bancarrota, aunque tal coartada a ella no le convencía, pues ya la había leído en su agenda en numerosas emisiones, no llegando a darla por válida, al haberla puesto en práctica en otros momentos menos comprometidos, no ajustándose a la realidad, por lo que recelaba sobremanera de cuanto le contaba.
Le revoloteaban entre ceja y ceja, un tanto dolorida, los fríos desaires, con todo lujo de detalles, o los tejemanejes que urdía alegremente con una facilidad desternillante como, estoy fundido, parece que me he aliado con el diablo, o tierra trágame, todos las balas me las disparan en el mismo costado, o frases más socorridas, no he pegado ojo en toda la noche, o la descomposición de vientre me ha tenido amarrado durante horas y sin piedad al duro lavabo, y así un largo etcétera difícil de aquilatar aquí y ahora.
De suerte que la catarata de evasivas que agavillaba iba “in crescendo”, y se le saltaban las lágrimas y le asaltaban la mente múltiples y torcidos pensamientos sacudiendo las sábanas al colocarlas en el tendedero, y acudían a la pareja, como en un enjambre, los sinsabores y ajustes de cuentas a deshora, en una inusual pugna entre sí de reclamaciones, culpas, acreedores, deudores, bajas médicas, altas, o las turbias goteras -de la edad también, que de cuando en vez daban de ello fe-, que inundaban de improviso la sala de juntas, donde se reunían y maquinaban todos los altos mensajes y operativos secretos de la empresa, las directrices y líneas maestras del directorio, que encerraban de forma fehaciente el trabajo que meticulosamente había ido planificando en equipo, y cuadriculando con suma prestancia durante horas y horas, quizá las más felices de su vida, habiendo acarreado solícito a casa, en incontables jornadas, gran parte de las tareas, a fin tenerlas listas para el día de la asamblea de jerifaltes y accionistas.
Después acontecía cualquier cosa, pues las adversidades no se cuecen solas, de manera que los reveses o las bofetadas se iban acumulando, avivando el hielo de la incomprensión y el distanciamiento, y por ende la fatiga y el fuego de los fogones iban haciendo de las suyas, pillando la alícuota parte que le correspondiese sin aparente fundamento, y todo ello como si fuese de gorra, porque sí, pensaba ella, y ocurría últimamente con más frecuencia, de modo que, por ejemplo, en las comidas, la sal brillaba por su ausencia, eran contratiempos comprensibles pero desagradables a todas luces, con lo cerquita que se encontraban la salinas de su residencia y el supermercado que la suministraba, y Ánade realmente no se lo explicaba, estando sosa la sopa, o el pescado con un aspecto extraño, sin sabor a pescado, o se deshilachaba incomprensiblemente entre los dedos de lo blandengue que estaba, impidiendo su consumición, y no digamos los ricos chuletones de Ávila, con la tersura y exquisitez de la que gozan, creando a la postre un raro desaguisado entre la familia y los eventuales invitados, cuando asistían a algún ágape por compromiso familiar o de algunos amigos, o festejaban algún cumpleaños de los niños con los amiguetes del colegio.
Luego, quiérase o no, alguien tenía que poner orden y limpieza en todo aquel desbarajuste o maremagnum, y más pronto que tarde llegaba la colada, y no se comprendía la siniestra confabulación de los aviesos espíritus, al verificar que la ropa y el menaje cuando lo sacaba de la lavadora salía irreconocible, teñida, oscura, horrorosa, más sucia que antes, con el grueso de las manchas marcadas, y en ese punto acaecía lo menos apetecible, las caras largas, los reproches, las puñaladas, pese a haber estado girando sin tregua durante toda la noche, con el correspondiente centrifugado y el centrado secado, las funciones propias de una máquina de alta definición.
Tales avatares bullían sin cesar en el cerebro de Ánade, y daban vueltas y más vueltas, como el lavavajillas o la lavadora en su recorrido preestablecido, y no conciliaba el sueño por las noches, moviéndose sin parar, y se tiraba pellizcos en brazos y hombros o en las piernas, pero no había manera de relajarse, oyendo, incrédula, las campanadas de las doce uvas de las dos y las tres y las cinco de la madrugada, totalmente desesperada, con los ojos como platos, y colmaba el vaso la gota del vacío que respiraba, cuando, para una vez que requería su corazoncito un poquito de mimo y arrimo y calor, la apareja le fallaba estrepitosamente en un callado y redondo silencio, mirando para otro lado, recortando el presupuesto en las cosas del querer, pero en lo más elemental, sin cumplir siquiera un mínimo racionamiento de amarse una vez por semana, acaso el fin de semana, que levanta el ánimo y se ven las cosas de otra manera al mirar por la ventana, o al menos a fin de mes, no queriendo llegar a calibrar en absoluto fantasiosos dislates o rijosos abusos de escándalo, ni muchísimo menos, en todo caso se ubicaba en la parca mediocridad de los actos, a años luz de tentar ni por asomo el instinto básico.
A ciertas horas vespertinas, Ánade atizaba la lumbre enfrascada en diversos o torpes pensamientos, casi sin percibirlo en las convulsas circunstancias, y, cuando algo le inquietaba o tocaba un poco la piel se ponía quisquillosa, y aprovechaba el movimiento del cuerpo con un suave abaniqueo de manos para rascarse en las partes más delicadas o recónditas del cuerpo, allí donde le punzaba algún ser extraño, a pesar de permanecer siempre vigilante, y percatándose de que no era observada, insistía en el punto del indiscreto picor debido a alguna inoportuna partícula o desquiciada mota que se había metido caprichosamente donde no debía, volando sin rumbo, y por la ley de la gravedad venía a posarse en su regazo, en el pecho o en la axila u ombligo en un atrevido allanamiento de morada, burla burlando su rigurosa vigilancia. Y un tanto conspicua, se decía para sus adentros, por qué demonios no caerá la pavesa en la mismas entrañas de la olla colocada en las mismas puertas del infierno, donde hierve el sustento con todo el conglomerado de aderezos, morcilla, tocino, tomate, pimiento, ajos, puerros, hinojos, garbanzos, etc., quién iba a averiguar semejante travesura, o en sus mismos huevos, y aquí no habría pasado nada, y todos tan contentos, recórcholis.
Pero nada de esto acontecía o se le ponía a tiro, y tenía que ser allí, siendo siempre la perjudicada.
Esto pasaba, aunque presumiese de sus altas cualidades de estabilidad y sensatez, y le generaba grandes dosis de estrés, ansiedad y descarga de adrenalina, y le retorcía las tripas, quejándose de su mala fortuna, no pudiendo gozar en la serenidad de la tarde de un rico té en compañía de las amigas, o el disfrute de una puesta de sol o de una noche de luna llena de rojas caricias, de esplendorosas fantasías y sublimes sensaciones.
Aquel día dejó cocer lentamente la carne en el fogón sin prisas, confiada, satisfecha, hasta que, por el pequeño descuido de una llamada de teléfono, se quedó toda la carne hecha una pella de higos, un auténtico puré, quedando hundida, desconcertada. Luego permaneció durante un largo rato de pie, pensativa, como volando por otros mundos, evadiéndose de lo que le circundaba, sin darse cuenta de dónde pisaba o de dónde partía, si en una playa desierta disfrutando de un reconfortante baño o en unas dulces aguas termales, y se desplazaba de un lado para otro titubeante, ida, sin saber a qué atender o qué hacer.
Al cruzar el pasillo percibió la imagen del rostro en el espejo, y sin pretenderlo atisbó el lunar de sus amores, que era de lo poco que le quedaba de autoestima o decoro de antaño, de sus atractivos juveniles o los secretos mejor guardados, de las hermosas travesuras o picardías o las pocas cosas que le habían impulsado a vivir y sonreír cada mañana, pero vio que no relucía, y con las manos sucias, intentó enmendarlo de pronto con unos repentinos toques, según iba de la cocina al cuarto de baño, sucia y perdida la mirada y turbios los recuerdos que le abordaron en esos instantes, sintiendo como si los desconchones o manchas de la mansión, con el paso del tiempo, se hubiesen incrustado en su ser.
En consecuencia, Ánade no las tenía todas consigo, y menos aún cuando perdía los estribos triturando condimentos o cocinando cualquier otro producto en las lumbres, entrando en ebullición de repente, al descomponerse sobremanera entre los encendidos fogones, no sin esforzarse con el mayor esmero en preparar los platos preferidos de la pareja, intentando darles unos toques originales, que despertasen el apetito, no sólo del estómago, sino de la libido.
En los últimos tiempos no era raro el día que se le apilaban los entrantes y los salientes y los postres o el plato fuerte en el ardiente fuego que la consumía interiormente, haciendo lo imposible por sofocarlo del mejor modo, procurando no alarmar al vecindario, pues no le faltaban agallas o ganas para lograrlo por sí sola, sin ayuda de nadie, sin embargo en su titánica lucha interior, y en horas bajas o de pesada modorra, sopesaba la idea de pedir auxilio para mantener el tipo, y así, por ejemplo, no le importaba echar mano del retén de bomberos del parque para apagarlo, dado que en el trasiego de la refriega se le engarrotaba el intelecto y el pecho le palpitaba a más no poder al degustar los complementos o los sabores afrodisíacos del guiso, pues la sal, a veces la echaba a borbotones, para que luego no la tacharan de sosa, o que estaba incomestible el caldo del cocido, o que el pescado ofreciese visos de bicho muerto, por el aspecto reseco y tieso que presentaba, y así una apretada ristra de diatribas que le ofrendaba la pareja, debiendo transitar un tanto apocada por los estrictos corredores de la existencia, huyendo de los infectados tramos mortíferos, y desembarcar en tierra de nadie, sintiéndose libre en los pocos espacios que encontrara incólumes y exentos de contaminación.
En la calentura que le afloraba por las sienes, la frente y el cuello, cuando trajinaba con rabia contenida a la vera de la fogata, se le iban desgranando paulatinamente, al compás del chisporroteo de las lumbres, una a una las gotas de sudor apelmazado, las chispas de irritación y el hollín de la chimenea en un torbellino enfurecido.
Las carencias vitales esperaba rellenarlas con albóndigas, croquetas o pollo relleno o pavo, que iba hilvanando pacientemente, pero que en esos instantes otras necesidades le acosaban con urgencia en las partes más sensibles, bien por la incrustación de algún nuevo ser extraño, bien por la sequía de rocío de una caricia, que sanase las heridas abiertas en el vaivén en el que se veía inmersa.
La pareja, mientras tanto, tan lejana para unas cosas y tan cerca para otras, siempre en guardia tramando subterfugios y festejos de la empresa, cenas, juntas, asambleas, reuniones, almuerzos de trabajo, viajes al lejano oriente, o a París o Roma o Londres con empleados de la misma compañía para expandir las redes comerciales y la captación de nueva clientela.
Y cuando más libre estaba de compromisos laborales, y más felices se las prometía con ella trincaba unos resfriados de muerte, que necesitaba cuidados intensivos, llamando cada dos por tres a la ambulancia, teniendo a todo el mundo en vilo, pendiente de sus jaquecas y delirios, en un continuo ir y venir de galenos, tratamientos y fármacos, que para ella se quedaban.
Y no digamos de cuando los retoños aún precisaban del cuidado directo en el día a día, con el consiguiente bagaje de ropas y constipados y clases particulares para sortear en lo posible los embates de las malas calificaciones, así como el rompecabezas cada fin de curso sobre el destino de las vacaciones, que si a la sierra, que si a la playa.
En multitud de ocasiones ella elucubraba con toda lucidez que, por muy asfixiada y maltrecha que estuviese entre los fogones, con tizne, churretes, grasa y despistes culinarios, que sin duda lo sufría, lo prefería a que la pareja pernoctara plácidamente durante largas temporadas en el habitáculo, enfundado en su huraño y frío pijama de colorines, que herían la niña de los ojos, porque entonces, en esas eternas horas masticaba con más crudeza la amarga soledad, y era cuando realmente descubría y palpaba en sus mejillas la fría escarcha que la cubría.

lunes, 20 de junio de 2011

A presión o por la Cuesta de Panata


Últimamente las constantes vitales superaban los niveles de su capacidad, sintiéndose, cual bomba de relojería, a punto de estallar, imbuido por una catarata de incongruencias que le punzaban en lo más hondo de la consciencia, forzándole a plantearse la decisión de tumbarse de una puñetera vez o hacerse el muerto, echando las persianas de su morada, dispuesto a todo, sin dar más explicaciones.
No se desembrollaba de las pulsiones que lo hocicaban al surco del día a día, o a las más enrarecidas coyunturas, de manera que la presión lo encadenaba a las catacumbas con contundencia, arrastrándolo a los mares de la oscura turbación y a los más perniciosos precipicios, debatiéndose entre el ser o no ser, picoteado por un enjambre de idiotizados remolinos.
A veces se interrogaba con audacia e ingenuo desenfreno la trascendencia de ciertos y sutiles aforismos como, si uno no espera lo inesperado, no lo reconocerá cuando llegue. Estos planteamientos filosóficos lo dejaban K. O en el ring de la subsistencia, sin una brizna de sentido común, o un resquicio por donde huir portando encendida la antorcha vital, quedando tirado al cabo de la calle, y fuera de combate.
No cabía duda de que semejantes sentencias se le atragantaban cada vez más, y se le atravesaban en el discurrir del vivir con mala sombra, por coincidir con el tictac de los días más prósperos y dichosos, echando por tierra las esperanzas o los ilusionantes castillos, que, granito a granito, había ido levantando en el horizonte, con no poco esfuerzo y mucho sufrimiento.
Por lo que no acertaba a sortear los embates de la fiera, o a contemporizar con las inquietantes tormentas que iban y venían de improviso de un lado para otro por su entorno y le asediaban con saña, tropezando a cada paso y de continuo en la misma piedra; unas veces le acaecía por un esnobismo mal interpretado, hallándose a la postre deshecho y casi putrefacto, y otras veces, por notarse desahuciado del sustento primigenio de la convivencia humana, sin opción de compra de gangas o algún artículo de todo a cien, o de alguna mirada compasiva que lo acunase, y con ello conseguir un lugar o una parcela donde apoyar la osamenta del pensamiento o el sentimiento, o la certidumbre de apuntarse al menos en la lista de espera de algún habitáculo hortera, como eventual okupa, en el corazón de los verdaderos amigos.
Andaba partido en dos y perdido en todo tiempo y lugar. La feria, con todos los cachivaches y cantos de sirena y charlatanes y escopeticas de tiro y el gran surtido de columpios que se balanceaban, no le columpiaban ni sonreía ni tan siquiera cuando más animada estaba. Caminaba fingiendo con la máscara en los desfiles por los que se exhibía, y parecía que flotaba como un globo a la deriva, sin saber adónde dirigir sus tenues suspiros, y siempre caía en la calle del averno.
En el hogar de su pensamiento no quedaba ni un palmo de terreno para tanta desventura, y menos aún para que pernoctaran más inquilinos. Los tiempos en que le había tocado vivir brillaban por un contrariado y nefasto encantamiento. Aparecían personificados en el fragor de una guerra sin tregua, unos años en que las cuestas o los costes se empinaban con frenesí, transformándose en infranqueables acantilados o fronteras inalcanzables, y la única salida posible consistía en abordarlos con máximo tiento y sigilo, vendiendo el alma al diablo si fuera menester, a fin de no ser coceado por las oxidadas herraduras de la maldad más indigna, hasta el punto de precisar alas para volar, aunque pareciese extraño, cual intrépido Ícaro, para remontar aquellos onerosos y calamitosos estadios, y no ser devorado por las fieras monstruosidades o la terrible hidra de Lerma, impulsado por los huracanes de la precariedad, que flotaba en una atmósfera cargada en exceso. Menos mal que, a veces, en las circunstancias primordiales, cuando el rayo se cernía desafiante sobre su cabeza, se concebía ungido por un toque mágico, que le venía como una sorpresiva dádiva, en que, dándole la vuelta al calcetín, le daba por reírse de sí mismo y de su estampa, sacándole chispa a las tripas de lo más displicente.
No ironizaba apenas en este aspecto, ni intuía la manera de escapar del magma de adversidades que lo atenazaba, de su mala fortuna, que no le favorecía en absoluto, y, aunque lo buscaba desesperadamente con mil artimañas, no lograba salirse del guión que le habían trazado. Con la cantidad de calles o salidas que se atisbaban en el plano, como en cualquier callejero de cualquier ciudad, chica o grande, a derecha e izquierda, a lo largo y ancho del ferial en el que estaba, que puede que acaso le embotaran el intelecto, debido a la inmensidad de territorio que a sus cortas luces se presentaba ante su mirada quedando extenuado, tan grande o más que cientos de plazas monumentales de toros juntas, de modo que cuando echaba a andar por aquellos enormes mundos o laberintos, tal como él se los imaginaba, quizá como su propia vida, iba totalmente desnortado, no disponiendo de suficientes brújulas o GPS que lo guiasen, y sin saber cómo, al regreso al punto de partida venía finalmente a aterrizar al mismo pozo de donde despegó, no reconociendo los aromas genuinos, o no hallando lo que anhelaba, revolcándose en los mismos aledaños o lodos de siempre.
Aquello se le antojaba un bosque cruelmente encantado, donde la energía destructiva de seres endiablados o perversos duendes rayaban al máximo nivel, haciendo de las suyas. Recordaba que de pequeño le ocurrían sucesos inusuales, como no ser capaz de orientarse en las habitaciones de la propia vivienda, quedando inerte y mudo, invadido por el espanto que percibía todo su ser, aunque en cierta medida explicable por la sinrazón de la evanescencia de la tierna edad, como fuese salir del barrio de sus fechorías más familiares, y posteriormente extraviarse, no encontrando el modo de retornar al punto inicial, o perderse adrede por los campos –como sucedería más adelante- brincando obstáculos, tapias o balates campo a través en los distintos sesgos lúdicos de la chiquillería, persiguiéndose unos a otros como si en ello les fuera la vida, corriendo como jabatos para no ser avistados por los del bando contrario, que le venían pisando los talones. En esos instantes se cometían auténticas barbaridades o maravillosas heroicidades, a fin de no caer en las garras del contrincante.
La loma de la Cuesta de Panata, un bastión difícil de roer o un duro baluarte, que delimitaba las lindes de la frontera entre la civilización cultivada al otro lado por una población urbana, en cierto modo acomodada en su mayoría, poseedora de unas prerrogativas acordes a su modus vivendi y unos posibles, que asimismo se les negaba a la otra ruinosa cara de la loma, donde la desazón y el desamparo tenían su bandera y cobijo, habiendo un aluvión de transeúntes y arrieros, vendedores ambulantes, tratantes y mercaderes o pequeños y puntuales estraperlistas, que malvivían o no vivían, acarreando enseres y productos de la comarca o frutos en serones y capachos a lomos de las acémilas, echando cuentas y números y jaculatorias, o indagando cada noche lo que iban a traficar o introducir en las alforjas, que las más de las veces llevaban vacías, acaso con un coscurro o un cacho de pan negro o cateto con la engañada engañifa dentro, que coadyuvaba a digerir las fatigas del camino pegados al alma alentadora del río de su vida.
Y es que la Cuesta de Panata marcaba un antes y un después entre dos mundos completamente dispares, uno bullicioso, febril, de mirada confiada, de un próspero resurgir, en contraposición con el otro, moribundo, desangelado y mustio, entre candiles mortecinos, alumbrando a unas gentes que lo tenían crudo para ver más allá de sus narices, que se las veían y deseaban para medio cubrir el expediente sancionador del día a día.
Una de las especialidades de la casa consistía en bajar o subir cuestas –como el afamado restauran que prepara carne a la brasa, por ejemplo, con ricos pimientos del piquillo- de la siguiente guisa, se echaba a rodar desde las cumbres de las cuestas y no había forma de trincarlo, aunque luego apareciese aporreado, ensangrentado o hecho un cristo, y la ropa quedara irreconocible, lista para arrojarla al contenedor. En la cuesta arriba, no obstante, ya era algo diferente, pues había que apretarse los machos y sudar lo suyo, o evacuar cuanto antes lo que se llevaba en la tripa, si algo pudo engullir, con el fin de aligerar la carga, como pensaría la acémila, que en eso nadie le ganaba, porque de lo contrario con tanto peso no había forma de escalarla. Sin embargo hay que reconocer que las cuestas no se le daban mal a su edad, acaso por lo del refranero, que cada maestrillo o chaval tiene su librillo, siendo un gran saltarín, y así, cuando por un tiempo se le encomendaba algunas tareas singulares, como si fuese una persona mayor, hecha y derecha, en que se desplazaba con la acémila por aquellos parajes tan espectaculares, sobre todo para algunos, por la mítica Cuesta de Panata, donde brotaba una breve fuente, donde la gente que por allí trasegaba, se refrescaba o se arrancaba los ronquidos nocturnos y la legañas a gañafadas, y abrevaban las bestias, siendo una especie de balsámico y fantástico oasis, ubicado a los pies de la cuesta, que de paso aprovechaban para limar asperezas, tomar aliento, o discutir con los que en ese momento llegaban en animada charla, o tal vez con discordantes rencillas por el agua que no le dejaban beber a su mula o al paciente borrico, pero que finalmente les hacía más llevadero el desgaste, y, una vez en lo alto, poder vislumbrar al otro lado de la cara sur de la montaña o moneda, en este caso de oro, la vega motrileña, montada sobre un risueño movimiento, salado y azul, de blancas olas de más allá de los verdes campos de cañas de azúcar de antaño –ahora teñidos de verdes hojas de aguacate y chirimoya, pues la vida cambia- que van y vienen, en ese mar de la costa, como los transeúntes y arrieros que iban y venían a diario por el Tajo de los Vados, y proseguían en el tajo, subiendo y bajando por la ya familiar Cuesta de Panata.
Pero era especialmente en los días de verano, cuando el sol se plantaba en las faldas de la loma, como el bebé en el regazo de la madre, y se despatarraba en aquel entrante, entrando y saliendo como pedro por su casa, y allí almorzaba, sesteaba y cenaba o defecaba hasta que se retiraba por la noche a dormir. En tales calendas, era preciso que las reservas de agua u otros remedios caseros o pócimas –oh, hermosa palabra, o polos, helados- o manjares para mitigar los azotes climatológicos afloraran sin ningún tapujo para sobrevivir en aquella polvorienta travesía, donde crecían y se daban la mano, como buenos hermanos, los almendros, las higueras, y algunas tímidas parras, que casi no se atrevían a sacar la seca mano de sarmiento, o a asomar el rostro de la voluptuosa uva por temor a ser violada o descuartizada por el primer hambriento forajido que se cruzase por sus pechos.
A veces se transportaban en serones o capachos a lomos de las acémilas, garrafas de frío y rico helado, como complemento de su cometido laboral, para los más caprichosos del lugar, y cuando llegaban las ciegas horas, cruciales, en que el sol se ensañaba y apretaba con justicia por el itinerario, recortaba con gran desparpajo una cañavera de los cañaverales que decoraban el sendero de los márgenes del río, y construía una pequeña y coqueta cucharilla, que con pulcro cuidado introducía en aquel piélago o iceberg de compacta y tentadora masa, que exhibía, con perfiles sensuales, sus mejores atributos, pergeñando unos refrigerados sabores que le sabían a gloria, rememorando los ágiles ardides por tierras salmantinas del inmortal lazarillo con el ciego.
En las sofocantes tardes del largo y lento verano, en que el pensar es un viaje sin retorno, a buen seguro que en multitud de escenarios y en no pocos ambientes se mascará la tórrida tragedia de la canícula, con fresco dulzor y reparador alivio, rememorando concienzudamente la idea anteriormente reseñada, si uno no espera lo inesperado, no lo reconocerá cuando llegue.

sábado, 11 de junio de 2011

Perdido por esos mundos




Haciendo honor al epígrafe, el amigo andaba desnortado, empujado por un sinnúmero de inquietudes, foros y expectativas, de suerte que no sabía a qué carta quedarse o adónde acudir. Así, de ese acontecer cae en sus manos la prensa recién salida del horno y descifra con la mirada las primeras noticias del día. A un paso de cumplir el siglo se ha ido Sábato -99 primaveras, todo un mozo creativo-, que, aunque aparezca perdido entre los anaqueles y los achaques de la senectud, ya figuraba inscrito, gracias a sus escritos, en los anales y en las mentes más preclaras de los púlpitos literarios; mas de súbito se apagó su vela, como al soplar en el cumpleaños, no recuerdo bien si era lunes o jueves el día del óbito, dado que me hallaba atravesando ese sábado la oscuridad del Túnel de su fantasía.
Qué importa el día, pues no es cuestión de que por tan estulta bagatela, día arriba o día abajo, llegue la sangre al río –pues siempre se salen con la suya, impertérritos, los muy puñeteros-. Entretanto el amigo desayunaba café con leche y tostada perdido por esos mundos desconocidos –o acaso vagaba por los cerros de Úbeda, vaya usted a saber, que por cierto algún día no lejano debería visitar, por las excelsas beldades y el rico patrimonio de la humanidad que puebla sus contornos, o quizá veranease, distraído, en Babia por esas calendas-, pero no era el caso, sino que el amigo desplegaba sus velas allá por el Puerto tinerfeño de Santa Cruz, inmerso en la vorágine de las olas turísticas y de la blanca espuma del mar entre los porteños, que a buen seguro que será el gentilicio de los que son alumbrados por aquellas tierras, aunque rivalicen con los pobladores de otros lares, no queriendo ser menos.
De buenas a primeras se topó con una catarata de lumbres en medio de la noche, un espectáculo singular, al hallarse en vísperas del día de las Cruces de mayo, que por allí se venera con frenesí y mucho dulzor, proliferando los símbolos al por mayor por las esquinas o los cerros de la manera más inverosímil, resplandeciendo en todos los planos, por cruces de carreteras, por empinados campos a medio cultivar.
La arraigada costumbre de los lugareños le hizo reflexionar al amigo durante un buen rato, embebido como estaba en mil fugaces pensares, y más cuando se percató de que él llevaba su cruz sobre los hombros, pesándole más si cabe en estos instantes, como si se hubiese multiplicado por todas las cruces que se columbraban en lontananza y le cayesen encima, y las sentía como si fuesen enormes piedras de molino, sobre todo cuando la incertidumbre y la sensación de acoso y derribo arreciaban en sus hechuras, por el aluvión de situaciones nuevas, intrincadas unas, caras otras, por los ventorros, tascas u hoteles por los que transitaba.
Los distintos vericuetos del recorrido por donde se desplazaba se encontraban irreconocibles, anegados por el agua que caía a cántaros del firmamento, como si las nubes se hubiesen rajado de pronto por la acometida de alguna mano invisible, reventando como a veces le ocurre a la bolsa de la compra con todos los enseres que lleva dentro, y es de agradecer el preciado líquido, cuando se deja venir con buenas intenciones, con mimo y ternura, hasta el punto de embellecer los rostros, las gargantas y agranda los corazones, y para no quedarse atrás crecen los cabellos, incrementando a su vez los sentimientos y el verdor de las sementeras, plataneras y la fructífera flora de la isla, menguando las penurias del esquivo terreno y de los sufridos moradores que labran las plantas, aunque nunca llueva a gusto de todos.
No obstante, el amigo se refrescó un poco el esquilmado gaznate con un trago de buen vino de la tierra, y robusteció el maltrecho espíritu, al ir deambulando de un lado para otro, un tanto cansado, pero ávido de echarse algo a la boca del intelecto, discurriendo por aquellas panorámicas y paisajes, y fotografiaba con esmero las costuras del terreno y los picos y desconchones, como no podía ser de otra manera, y porfiaba escrutando los pintorescos rincones y leves acantilados o calitas, que bullen blancas y sonrientes como las ranas en las pozas o albercas por los más dispares derroteros.
A veces se imaginaba que no estaba allí, delante de las olas, sino perdido en mil suposiciones o quisicosas sin sentido, no viendo lo que le circundaba, cómo hervía la espuma blanca en las plantas de los pies, con todo su jolgorio de azul y sal, y se emperraba una y mil veces en la distancia, como si estuviese a miles de leguas, y oyese a través de una caracola los oleajes o las canciones de salsa guanche, importada o amasada en sus íntimas entrañas, como si se pasease en una barquita en pleno Caribe, en alternativos o sucesivos intercambios culturales, o humanos viajes de auxilio y correrías con el corazón en un puño, como en realidad se sentía el amigo, o sea, con la lengua afuera, todo azorado, con la vista colocada a través de la mirilla del guía para no perderse del grupo de la expedición.
Se encontraba elucubrando la diacronía de los eventos de los pueblos, y se remontaba a la época de los valiosos acarreos de Potosí, siguiendo el esnobismo del momento, y los arrastres de sones y pecios que irradiaron ilusión y toda una amalgama de razas, costumbres, tradiciones, lazos, danzas y suspiros en un incesante trasiego y trasvase de sangre, rituales, culturas, mitos e incalculables compensaciones, aunque algunos se llevasen la mejor tajada.
Una masa variopinta de personas desfilaba por estas largas avenidas y bulevares, Cupido, Quintana, Familia Betancourt, Menquinez, Obispo Pérez Cáceres, La Hoya, todas las rúas cercanas al paseo marítimo, yendo a desembocar a la vera del barranco que circulaba por los aledaños del centro comercial Las Pirámides, punto de encuentro de los transeúntes de diferentes rincones e intenciones, o puntos de mira de los que por allí transitaban algo preocupados por mor de las trapisondas del verdugo del tiempo, que en todo momento y a todas horas marca las fatídicas pulsaciones, como si hubiesen hecho un pacto entre río y vida para discurrir por lechos de paralelas semejanzas, ambos próximos al mar, aunque uno ubicado más próximo al the end de la película, que es el morir, y el otro, más bullicioso, el mar de la vida, donde se cobijan en sus sótanos el trasiego de autobuses que transportan felices y contentos a los usuarios a los más distantes puntos, cada uno con sus arrugas y sus dudas por dentro y por fuera, y su hoja de ruta, con las sienes sembradas de chispeantes grafittis y de proyectos saliéndole al paso, pendientes de realizar.
La lluvia, en esta tierra tinerfeña tira la piedra y esconde la mano, pues a cada paso asoma las narices, al menos cuando el amigo se movía por sus contornos, sonándose la mocarrera que le arrastraba, aunque a veces le refrescase el seco rostro por la fatiga, pero otras lo ahogaba, untando los cabellos de una abominable gomina, como una sustancia gelatinosa, casi volcánica, que emanaba de las capas tectónicas del terreno volcánico, y todo casi por la espalda, de sopetón, y de repente parecía refugiarse temerosa en una nube nodriza, o se guarnecía en subterfugios como un ladronzuelo de barrio con todos los trastos acuáticos, y comenzaba a reír y reír descaradamente, escuchando las reacciones de los habitantes y los curiosos, los toques en el pelo y vestimenta, así como las oportunas o inoportunas invenciones de los transeúntes, que unos, abrigados hasta la coronilla, y otros, casi como cuando vienen al mundo, desnudos y casi mudos, se dejaban elevar por los abrazos marineros de la brisa, pero a todo esto, la tele del bar no perdía puntada, enhebrando las peripecias moteras y eventos deportivos, que, aunque nadie prestaba la más mínima atención, decoraba el ambiente, y es lo que los dueños de los bares suelen ofrecer con suma largueza y derroche a la clientela, pues creen que es la mejor medicina, o somnífero, y por lo tanto lo que más encandila en determinados momentos, para que el personal permanezca amarrado a sus asientos, distendido, y se aleje de los tormentos cotidianos, poniendo tierra de por medio, y de camino consumir con agrado los presentes, que con la mayor generosidad del mundo les presenta la casa.
De todas formas hay que dar las gracias al anfitrión, que comanda la nave porteña de Santa Cruz, ya que invita a los asistentes al hipotético banquete, liberándolos de los lastres, indignos diálogos, torpes ocurrencias o gesticulaciones con cortes de manga y salidas de tono, sacando la lengua a los semejantes o los ojos o los puños por la defensa de la criaturita indefensa en la pantalla televisiva en animadísimas tertulias, borrando de sus retinas las bordes huestes, que asoman, al borde de un ataque de nervios, presumiendo de sus más eximios atributos y grandes de España, princesas del pueblo mezcladas con individuos del lumpen urbano o algo similar, que aunque inyecten nicotina sui generis al por mayor a una inmensa y ávida turba de fieles comparsas y creyentes en sus irrefutables dogmas, no obstante, es preciso darle las gracias, y escanciar una loa con los efluvios más leales y sinceros por su indiscutible aplomo y acierto en la elección del programa de la tele, siendo sin duda preferible que tales evanescencias las guarde para otras circunstancias u otros devoradores de inigualables gestas e histerias a pie de calle, reality show, siguiendo el tajo, no desvariando del proyecto esbozado.
No eran horas de echarse en los brazos de Morfeo, cuando había tanto mercado que olisquear, tanto que descubrir, aunque saltándose un poco los ritmos internos y las apariencias de persona circunspecta, bordeando las orillas de la provocación, algo tan trascendente en ciertos instantes de la existencia, como imaginar el haberse marcado un tango existencial, y enterrar en el puerto, donde había llegado con buen pie, olvidos, infamias o negras historias.
Y finalmente, colocar en el epitafio, si es que aquí viene a cuento, pues no es aconsejable mencionar la soga en casa del ahorcado, aquí yace una criatura que siempre hilvanó en los filamentos del sentimiento un río con abundante agua o un no sé qué, por el que proseguir circulando cauce abajo o cauce arriba con su mochila, o en la brecha a brazo partido.
Como el parto ya está hecho, y a lo hecho pecho, o quizá a verlas venir, que nunca se sabe, sobre todo al otear el horizonte en aquella ígnea noche, habrá que llegar a tiempo del comienzo del insondable espectáculo, teniendo presente, como no podría ser de otro modo, que, perdidos por esos mundos, la distancia nos separa, pero el amor nos enciende y une.

viernes, 3 de junio de 2011

Las pirámides o esperando la guagua


En esos instantes acababa de arribar el hombre a una cafetería que, por distintos motivos que no vienen al caso, andaba buscando, y recaló en el centro comercial de Las Pirámides en el Puerto de Santa Cruz, en la isla tinerfeña, una cafetería cajón de sastre para todo cuanto se tercie en los más dispares apeteceres.
Anteriormente había visitado diversas tiendas por los alrededores, de electricidad, informática y tecnología punta, como la denominada Visanta, nombre curioso para él, por la aparente coincidencia con apelativos que le revoloteaban en el cerebro, como juego de palabras o todo un calambur, de los que se columbran de tarde en tarde por los parajes que se transitan por la vida, al evocarle otro nombre por el cambio de vocal, Vasanta, que emergía en la flaca memoria como gallo de pelea, viniendo a calibrarlo por el antiguo uso que había hecho de él como pseudónimo o heterónimo en el ámbito creativo, acaso a modo estimulativo y vivaz, en emociones que aún le reverberaban en el subconsciente, pese a ser tan obtusa a veces la introspección humana, pero recordándolo al cabo, no era sino la nomenclatura del mito hindú, que significa, el Dios de la Primavera, aunque cada onomástica o cada corazón abrace un amor o una concepción especial de la vida, y todo ello en el constante discurrir por las sendas o ríos secos del incierto cosmos.
Aquí se encontraba ahora el hombre, recluido en una cafetería bastante moderna, según las trazas que se observaban a primera vista, con mucho colorido y cortinajes, hasta el punto de que presentaba todo lo que es posible imaginar menos lo que se entiende que debe haber en las cafeterías de toda la vida, ya que en ésta predominaban hamburguesas, pizzas, asadero de pollos, grandes frascos de caramelos de todos los sabores y colores, ricos helados, pasteles, y un sinfín de enseres tales, que cerraban a cal y canto la arista de la visión, quedando aprisionado irremediablemente entre sus raras rejas.
Era un local de los que por lo visto ahora se estilan, pero que en el fondo no se sabe a ciencia cierta adónde se entra ni qué es, ya que los variados surtidos se superponen unos a otros en escueto recinto a la buena de dios, sin orden ni concierto, desparramados o apilados por doquier, unos locales con muchas columnas, de puertas abiertas, tan abiertas que carecen de ellas, casi como si se encontrara uno a la intemperie, en un picnic en algún famoso parque o bulevar londinense, parisino o madrileño, aunque ornado con globos, pegatinas multicolores y una profusa iluminación de feria, y desfilasen por sus avenidas los caballistas con el puro en la boca y el clavel en el ojal, entonando canciones o evacuando excrementos los caballos, porque así es la madre naturaleza, tan puntual en sus cometidos, dado que dios aprieta, pero no ahoga, y bien que mal poder seguir viviendo.
Los globos de colores se columpiaban como traviesos retoños, en un trasiego de caminantes que iban y venían en un continuo tránsito de carritos de compra y bebés azuzados por las mamás, que, presurosas, acudían a alguna parte huyendo de algo, o tal vez a la verde pradera de un vasto campo, recubierto de aromas y caricias rurales con mariposas, cigarras, saltamontes y lagartijas campando por sus respetos, aunque en realidad estaba en una moderna cafetería.
Las horas se achuchaban unas a otras en la apretada jornada matutina, y sin embargo, con el papel y el boli en ristre, parecía que el tiempo se había detenido en aquel inclasificable habitáculo, entre las cuatro o cuarenta columnas, pero sin paredes, siendo el continuo fluir de gente que se movía ansiosa por las escaleras automáticas o el ascensor para trincar alguna ganga, que su cerebro había elucubrado, o el último saldo del día.
El camarero, vestía, con toda la parsimonia del mundo, camiseta anaranjada, haciendo juego con los zumos que elaboraba, como si fuese el uniforme de una azafata o de un ejército extranjero, acaso de hormigas de colores o de extraños trabajadores eventuales, pues la cosa, al parecer, no daba para mucho, según contaba el propio interesado razonando con sesuda filosofía, aclarando que no sabía cuántos meses permanecería en su puesto.
El establecimiento se ubicaba en el centro comercial de las Pirámides, un centro con sus fauces abiertas y hambrientas, dispuestas a fagocitar a todos los pardillos, que con su gorra y ropa desaliñada, casi veraniega, se dejaban caer por su regazo, subiendo y bajando, siendo atrapados por sus garras nada más asomar por el pasillo con un puñado de euros o alguna pasta en la mano o en los monederos, ansiando deshacerse de ellos cuanto antes, como si les pinchase, adquiriendo cualquier bagatela o vileza que a nada conduce, y todo antes de que terminara la jornada laboral, hipnotizados por el tufillo de las bolitas de alcanfor y el perfume y la música ambiental, al no lograr colocar en su mente algo que lo sustituyese, un rosal todo florecido o una idea diferente e innovadora, que echase por la calle de en medio y elevase sus miradas unos centímetros, y no toparse con la vulgaridad, continuando la marcha a ras del suelo de la publicidad consumista, y explorar los perfiles que se esconden o se mecen incólumes y sugerentes en lontananza, a través de sugestivos ideales y alegres suspiros en los cruces con los transeúntes en los incesantes vaivenes, deambulando de un lado para otro, cobijando en sus pechos dulces bocados y esperanzas de un mundo mejor, de mayor calidez, con chiscos de amor por las esquinas y agradables sorpresas detrás de las murallas de la discordia, porque seguramente lo que compraban no les conducía a ninguna parte, en todo caso a coger la guagua de regreso a su morada más pronto que tarde, que le aguardaba cada media hora en el sótano del parking, y posiblemente no les resolverá nada, debido a que lo que compren, pantalones, camisas, pañuelos, camisetas, prendas íntimas o chuches ya los tiene en su casa, no valorando o advirtiendo su presencia, arrastrados por la vorágine del acaparamiento o de raras frustraciones o surrealistas carencias.
Mientras tanto, cuando menos se esperaba, de repente llegó la tormenta de los tectónicos picos del Teide, sorprendiendo al personal con sus compras, en un acarreo a manos llenas, desafiando al tiempo y a la súbita oscuridad reinante, y al ruido de las aguas que caía en tromba discurriendo atropelladamente y con dificultad por las alcantarillas y desagües junto a la cafetería, donde se encontraba el hombre desde hacía un buen rato, aunque no lo percibiese físicamente por estar abstraído y entretenido en construir mundos de ficción.
La tarde se cerró en un negro torbellino de agua. Luego llegó una lluvia de reproches y dimes y diretes sin cuento a la hora del encuentro con la pareja, al comprobar los precios de la compra que había llevado a cabo, y echando cuentas sobre el modelito y el precio y los colores, y el hombre no sabía o no hallaba la forma de pegar la hebra con el camarero para evadirse, pues andaba demasiado nervioso por la demanda de los clientes, que lo requerían de continuo con zumos y cafés y encargos de algún amigo o distinguido cliente.
La pareja vio el cielo abierto al encontrarse a salvo de la tormenta, y continuó visualizando algunas prendas de las que había adquirido a toda prisa en las tiendas al volver de la esquina, que no se sabe si servirán para algo, o se instalarán en los roperos de la casa, en estresantes aposentos desempeñando el papel que les corresponde, de pérdida de espacio y de tiempo, acabando en el completo olvido.
Fue una tarde pasada por las compras y el agua y por el espíritu del hombre, que hilvanaba o escrutaba en los laberintos de las mazmorras y de la olla a través de la imaginación, en tanto que el líquido elemento arrasaba todo cuanto hallaba a su paso por las calles circundantes, siendo todo de pronto, y sin venir a caer en el cuento muchos de los episodios que acaecían por casualidad, cayendo sin embargo de lo más alto, de las cumbres del Teide.
Y acabado el tiempo de espera de la guagua, sacó el hombre el pasaje del viaje, y sin pensárselo dos veces, evocando a Cervantes, caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese y no hubo nada.