lunes, 16 de agosto de 2010

El jardín




Hablando por teléfono el amigo transmitió algunas reflexiones al respecto, y con su permiso me permito referir algunas:
La velocidad de los jardines me apabulla en exceso porque sin previo aviso sufro como una descarga eléctrica y siento que se me agolpan los aromas en las fosas nasales formando cola como cuando hay bulla por rebajas en los grandes almacenes, todos desparramados y sin ningún control, cosa que siempre me ha descentrado hasta el punto de que te puede crear un grave síndrome de sensaciones (si al invadir todo el ambiente y las paredes acerco la nariz por si se habían impregnado del fresco perfume), al igual que si cruzas el umbral de un recoleto lugar y te topas por sorpresa con un sinfín de atractivos retablos genialmente alineados en los muros de una abadía o catedral, o te cuelas en una galería de arte de las muchas que proliferan por la ciudad y de repente observas la variedad de aromas y colores de flores que viven incrustadas en los lienzos que cuelgan de las paredes.
A veces tales eventos dañan a los sentidos sobremanera, porque no estamos preparados para ello y menos para darse un atracón de bocados de cielo a través de la vista, el olfato u otros sentidos. Tales acumulaciones de éxtasis no las recomiendan ni los más excéntricos amantes de la pura estética.
A lo largo de la historia han surgido incontables flechazos de amores a primera vista, donde la textura o el corte del talle o algún secreto atributo imaginable a la vista han causado verdaderos estragos en el espectador. Mas en este caso, el hecho de caer de bruces en un rico panal de perfumes que se entrecruzan por los cinco sentidos sin orden ni concierto están a pique de dejar a más de uno sin sentido, y más aún nadando en un mar de esencias tormentosas en tan reducido espacio de terreno como es el jardín, por lo que nunca se sabe a ciencia cierta cuál será el desenlace.
El espacio exiguo del jardín hierve con las emanaciones que expande como el agua en una piscina, en la que flotan los distintos olores de los cuerpos en leves remolinos de bucles y músculos en pleno mes de agosto, donde florecen con luz propia las dulces rosas en conjunción con sus exóticas y mínimas prendas de infarto instaladas en estilizadas siluetas que se desplazan caprichosamente por la superficie del agua, como el polen de la flor que va de acá para allá, sin rumbo, buscando un refugio donde apoyar sus huesos y depositar su esencia, y así los bañistas anhelan soltar la mugre de la clínica sicológica o dental del resto del año y reponerse del trajín y el estrés acumulados en las duras horas de jornada laboral, intentando ahogarlos en unos cuantos días de vacaciones en la pequeña balsa de la urbanización, o en el rebalaje del Mediterráneo, que con las fauces entreabiertas aguarda para lamer sus partes más dañadas con delicado mimo.
Siempre me ha turbado la velocidad loca en cualquier ámbito del cosmos, la del sonido, de la luz, del trueno, pero lo que menos soporto es la fuga descarada de lo agradable y placentero, de la fragancia de las flores, que se pasan el día llorando las penas a lágrima viva en el florero del salón al poco de cortarlas rebelándose como una criaturita, dejándote plantado en tus mismas narices, negándote la esencia de la sustancia de la que fue hecha, cuando tanto trabajo ha costado plantarlas y criarlas en la ladera del monte, donde se alza el jardín de las delicias, mas hay que reconocer que unas manos asesinas las han estrangulado robándoles la vida por puro goce ególatra, abandonándolas a su suerte en la fría soledad de la habitación sin raíces, compañía, apenas agua, sol y ni tan siquiera un poco de calor. ¡Con lo triste que es ver un jardín o un mundo sin flores!

viernes, 13 de agosto de 2010

Balconing




Llevaba un tiempo Eugenia de capa caída recapacitando sobre los pormenores del pasado reciente. No comprendía por qué le sobrevino a ella la hecatombe, estando tan enamorados, y sin causa que lo justificase acabó reventándose la convivencia, no obstante quería poner tierra de por medio consolándose en las tardes más aciagas, en que la depre se disparaba cayendo bajo mínimos, y para levantar el ánimo se decía, no cejes nunca en el empeño, lucha hasta la extenuación no dando tregua al enemigo, porque la vida te pertenece y está llena de sorpresas.
La vida sigue su curso y cuando menos se espera puede presentarse la ocasión, ¿mi segunda vez?. Los tiempos cambian y no hay que precipitarse en los pronunciamientos, ya que no por mucho madrugar amanece más temprano. Cada cosa a su tiempo y un tiempo para cada momento.
Al cabo de los días llegó el huracán del norte, o acaso era una suave brisa que acariciaba la mañana.
Ni que estuviese enfrascada en la vorágine de un aquelarre extra terráqueo, murmuró Eugenia prendida en las ensoñaciones eróticas que la cubrían ocultando el rostro bajo la almohada avergonzada por la situación que le atosigaba en tales circunstancias, viéndose tan apocada, que parecía que le pinchara la ternura de los bocados que se le ponían por delante, verdaderas efervescencias propias de selectos paladares que hubiesen recorrido el orbe, la ceca y la meca libando el néctar de la flor más preciada de una noche de primavera, y que resultaba tan chocante para su tibia libido, tan comedida y exquisita ella en los controlados gestos y ademanes, pues era notorio que se movía en sus esferas con pies de plomo, y a decir verdad nunca se había extralimitado en las funciones como no fuese en el ejercicio de ayuda a los demás, ni visto envuelta en emocionales dispendios, toda vez que flotaba en el ambiente más íntimo que jamás había roto un plato, ni transitado por sensuales desfiladeros que atisbasen melifluos guiños en el arte de amar, por ello no se sentía segura, de suerte que le atenazaban las cadenas de la impotencia de forma inexplicable a la hora de reenviar oxígeno a los pulmones por culpa del pavor que le bloqueaba las partes más sensibles de los tejidos, al presentir en su confusa fantasía que fuese espiada por algún intruso, un experto en balconing o puenting y se descolgase pared abajo desde el tejado o trepara pared arriba hasta su habitáculo durante las ciegas horas del sueño.
No se sabe si la hipótesis podría tomar cuerpo en tal trance, sin que llegara a percatarse de la atrevida patraña en el dulce fragor del sueño, forzando la máquina y cediesen los engarces de la ventana al máximo sigilo, y una vez dentro el intruso fisgase a su antojo por los vericuetos de su cerebro, escenario de todos los avatares, donde se mascaba la tragedia, la batalla de amor, donde se llevaba a cabo las mil y una orgías de la ensoñación, y sucediese contra su voluntad que en un pis pas extrajera el meollo del devaneo acaso mediante técnicas sofisticadas de rayos láser, vislumbrando en la faz lo fehacientes reflejos de la trapisonda que se desarrollaba entre bastidores y que de inmediato la delatarían, siendo el centro cómico del barrio, pensaría ella, al brillar con luz propia lo que se fraguaba entre tinieblas en la oscuridad de la habitación en la noche de autos, en el reservado de la trastienda de la mente.
Que todo era una alucinación y que lo estaba soñando en esos instantes nadie lo dudaba por ser tan obvio, dado que en ese lapso de tiempo la espesura de la noche que la cobijaba y la misma naturaleza dormía plácidamente y ella permanecía igualmente inconsciente tirada en la cama como un muerto, inmersa a simple vista en los valses de Morfeo, y no cuadraba que su corpulento talle compaginase simultáneamente el don de la ubicuidad, ejercitándose con tierno balanceo en los brazos del amor de su vida.
Sería otra película, una coyuntura muy distinta si descendemos al campo de la realidad sensible en pleno mes de agosto, en que los rayos solares arremeten con furor contra la superficie de los adoquines de las esquinas de las calles agrietando los poros de la piel de los transeúntes, que a malas penas se tienen en pie por los derroteros que deambulan, así como por los ásperos azotes con que los obsequian, y mientras tanto Eugenia estuviese levitando en boca del diablo o de los propios ángeles, y si no que se lo pregunten a amigas y amigos, que a buen seguro no ofrecerían ninguna resistencia ni una pizca de crédito a tan rocambolescos embelesamientos, como no fuese a través de una seria sesión de hipnosis, puesto que estas especulaciones rijosas cuando arribaban al regazo de Eugenia casi siempre lo despachaba con cuatro blancas sonrisas a través de un rotundo borrón y cuenta nueva.
La historia se apoya generalmente en datos verificables y en el presente affaire bastaría con sugerir que ella siempre fue la más pazguata de la reunión, a cualquier hora y en cualquier lugar, o a la hora del baño como acontecía en la playa de puerta del mar o del cielo, que nunca se sabe, porque hasta allí discurrían con las cavilaciones por diferentes accesos al lugar de encuentro, soltándose gozosas y pizpiretas la larga melena, despojándose a su vez de las miserias mundanas, las prendas superiores que eran aconsejables mantener en su sitio hasta allí, pero una vez que habían dejado atrás el puente de hipocresía y habladurías, la cortesía y el pudor aceleraban el paso con mayor ligereza cruzando alegres las hondonadas que se desparramaban por la zona del rebalaje.
Las elucubraciones que se tejían a pie de playa no se sostenían en pie por mucho tiempo, al columbrar los acontecimientos arrancando de abajo, desde los cimientos.
En un rápido acercamiento al argumento y atando los cabos sueltos, parecía poco probable que se produjese allanamiento de morada, toda vez que las pistas encontradas no arrojaban luz alguna al respecto, y la ventanita del dormitorio permanecía incólume como de costumbre, cerrada a cal y canto y la roja persiana presentaba un aspecto inmejorable.
Así como especular con seísmos o apetitosas golosinas no está vetado a nadie, pues se puede sugerir cualquier travesura que impacte o venga al paso del cuento de lo cotidiano, como la invasión del planeta por extraterrestres en un abrir y cerrar de ojos en una tormenta de otoño, o por qué no puestos a disparar dardos al blanco apostar por la mayor, que si no hubo orgasmo en su justos términos aquella velada, en todo caso chisporrotearon síntomas de fugaces espejismos que conformaban un cuadro digno de tener en cuenta, al presentar las mejillas encendidas por un fuego interno que la devoraba y trascendía al exterior, de manera que parecía otra.
Pero la situación era ambigua de todas maneras al aparentar que se acababa de acostar con el amor platónico, el amor tan ansiado de su vida, cuando llevaba la pareja ya más de diez horas roncando en el lecho como un volcán en ebullición y sin apenas mirarse, dando vueltas y más vueltas vueltos de espalda, pero ella de súbito emitió destellos de lucidez musitando, esto no se puede prolongar por más tiempo.
A veces evocaba los consejos de la abuela, que la vida está confeccionada de retazos y fracasos y en ocasiones de segundas oportunidades, mas para eso no necesitaba alforjas, respondía.
Sin embargo la incertidumbre la ahogaba por momentos y exclamaba con desespero, a ver quién va a testificar que en nuestra vida habrá una segunda oportunidad para seguir construyendo castillos de ilusiones, bebiendo sorbo a sorbo la vida y después le quiten a una lo bailado. A ver quién es el gracioso que lo puede rubricar.
Así que hay que dejarse de memeces y manos a la obra, que el tiempo es oro y el sol ya está muy alto y se corre el riesgo de morir asfixiado por los fríos del proceloso averno, porque el desierto no perdona y exige en cada momento dar el do de pecho.
Tampoco es preciso levantarse antes de tiempo, porque no conduce a ninguna parte, por mucho que uno se lo imagine.
Acaso a alguien se le ocurra la feliz idea de montar alguna estratagema para burlar los contratiempos y limar asperezas, antes de flirtear con el corazón de las tinieblas.

miércoles, 4 de agosto de 2010

Albertillo




Albertillo se sentía acomplejado por las necedades que urdían los suyos a su costa, sacando a relucir el comportamiento con tintes clandestinos en un carrusel de despropósitos, preguntándose insistentemente por las compañías, quiénes serían los compinches por los que se bebía los vientos, cómo pasaría las horas muertas a la intemperie sin dar señales de vida, deambulando por inhóspitos lugares desconectado de la familia, y de paso cociéndose en su interior insólitas emociones, imprevisibles secretos o aberrantes chiquillerías.
Los progenitores se desayunaban cada mañana con tostadas untadas de grasientos comentarios, y no respiraban sin informarse aunque fuese fugazmente de las amistades que frecuentaba; era una obsesión, siempre calibrando si serían muchachos decentes, si por un casual se relacionaría con los dos balas perdidas del barrio, si ejecutaba fechorías de grueso calado al socaire del anonimato, porque vaya usted a saber, se decían, cómo se las gastará en esos recintos, moviéndose a sus anchas y sin ninguna vigilancia; todo ello les conturbaba en exceso, y concluían que tal vez se encontrase en un mustio desierto, dejado de la mano de dios, porque si al menos lo observasen en la sombra o cobijado en una discreta penumbra y desempolvar las oquedades que cimentaban los ocultamientos del grupete, de qué pie cojeaban los líderes que diseñaban el cuadro de costumbres que debían pintar con los respectivos graffiti, o montando mil triquiñuelas en las desperdiciadas horas de esa edad.
No cabe duda de que la comidilla de los padres durante la semana era siempre la misma, comiéndole el coco al retoño con acritud, pues se plantaban en sinuosos meandros visionando los vídeos más intrincados, lo que le provocaba no pocos quebraderos de cabeza, de modo que se sentía como condenado a la guillotina, sumido en las tinieblas que le envolvían en invierno y verano, en especial cuando lo sometían a un sumarísimo interrogatorio en el cuarto de objetos inservibles con exasperantes rasgos de amenaza, sin consentir una chance, un breve ventanuco de oxigenación, a lo que cada hijo de vecino tiene derecho por muy cutre que se precie, y contar hasta diez antes de contestar a las intrigantes averiguaciones. Según caían las hojas del almanaque el gusanillo de la incertidumbre crecía cercenando los brotes de esperanza, y alzaba sus garras corroyendo cada vez más la moral de los padres no dejando títere con cabeza, y lo que en un principio guardaban como secreto familiar, pronto voló por los aires como castillo de naipes por prejuicios cobardes que se fueron fraguando, fragmentándose en mil pedazos, y, ninguneando las barreras de lo íntimo, empezaron a airearlo descaradamente a cualquiera que se les pusiera por delante, exteriorizándolo con tal ahínco que se les chafaban de repente las cuerdas vocales, convirtiéndose las gargantas en una guitarra muda, y en esa tesitura farfullaban onomatopéyicos monosílabos, gesticulando en mitad del caos el latiguillo heredado de los ancestros, que portaban en las sienes como refulgente antorcha de las olimpiadas, “dime con quien andas y te diré quién eres”.
Toda esta ristra de componendas no cuadraba en las isobaras de Albertillo, toda vez que los amigos eran alimento sagrado, el tubo de escape de todas las frustraciones, formando entre todos una piña infranqueable con infinidad de ramas y brazos, disfrutando de los mismos derechos y obligaciones, y se reunían en cualquier parte a cualquier hora, porque les encandilaba la elasticidad del proyecto en común, aficiones, inquietudes, correrías, actos temerarios o fobias, resumiéndose en dos palabras, vivir la vida. En esa bola de cristal hervía el destino de cada uno, en un intento de pasarlo lo mejor posible, respetando las reglas, de suerte que si alguien por un desliz sufría algún revés y cayese rodando por un precipicio desinflándose el globo de las ilusiones lo aceptaban como broma, contratiempo o metedura de pata, achacable a fin de cuentas a la fina lluvia que refrescaba sus amaneceres, humedeciendo la superficie que pisaban, provocando peligrosos deslizamientos, que recalaban en la pista de la duda al no esquivar a tiempo el obstáculo que les amenazaba, pero nunca culpaban a los contrincantes de traición o malas intenciones, dando por descontado que se batían el cobre en buena lid.
El meollo del proverbio lo tenían los progenitores bien digerido generándole no pocos ardores estomacales, llegando a un estado anímico casi enfermizo, con acompañamiento de calenturas y puntuales estragos en el propio seno de la familia, debido al egocéntrico afán de querer anular al retoño, instalándose en el ojo del triángulo divino y querer abarcar lo indecible controlando los tímidos pasos que daba. Ponían el grito en el cielo cada vez que les asaltaba el resquemor de la compaña, dime con quien andas… y lo recitaban con la monotonía de la tabla de multiplicar de los niños en la escuela, erizándoseles el cabello y frunciendo el ceño hasta límites insospechados.
El asunto exhalaba fetidez, una preponderancia inexplicable en sus actos, cuando un conocido de forma inesperada les relató las noches de frío invierno que les había hecho pasar el hijo por el estilo de vida que llevaba, viéndose acorralado en su propia mansión, en la coyuntura de denunciar al hijo por malos tratos, al haber entrado por méritos propios en el mundo de la drogodependencia de la noche a la mañana, llegando a chantajearle con lo peor si no accedía a sus diabólicas pretensiones, las dosis indispensables para seguir vivo, de lo contrario acabaría con ellos. La confesión del amigo fue la gota de agua que colmó el vaso, viniendo a anegar aún más su vida, disparando sobremanera las alarmas.
El padre nunca se había planteado, ni en las peores horas de fuerte zozobra emocional, consultar con un especialista su problemática, o cuestionarse si el trato que había dispensado a su pupilo era el adecuado, o si el tiempo que le dedicaba era suficiente para el funcionamiento de la mutua comunicación y afecto. Tales avatares no habían circulado por su intelecto, y a continuación empezó a emitir fogonazos de impaciencia cuando entraba por la puerta de la peluquería, al bar de la esquina donde jugaba las partidas de dominó, o bien vomitaba en el bullicio del vecindario que fluía alborozado por la plaza del barrio.
Entre otros pasatiempos de los que se nutría, se encontraba el gusto por la charla interminable, y llegado el caso desplegaba su armamento pesado con exabruptos a las puertas de la iglesia como envenenados dardos de Belcebú, o encadenaba esdrújulos de predicador barroco de vidas atormentadas, que advertía del tsunami que se avecinaba, explayándose en una catarata de reflexiones en nombre del Sumo Hacedor.
En los momentos de retirada, en que Albertillo arribaba a la guarida, tan pronto cruzaba el umbral escuchaba un chisporroteo de habladurías, y al instante el progenitor, en una operación relámpago, con idea de lograr el efecto oportuno le soplaba cuatro bofetadas rubricándolo con fríos latigazos, resoplando como fiera en la pelea en la nocturna irritabilidad dejándolo K.O., y metiéndole el miedo en el cuerpo casi de por vida.
Él imaginaba en un principio que a todos los de su edad les sucedía lo mismo, mas al descubrir la verdad se le agravó el abatimiento, produciéndole un hundimiento y unas convulsiones que le retorcían las tripas, no pudiendo salir a la puerta de la calle sumido en la más honda desesperación, pues no encontraba tierra firme, el momento oportuno para gritar con entusiasmo, eureka, lo conseguí, sino que se columpiaba en el vacío, sin sacudirse la negra testarudez de los suyos, que construían murallas impidiendo el acceso de aguas de libertad y autoestima que tanto necesitaba.
Durante esta etapa de la vida todo huele a laurel de triunfo y a juego, siendo eternos los minutos, que como chicle se van estirando, quedándose pegados en las suelas de los zagales y en las esquinas de las calles más transitadas por ellos, saltando y haciendo cabriolas como animalillos salvajes en la selva al calor de la manada, porque la naturaleza con su sabiduría así lo ha establecido, no poseyendo nadie suficientes atribuciones para abolirlo, y no interpretarlo como quimeras que no casan con sus lúdicas mentes que pertenecen a otra galaxia, lejos de los adultos, no utilizando el concepto de venganza, el trabajo remunerado o la preocupación por el porvenir; ninguna de estas letanías se reflejaba en la agenda infantil.
Ansiaban beber los momentos cruciales sin perjudicar a nadie, divirtiéndose con cualquier cosa que se les ocurriese por simple que fuera, pero Albertillo se sentía tetrapléjico, atado de pies y manos a la hora de ir a jugar, pues sabía que después sería transportado al infierno de su casa y vapuleado por la incomprensión, porque acaso la familia del compañero no gozaba de buena reputación, o bien el abuelo estuvo entre rejas por insondables causas difíciles de aquilatar.
No podía aguantar por más tiempo el fúnebre ceremonial de los padres torturándolo con tanto misterio, resultando para él una pérdida estúpida de tiempo, ya que le importaba todo un bledo.
Ellos creían que si se juntaba con el negro se le pegaba el color, si con el drogadicto la enfermedad, si con el deforme la fealdad, y así sucesivamente.
Como las apariencias engañan al flaquear la percepción de los sentidos, y el hábito no hace al monje, lo aconsejable será cultivar el arbolito desde que despunta con abundante agua, dulces caricias y altas dosis de comprensión.