miércoles, 22 de mayo de 2013

Bacalao, o la bolsa o la vida










                                                


   La experiencia y el sentido común lo atestiguan. No se puede construir un edificio en terrenos movedizos, porque los cimientos ceden y se deslizan por los parajes más insospechados, como la luz de la luna, que se descuelga y deambula ufana por los más lúgubres vericuetos, por las aristas acuáticas de los océanos o los filamentos del embrujo amoroso.
   Un ciudadano, con los cimientos vitales resquebrajados, no podía aguantar la respiración bajo aquellos escombros, y se lanzó a la desesperada por los precipicios más comprometidos, buscando un puesto fijo en el staff de la empresa de sus sueños, después de haber estado durante largo tiempo bailando con la más fea, el contrato basura, de tal forma que lo oprimían sin miramiento, mintiendo a sus demandas, empleando métodos irrisorios y dictatoriales, estando siempre en el filo del peligro, en las puertas del infierno del despido en menos que canta un gallo, y no estaba dispuesto a seguir soportando el duro yugo, los latigazos y la poca hombría de los empleadores, y aquel día (13 y miércoles del 2013), al rayar el alba, trincó el arma dormida, una pistola de 9mm Parabellum, sustraída a un agente en un tumulto callejero, y, arreglándose el flequillo y atusándose los bigotes, se personó en la oficina de personal de la empresa dispuesto a escribir otro fusilamiento de los Mamelucos de Goya, con los cuerpos caídos por los suelos y ríos de sangre.
   Daban lástima las heridas que ocultaba en el alma, que le mojaban las orejas y le derretían las entrañas, al no disponer de un centavo, de una gota de esperanza, ni del más exiguo oxígeno para respirar y abonar las deudas por los víveres para el sustento, y ya no le daban fiado ni en la iglesia del barrio, y menos aún en los mercados o mercadillos o en la tienda de la esquina, donde los abuelos se habían abastecido toda la vida del combustible para ellos y para el viejo vespino, y hasta le silbaban las tripas como serpientes hambrientas, reptando por los rellanos de la flaqueza o la incomprensión, no teniendo nada con que acallarlas, y apaciguar aquellas famélicas boquitas que tenía a su cargo, los tres retoños, a cual más tierno y gracioso, que crecían en el nido familiar, pidiendo guerra y pan para sus maltrechas barriguitas.
   Y no pudiendo esperar a que amaneciese, se plantó aquella negra mañana con el arma montada, con los refulgentes rayos solares acariciando su enfurecida cabeza y los caminos, y empezó a disparar sin pestañear, y a renglón seguido pronunció dos palabras, la bolsa o la vida, y seguía apretando el gatillo con todo el furor del mundo, decidido a resolver de una puñetera vez las crudas penurias, los sórdidos asaltos de las lombrices, que le perforaban los tabiques abdominales y los del dormitorio, escuchando los quejidos de las criaturitas noche tras noche, sin poder comprar yogures, chuches, celebrar un cumple u otra efeméride por muy célebre que fuese, como sus cuarenta y dos primaveras, que él denominaba incestuosos inviernos, porque vivía de puro milagro, casi a la intemperie, en una frialdad apabullante, sin un rescoldo que le alentara por los senderos o calentara los maltrechos huesos, o disponer al menos de una baza para avanzar por los tortuosos tramos de la travesía.
   Y aquella extinta mañana descerrajó tiros por un tubo, acumulados durante duros y largos silencios, el tiempo que permaneció echando balones fuera como cancerbero en el partido que jugaba con la empresa donde trabajaba. Y no podía sobrellevar el peso de la humillante existencia, escuchando los doloridos trinos de la prole, dado que se sentía cómplice de la situación reinante en el entorno familiar, como si se encontrase en una cofradía de pescadores como patrón, donde no hubiese pescado ni chalana o barca ni artes de pesca, -de arrastre, al curricán, almadraba, trasmallo, o palangre-, o ni tan siquiera un buzón para depositar las lacerantes quejas o las fluctuaciones anímicas en que se desenvolvía, en un incesante “pelillos a la mar”, y mañana será otro día, y resultaba que el mareo generado por las corrientes marinas en alta mar y matrimoniales en tierra era mayúsculo, le cortaba la yugular, desangrándose en carne viva a cada paso ante la impostura y la desesperación, no encontrando la forma de saciar el hambre, ni contando ovejas o cantando rancheras a corazón abierto, “De piedra ha de ser la cama, de piedra la cabecera”…, o entreteniéndolos con unas raspitas de pescado, como el poema del Piyayo, “¡Gloria pura e!/. Las espinas se comen tamién/, que to es alimento/, así despasito/, muy remascaíto/, migaja a migaja/, que dure/, le van dando fin/ a los cinco reales que costó el festín//”,…o unas tajadas de bacalao para hacer la ruta o una caja de arenques para una larga temporada.
   No había manera de echar las redes en algún mar o río revuelto, ni continuar currando en la oficina, la que le vio nacer en la vida profesional. Se podría decir que no vino al mundo con un pan debajo del brazo, ni mucho menos, y en lugar de ir medrando como los meandros en la espesura, retrocedía nadando contracorriente, minusvalorándose, y farfullaba colérico, échale cojones, camina o revienta, y descarga todas las sucias balas en las sucias bolsas de los que roban al por mayor, y ametrallan al ciudadano con la mayor impunidad en cada advenimiento o escalón, en vísperas de navidad o de cualquier alborada, mercadeando los intereses creados según su lucrativo beneficio al mejor postor, de espaldas a la precariedad, a la pena y al ostracismo más obsceno de las personas, hocicándolas en las lamas de la inmundicia, en la súbita muerte en vida, al no poder apagar las ansias de vivir, acosados por garrotazos de incuria, de usura, en un simulacro de vida pervertida por las señas de identidad de la endémica indigencia.
   Atención, algo se mueve a lo lejos, se vislumbra un tropel de gente que avanza agitando cacerolas y pancartas, y retumban los ecos de voces al viento, “¡basta ya,…, arrieros somos…, donde las dan las toman!…, y otros eslóganes ininteligibles por la distancia.   
 -¡Un escrache!, venga, miles de escraches –gritaban a coro desgañitándose-, un millón, a los poderosos; un millón de escarmientos a la maquiavélica autarquía y a la sequía impuesta por el poder judicial, legislativo y ejecutivo; vamos, venga, a abortar los engendros y malformaciones de la vorágine de sus vientres. Daos prisa, a subvertir la farsa de jerifaltes que reman para su molino, para la andorga bursátil, -porfían las rotas gargantas en un pavoroso hervidero.
   No hay tiempo que perder, el reloj no espera, el ciudadano mastica los postreros tic-tacs. Las tóxicas ortigas han brotado en los mares de plástico de los viveros vitales y de las conciencias, y son ruinosos, abrevaderos de sangre inocente, con impunes fusilamientos cuerpo a cuerpo, puerta a puerta, en velatorios sin cuento, pisoteando los más elementales hálitos de los fúnebres vivientes e incluso las funerarias que les dan sepultura.
   Esto clama al cielo, se llevan todo a manos llenas y a menos ya no se puede aspirar, encontrándose las criaturas a la cuarta pregunta, sin calor, sin sangre en las venas, sin un aval, con hollín en el gaznate, sin una sopa caliente o boba del convento para el viajero en un cruda mañana de invierno.
   ¡Abajo el vilipendio!-exclaman exaltados-, ¡muera la vanagloria de los opulentos, succionando la savia elaborada de los desvalidos!; ¡arriba los sísifos y currantes del orbe!, los desamparados que pululan por los descampados sin compasión ni perro que les ladre, -aunque alguno lo lleve-, condenados a los mayores desaires e ingratitudes, al haberles cortado el cordón umbilical de la cobertura salarial antes de tiempo, y la cibernética y parafernalia humana que conlleva la empresa de la existencia, para caminar por los distintos derroteros o las redes de la sociedad, y suscitar entusiasmo, proporcionando algo para picar por el camino, algunos cacahuetes o pipas, y seguir en la brecha, no perdiendo el tren de la vida.
   El borrascoso cielo del terrícola necesita de una voz, como la célebre bíblica, que amaine los vientos y las tempestades y restablezca la bonanza, la justicia, la vergüenza, resurgiendo la ilusión, el amor propio, levantando los corazones de los muertos en vida, que buena falta hace.                                  


   


viernes, 10 de mayo de 2013

La fruta.

                     


   Aquella tarde andaba perdido en el oleaje de la escritura, no cogía el tono de la melodía, y se iba por los cerros de Úbeda, ubicándose en playas inhóspitas, en un jardín o recinto plantado de frutales de todas las clases, creyendo que era el paraíso terrenal de toda la vida, y pernoctando en tan ameno lugar, evocó la boca y la voz de Eva, animando a Adán a despertarse de aquella especie de letargo, de la larga siesta, insistiendo en que ya estaba bien, que se estaba pasando, haciéndole ver que allí no iban a estar de por vida, ni mucho menos, que durarían menos que una bolsa de caramelos en la puerta de un colegio.
   Pero Adán, con un morro que se lo pisaba, y adormilado como estaba, no movía un dedo ni daba un palo al agua del lago que tenía a la vera de la hamaca de ramas donde reposaba.
   Entonces ella, actuando como niña traviesa, se tiró de cabeza en las atractivas aguas del lago, rompiéndose las hojas que la cubrían, y empezó a bucear como por instinto, a hacer piruetas, el muerto o a exhibir el busto vociferando, tirando a Adán chinillas, melocotones, naranjas, algarrobas, pero ni por ésas, seguía con los ojos cerrados a cal y canto, aunque de cuando en vez se le abriese la boca, como si le apeteciera tomar alguna fruta, o echar un trago de agua por la sed o tal vez un mojito, y mientras tanto Eva jugaba alegre en el agua, haciendo blancas pompitas, y nadaba perdiéndose por las corrientes que de vez en cuando se formaban por los zarpazos de unos cucos cocodrilos que se ocultaban tras los ramajes de los sauces, y viendo que Adán no estaba por la labor, le arrojó una buena piedra, dándole en mitad del ojo derecho, quedándose patidifuso, totalmente a oscuras, y reaccionando alargó la mano, apenas sin darse cuenta, y tropezó con una hermosa manzana que acaba de caer del árbol, y se la lanzó a ella pegando en el culo (diente por diente), y farfullaba para sus adentros, ahora te aguantas, querida, y que sepas que esta noche no vas a pegar un ojo.     
                                                                                                                                                                                            

sábado, 4 de mayo de 2013

Apaga y vámonos o el inoportuno tapón.






  
   El invierno le había resultado a Graciano soporífero, ingrato a más no poder. Las contumaces lluvias y nevadas le bloqueaban los más frescos bosquejos, generando no pocas contrariedades y un inoportuno tapón en las correas de transmisión, estirándose como un chicle en la suela del zapato, impidiendo la marcha de las constantes vitales.
   Últimamente, llevado por la curiosidad, olisqueaba en las fuentes más variopintas, en las oquedades de la ciencia y del espíritu, extrayendo sucintos pensamientos, tales como, “leer no tiene contraindicaciones. Tan bueno es perderse en las páginas de un libro que nuestro cerebro lo nota y le reconforta sobremanera. La lectura estimula la actividad del cráneo, fortaleciendo las conexiones neuronales y aumentando los resortes cognitivos; un factor que se ha demostrado ser de primer orden como protector ante el auge de las enfermedades neurodegenerativas”.
   Es vox pópuli que la lectura es buena a cualquier edad, tanto en niños como en mayores; en los primeros, porque las funcionalidades están todavía desperezándose, y en los otros, para mantener activa y despierta la maquinaria cerebral, a pesar de los recortes de las capacidades.     
   Por ende, sin más circunloquios, Graciano se puso manos a la obra, sumergiéndose a pleno pulmón en las aguas de los libros, sin otros recursos de buzo, pero no pescaba los peces que anhelaba, los frutos esperados. Y arreciaron los vendavales, las turbulencias, y el frío interior le hería con virulencia, deformando la estimación de los cálculos, reteniéndolo en su propia guarida como presa de un animal salvaje, y presionado por la incertidumbre, ora en lo anímico, ora en lo externo a él, por no saber el futuro que le aguardaba, se interrogaba perplejo hasta cuando podría seguir pernoctando allí por la dichosa hipoteca, al encontrarse sin blanca, por culpa del ERE de la empresa, viviendo en un sin vivir y vapuleado por los estertores de una muerte segura, la orden de desahucio.
   No obstante, en el caserón, en el que habitaba, había empezado a cultivar la lectura como la panacea de todos los males, y lo hacía sin desmayo, regándola mañana y tarde, limpiando el polvo de los recovecos y el lomo, bebiendo los vientos de los capítulos con furor, contagiándose, sin percatarse, de las peripecias y andanzas de los protagonistas, y al poco tiempo empezó a fantasear con sus propias historias, creyendo que su mansión era un castillo del medievo o un vetusto monasterio por la altura de los techos y los gruesos muros, llegando a sentirse un forastero en aquella casa, y lo somatizaba de mil formas, en lo rutinario y en lo más sofisticado, palpándose las partes del cuerpo, las plantas de los pies, haciendo reflexología podal –el pie es el espejo del cuerpo, decía-, la piel, y escudriñaba en los aires extemporáneos y asmáticos que lo envolvían, en los labios deslavazados o en el brusco bombeo del corazón, alarmándole en demasía.
   La desestructuración de sus principios no cesaba, y fue aumentando la entrega y admiración por las gestas, sintiéndose arrastrado cada vez más por aquellos sensacionalismos medievales de justas y torneos, blandiendo la espada, que decían que utilizó el Cid en el campo de batalla, disputas y más controversias, viviéndolo en sus propias carnes como si fuera un caballero de la orden de Calatrava o un caballero andante, aunque en un principio las escenas y los rifirrafes que se le dibujaban lo dejaban algo indiferente, considerándolos pantomimas, meros artificios bizantinos.
   Mas en los días que le apretaba la soledad y la inconsistencia, se agarraba a lo primero que pillaba con más ahínco, y seguía elucubrando con los súbitos advenimientos, con los enredados ambientes y fantasías, devorando la trama como rosquillas, acorde al refrán, despacio pero sin pausa, leía sobre mojado, y cómo se sentaban los caballeros en torno a la mesa o en los poyos del patio de armas, no lejos de los caballos con los excrementos, y cómo antes de la marcha al campo de batalla, batallaban en la intimidad con las respectivas esposas, aleccionándoles sobre la lubricidad y la dura ausencia, el apetito y la degustación de rijosos manjares, apremiándolas a colocarse el cinturón de castidad, a fin de preservar el cuerpo de raros contagios y de las frivolidades de la carne. 
   En los siguientes capítulos se iban debatiendo los más diversos cargos u oficios o menesteres con pelos y señales, echando mano, cuando el caso lo requería, del código cortés – pero él no podía sustraerse a los embates del oleaje de la morada hipotecada, no podía evitarlo, y odiaba y maldecía aquellas estancias-, y se pasaba las noches en vela, engullendo como un loco páginas y más páginas, intentando desenmascarar los ardides e intrincados devaneos, los enigmas y exhibiciones que ejecutaban con los naipes u otros juegos de azar, adivinanzas o premoniciones, cuestionarios del Trivium, compilaciones de poemas de amor a la reina y damas cortesanas, o ensamblajes de hábiles trabalenguas o pasa palabras, remedando los programas de la radio o televisión de nuestros días.
    En otros momentos de las ávidas y diletantes lecturas, el influjo libresco no fenecía en esas perdidas sendas, sino que se expandía por todas las orillas de los ríos como la pólvora, por las neuronas del cerebro, y se sentía inmerso en las refriegas y referencias de la narración, viéndose empujado a empuñar los dicterios más exacerbados, caballerescos o anodinos, abundando en las prestidigitaciones y simulacros que se urdían entre líneas en aquellos mamotretos –si es que se podía catalogar de esa guisa-, y se iba desvelando cómo peroraban entre sí sobre los asuntos más estrafalarios u otras cuestiones divinas y humanas para cubrir el expediente, y testificar (acorde con la etimología y el ritual romano, cogiéndose los dídimos y apostar con ellos en las manos sobre el apoyo al plan propuesto) por sus emanaciones y  comportamiento, la belicosa aura identitaria de todos estos señores de la guerra, descubriendo los subterfugios más ocultos, las corazonadas, y cómo apostaban para purgarse de sus pantagruélicas comilonas, y jugarse a la ruleta la honra, la hacienda, los vellones, los maravedíes o las doblas de oro, y llegado el caso, lo mismo montaban en cólera que una guerra en toda regla sin escrúpulos, invadiendo los territorios menos procaces y aconsejables, como las legendarias Cruzadas con Ricardo Corazón de León contra el sultán Saladino, con todas las huestes al frente, en estado de revista, y los instruían al pie de la letra y de las bestias, bebiendo como cosacos en un cuenco en la bodega del castillo, si bien, cuestión muy importante, haciendo hincapié en que fuese rentable para su bolsillo, para su andorga, de modo que aportase sustanciosos quilates de materia prima como contrapartida, como acaece en las guerras del siglo veintiuno, usurpando brillantes minas o yacimientos de oro negro o rubio o lo que se tercie, o bien por motivos estratégicos, llegando a la fruición, a relamerse los labios como si degustasen un delicatessen, tales como caviar, salmón, una tarta al güisqui o rojas cerezas del valle del Jerte, acariciándolo todo en sus redes, apropiándose de lo más saneado de los jardines de Oriente o de África, habiendo hecho su agosto, y regresando con el paso cambiado, tarareando canciones de guerra, y con las alforjas llenas, efectuando posteriormente el reparto, tratando de contentar a unos y a otros, pero al no haber entendimiento ni consenso, se hacía a tiro limpio, como mandan los cánones mafiosos, y dado que la ambición no tiene límites, estallaba una guerra sin tregua entre ellos, la más cruel y descarnada si cabe de las guerras, apontocados en sus singulares garitos, como fieras rabiosas, lidiándose los más truculentos torneos o tiros por la espalda..
    El amor propio de los caballeros de la guerra era de tal magnitud que no podían por menos de poner en práctica las enseñanzas aprendidas en los vetustos castillos, la endiablada lucha tatuada en los genes y en las sienes, y según olfateaban los aromas de tan raras componendas, optaban por los territorios a invadir. Dicho y hecho.
       Después de múltiples elucubraciones y lecturas sin cuento, y no encontrando otra salida más conciliadora con la vida moderna, hecho un mar de dudas y metido en un túnel de tinieblas y misteriosos torbellinos, cerrando el mamotreto, Graciano murmuró, apaga y vámonos, y cambiando de aires, dejando caballos, espada y casa, puso los pies en polvorosa, en busca de una vida mejor.