viernes, 18 de abril de 2014

Por los clavos de Cristo







                                    
   No tuvo al fin más remedio que reconocer las excelencias del teatro, después de la conversación que mantuvo con Eulogio, un conocido del barrio, que se había empeñado en escenificar la salida del armario en mitad de la procesión del Silencio rodeado de cofrades y penitentes al pasar por la calle principal del pueblo, no siéndolo en realidad, como despecho por el desahucio de que había sido objeto en vísperas de Semana Santa, un acontecimiento deplorable a todas luces, pareciendo como si buscaran convertirlo en un santo cristo en vida, preparándolo ya de antemano para una prematura crucifixión reviviendo en su cuerpo sin sabores, persecución y lanzadas, en un humillante recorrido con el desahucio a cuestas por calles, plazas y cuestas del municipio, por lo que en un arranque de lucidez y armándose de valor quiso denunciarlo al mundo, ante las autoridades divinas y humanas, según argüía, teniendo por testigo nada menos que a los santos en sus tronos, a fin de que se enterara todo dios, llevando a la práctica las exhortaciones del refranero, a Dios rogando y con el mazo dando, y de esa guisa salir airoso de la boca del lobo.
   Sin embargo Eulogio no las tenía todas consigo, se sentía mustio, raro, envuelto en un mar de convulso oleaje que brincaba por encima de su estatura a cada paso que daba, sobre todo al pulsar el horizonte, ya que se le apagaban las luces y agolpaban los resquemores e inquietudes, que se iban envalentonando por momentos, tocando con ímpetu los tambores de la desolación a la puerta de sus sentires, desconociendo el alcance de los tentáculos.
   La penuria y precariedad se cernían sobre su vida, y furioso farfullaba onomatopeyas, frases ininteligibles, reflexiones, cuestionándose cómo iba a conciliar el sueño cuando las sombras se apoderen de la ciudad, si era un sin techo, o cómo agenciarse la manutención al verse tirado en  la calle, durmiendo a la intemperie, no atisbando fundadas  esperanzas de que algún día no lejano alguien de cualquier parte del globo terráqueo le contratase.
   Eulogio había urdido la treta de la homosexualidad como coartada, con no poco arrojo, para encubrir el punto candente que le pellizcaba interiormente con insistencia, pues no quería desvelarlo, intentando a toda costa evitar que lo implicaran en el affaire reinante, que le acusaran de ser el culpable del sustento de todos los gatos que pululaban a su libre albedrío por las tapias y balates de huertas y huertos de aquellos parajes del pueblo, lo hacía a sabiendas de que el alcalde había promulgado un bando a bombo y platillo para limpiar la vecindad de tan incómodos huéspedes, promulgando un edicto, “Por orden del señor alcalde, se hace saber a todos los vecinos, que queda terminantemente prohibido alimentar tanto con sustancia líquida como sólida a los gatos que vagabundean por las esquinas, dando una pobre imagen estética, no acorde con las beldades y el rico patrimonio del municipio, bajo penas que van desde trabajos forzados durante una larga temporada en galeras a la inminente expulsión a extramuros del infractor”.
   Los beneficios de los felinos, pensaba Eulogio, eran infinitamente mayores que la insensata labor destructora de los roedores que campaban a sus anchas por doquier en una cantidad inconmensurable, dado que se había constituido últimamente toda una colonia de estos animalejos que circulaban alegremente por los lugares más privilegiados e inverosímiles a cualquier hora del día o de la noche ante el estupor de la gente, repercutiendo directamente en las idas y venidas de  visitantes, guiris y demás amantes del patrimonio artístico y cultural, que recorren sin cesar el entorno urbano. Y no era una arbitrariedad o contrariedad menor este negro borrón ciudadano, porque se daba el caso de que viajeros confiados y sin mucha experiencia, estando descargando el equipaje del taxi o del utilitario se enfrentaban a situaciones bastante lastimosas, pues no era extraño observar a los roedores saltando con suma urgencia por encima de los bártulos, cestos, bolsas con viandas y manjares  o maletines, y los viajeros turbados se apresuraban al calibrar el doble peligro que les acechaba, no sólo el de las terribles ratas, sino también el de los agentes del orden, a fin de no ser multados por estacionar el vehículo para la descarga, porque estaban al quite, quizá en una espantosa y maliciosa rivalidad con los roedores para llevarse la mejor tajada, antes de que los contrarios llegaran con la rebaja.
   Por ende Eulogio, dando cuerpo a sus firmes propósitos, a los dimes y diretes y a sus entendederas, que sin duda eran brillantes y atinadas, se hacía el fuerte, exponiéndose a ser perseguido y encarcelado por las autoridades locales, y porfiaba sin desmayo en su afán por nutrir a todos los gatos de la comarca, sacándoles de la hambruna y todo el lustre posible para contrarrestar la plaga de roedores y otras alimañas que desafiaban a viajeros, monumentos, edificios, turistas y gente de bien que cruzaban por aquellos lugares harto emblemáticos de la ciudad.
   De esa forma aportaba su granito de arena a la humanidad, pensaba, preservando el patrimonio, la seguridad  y la buena decencia en el entorno a todos cuantos discurriesen ávidos de cultura o de otros menesteres por aquellos sitios.
     En días de neblina, de persistente y machacona penumbra, se preguntaba Eulogio si la parábola de los gatos y los roedores tenía alguna validez en la sociedad del siglo veintiuno, si en las altas esferas del poder del mundo mundial no se había instalado un idéntico proceder, donde una casta, una mano negra, invisible pero palpable a los ojos del más ciego de los mortales, urde y maneja con sus insaciables manos roedoras las débiles y sufridas economías horadando cimientos y contaminando conciencias, cuando la clientela, confiada, se duerme en los laureles, como les pasa a los gatos cuando están adormilados reponiendo fuerzas en las encrucijadas, y mientras tanto los roedores, que no duermen, hacen de las suyas, viviendo a salto de mata, a expensas de los demás, saliendo silenciosos, con nocturnidad y alevosía en la clandestinidad, como cualquier gerifalte del establishment, devorando todo cuanto hallan a su paso.

   Por los clavos de Cristo, ¿quién se resiste a alimentar a los pobres  gatos protectores?