sábado, 25 de octubre de 2014

Folio y medio



                                             
   Folio y medio fue, pese al empeño por incrementar las páginas, todo lo que pudo sacar en limpio de su magnánima generosidad. No hay más cera que la que arde –respondió, mascullando palabros-, y a renglón seguido, -agregó taxativo-, los recortes significan reducir y tienen que circular por los más diversos veneros, algo similar a las súbitas ventoleras que se levantan de repente en los recovecos del cosmos, debajo de los árboles o de la falda de Marilyn Monroe, o bien en la bolsa, en la sierra o en nuestras mismas narices, llegando a las raíces del edificio humano hasta tumbarlo, porque tenga usted en cuenta que sería harto cicatero conformarse con menos, achicando agua sólo de tormentas, de sueldos, de sanidad, de educación, de personas dependientes o de enfermedades raras, porque eso no se podría concebir en una galaxia o planeta globalizados, por ende, todos reyes o todos villanos, y punto.
   Y transcurrida la sumarísima reunión salpicada de saliva creativa en las cumbres de la escritura, eso fue todo el botín de la conquista, folio y medio. Menos da una piedra –pensaría-, no sin antes haberse arrastrado una y mil veces por los suelos y los cimientos de la razón besándole los pies a su graciosa majestad, y prometiendo que esta vez no surgirán problemas ni raras historias, que emplearía todo el potencial adecuadamente a fin de que no se vuelvan a repetir en los textos los turbios avatares de antaño, cencerradas nocturnas por calles y plazas porque la pareja rota, toda apresurada, se arrejuntaba al oscurecer en la fría alcoba, o torrentes emocionales o rebeldías escriturarias sobrepasasen el cauce de lo estipulado, portándose como un hombre, siendo un chico cuerdo, altruista y nada pendenciero o rijoso ni travieso, no mirando las piernas de la dama que sube en minifalda por las escaleras, ni apedrear perros callejeros o coger nidos de las copas de los árboles o subirse a las barbas de los mayores o a los almecinos con el canuto en la boca por el puro prurito de disparar, sin haberse cerciorado antes de su estado anímico y el de la rama, ya que podría troncharse y torcer el sino de las personas que pasan por el lugar o el suyo, cavando la propia tumba.
   Y al cabo de las reiteradas acometidas y esperanzados embates, cual mar empecinada en lograr sus legítimos derechos de expansión y autonomía, pues he aquí que no hay nada nuevo bajo el sol. La Constitución lo contempla -gesticula con convicción-. Es la sentencia. Punto y aparte o puntos suspensivos. Folio y medio, eso es todo. ¿Hay quien se atreva a pronunciarlo más alto y claro?   
   En semejantes coyunturas de entrantes, salientes y degustaciones literarias, como la bandeja de canapé en las bodas, en que los balates de la fantasía están a medio levantar entre el follaje del papel, y los bancales andan aún medio perdidos y sin estercolar con el nitrato poético, de pronto, y sin más ambages, se oye la voz, silencio, se rueda, y hay que ponerse el traje de faena a toda prisa con intención de recolectar los prístinos atisbos de la aurora, los mimbres sueltos, los vocablos errabundos, y casarlos con la cesta de las sugerentes y diligentes filigranas y frutos maduros y, ¡hala!, a mover ficha, a encestar en la red semántica, a masticar historias, a desgranar lunas rojas o partir castañas sin darse un respiro o un castañazo por las autopistas de la ficción, sacrificando lo que haga falta, ranas, musarañas, murciélagos sin ébola, ruindades, paraísos, sin olvidar los componentes culinarios restantes, ajos, ojos de lince, perejil, el sístole y diástole del verbo, cebollas dulces, tomates en su salsa, rebanadas de mesura, latidos cordiales, introduciéndolo todo en la olla a presión, y de esa guisa obtener un guiso hecho y derecho, para chuparse los dedos, casi para competir con los demás cocinillas, y servirlo a los comensales de las letras con todas las garantías, en una mesa redonda engalanada con trapisondas, máscaras, ingeniosas escenas, amenos trazos, ternezas, truculencias, rugidos, guiños y multitud de cuentos, bien en el palacio de Versalles, el de la Magdalena  o entre cálidos y estéticos sorbos de café o té en la tetería de toda la vida.
   Por lo tanto sería un gran dislate o acaso un delito de lesa majestad descolgarse con bolígrafo en ristre por los singulares cánones de un Ken Follet escribiendo como un descosido, con las estrictas criterios que laten bajo el título, Folio y medio, toda vez que las endorfinas que lo nutren se descuajaringarían, como higo maduro que cae de la higuera, nada más principiar la urdimbre, al no tener cuerda para mucho rato, tildándolo a uno de mentecato, transgresor, vulgar, beodo, bisoño, saltimbanqui e irresponsable de cabo a rabo, por lo que no cabe otra alternativa, siendo preferible por tanto embelesarse con besos y caricias de microrrelatos made in Monterroso  o Max Aub (“Cuando amaneció, el dinosaurio todavía estaba allí”; o “Lo maté porque era de Vinaroz”) o haikús ( En mitad del charco/ brota toda hermosa/ una rosa) o los dulces abrazos de Eduardo Galeano, que tanta savia creativa inoculan en el cerebro humano  y en la aventura de escribir.
   
  

sábado, 4 de octubre de 2014

Surcos de septiembre










                                              

   EL follaje vital del entorno no propiciaba los futuribles proyectos ni hallaba el dúctil equipaje donde incrustar los diversos pensares, cachivaches y recursos para emprender un vuelo provechoso a alguna parte a la entrada de septiembre. Septiembre se muere, se muere dulcemente, con sus raíces secas, con sus uvas maduras, como decía la canción, y no había más remedio que retornar de alguna manera a los surcos que bullían cual ranas revueltas en las pozas, a los más urgentes tránsitos o cuestiones palpitantes, que en tales calendas acechaban con más ardor si cabe, debiendo enrolarse con premura en los sedientos impulsos del titubeante viento viajero, que lo llevase a uno con inaudita pasión y vivas pulsiones a los más encontrados lugares, sacudiéndose las pesadas horas de las lentas tardes de agosto agobiado por el canto de las chicharras, algún insano moscardón o cualquier otra accidental patraña, y sin más ambages, cual ave errante a la vuelta de la esquina del árbol, anudarse una anilla, camisa, acaso corbata, sandalias o abarcas, los calzones y un pedazo de pan raspado de engañifa para la marcha, con unas pocas y desteñidas monedas en el bolsillo, y, cómo no, la mugrienta y extinta maleta regada con unos ilusionados tragos de arrojo y mirada aventurera prendida en las neuronas con afán de sumergirse en las turbias corrientes del río de los días, dejándose llevar sin paliativos hacia algo soñado, ignoto, rumiando las perspectivas de copioso maná en alguna tierra prometida sin opción de error ni marcha atrás.
   El campo de operaciones se ofrecía abigarrado de incertidumbre y raras divergencias, intrigante y expectante, al encontrarse su estadio sembrado de incontables interrogantes, de vacilantes vertientes en donde verter los suspiros, los esfuerzos, los apretujones vivenciales, procurando asimismo que no manchasen el alma, llevándolo en buena compañía, y que no fueran a la postre baldíos, acallando bocas rotas por las estresadas y continuas demandas, sumándose a sibilinos abrimientos de boca, de forma que los más genuinos resortes y ponderados desvelos diseminados por las lomas, las campiñas y corazones encaminados a tal fin no abocaran a la bancarrota, tornándose estériles, exangües, dado que se multiplicaban los requerimientos y clamores de campos a los que había que atender, v. g. arar, acariciar y satisfacer, trazando en su faz los oportunos caballones o regueros, los propios surcos, bien para el regadío o la recolección de frutos, aventando las parvas estivales en las eras con vientos a favor, o bien acudir al centro de estudios correspondiente a pasar todo un calvario, un sumarísimo ajuste de cuentas, los septembrinos exámenes de recuperación de asignaturas pendientes, como si con la que estaba cayendo fuesen las únicas causas pendientes…
   Los surcos se multiplicaban por doquier, bifurcándose a través de los más insondables meandros y ramificaciones de la existencia, mediante una red de caminos que recorrían los puntos neurálgicos del discurrir humano, tanto si era abrasado por férreas obligaciones o arrastrado por antojos o nobles inclinaciones.
   Por ende, en ese variopinto y hambriento andamiaje de construcciones, unas criaturas se embarcaban rumbo a ubérrimos bancos de peces a hacer las Américas, y otras atravesaban los picachos pirenaicos desembarcando en los verdes países del norte europeo o en puertos galos en pos del ansiado sustento, la conquista de la uva, que les refrescaba la garganta, en un intento por burlar las estrecheces con unos sorbos de vigorizante zumo de vendimia francesa.
   En aquellas insólitas y valientes acometidas se masticaban unas exterminadoras jornadas entre ascéticas cepas que duraban de sol a sol, trascurriendo como bajo una negra carpa cósmica con el lema, camina o revienta, canturreando con voz entrecortada, sin saliva y el corazón en un puño los salvíficos aires patrioteros de Juanito Valderrama, que les sentaba como delicioso tentempié, Adiós España querida, dentro de mi alma te llevo metida, y se agolpaban en las sienes y en las  siembras más entrañables un tupido torbellino de emociones y ecos agujereados, de inquietudes y angustiosas esperas de dulces golosinas, anchas como la mar.
   La abuela, mientras tanto, ya casi ciega, muy cerca del viaje de la barca de Caronte, aguardaba en aquel mundo parado y silente de la aldea escuchando la radio, con un raído rosario en los sarmientos de la mano, pidiendo a la Virgen de las Angustias y a todos los santos por el feliz y pronto retorno de los allegados al redil con la carita ornada de frescas alegrías y recién peinada con las alforjas medio llenas, ansiando enterrar los fríos brotes invernales, suavizando los hervores y hematomas de impotencia, rabia o súbito atropello de enfermedades raras que llamaban a la puerta de la noche a la mañana cebándose con ellos.
   Algunas personas realizaban otros roles, dibujando surcos por vírgenes páginas, por líneas de un porvenir tal vez más próspero y risueño, de aplicado estudio, transitando por enrevesados y doctos renglones de libros gracias al brillante peculio familiar o al titánico esfuerzo y sacrificio personal, que de todo había, compaginándolo con otra actividad para la ineludible manutención, y se resistían los muy sesudos y testarudos volúmenes a que se les acariciarse el indiferente lomo con ternura para libar el néctar de sus flores o aprehender los recónditos secretos de los sabios sabores enquistados en las cochuras de sus entretelas y capítulos, aquellos ocultos mecanismos que dormitaban en sus cuerdas literales, o tentarlos al menos subrepticiamente en una solidaria confraternización; sin embargo sus frases, dictados, puntos y comas se mostraban desafiantes y huraños a la altruista y persistente entrega del colectivo estudiantil, debiendo sacar horas extras de la manga, de donde no había ni tiempo ni un socorrido coscurro que echarle a la boca de la memoria, porque, a causa de la malnutrición endémica, el racionamiento, brillaban por su ausencia los sustanciosos elementos vitamínicos, catalizadores del soporte de vida y energía indispensable para semejantes funciones, el preciado don del fósforo, que según la consciencia popular con tanta exuberancia proliferaba en la raspa del pescado.
   Por otro lado, aparecían los sones de los cencerros de los rebaños y los susurros de abejas que sonaban en los oteros, en los campos por antonomasia, junto a la laboriosa siembra de los labriegos, donde la dura y próvida tierra rugía descompuesta al contacto con los dientes del arado tirado por mulos o bueyes, crujiendo indefensa y pidiendo a gritos agua, abonos y compasión por las agresivas granizadas o locas tormentas, y con la mirada puesta en el horizonte los que tenían posibles se enganchaban a los anhelos, al horizonte que se iba perfilando al unísono de sus ritmos, subiéndose al tren de la vida, y exhalaban rutilantes destellos de superación, sensatez y progreso, inseminando en la urdimbre humana premonitorias simientes de bienestar social a través del sueño de un mundo justo, solícito y más humano.