-¡Loca, que viene la loca!, -vociferaban los chavales con la boca desencajada
al ver pasar a Agripina, toda pletórica y autosuficiente, cual cariátide
griega, musitando misteriosos secretos, alguna rara felonía como, vengo en
estos instantes de tierras remotas, de allende los mares y las montañas, de la
conquista de Flandes, de aquellos lugares tan legendarios.
-¡Mirad por donde viene, oíd sus palabras!, –tronaban las gargantas rotas.
-Sí,
lo hice yo sola, sin ayuda de nadie, a pulso, bordando encaje noche y día, al
igual que Sherezade se explayaba con el hilo de los cuentos de las mil y una
noches. Por mis manos han ido pasando los hilos de ingeniosos encajes de
manteles y sábana s que allí se
confeccionan desde tiempos inmemoriales, vendiéndose luego en las más
prestigiosas tiendas del orbe.
- ¡No os la
perdáis, es la loca!, -porfiaban furiosos los mozalbetes disparando con las
hondas.
-No
soy la que se imaginan, una chiflada, rumbo a la deriva, no, gracias a dios me
siento tranquila y feliz, vivo la vida haciendo lo que me gusta, y no pienso
dar más explicaciones.
Ocurría que por aquel entonces, aún no habían sido instalados en el vetusto
poblado el alcantarillado, los darros, ni la conducción de aguas, de modo que casi se vivía en la Edad Media o en el Neolítico (la agricultura
empezaba a despuntar con el aporte de la nueva piedra pulimentada), por lo que
las necesidades básicas, tanto sanitarias, alimentarias, como higiénicas,
brillaban por su ausencia; por ello el aseo personal, la colada o la limpieza
de viviendas dejaba mucho que
desear. No se conseguía que nada brillase como los chorros del oro,
tal y
como era su deseo para ser la
envidia de los vecinos. ¡Cuán lejos del brillo que normalmente brota hoy día en
los cimientos y fachadas de edificios y rascacielos, otorgándoles más
firmeza y confianza si cabe a la vida!
Por
ende, Agripina era depositaria de un rico currículo, debido sobre todo a las
dificultades económicas por las que atravesaba. En un principio, en su
juventud, tuvo que apechugar con los quehaceres domésticos, como el lavado de ropa en el río, que ella pergeñaba a la perfección,
cumpliendo con la parafernalia al uso. Al rebujo del agua surgió aquel
diminuto núcleo urbano, igual que en
tantas otras circunscripciones, viniendo
a ser la salvación de los esforzados habitantes diseminados por aquellos
oteros y majadas.
Habría que haber visto las
innumerables arrobas de ropa que acarrearían a hombros todas las agripinas al
cabo de los años por las movedizas arenas del riachuelo, que no darían abasto a
tantas labores en la infatigable fábrica de felices alumbramientos, no dándose
en tan trabajosas actividades un respiro
ni en invierno, aherrojados en los
fríos inmisericordes, ni en verano, a plena canícula, donde los cuerpos se
entumecen o jadean en la asfixiante sauna cuando la temperatura se dispara
hasta límites extemporáneos, acaeciendo un sinnúmero de contrariedades, y
sin la presencia de un apreciado pecio que reconforte, como el gordo de navidad
por ejemplo, o que los frutos del campo estuviesen por las nubes, y no por los
suelos cual fruta malherida caída por la acción de los agentes climáticos. Sin embargo, el volumen de los
ingresos no importaba, no influía en la facturación de fin de mes, pues no se
echaban cuentas con el erario doméstico:
cuando escaseaba la semilla del pan y el arroz, se suplía con creces con lo
otro, el semen de la siembra vital, y compensaban raudos las cuentas, los
desequilibrios no lucrativos sino emocionales, que en la vida tantas lágrimas
vierten, y nunca se sabe qué sobra, qué falta o cuál sea la
mesura, aunque la máxima latina lo propale a los moradores de la tierra, pero,
allá ellos que aquí
penarían con sus dicterios y aforismos, Primum
vívere, deinde philosophare.
Agripina, como tantas mujeres, emigró tan pronto como pudo buscando paraísos,
una existencia más próspera, unas aguas más dóciles, y una realización según sus principios e ideales. En muchos casos,
impulsada quizá por el temor del varón de turno, que apuntaba al pecho o al
desmadre más absoluto, forzándola a ser harto prolífica, trayendo a este mundo vidas sin cuento, hasta el
punto de poder reunir un coro, o montar una mansión de huéspedes, que no había forma de que se entrelazasen
los intereses y la ternura entre sí en aquel intrincado maremagno. El trajín se masticaba con fruición en la
suma de súbitos sobresaltos y denigrantes penurias, que se iban
apilando en una pira sin saber cuándo o cómo estallarían, anegada como era la convivencia de
incertidumbres y vitalicias inquietudes. Todo ello nutría las despensas de las
ocupaciones familiares, y parecía que se compinchaban a la par para que todo
saliese redondo, y se proyectase
sobre sus cuerpos y cerebros, destilando abatidos amaneceres. Sus dominios eran tan extensos que en
ellos nunca llegaba a ponerse el sol.
Después de las heroicidades de Flandes, y palpando lo cotidiano, hay que
reconocer que la memoria no era la perla más cultivada por Agripina en sus idas
y venidas por esos mundos o en el interior de la propia casa, pues era la
pesadilla que le golpeaba cada mañana
por pasillos y esquinas de lo cuartos, sin
dar en el blanco, buscando zapatillas, llaves, monedero o la apresurada
nota de los asuntos más urgentes.
No
obstante quien tuvo, retuvo. Y había vocablos que caían en la
cesta de su memoria cuando hacía la compra que le venían como anillo al dedo, y
daba gusto ver cómo ensortijaba aquellas expresiones o fachendas tan
apetitosas, así, por ejemplo, la voz soldado,
de soldada, lo que se cobraba por la jornada de trabajo, el curro –suponía-, lo
guardaba en un rinconcito del cerebelo y lo celebraba con ruidosas algaradas,
con especial cariño, sin saber el porqué, y le brotaban en la cabeza batallitas
y batallas como la del Salado nada menos, acaso para dar sabor al guiso de la
vida, que no se explicaba los intrínsecos meandros de tales emana ciones, el verdadero venero que abrevaba todo
aquel carrusel de superchería, si es que se puede denominar así, que
asomaba por las vertientes de sus sienes. Pero ahí sí crecía la enjundia, las
fibras de reminiscencia al por mayor como cuando recitaba la lista de reyes
godos, y cerrando los ojos susurraba, Sisebuto, Kindasvinto, Recesvinto,
Recaredo, Swínthila, Wamba, Witiza, Walia, Teodorico, Alarico, Rodrigo, etc., que le fluían desde las cumbres de su
discernimiento hasta la desembocadura de su boca como las aguas que van río
abajo por el desfiladero sin ninguna cortapisa.
Porque lo sabía a todas luces y lo tenía más que demostrado, de cuando ella
bajaba al río a hacer la colada, que el agua es incolora, inodora e insípida. Por lo tanto, no cuadraba
encerrarla en unos parámetros dislocados, que por sí solos se desmoronan
y se desdicen de sí mismos. Así que de loca, nada de nada. Aunque en su fuero
interno manufacturara cuentas que sabía a ciencia cierta que no se
correspondían con la realidad, cometiera desfalcos o contrabando, robara la cartera de las emociones o
del ego, construyera o derribara tabiques que se precisan para
protegerse de los fríos, los fríos que más queman el trato humano.
Tal
vez pensaba que había habido un golpe de mar de gran envergadura en época
prehistórica, y se inundaron los ríos de agua salada por algún sobresalto
marino, impulsado por animales gigantescos que, de repente, hubiesen surgido en
la oscuridad de los tiempos reventando el lecho del caudal.
No
obstante, Agripina se deslizaba con furia por los terraplenes más huraños,
haciéndose fotos instantáneas y con su pelo un rodete de película, los hálitos
envidiables de Hollivood los días pares;
en cambio, los impares pasaba de largo, y salía a la calle sin peinar,
prácticamente con la ropa de andar por casa. En la casa era un misterio, nadie
sabía cómo iba a gastárselas, ya
que, dentro del grado positivo de locuacidad por locura, venía de vuelta de casi
todo, o a lo mejor algo traspuesta por haber atravesado las montañas hasta los
Países Bajos. Nadie sabía si se
identificaría con la nomenclatura de la voz vesania,
y todo ello en un abigarrado desfile de concomitancias semánticas que se
pueden desgrana r, verbigracia,
enajenamiento, demencia, delirio, insania, enajenación, excitación, y con
la venia de usía, dar la bienvenida a la familia de los vesanios picapiedra,
los locos de la farándula, los cómicos de remate, los artistas irreverentes,
los saltimbanquis furibundos, por proseguir en la brecha manteniéndose en liza, o si
con la tiza rubricaría las pautas de
vida hilvana ndo
fulgurantes destellos de luz.
Viva
la vesania que venera la vida, que ama a las criaturas, porque amar es una
locura, sobre todo, si se ama con un amor loco.
En el
fondo del meollo, en este mundo sinsentido en el que nos movemos, si
descascarillamos la vesania y nos quedamos con el núcleo, todo nos remite a la
esencia de la racionalidad, es decir, a la cordura más sana , centrada
y loca de la existencia.
Hurra
por Agripina que, con sus delirantes tirabuzones y rodetes, se ríe de los
gabachos (y de todo bicho viviente) que pululan por doquier, por Flandes o por
los torreones de las tacitas de plata que se desparraman por la inmensidad de
los continentes.