sábado, 24 de diciembre de 2016

Conservación de la naturaleza

                                                                                

                  

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   Los copitos de nieve se columpiaban sobre los campos a las 8 de la mañana, cuando Edmundo todo entusiasta y entregado a la causa se lanzaba como un rayo a acometer el recorrido acostumbrado, pateando los tres y medio o cuatro kilómetros a fin de mantener a raya colesteroles, ictus o lo que se cruzase en el camino, caminando con la cabeza bien alta, escuchando ensimismado las noticias matutinas en el móvil y satisfecho en parte por el deber cumplido, un deber acariciado, nada reglamentario sino esbozado conforme a los pálpitos vitales, como acicate para no perder el tren de la vida.
   No se sabía con certeza si lo transitado merecía la pena, si recibiría parabienes o iba a alguna parte, porque hay sensibilidades y gustos como colores, y a veces caemos nosotros mismos en el cepo, pudiendo alguien mofarse de tales andares, andanzas o sudadas caminatas por caminos perdidos alegando que a fin de cuentas lo mismo da permanecer sentado todo el día que mover las caderas de vez en cuando.
   Y si resulta que va uno arrastrando las piernas todavía peor, o que al andar se le caiga el alma a los pies, en tal caso, ¿de qué sirve tanta parafernalia o sufrido martirio?
   Hay quien apuesta por llevar una vida cómoda, placentera y disfrutar como un enano, rivalizando con el núcleo duro de Epicuro, dejándose de tantas monsergas que no conducen a ningún sitio, toda vez que ya está escrito en la mirada divina el día y la hora del viaje definitivo.
   No obstante, Edmundo decidió hacer el camino como otras veces, y conforme caminaba sintió de sopetón por la espalda no una palmadita amiga sino todo un trueno en los oídos, voces de almas en llamas, algo parecido al eco de ultratumba pero a lo bestia del Dios Padre al dirigirse a Moisés en el monte Sinaí al entregarle las tablas de la ley, ocurriendo todo mientras hacía el camino a la sombra de los pinos, retirado de la vorágine del tráfico que discurría por la carretera nacional, escuchando la radio con los cinco sentidos, como si fuese la clandestina emisora Pirenaica de aquella época tan oscura, abstraído como iba en los intríngulis obsesivos, cuando de súbito recibió el azote vocinglero metiéndole el miedo en el cuerpo.
   No alcanzó a calibrar qué estaría pasando en esos instantes por su entorno, si intento de secuestro, explosión de artefacto o aterrizaje de ovni en su espacio vital preguntando por la estación de servicio más próxima para repostar, quedándose Edmundo cegado ipso facto por el resplandor.
   Y al poco, todo estremecido y sin aliento, volviendo la cabeza a la izquierda, válgame Dios, farfulló, al percatarse de que se trataba de un coche (no bomba pero...) cuyo reluciente rótulo decía, "Conservación del medio ambiente y protección de la naturaleza", sacando el funcionario de turno medio cuerpo por la ventanilla con los ojos exaltados y fuera de sí gesticulando como un energúmeno, Somos los  vigilantes (emulando la sesuda serie televisiva de la playa) de la conservación de la naturaleza", y con las mismas se esfumaron saliendo a toda pastilla sin intercambiar palabra ni hacer la menor pesquisa sobre las pretensiones o menesteres coyunturales,  y sin más pusieron tierra de por medio.
   Edmundo, que discurría por el arcén de la carretera, al otro lado del quita miedos por precaución atravesando la estrecha trocha que había se quedó mudo, patidifuso, como abducido por lo vivido.
   El incidente fue de cine, como un hechizo o la milagrosa aparición de Santa Bárbara ante el repentino trueno, quedando todo a la postre en agua de borrajas.
   Y surgían sin querer los enigmas al respecto, ¿no sería que los susodichos vigilantes en un acto de inconsciencia supina, y cayendo en una extraña hipercorrección se propusieran extirpar lo humano so pretexto de salvar la flora y la fauna, alegando el lema tan ético y ecológico de conservar la naturaleza, utilizando para ello un arca como Noé pero trucado, yendo disfrazados, llevándolo todo ya amasado, si bien empleando métodos o cauces de cuello blanco?  
   No eran nada halagüeñas las expectativas despertadas en Edmundo, sobre todo tras escuchar aquel chorro de voz de tan insensatos mariachis que le perforaron los oídos, no llegando a entender aquel comportamiento tan raro, ya que en lugar de cuidar y alentar la vida de  los seres vivos, su descerebrada conducta azuzaría el efecto contrario, una cadena de desgracias y descalabros de incalculables consecuencias planetarias, acelerando aún más si cabe la destrucción del ánima cósmica.
   Que Dios reparta suerte y nos pille confesados, mascullaba entre dientes Edmundo, o que el demonio rebelándose de nuevo encienda una vela a sus congéneres en nuestra defensa al objeto de que levanten la cabeza nevada o cana los vigilantes (cual salidos del iglú), y no sigan dando palos de ciego, como si se tratase de un desierto y les cegaran las nubes de arena.
   La nevada cubría los cerros, algunos pensares y los caminos confundiéndose las imágenes, el horizonte, no sabiéndose si pisaba tierra firme con blancos rebaños de merinas por la nieve o un mar de minas, mientras alguien quería cortar los níveos brotes vitales.

                  

        


   




viernes, 23 de diciembre de 2016

La Tierra sin luna


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   A galopar, a galopar hasta llegar..., tarareaba Asdrúbal galopando con su 4x4 atravesando charcos, pujos o fronteras como un lunático, y plantarse delante del ansiado mar, exclamando con todas sus fuerzas eureka, lo encontré.  
   Cualquiera que lo viese pensaría que andaba pirado, yendo como atraído por un imán sin poderlo remediar.
   Meterse en los aposentos marinos, y penetrar en las bitácoras y ensoñaciones oceánicas era el sueño de su vida. Quería contemplar in situ las interioridades, su húmedo vientre, no parando durante el viaje ni para refrescarse pese a los rigores de la canícula, hasta no saciar la ansiedad que le embargaba, ¡tenía tanta hambre de mar!
   Otra cosa muy distinta hubiese sido el reto de tocar la luna tan lejana, cual niño consentido, mas en lo que se refiere al mar siempre, que se sepa, estuvo al alcance de cualquiera y de los poetas a través de los versos y del celuloide en marítimos escenarios de piratas, no entendiéndose lo que pasaba.
   Asdrúbal llevaba toda la vida luchando por contar las olas que mueren a la orilla del mar así como los flechazos de luna sobre la superficie, y deseaba sentirse  como pez en el agua, visionando el vuelo de las gaviotas sobre su presa, el revuelo de los bancos de alevines o los juegos y cabriolas de los delfines sorteando escollos o el remolino de los barcos al pasar.
   Goteaba Asdrúbal incertidumbre por los cuatro costados, aturdido por no barruntar nuevas pistas que le señalasen con premura en qué aguas se bañaba últimamente la luna con su cohorte.
   La obsesión era tan agobiante que no le dejaba vivir, y proseguía la búsqueda sin tregua, y cuando se las prometía muy felices llegando al rebalaje, ¡zas!, se quedó con dos palmos de narices, no avistando ni mar ni luna, sufriendo lo que no está en los escritos bíblicos siendo tan gravísimo, figurando en cambio las diez plagas de Egipto, por ejemplo, y otras muchas calaveradas de poca monta, porque hay que tener en cuenta que en aquel tiempo el señor Dios leía la cartilla a su gente y escribía las cosas, no apareciendo sin embargo tan sensibles pérdidas ni en borrador, toda una bofetada al rostro humano, siendo como fue la mayor hecatombe que jamás vieron los siglos.
   No cabe duda del incidente tan aterrador que se pergeñó en un plis plas, impensable para la estirpe humana, no había palabras para expresarlo, siendo tan conmovedor y apocalíptico que Asdrúbal no pudiendo contenerse vomitaba sangre a mansalva, vociferando sin fuerzas y fuera de sí, ladrones, insensatos, bestias, ¿qué habéis hecho con mi luna y mi mar?
   Mientras tanto, se movilizó toda la artillería pesada de astronomía del cosmos, analizando el desaguisado con el mayor secretismo en sofisticados laboratorios para no alarmar a la población, ofreciendo a cuenta gotas la investigación, dejando entrever que fue algo que sobrevino como un rayo.
   Se cernían sombras de sospecha sobre unos asteroides kamikaces del entorno, una especie de hackers troyanos, pero no dio apenas tiempo para reaccionar, comprobándose que no quedaba ni rastro de ellos.
   ¡Cuán extraño todo aquel escenario!, y más extraño aún que al escarbar en la orilla del mar ahora completamente seco, no apareciesen pececillos muertos, caracolas rellenitas de arena, medusas machacadas por las pisadas o esqueletos de estrellitas de mar, convertido todo en un abrasador desierto, habiéndose descascarillado la salada y sólida estructura marina como un castillo de naipes y evaporado el líquido elemento, privándonos de la blanca sonrisa en días de calma chicha, o en horas intempestivas de los fieros mostachones con ennegrecidos piélagos encrespados escupiendo enseres de toda índole, condones, cadavéricos productos, compresas, cepillos de dientes, prendas íntimas o troncos de árboles e incluso residuos nucleares.
   Y abundando en tan complejo y ominoso maremagno y otras raras disquisiciones, hacer hincapié en que no se divisaba por ninguna parte la pálida y enamoradiza cara de la luna, a caso tuviese algo que ver con el amor del que habla la copla, ese toro enamorado de la luna, que abandona por la noche la maná...habiendo sido robada por el toro.
   Ni tampoco relucía lo más mínimo el azul del mar con los bríos acostumbrados, y no digamos los niveles de contaminación en las arteriales Corrientes del Golfo, que deberían haber estado debidamente marcados al milímetro por los doctores del tiempo para poner freno a tales cataclismos, pero erraron en las predicciones de cabo a rabo y nunca se sabrá si maliciosa o estrepitosamente, cobrando como cobran un pastón por la labor de profetas.
   No obstante habrá que reseñar que, aunque parezcan elevados los emolumentos, no lo sean tanto por la responsabilidad y el riesgo que entraña el exponer al mundo los veleidosos y pueriles juegos de las nubes, presentándolo como algo atado y bien atado, cuando es de sobra conocido que giran como veletas, y además llamando a cada cosa por su nombre, turbulencia, chirimiri, orvallo, calabobos, cúmulo limbos, huracán Katrina, Patricia o el fenómeno del Niño o La Niña llevándolos presurosos, cual palomas mensajeras, a la parrilla de los medios de comunicación, turoperadores, agencias de viaje o a cada hijo de vecino vía internet para planificar los viajes, siendo los ángeles del tiempo, huyendo de lo chapucero o del engreimiento personal, buscando el bienestar ciudadano a toda costa, anunciando con antelación la que nos espera, alertando de los peligros a fin de extender de la mejor manera posible la hoja de ruta por tierra, mar y aire.
   Hay que reconocer que se le complicaba por momentos la existencia a Asdrúbal, al no tenerlas todas consigo en cuanto a su objetivo, dado que ya de madrugada se destapó el día con cara de pocos amigos, reventándole los sueños y las fibras más íntimas según proseguía el viaje con el todoterreno, hasta el punto de que la madre naturaleza y el corazón del sistema interplanetario lloraban como magdalenas, porque les faltaba el espejo donde mirarse, la cara oculta y la visible de la luna, reguladora de hitos cósmicos, mareas, bajamar, pleamar o convulsiones telúricas, siendo preciso así mismo estar al corriente de las diferentes fases de la luna para no cortarse el pelo en luna nueva por el riesgo de contraer una galopante alopecia, o que se pierda de por vida el encendido alimento de los foros poéticos de luna llena.
   Por ende los cielos y la tierra y la vena de los creadores languidecían de tristura, rabia  e impotencia, sintiéndose como tetrapléjicos en silla de ruedas.
   Y no era para menos, pues la frialdad de los dirigentes mundiales había desterrado de su dulce y entrañable habitáculo a la luna con asesinas explosiones nucleares fulminando las fluorescencias lunares con la trascendencia que se les atribuye, que actuaba como faro en las costas, guiando al corazón de los hombres y el tráfico marítimo, alumbrando las faenas de pesca y los movimientos rotatorios en las noches del tiempo.
¡Ay madre del amor hermoso, qué pesadilla, cómo soportar las noches sin luna hasta el fin de los días! ¿quién podrá vivir sin ver al bombón de oro pintarse los labios en el espejo del mar, y peinarse los cabellos de larga melena lunera, solazándose en la piel marinera después?
   La gente, enzarzada en la tarea diaria, vivía ajena a todo, y entre tanto habían desaparecido de la noche a la mañana tanto la luna como el mar, a caso yéndose cual niños traviesos con el corazón partío, emulando a Romeo y Julieta cogidos de la mano al parque ante la atónita mirada de los próceres astrólogos del globo y de la NASA, curtidos como están en mil batallas astrales, y para más INRI sin haberse enterado el establishment, borrándose del mapa los ardientes misterios del firmamento, la música astral y los valses lunares a través de los desplazamientos interplanetarios por el espacio besándose entre sí, brotando celestiales acordes beethovenianos.
   Según avanzaba la jornada, al caer las sombras por los campos, se supo que había sucedido todo en una noche de verano por una avecilla que cantaba al albor.
   Fue sin duda una noche aciaga, desdichada a más no poder por los tejemanejes de los intereses creados, que eran los culpables de la destrucción del universo, generando los agujeros negros, remedando a personajes con ojos de alacrán y atravesadas cornamentas y mortífero armamento, oliendo a fétidas cenizas, que se ensañaron con la tierna y mítica Selene, llevándosela en volandas a través de las galaxias como el célebre rapto de Helena.
    Las investigaciones siguieron su curso, dándole la mayor difusión posible al macabro evento a través de los foros, habiendo pedido auxilio a todos los cuerpos de seguridad del mundo, y haber puesto en órbita un cron atómico, disfrazado de mensajería de Papá Noel volando por la cara oculta de la luna, entrando por la puerta de atrás como vulgarmente se dice para no alarmar al personal, y ni por ésas consiguió nadie una brizna de información fidedigna o algún chivatazo de algún asteroide arrepentido que alumbrase el túnel o pasadizo para llegar a las raíces de los ejecutores de tan salvaje magnicidio interplanetario.
   Y si para algo sirvió que Asdrúbal se asomase al mar en el caso que nos ocupa, hay que felicitarse por su proverbial idea, porque la denuncia nos ha puesto al corriente de la mayor conmoción que ha ocurrido nunca en el Cosmos, y a todo esto ¿qué ocurrirá sin ir más lejos en los cielos creadores de los poetas o del violinista en el tejado, los tétricos devaneos de Espronceda o los platónicos y melancólicos de Bécquer en el salón del ángulo oscuro o en el Monte de las ánimas sin luna, dormida en los renglones del pensamiento, así como tantos y tantos compañeros tertulianos que cada noche se asoman al balcón de Europa o del universo a pedirle un deseo, y al verla se inspiran y sueñan conquistas y urdimbres de las Mil y una noches con lunas a la carta?
   Porque sin luna no podremos alunizar en rama alguna, ni en encantadas aguas ni posarse en los pensares, y qué duro sería sobre todo por las noches sin ella, aunque sea roja, verde, negra o de fría plata. Sin ella la vida se apagaría, sin luna apaga y vámonos. ¿Y qué será de los hechizos, los flechazos? 
   El amor se desmayará como la flor rubeniana en un vaso, siendo arrojado al monte del olvido.   
   ¡Cuántas notas y sentires duermen olvidados (esperemos que no para siempre) en sus cuerdas luneras esperando, como Bécquer, una mano que sepa arrancarlos y darles vida!            

     





domingo, 18 de diciembre de 2016

Lucía se dio la vuelta





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    Lucía se dio la vuelta para conocer la luz de la otra cara de la luna, y escudriñar a través de los secretos lunares los avatares humanos, luces y sombras, cabos o golfos, agua dulce o agua salada, cicatrices o meandros cardíacos, empatías o el ADN que los conforman.
   Y se dio la vuelta sin titubear al no haberse sentido llena con la escritura de relatos, poemas, libros y un sinnúmero de encuentros, vuela plumas y líricas veladas emulando a los insignes bardos y escribanos de la antigüedad, y quería ir más allá, horadar la cámara oculta de la vida, bucear por entre las ramas de esos campos quinqué, vela o linterna en mano alumbrando el negativo con su potencial de luz, yendo con una ardorosa antorcha a la caza del ser humano a la luz del día, cual otro Diógenes, registrando en su cámara la esencia de los mortales, los prístinos balbuceos, el discurrir de los sentires por los más diversos caminos.
   A fin de llevar a cabo su labor, no paraba mientes en descolgarse por pintorescos andamiajes o envenenados parajes atravesando puentes o el caminito del rey, entrando en mazmorras o galerías, cruzando despeñaderos o Despeñaperros, tablazos o chiringuitos con cangrejos, tablaos culturales o lóbregos refugios desempolvando la LUZ dormida en los cuerpos y objetos con su innato talento y tino, masticando a dos carrillos acariciados chicles de tierna simpatía, ingeniando cochuras, divinos fogonazos, digitales costuras, claroscuros o encendidas perspectivas con Photoshop y PhotoPad, bajando o subiendo por miradores benditos, reservadas calitas o laberínticas cuevas con incalculables tesoros.
   Para quilatar las quintaesencias que perseguía, viajaba sin descanso por allende los mares o montañas del sur o del norte, Canarias, Baleares, la Toscana y un sinfín de lugares, familiarizándose con los colores, con cada palmo del terreno que pisaba, con los caldos y condimentos, visitando cámara en ristre florecientes museos, clásicas esculturas, pinturas renacentistas y pueblos medievales captando al vuelo furtivas miradas, suspiros, sueños, lunares o vibrantes latires, haciendo casitas de papel o castillos de arena con el corazón partío a la vera del mar y la miel en los labios, esparciendo posteriormente el polen de sus beldades, proyecciones y vivencias fotográficas a manos llenas.
   Y si precisaba algún nuevo sostén para su álbum, volaba como paloma mensajera a la siguiente semana a donde hiciera falta, Venecia, Bilbao o a los escenarios de los premios Príncipe de Asturias.
   Y regresando de nuevo al terruño visitaba Frigi, la Axarquía, el Acebuchal o Periana disparando a tiro hecho sin cesar, emprendiéndola después, todo alma y corazón, con el certamen poético de la Barriada de las Protegidas, y descendía a renglón seguido a nado por las frescas aguas del río Chíllar desembocando en ardientes y alegres odiseas, en Aventuras del vivir, disfrutar y Escribir, y como broche de ensueño a tan dilatado currículo el proverbial aterrizaje en las lumínicas pistas de la fotografía, generando multicolores e ilusionantes géiseres y exuberantes pámpanos de auroras boreales.
   No cabe duda de que sería una pena que desapareciese de la faz de la Tierra su estela dejándonos huérfanos, sin nada que echarnos a la boca, privándonos de sus ricos bordados y cielo, atributos y dones, por lo que habría que pedirle con mucho tiento y cariño que amamante la idea de obsequiarnos con descendencia, dando por sentado que si acepta brotarán ipso facto de su vientre niñ@s a la carta.
   Y si para tan altruista recompensa se precisa algún exótico elixir de lugares lejanos, p. e. de Las islas Vírgenes, pues tráigase, y si aun así hubiera que echar mano de algún otro remedio, nada mejor que poner a su servicio el sofá capuchino (con orificio de coronilla) de la emperatriz Josefina, esposa de Napoleón, para la toma de íntimos vapores de fertilización, que hace milagros.
   Tampoco sería en ningún caso una felonía el hecho de que alguien en su legítimo derecho de celibato le tirase los tejos a tan celebrada dama, ofreciéndose para llevarla al altar, aunque como respuesta hará suyas las palabras del romance de Abenámar cuando el rey dice, "Si tú quisieses, Granada/, contigo me casaría/; daréte en arras y dote/ a Córdoba y a Sevilla/.  

-Casada soy, rey don Juan/, casada soy, que no viuda/; el moro que a mí me tiene/ muy grande bien me quería/...
   Por consiguiente, visto el fastuoso universo de seducción artística y amor creativo que hierve en sus venas, qué menos que exigir al Consistorio nerjeño la concesión de una beca vitalicia a Lucía, al objeto de que investigue con sus lumínicas herramientas y clarividencia las herrumbres del corazón y las tinieblas del ser humano hasta sus últimas consecuencias, a fin de acabar con el adocenamiento, el tedio y las espurias migrañas.                                



domingo, 4 de diciembre de 2016

Encantamiento o flechazo



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Como si fuese tocando la flauta por el camino radiante de alegría, así salía de su refugio Fulgencio aquella prometedora y despejada mañana rumbo a tierras norteñas con imperiosos deseos de inhalar frescos y risueños céfiros, así como toparse con los más saludables y felices hallazgos.
   Sonaba el despertador más temprano que de costumbre, y saltando como un gamo de la cama se dispuso a acicalarse raudo, el tiempo es oro, pensaba, deteniéndose en las arruguillas que le señalaban las inexorables secuelas del tiempo, y con las neuronas puestas en el GPS, que le indicaría con todo lujo de detalles los itinerarios y hojas vivas o muertas que arrastrase el viento por los caminos.
   No obstante ignoraba Fulgencio el grueso de la agenda, horarios, rostros del grupo, menús y otras minucias que le aguardaban durante una semana un tanto loca, que trataba de aglutinar entre pecho y espalda, acuñándolo interiormente con los mejores vaticinios, como algo fuera de lo común y digno de vivirse esperanzado en romper moldes, olvidando la servidumbre horaria de las mañanas confeccionada con tintes imperativos entre la obligación y lo políticamente correcto.
   No levantó apenas la cabeza o la mirada para hurgar en los desconchones o subterfugios que se ubicaban en sus interioridades, al no tener nada claro la contienda, dado que las primicias y parafernalia del viaje le provocaban no poco hipo e incertidumbre, dado que de entrada no le granjeaba buenas expectativas, si bien se alejaría por unos jornadas del monótono ambiente del barrio, de los cotidianos roces en el trabajo o al tomar un tentempié en el bar de la esquina, donde afluía la turbulenta concurrencia soliendo desembuchar las heridas, artritis, enamoramientos momentáneos, negras vigilias, bronceado de piel o broncas existenciales, como si estuviera purgándose en un balneario o en la consulta del sicólogo o gurú, recibiendo las sabias enseñanzas de don Juan.
   Por la mañana todo iba viento en popa, volando entre ilusiones y ensoñaciones, concatenándose devaneos y reminiscencias entre sí, como si emulase a Cristóbal Colón o a Marco Polo descubriendo otros continentes, ancha es Castilla, pensaba, y por allí circulaba precisamente, pateando tierras sin descanso, peleando con denuedo contra las adversidades puntuales, o alimentándose con galácticas fantasías, soñando que llevaba incrustado en el cerebro un chip de la NASA con las programaciones de los viajes interplanetarios de fin de semana o de luna de miel de enamorados, vamos, que por pedir, cualquier cosa.
   La imaginación se desbordaba a raudales tejiendo ricas urdimbres como el cuento de la lechera.
   Y puestos a elucubrar, para qué quedarse en la superficie, a ras de tierra, y no bucear en la hechura de las cosas, o quizá sea mejor volar y volar como las aves por las alturas campo a través atravesando sierras, cordilleras o mares, emigrando a donde el viento te lleve o encuentres una mirada dulce o vivificante primavera con tierras vírgenes al menos, y de esa guisa limpiarse las legañas y el deterioro cansino inoculado en las entrañas durante años, y acaso haciendo de su capa un sayo, vivir opíparamente, aunque sea clandestinamente, en la exuberante caverna de los pensares.
   Durante el viaje iría abriéndose un abanico de proyectos y visitas, como ríos de corrientes multiculturales, gustos opcionales, museos, prestigiosas bodeguitas del lugar con los taninos bien armados y enmadrados, quitando las penas al más obtuso o puritano de la expedición.
   Al día siguiente de tomar tierra en el lugar de destino, Fulgencio se sentía un tanto desnortado por tanta movilidad y lo novedoso de los terrenos que pisaba, cruzándose con caras desconocidas y personajes del más pintoresco y diverso linaje, cada cual de su padre y de su madre, y no las tenía todas consigo.
   Avanzaba silencioso, algo reflexivo, pero exhalando buenos modales y lo mejor de sí mismo. Y con el paso de los primeros días, ya próximo al medio día, cuando la chimenea del hotel de turismo rural iba calentando motores y ambiente, los corazones de los presentes se estaban animando y arrimando, formando corros, bebiendo y brindando por la felicidad, por un venturoso viaje y que todo saliese bien.
   Y se iban superponiendo uno tras otro los momentos, los suspiros, los encuentros y entradas a monumentos, las bajadas y subidas al bus, enterrando la dura monotonía que rige el calendario laboral en el trajín diario, donde ni una ciática o el dolor más hiriente del mundo puede frenar la laboriosa maquinaria del trabajador, arrastrándose si preciso fuera hasta la fábrica u oficina tomando para ello lo que no hay en los escritos, tabletas o pastillas o exóticos elixires para respirar, sonreír, seducir a los jefes o robar besos o para el mal de ojo, que de todo hay... y así llegar sano y salvo al tortura diaria, donde se cuece el pan de la vida, el salario mínimo interprofesional, que permite pasar hambres y tirar para adelante como la conocida consigna, camina o revienta.
   No era Fulgencio hombre de muchas alegrías en sus carnes, ni había recibido generosos regalos de los Reyes Magos o felices aventuras o parabienes, como ser agraciado con el gordo de Navidad, de la loto o le cayese alguna breva del cielo, sino todo lo contrario. Era el patito feo de la grey, lamentándose de la poca fortuna a la hora del reparto de la tarta.
   Sin embargo, aquellos vaivenes un tanto turbadores o destartalados del bus por la carretera rociaba sus sentires, sobre todo cuando el conductor jugueteaba con la concurrencia apartando las manos del volante, yendo casi dando bandazos, lo que no aturdía a nadie y se prestaba a que se relajase el personal en parte, pese a todo, logrando unos aires distendidos, joviales, de verdadera fiesta, poniéndose harto cachondos todos, zalameros, mientras el chófer ensartaba chascarrillos y dichos ingeniosos poniendo cedés con un variado repertorio de afamados humoristas, lo que  iba fomentando la sintonía y el gracejo entre los grupillos y de esa guisa la gentecilla se iba soltando el pelo, disipando la timidez, no parando mientes en saltarse a la torera ciertas reglas de cortesía o roles echando por la calle de en medio sin guardar las composturas.
   Pero he aquí que un corazón a lo mejor solitario (?) se fue abriendo paso en su vida como un rojo clavel temprano a los primeros rayos del sol dando pie a que Cupido lanzase la flecha a la pastora, que con su dulce caramillo y conversación lo deleitaba contando primores, peripecias, sensaciones o discurriendo por los más tiernos y encendidos cauces vitales rompiendo el hielo.
   Sabido es que a veces el hielo se derrite causando estragos en las campiñas y poblados, o anega cerebros sensibles y enamoradizos llegando a ocurrir cosas mayores, siendo abducidos o embriagados a machamartillo por ardientes corrientes produciendo a la postre el flechazo, siendo acariciada y reverenciada su persona a manos llenas y sin reparo a la luz del día, recibiendo toda clase de bocados, mensajes, masajes y tocino de cielo.
   Y así iban cayendo vertiginosas las hojas del almanaque durante el viaje, mientras los efluvios y dirección de la veleta impelida por los alisios o la tramontana o acaso viento de poniente hacen a veces barbaridades, acaeciendo entonces una especie de cataclismo repentino, inesperado, enturbiándolo todo, y las corrientes cristalinas que manaban en los más límpidos veneros se tornaron de súbito y sin fundamento negras, irrespirables, como inundadas de famélicos cocodrilos y envenenadas serpientes contra Fulgencio, y apareció la incongruencia más extraña que imaginarse pueda, sucediendo el macabro corte de ósmosis entre sí sin ton ni son, como no fuese por un brusco e inexplicable quite bipolar, generándose un odio a muerte en su contra.
   Y como no hay mal que cien años dure, así tampoco la encendida rosa sobrevivió al crepúsculo.
Ya lo dijo el poeta: ¡No le toques ya más/ que así es la rosa!