jueves, 21 de noviembre de 2013

Era una noche sin luna










            
                                  

   Le venía desde la infancia esa adicción a lo esotérico, a los mares de la luna, a lo ceniciento y sepulcral.
   Coleccionaba esqueletos de todo tipo, desde los más horripilantes insectos hasta los más arcaicos embalsamientos de la antigüedad, abasteciéndose de animales de toda especie y condición, sintiendo debilidad por los más extravagantes y díscolos hasta llegar al reino de los simios, de los humanos, donde no se inhibía ni se andaba por las ramas, y se volvía loco engullendo teorías y más teorías y sutilezas para reubicar en su habitáculo los distintos restos que iban cayendo en sus redes, los rústicos, los vocingleros o los más carroñeros tenían cabida en sus carpetas, álbumes y vitrinas, recibiendo soplos de vida, y cuidadosamente iba colocando esas osamentas en andamiajes destartalados, recreándose en ellos y disfrutando cual niño que juega en la playa con el  cubo y la pala, esquivando los lametones en los pies de la blanca espuma de las olas, y se movía como el rabo vivo de una lagartija, sólo que él lo ejecutaba en su espaciosa habitación, distribuyéndolos en pequeñas celdas o cajas que había ido confeccionando a lo largo del tiempo para sacarle el máximo compromiso y bondades a aquellos bichos osificados, disecándolos pacientemente, extrayendo las entrañas a unos a machamartillo, o esculpiendo huesos roídos por la erosión o la antropofagia a otros, arribando poco a poco a las enzimas y jugo gástrico del género humano.
   Unas veces guardaba las cenizas de los extintos en trasparentes urnas, y otras se entregaba a la tarea de enderezar corcovas, jorobas, reconstruyendo la estructura con pelos y señales, cercenando y configurando iconos y figuras a través de variadas batidas por los más intrincados vericuetos, sobre todo en el campo de batalla después de la encarnizada avanzadilla del ejército enemigo, siendo en esos momentos y en ese terreno donde más se solazaba, encontrando sustancioso material de los muertos que, uno tras otro, iban cayendo fulminados por las ráfagas de las ametralladoras y la explosión de los obuses contrarios.
   En tales coyunturas solía hacer su agosto, metido como estaba en plena faena acaparadora, aunque a veces se veía envuelto el aliento por los tentáculos de fuertes nevadas, con unas temperaturas extremas, y en tales trances y maniobras de miembros, se dislocaba recogiendo y almacenando restos humanos esparcidos por aquellos campos, ahora desiertos, desolados y sangrantes, pero con la ventaja de que en ese escenario nadie le iba a poner un pero, o a reclamar el amor de su vida o que alguien yaciera en tierra con el corazón partío por las balas, y depositaba los restos en las respectivas bolsas que a la sazón llevaba, esforzándose al máximo, y lo realizaba con el mayor sigilo a fin de no ser pillado in fraganti en tan peculiares afanes, ejerciendo de improvisado sepulturero, o mejor dicho, de disecador o diseñador de almas, pero siguiendo un ritual meticulosamente pergeñado para tal fin.
   Con idea de que la labor de los aderezos de las momias y los levantamientos de futuros huesos y bustos fueran tomando cuerpo y conformándose con mesura a través de las distintas piezas, la cabeza (lo más importante en esos menesteres), luego, el tronco y por último, las extremidades, que los iba moldeando con sumo cuidado con objeto de que el día de mañana no se desdijesen de los ancestros por haber padecido abultadas deformaciones en vida, así como de la autenticidad contrastada de cada uno de ellos, y para lograr tan delicada operación, adquirió un manual práctico de disecador de animales, junto con la biblia del cuerpo forense, con el fin de ponerse al día en lo más rudimentario, y luego ahondar en las innovadoras técnicas de la autopsia, con intención de beber en las fuentes de los más eximios orfebres de la taxidermia, logrando en décimas de segundo el óptimo resultado, unos ejemplares dignos del mayor encomio, mostrando una exquisitez asombrosa, que ni los más diestros en lides tan sutiles podrían haber elucubrado, llegando a conseguir una más que aceptable fisonomía, auténticas filigranas, tanto en la compostura como en la  caracterización pormenorizada de sus hechuras, dejando por los suelos no sólo a los más sesudos disecadores de momias egipcias, sino a los arúspices y especializados científicos del ramo que han pululado por el globo terráqueo. 
   En ciertas ocasiones se deslizaba parsimonioso por los camposantos para acometer  su cuasi secreta misión, prefiriendo las noches sin luna, buscando la más estricta intimidad por precaución, ya que lo solventaba con su potente linterna casi mágica, que iluminaba a la perfección la presa, el objetivo, enfocando las diferentes partes del finado, cráneo, ojos, estrías, bazo y brazos, que yacían a la intemperie, fuera de los enterramientos correspondientes, abandonados a la buena de dios por los seres queridos con la lápida a sus pies muerta de risa, donde se podía leer, “R.I.P. Tu familia y amigos no te olvidan”, agenciándose una minuciosa recogida de datos, verificando todas las muestras habidas y por haber, y llevándolo a cabo en la oscuridad de la noche para así asegurarse el botín, y de paso no toparse con gente peligrosa o incómoda por el camino, o correr riesgos innecesarios por parte de ciertas almas en pena, que llevadas por la insania del amor, se amamantaran en esas noches sin luna de aquellas ubres, visitando las tumbas de sus amores fallecidos en la flor de la vida y de los sueños más apasionados y delirantes, porque tales amantes, un tanto desequilibrados por la ausencia, serían los que más reparos pondrían por el posible brote de celos a la hora de la sustracción de alguna pieza corporal, verbi gracia, hueso, labio, ojo o lengua del entramado de su entrañable amor, evocando los versos de Quevedo, “polvo serán, mas polvo enamorado”.
   Así que se inclinaba la balanza a su favor, teniéndolo bastante claro, siendo en tales noches cuando más trincaba, y llevado por sus ansias de acopio se sumergía en aquellas raras aguas en pos de la recolección y posterior embalaje de los despojos humanos, sintiendo predilección por estos escuetos espacios por ser más coquetos y reconfortantes, preciosos edenes en muchos casos, atestados de flores de embriagadores aromas que lo extasiaban sobremanera en sus rutinarios movimientos o ejecutando una especie de fugaz razzia, sintiéndose mucho más seguro en estos parajes amurallados que en el campo abierto de batalla, donde los peligros y estragos que corría con los cadáveres dispersos eran mayúsculos, bien por los salteadores de caminos sin escrúpulo, bien por los buscadores de sortijas o dientes de oro, de plata, gargantillas con zafiros u otros valiosos enseres, o bien, perdiendo el equilibrio, podría caer rodando por los desfiladeros de los barrancos, situándose al borde del precipicio, y eso lo quería evitar a toda costa.
   Por otro lado, podía llorar con un ojo, al encontrar algún apilamiento fortuito un tanto desaliñado en algún rincón del cementerio, cientos de huesecillos, cada uno de su padre y de su madre, amontonados, y cuando al caminar se le abría una fosa de repente, entonces respiraba hondo, llegando el aire a los años de la indigencia más extrema por mor de la paz entre los pueblos, al no hallar ni rastro de vestigios humanos en mil leguas a la redonda, porque se imponía la calma chica en el mar del horizonte o por algún armisticio en el último minuto, no habiendo guerras en ese período, provocándole una seria estrechez, una precariedad ósea insostenible y alarmante para un diseñador o disecador como él, con ese desparpajo, talante e idiosincrasia, al faltar nada menos que la materia prima, el oxígeno, la savia que sube y baja por su circuito vital, siendo las matanzas bélicas un surtidor de incalculable valor para sus intereses, al poder darse un festín, una bacanal, algo parecido al reto de Espronceda, cuando plasma en los versos una lluvia escatológica de relámpagos y centellas, de truenos y cuerpos y calaveras flotando en el espacio, y de esa manera se remansa su espíritu en el turbulento oleaje, y en sus veneros líricos manan roncos ríos de poesía romántica, tan propia y típica de su vena poética.
   De esa guisa, en noches sin luna, se paseaba pletórico y feliz por los lugares más genuinamente románticos, edificios en ruinas, vetustos monasterios, paisajes desolados, no desdeñando en absoluto el posible hallazgo de una sirena momificada por el hundimiento de algún Titánic o de la misma Atlántida, no sabiéndose a ciencia cierta por dónde, si por las islas Canarias o las estribaciones de Sierra Nevada o las columnas de Hércules en el estrecho gibraltareño, y tal vez resurgiera la sirena de sus cenizas con todas las beldades, como una hermosa dama con abrigo verde, abigarrada su alma de una pasión amorosa, que anduviese buscando al príncipe azul, y ansiara con frenesí perderse con él en una noche sin luna, atravesando fosas cerradas o abiertas, ríos o mares, sierras o valles, con abrigo o sin él, descalza o con altos tacones, o tal vez cubriéndose con hoja de parra, y montar un chiringuito de amor, alejándose de los vaivenes y excentricidades del mundanal ruido, sepultando en vida la frase, ir con la muerte en los talones, y en ese nido construir una envenenada valla que se burle del verdugo del tiempo, volviendo la espalda a los cíclicos desvaríos naturales, disfrutando de una eterna luna de miel, y, en todo caso, si hubiese algún atisbo de emergencia, por el chisporroteo de ásperos destellos, entretenerse disecando presas de caza, crustáceos, anélidos, zoofitos o mariposas amarillas junto con el néctar libado, guarnecidos en un ardiente recinto infranqueable a los embates malignos, un privilegiado artefacto, digna réplica del arca de Noé.