sábado, 29 de junio de 2013

El canasto de frutas









                                       

   En éstas y otras indagatorias consideraciones andaba el mensajero, mientras deambulaba de un lado a otro por aquellos labrantíos masticando chicle, inquietudes, empeñado en desempolvar el paradero de un personaje, que le despertaba el mayor interés.
   Husmeaba, como perro hambriento, por los rincones más cenizosos y enrarecidos, arrimándose a los puntos que presentía más calientes, aunque, a decir verdad, no las tenía todas consigo, dado que las raíces se difuminaban en una espesa niebla, causando no pocos sofocos o raras erupciones en los ojos, con visos de ceguera o intriga perturbadora, ya que a malas penas lo reconocía, tras el fugaz saludo hacía un tiempo por aquellos parajes guajareños.
   Y transitando por tales derroteros el mensajero, se le apilaban en la memoria no pocos rotos y descosidos, historias interminables, abundantes evocaciones difíciles de aquilatar. Por otra parte, era harto complejo el intento de búsqueda, ya que llevaba las alforjas medio vacías, aunque dispusiera de unas briznas de biografía del personaje, que guardaba como oro en paño. Todo ello lo situaba entre la espada y la pared, y hacía múltiples cábalas, volviéndose más áspera si cabe la travesía, al recelar de los propios pasos, del arrojo, por el hecho de no haber descubierto a estas alturas de la historia unas pesquisas más claras y convincentes, pero, a pesar de todos los pesares, persistía en la idea.
   A veces se sentía importante, al parangonar en su interior los menesteres que llevaba a cabo con los avatares del cartero de Neruda, caminando por los escabrosos pedregales y húmedas areniscas de isla Negra, portando en la valija ardientes misivas e innumerables mensajes para el prestigioso poeta.
   Se apoyaba el mensajero en cualquier pelusa que atisbara en los senderos, en los quicios de los pensares, en los esquejes que hervían en el ambiente, y habían ido brotando sobre el terreno que pisaba junto a la vivienda, que se alzaba ufana y solitaria, cerrada a cal y canto aquel día, y bebía aquí y allá, en las frágiles fuentes de los oasis del desierto en que se movía, volviéndose tarumba ante el frenesí de develar el lugar de procedencia, i. e., Sudamérica (Perú), Europa (Alemania), España (Los Guájares)…y de esa suerte, a la chita callando, golpe a golpe, peldaño a peldaño, destello a destello, iba armando el puzzle, avanzando unas veces, retrocediendo otras, por el desfiladero del desengaño, los balates de la vega o los caprichos del azar, pero comulgaba con el dicho, el que la sigue la consigue, y al igual que el humo delata el fuego, unos inesperados chispazos le dibujaron una panorámica de esperanza, aliviando el picor de las lombrices, las lumbalgias del alma y los sinsabores que lo saboteaban.
   Más adelante, al contemplar el bucólico cuadro diseñado en torno a la casa, exhalando beldades, coraje y parsimonia, al girar de súbito el cuerpo el mensajero, se turbó, perdiendo el equilibrio, y llevándose un gran susto al pisar un bicho que se movía, pareciendo una culebra o alacrán, y resultó ser la panza de una esquelética lagartija boca arriba, que posiblemente había resbalado de lo alto del muro de la era, y a renglón seguido, cual raudo relámpago, se hizo la luz, se abrió el telón del escenario, rozando con las yemas de los dedos las estelas del protagonista, frotándose las manos el mesnjasero, más contento que un niño con zapatos nuevos, dando por hecho que se le abrían las puertas de par en par, semejando como si entre tantos nubarrones, dimes y diretes, divisara una lucecita al final del túnel, y cual otro intrépido Rodrigo de Triana gritó con todas las energías, “¡tierra a la vista!”.
   Un buen día, el personaje había decidido instalarse en aquella villa guajareña, y lo hizo con todas las de la ley, porque le cautivaron su gente y la feracidad de la tierra, siendo hoy uno más del pueblo, pagando los tributos, abasteciéndose de los productos en los supermercados, realizando las faenas agrícolas o cursos de perfeccionamiento, pero al mensajero se le hacía todo muy cuesta arriba, sobre todo por la cuesta de la Hoya, y se le nublaban o desaparecían, como el río Guadiana, las facciones del personaje, que quería evocar a toda costa, y que entreveraba como fuertes y pronunciadas, los ojos vivos y despedían reflejos de valentía, arrojo y sinceridad.
   El mensajero, impulsado por imperiosos arrebatos, perseveraba en su busca, acaso por apuntarse un tanto ante sí o ante el mundo, al catalogarlo como un acto fuera de lo común, un tanto altruista o quijotesco, obsequiando al nuevo vecino del pueblo que le vio nacer, y deseaba agasajarlo, sacarle provecho al  advenimiento, tal vez por estrechar lazos de amistad, que nunca están de más, y saciar sus inquietudes culturales, brindando por un futuro más próspero, ya que le pellizcaba un prurito con furia en el interior, llevando a la sazón en el pico un excelente acicate, unos buenos augurios.
   La morada del personaje se hallaba enclavada sobre la cresta de unos acantilados, acaso como réplica de los rebeldes precipicios peruanos, por lo que disponía de los oportunos quitamiedos en la balconada, ahuyentando los posibles temores o vértigos. Allí se respiraba una atmósfera diferente, unas fragancias embriagadoras, y olía a pan tierno, a miel silvestre, a pan de higo y cateto recién salido del horno, que seducían a los  paladares más exigentes.
   En los tiernos brotes de las plantas se palpaba el mimo con que las cultivaba,  y se escuchaban los trinos de los pájaros y el sensible vuelo de las mariposas, ajenos al mundanal ruido, en un estado casi beatífico, de micro clima único, dando fe de la prosopografía y la etopeya que configuraban el retrato del protagonista.
   Los exuberantes árboles frutales semejaban trofeos, conquistas de juventud, eran decoro y orgullo de la tierra, de su segunda o tercera patria, vaya usted a saber, mostrando al mensajero bocados de cielo, de exquisito boato, telúricas vibraciones, y no cejando en su afán, ponía cerco a los pálpitos del huerto, columbrando de pronto, entre los troncos de leña apilados junto a la blanca pared y frente a la casa, algo sorprendente, que relucía como los chorros del oro, provocando no poco asombro, y era un espacioso y afrodisíaco canasto repleto de frutas, limones, papayas, mangos, uvas, guayabas y manzanas. Eureka, masculló el mensajero, lo encontré.
   Allí dormían a pierna suelta las lúbricas piezas, silentes, como desperezándose de un largo recorrido o letargo, esperando la voz de su amo, y entonces el mensajero pensó, no hay la menor duda, aquí hierve la vida, se urden las aventuras más crujientes, éste es el sitio del personaje por antonomasia, porque eran rostros verídicos, rastros fidedignos, y no debía andar lejos, pues la brisa le besaba la sien, y se tentaba su aliento y las cósmicas quimeras que acuñaba, oriundas todas ellas de allende los mares o de la vieja Europa, y que flotaban en un mar de creencias y esencias de los ancestros, de hierbas (Verbena común, Hierba de todos los males, Hierba de los hechiceros, Hierba sagrada y Hierba de la sangre) curalotodo, de hondo calado, ornadas con vivificantes sortilegios, sentidas reminiscencias, en una vorágine de concordia, coherencia y calma chicha.
   El mensajero llevaba un encargo muy especial, haciendo juego con los colores de su bandera vital, de los ideales creativos del personaje, un ejemplar de la revista Voces, impregnada de frescas gotas de rocío de la Asociación Cultural de igual nombre, que a buen seguro deglutiría con fruición tan pronto como cayese en sus manos, y le vendría como agua de mayo, reportando amenas y placenteras vivencias.
   Se trataba del descubrimiento de una nueva asociación cultural, que llamaba a su puerta, y se mueve por los rincones del arte creativo, aquello por lo que tanto había suspirado él. Al lanzar la revista el mensajero por los aires, desde lo alto del muro de la era, sobre el canasto de frutas, los poemas bailaban una melodía, remedando los sones de violines en un concierto, y danzaban al viento ante los expectantes bancales y las fértiles campiñas, y se incrustaron en la piel del protagonista, y en las entrañas de la villa elegida, Guájar-Fondón, como si se escenificasen en una pieza teatral los abismos o ensoñaciones del género humano o de la tragedia clásica, reflejándose en las aguas del río de la Toba y en el mundillo literario de la revista con voz propia.
   La revista Voces, se va propalando paulatinamente por las más lejanas y dispares geografías del globo, y se siente feliz por ello, aunque el mensajero aún no haya estrechado la mano del protagonista por segunda vez, ni rubricado el son del ADN por aquellos hatajos y escarpados barrancos, de ruidoso silencio, a veces roto por las esquilas de las ovejas o la yunta de mulos arando en la loma, o el discurrir del agua por la acequia, o la voz de un vecino llamando a fulanito o zutanito desde la otra orilla del río de la Toba, mientras recolecta el preciado fruto de la parcela.
   Y al cabo de unas cuantas alboradas, amaneciendo más temprano quizá que de costumbre la mañana, casi de improviso, llegó raudo el día del feliz encuentro, y como si lo estuviesen esperando con un ramo de flores y la banda de música, apretando los dientes y cerrando los ojos, puso rumbo a la tertulia almuñequera, subiendo los peldaños de la Casa de la Cultura con calma, expecatante y sigiloso, el protagonista, el paisano y amigo, G/V, pisando por vez primera la alfombra roja de la libertad, de la tertulia sexitana.
   Una estatuilla, se está labrando en su honor  por los orfebres de los Óscar, a fin de entregársela en la eclosión de la próxima primavera.
 

sábado, 22 de junio de 2013

Unas conversaciones escatológicas







                                 

  La propuesta de llevar a la palestra unas conversaciones escatológicas aquella noche, disertando sobre la teología de las postrimerías del hombre y el fin del mundo, o de los excrementos y suciedades, le produjo sonrojo y no pocos resquemores y suspicacias, introduciéndolo en los más endiablados charcos, tanto intelectivos como somáticos, forzándolo a hurgar, primero en la cáscara, para no mancharse mucho, y luego por dentro, en el corazón de los principios, aunque con un protector, pues quería a toda costa obviarlo, debido a las nerviosas cosquillas y escalofríos que le entraban cada vez que lo probaba, sumergiéndole en un océano de desazones.
   La propuesta no podía ser un brindis al sol, una broma de buen o mal gusto entre amigos en una reunión cualquiera en cualquier parte, no podían ir por ahí los tiros de aquellas noches parlamentarias, sino que se trataba más bien de, con el mismo compás del baile, tocar otros palos, las quintaesencias del término en cuestión, pero con cierta frescura y sutileza, no zozobrando a los primeros oleajes, ni dibujar el primer parapente que cayera en la playa, sin más guiños o requisitos que los buenas maneras.
   En múltiples ocasiones, el espíritu aventurero le había traicionado miserablemente pidiéndole más, viajar a su libre albedrío por los lugares más recónditos, y sustraerse de los malandrines o malentendidos del esnobismo que circulaban por los mentideros, prefiriendo avanzar por rutas sugerentes pero seguras, atravesando a la otra orilla de los entes, como a través del espejo, descifrando el núcleo de las cosas por las últimas causas, por muy estrambótico que pareciese, y a renglón seguido desbrozar los puntos neurálgicos que les conciernen, las capacidades, las ligerezas, los avatares intestinales, el teorema de Euclides o los aromas que se cuelan por tales coyunturas tan ambiguas, puesto que en semejantes componendas es donde más brilla el ingenio, y se lo juega uno alegremente todo a una carta o a la ruleta, al menor descuido.
   La cuestión palpitante discurría por vericuetos un tanto trasnochados, por lo que cabía cuestionarse todo, o preguntarse si habría vida, extractos o excrementos más allá de lo que la mente humana conjetura o vislumbra el ojo del gran hermano. Así, por ejemplo, al apostarse en la orilla de un caudaloso río, a buen seguro que se avistará, en el fluir de las aguas, los verdes árboles arrancados de cuajo arrastrados por la crecida, o tal vez secos troncos hendidos por el rayo, junto a cabras, jabalíes, aves de corral o algún indefenso zorro con enseres de labranza o bibelotes de los ancestros, así como los secretos de las gentes, los rumores de la trastienda de los poblados que lo circundan, o lo que se urde en la sacristía de los altares, pócimas, represalias, elixires, muertes misteriosas o rearmes de tribus rivales con alevosas incursiones.
   Aunque la vida esté plagada de múltiples interrogantes, no obstante, de vez en cuando, se vislumbra un no sé qué ilusionante asomando por el horizonte, una mariposa, un gorrión, una gaviota volando sobre el azul del mar o acariciados sueños, que mueven montañas, que achuchan e impelen a movernos, a ir al curro, a mojarnos, y en semejantes instantáneas nos desangramos, intentando horadar los muros que bloquean los pasadizos. Por consiguiente, no queda más remedio que arrimar el hombro, y remontar el vuelo, aunque esté diluviando en nuestro interior, y dilucidar  los fangos en los que nos hemos metido, o los litigios pendientes entre los arcanos de la ciencia y la religión, la génesis, la metamorfosis, la reencarnación, la simbiosis o el porqué del accidente y la sustancia, y poder, de esa suerte, lucir las mejores galas en el convite de tales conversaciones, arribando a buen puerto, al ansiado Eureka del conocimiento de las esencias, zambulléndose en las aguas calmas de las definiciones y las sabias doctrinas o tesis del Neoplatonismo o amor platónico -cuantos amores hundidos en las ardientes aguas del cine de barrio-, el Aristotelismo o las enseñanzas paseando por los jardines del liceo, o las últimas bocanadas del Sofismo, en donde el dialéctico Gorgias ( *de quien se relata el sello escatológico de que, durante el sepelio de la madre, al escucharse un llanto lastimero dentro del féretro y abrirlo, apareció el recién nacido), que, argumentando con contundentes sofismas, demostraba, en un discurrir lúdico, lo falso como verdadero.
   Por ende, se precisa deslindar las parcelas, los enrevesados postulados, marcando hitos, límites, y emulando a los animales, rociar el terreno con orines u otros aditivos para entenderse mejor entre sí, pues a fin de cuentas se complementan, de modo que lo primero va con lo segundo o a la inversa, en el sentido de que tienen en su haber lo más saneado, siendo lo que son por el sustento y la evacuación, tanto material como inmaterial, al leer, masticar, orinar, beber, escribir, transpirar, pensar, tragar o deponer, y todo ello conforma una mescolanza, un híbrido, que se va incrustando en los telares cerebrales y en los respectivos compartimentos corpóreos, el vientre, la psique, los tejidos, los quejidos o los dulces arrumacos, haga calor o frío o zumbe el cierzo, dando lo mismo vivir en Bilbao, Cochinchina, Nerja o Almuñécar, de modo que cada neurona, cada intelecto o esencia difieren de los demás por su idiosincrasia, tanto en lo noético como en lo excrementicio, según el peculiar sentir o el discurrir aprendido en el desarrollo de la persona, las reverberaciones de los silogismos o la calidad del pesebre en que se abreve, el tarareo de la canción preferida bajo la lluvia o el cambio de agua al canario, o hacer de su capa un sayo o de cuerpo en el retrete rumbo a lo desconocido.
   Se puede sostener, sin miedo a meter la gamba, que al esqueleto escatológico le ocurre como al perro flaco, que todo se le vuelve pulgas. Estos cuerpecitos marcados por la precariedad más extrema, son víctimas de intrusos sabuesos, que se ceban con ellos lo mismo en un día claro, que  en una cruda mañana de tormenta.
   Los surtidos escatológicos precisan del perejil, ya que, después de los puntuales hervores, puede que no lleguen al punto álgido, y caduquen de súbito al despuntar el alba o a la vuelta de la esquina, y ocurra que no conviertan los conceptos en categorías universales, hasta el punto de caer en un determinismo per se ramplón, o resulte inconclusa la despedida de los detritus por serias astricciones, o se disparen, cual rayos y centellas, generando una diáspora o distanciamiento entre causa y efecto, como acaece en los más suntuosos palacios entre nobles y plebeyos, o en la urdimbre del léxico, con el prefijo griego meta –más allá de-, intentando llegar a la meta o más allá de ella, de los semas, de los somas, de lo que somos en realidad, o de raras voces y disciplinas construidas con tal prefijo, metafísica, metalingüística, metatarso, metástasis, metátesis (croqueta por coqureta), o el metamorfismo o viaje a ninguna parte del bolo alimenticio por el excusado, mezclándose en la corriente, en el crisol de la consciencia y el discernimiento, con los principios y los terminales, a fin de dar corpulencia y tono a la vida, aunque en el fondo nos conformemos con lo masticado, lo adocenado, yendo a ras de tierra, sin desplegar las alas que alientan el vuelo, y dar a la caza alcance, subiéndonos a las barbas de los nombres y las cosas, los saberes y las acepciones, que trotan por las autopistas del cielo y del intelecto humano.
   Y así, nos topamos con la piedra filosofal de los alquimistas, cuyos objetivos primordiales eran tres. Por un lado, la transformación de los metales innobles en metales preciosos. Por otro, crear una sustancia que fuese capaz de curar todas las enfermedades. Y finalmente, descubrir el elixir de la inmortalidad. Todo se resumía en la búsqueda de la piedra filosofal, considerada como la única sustancia capaz de lograr la trasmutación, la panacea universal y la inmortalidad.
    Por lo tanto, en el universo de las conversaciones escatológicas donde nos hallamos, lo bueno será practicar un deporte, mental o físico, o mejor  los dos, reflexionando y trotando por playas e idearios, y la res escatológica se encargará del resto, limando asperezas y manteniendo a raya los exabruptos vomitivos, rubricando la sincronía de la ontología con la corporeidad en un acorde cósmico.