sábado, 7 de febrero de 2015

La felicidad








Aquel día estaba hecho un tancredo, con aspecto raro y un tanto confuso. Se había olvidado de los bombones que guardaba en el armario, de las claves de la libertad y del poder de las emociones, según dijo, por no agacharse a ras de las cosas por mor de la presión que rugía en su derredor.
Aunque porfiaba una y mil veces mirando al cielo, gesticulando al viento o dándose fuertes golpes de pecho, no alcanzaba el objetivo, resultando todo el esfuerzo a la postre vano, sin visos de reencarnarse en algo útil y apetecible, debido a que siempre que principiaba el anhelado encendido del cigarrillo con idea de desconectar del hipo, la astricción y los traspiés cotidianos una insulsa y fétida brisa chafaba la incipiente llama.
Corría en esas entremedias un viento hosco e impertinente que le golpeaba la cicatriz del ojo izquierdo y el sufrido caminar dejándolo con dos palmos de narices, y sin otro consuelo, ¡qué remedio le quedaba!, que volver a empezar con la ígnea labor porfiando en ello, cogiendo el toro por los cuernos, indagando presuroso cómo conseguirlo o qué dirección tomar, según avanzaba por la acera con el firme propósito de prenderle fuego al pitillo, suspirando a cada paso por el secreto que le sacase del atolladero resolviendo de una vez por todas el rompecabezas de la ignición del cilíndrico aún virgen, que, ajeno al fragor de la batalla, se columpiaba entre sus pajizos dedos.
Al poco de entrar por fin en contacto con el humo del cigarrillo, una vez que se hizo la luz en las hechuras tóxicas, su garganta no cesó de provocar y protestar, rugiendo con el estruendo de un viejo tren de las películas del Oeste. No cabe duda de que algo chirriaba entre las vigas de los bronquios delatándole por las efervescencias que exhalaba desde lo más recóndito, bien por apnea o por extravío de un amor, no llegando a dilucidarse con claridad meridiana los intersticios o prístinos entresijos precisos para concretar un coiné universal acorde al caso, es decir,  a nivel de calle, como no fuesen la madre que lo parió o las madres del vino.
Sin embargo, el azul del cielo del día invitaba a la calma y le había subido los colores y las endorfinas concitando a soñar, a tirarse al variopinto mar de la vida con furia, dejándose llevar por los vericuetos más sugerentes e insospechados, enterrando espinas, como el carnavalesco entierro de la sardina, evocando épocas gloriosas o dorados sembrados de trigo hecho en tiempos mozos, cuando con melómano porte escuchaba o bailaba en guateques, discotecas o verbenas rancheras o canciones de moda tales como, Tengo el corazón contento, el corazón contento y lleno de alegría, o La felicidad, ah, ah, ah, de sentir amor, oh, oh, oh, …  bogando placentero por ríos de dulce y sonriente agua, que le transportaban a unos espacios siderales preñados de exquisitas degustaciones y ensoñados bocados atravesando muros o quebradizas aguas, montañas o valles o sensibles corazones en un derroche de pasión desbocada.
Al cesar las gotas de lluvia que le humedecían la sequedad del alma, pulsaba las teclas de la primavera, unos ritmos rutilantes que renacían de sus cenizas, oteando en el horizonte frescos acordes, tentadores vientos, nuevas músicas que le  pintaban de color rosa la vida.
No obstante, los efluvios del dios Baco, adormilados en su seno, yacían incrustados por un tiempo en los poros de su habitáculo corporal, empezando a dar guerra y gruñir sin miramiento, farfullando entre dientes, a ver cuántos dedos crees que tengo en esta mano, y cuántos en esta otra sin hacer trampas, qué carajo, pues cinco, ¡pardiez!, respondía, si no me engaña el subconsciente. Y más adelante apostillaba, Tururú, borracho yo, tururú… yo quiero estar contento, quiero vivir feliz, así, así, así…
El tablón que llevaba no sabía de horas punta ni bajas ni de otras florituras, de manera que al perder los estribos de la marcha, el contacto con la consciencia experimental, no llegaba a controlar los vaivenes de la llave que abría las puertas de la melodiosa cordura, y se ninguneaba impunemente la función propia de los sentidos, yendo a la deriva por las esquinas y callejones, deslizándose peligrosamente por los terrenos más resbaladizos.
Tras el lento y monótono caminar, con el cigarrillo apagado y mustio entre los dientes, quería reconstruir la vida, revivir los momentos felices de antaño, prendiendo la llama de las veladas más risueñas y estelares de la hoja de ruta, cuando se deleitaba ufano con ardientes entremeses y endiablados labios y baladas que sabían a beso y sonaban o paseaban por solariegos cafés o tablados del esplendor en la hierba.  
Entre tanto las energías del universo aguardaban en la ventana tiempos mejores, esperando que se alejasen los indolentes hervores de la tajada que había ensamblado la última noche entre palillos y tronquillos, chascarrillos y otros mimbres y los más disparatados títeres sobrevenidos en la parranda por la lluvia de uvas pisadas y embotelladas según transitaba por el camino de Swann en busca tal vez de la apreciada magdalena perdida en el tiempo, perdiéndose por los itinerarios más desmañados y extraños del mapamundi vital sin brújula ni plan de vuelo.
Y al crepúsculo musitaba algo que recordaba de cuando estuvo impedido, y si no peleo por ella, por quién si no...