martes, 18 de julio de 2017

Tomando un tinto en los Guájares



Resultado de imagen de un arriero con mulo  bebiendo en el bar


                                                                 

                                 
   
                       "El vino alegra el ojo, limpia el diente y sana el vientre". 
                       
                       "Vinos y amores, viejos son los mejores".    


   Cuando no le salían las cuentas según iba subido en la bestia hacía un alto en el camino, atándola a la argolla de la taberna y se tiraba al alpiste.
   Se liaba la manta a la cabeza, como aquel que dice, parando el flujo estresante diciendo para sus adentros, que salga el sol por Antequera. Y como otro Lazarillo que está hecho al vino y muere por él, bebía hasta ponerse ciego, bebiendo a caliche de la botella de cocacola rebosante de vino, levantando el codo con sin par desparpajo en tales coyunturas.
   Aquel día el arriero no podía más, pese a la euforia por los cuartejos que llevaba en el cuerpo, al evocar el vencimiento del préstamo para la boda de su hija Angustias, no llegándole la camisa al cuello.
   No sabía qué hacer. Unas veces especulaba con jugárselo todo a las charpas con un nutrido rancho de competidores en la plaza del pueblo o al monte en un reservado. Y otras, se planteaba ir a Pinos del Valle o Polopos, qué más daba, a fin de conseguir un anticipo a cuenta de la cosecha del año que viene.
   En ocasiones amenazaba irónico, entreabriendo los rijosos ojillos, con acercarse a cobrar cierta deuda a algún pueblo de al lado, pero  se decía a sí mismo, ¿y para qué voy si no me deben nada?.
   Y ofuscado por las circunstancias, le pasaban por la cabeza las más drásticas ideas, tirarse por la Torrentera del pueblo, pegarse un tiro o algo más razonable a todas luces, agarrándose a la vena religiosa, salir de penitente acompañando a la Virgen de la Aurora en procesión hasta la Era de la Cruz, y recibir la bendición junto con los campos, las sementeras y los animales del entorno, y de ese modo renacer a la vida, como un hombre nuevo, radiante, hermoso y limpio como el dorado trigo de la parva que se aventaba los veranos en la Era para el posterior sustento guajareño, amasando en el horno el pan de cada día, haciendo felices a chicos y grandes.
   El remedio urgía tomarlo, pero la calentura del pago del préstamo le llevaba a beber como un cosaco tomando un cuarto tras otro en el bar de Juanito el Tito la mayoría de las veces hasta las tantas de la madrugada.
   A veces llegaban los parientes o amigos a saludarle, dándole ánimos y consejos, mira, Juanico, todo tiene en esta vida arreglo menos la muerte, y no reaccionaba, encontrándose en un callejón sin salida y en un estado etílico de padre y muy señor mío, tarareando risueño coplillas:
- ¿Borracho yo?, tururú.
- Oye, Juanico, -apuntaba alguno- el mulo se ha soltado y corre como un loco calle abajo con la carga arrastrando.
-Pues que corra y pare el carro cuando le plazca, que yo sé el camino de mi casa, y si me veo en apuros llamo a mi amigo el alguacil, y corriendo me prepara alguna guarida, pues no me importaría dormir en el calabozo, el local que hay debajo del antiguo Ayuntamiento, antes carpintería, donde se  hacían apreciados muebles y utensilios a la carta, armarios, bancas o mesas para la escuela, la iglesia o las alcobas, y los ataúdes para el último viaje, y ahora es el bar de los desguaces o jubilados, bueno, y a todo esto, ¿quién ha dicho miedo? -porfiaba-, echando otro trago y añadiendo, ¡más se perdió en Cuba!
   El vino hace milagros, pero también perturba a los sentidos y al cerebro si se abusa de él, como le pasaba aquella mañana al arriero, imaginando que de esa manera no se enfrentaría al desairado trago del vencimiento del préstamo que pidió a su amigo del alma.
   Y por otro lado se le venía encima, como piedra de molino, la religiosa ceremonia de la iglesia, ya que era bastante creyente, y se imaginaba al párroco impartiendo la bendición a los desposados recibiendo el sacramento nupcial la hija con el pretendiente de Guájar Faragüit, y debía guardar las formas y un restillo del peculio de la última cosecha de almendra para lo que se avecinaba.
   Porque estaba a la vuelta de la esquina el casorio de Angustias, a esa edad en que los aromas y hermosura bañan el semblante y el ambiente y cantan los ruiseñores en derredor.
   Hasta hacía muy poco, la pobre Angustias se negaba a vivir. Pasaron noches de perros. Y por fin la opinión familiar pudo más, logrando llevarla de nuevo a la vida, postergando las devotas ansias de servir a Dios profesando el voto de castidad en el cenobio, al aceptar las relaciones de noviazgo con el mozo que la familia consideraba como un buen partido.
   Y de buenas a primeras se hizo la luz en sus estancias, diciendo adiós a los vírgenes anhelos de espiritualidad en el convento, y en un plis plas se fijó la fecha de boda, mucho antes de lo que ellos hubiesen imaginado.
   Sin embargo el cambio de rumbo de la núbil daba que pensar, ¿qué artimañas habría utilizado el pretendiente para tan inesperada mutación, tal vez amenazas, recompensas sin límite o alguna herencia secreta...?   
   Y no pudiendo el arriero digerir tal mezcolanza de súbitos advenimientos en tan breve tiempo, bebía y bebía vino de la costa o mosto de la Rambla o Jurite poniéndose morado, porque era lo que con mayor facilidad entraba en esos momentos por su garganta granjeándole felicidad.
   Era sin duda un remedio bendito para olvidar, durmiendo luego el tablón, estando fuera de combate y sin figurar en la lista de morosos o deudores, y se reía a mandíbula batiente del mundo y no sólo de las deudas que, aunque fuesen de pura usura, era lo que había en aquellas calendas de negras estrecheces, y sobre todo cuando los tiempos se confabulaban para que no valiesen los frutos, y los campos se esquilmaran de repente por falta de agua, no sirviendo de nada las rogativas al Señor, desfilando todos los vecinos por las angostas y polvorientas calles de entonces, quizá recordando que el hombre fue hecho de polvo, movilizando a todo el personal para tan alto fin, poniendo rabiosos a los perros la algarabía humana, y nerviosas a las gallinas que picoteaban alegres por las calles, así como las conversaciones ("comeaciones") a calzón quitado que entablaba la concurrencia, que hasta el marranillo del santo patrón, que deambulaba y hozaba a sus anchas por las callejas de la villa, todo enseñoreado y manso, se quejaba gruñendo como un descosido por tanto alboroto de campanas, plegarias o cánticos a la divina providencia.
   Cierto día, según bajaba Juanico con el mulo por la Cuesta de la Hoya, tarareaba canciones como, Una piedra en el camino me enseñó que mi destino era rodar, rodar y rodar...  quizá pensando como el poeta que cantando la pena, la pena se olvida, y volaba por su cabeza un sinnúmero de impetuosas y extravagantes vivencias o ancestrales pensares populares como, "No por mucho madrugar amanece más temprano", "donde las dan las toman", "año de nieves, año de bienes" o "arrieros somos y en el camino nos encontraremos", mas no hallaba respuesta a lo que buscaba.
   Y abundando en el desconsuelo, menos recomendable sería cruzar a las primeras claras del día los oscuros morros del Tablazo bajando hacia el río de la Toba, por donde discurren sonrientes y saltarinas las aguas, pues aumentaría la lobreguez del alma.
   El animal debía beber agua cuando fuese preciso, y parecía que lo escuchara al ver su reacción al olisquear la tasca, pues quería beber también, quizá para congratularse con su amo.
   Al entrar en el bar lo primero que asomaba por el mostrador era el cuartejo de vino acompañado de cacahuetes, garbanzos tostados o habas con bacalao para saciar el hambre y refrescar la garganta, pues se presentía harto dura la jornada, desatascando con el riego los atranques existenciales y los del gaznate, que a buen seguro que con el desgaste del camino vendrían mulo y arriero jadeando como perros con la lengua afuera.
   ¿Si al menos se hubiese acabado ya el duro crujir del vivir, o el hondo dolor mudo! 
   A ver cómo viene este año la cosecha -se decían unos a otros. Y si las nubes se dignan hacer una gracia y traen lluvia buena y pareja, y no pasa como a Bartolo el otro año con la jaca blanca que compró en la afamada feria de ganado de Motril, que por poco si se la lleva la crecida del río, pues tuvo mucha suerte, ya que, además de librarse de la muerte, la compra fue fruto de un buen trato, muy bien llevado por cierto, argumentando con las mejores razones, insistiendo el comprador, como un cascarrabias, en lo que creía era lo justo, dándose al final la mano y la apalabra y trato hecho. Eran otros tiempos.
   En cambio en otros conciertos la música variaba como de la noche al día, y si no que se lo pregunten a mi compadre, que los otros días se le murieron dos cabras con unas ubres de oro, y un marranillo ya criado, no sabiéndose a ciencia cierta la causa, algunas lenguas, jugando a veterinarios, apuntaban a una extraña epidemia llegada de ultramar, torciendo las buenas perspectivas, o envenenando el atajo por donde intentaba camuflar algún pellejo de aceite de oliva de estraperlo, o algo similar en aquella época de carestía, con idea de sacar unas perras para el pan de los niños, y si algo sobraba guardarlo para el préstamo, porque cada vez que se cruzaba con el usurero se lo advertía con acritud en mitad de la calle.  
   Los álamos de las márgenes del río de la Toba, con su corpulento follaje acrecentaban más si cabe la oscuridad reinante, y daban pie a lanzarse a la aventura, a retozar, a saltarse las leyes, a madrugar saltando de la cama, aunque sin pasarse -argüiría Juanico-, pues mal iría la cosa si perdía la cuenta de los lingotazos de ginebra que engullía cada mañana para abrirse paso en la vida y los ojos matando el gusanillo y las carrasperas vitales, porque del abuso de tales mejunjes el cementerio andaba lleno.
   Era todo un ritual la copichuela de ginebra al rayar el día, a fin de templar las cuerdas de la guitarra corporal y los sinsabores, un tanto destemplados por las actuaciones orquestales a la intemperie y las contracorrientes del fluir humano.
   Y a la hora acostumbrada del almuerzo iban llegando exhaustos los arrieros, atando del ronzal a las bestias a la puerta de la taberna, unas veces en la venta de las Angustias y otras en el cortijo de Cañizares, y cogían la talega con lo que llevaban aviado en las alforjas, y entraban felices y contentos en el templo del dios Baco pidiendo alborozados con voz en grito, m a r ch a n d o  u n c u a r t e j o de vino tinto (o del terreno o mosto de fulanito que este año lo tiene muy bueno).
   El tabernero (o tabernera aún más) alegraba a los clientes contando historietas, chascarrillos o las últimas noticias del pueblo, quedando agradecidos de corazón, abriendo todos los sentidos a lo que les espetase, pese a que algunos tenían más cuento que Calleja, contando lo que no estaba en los escritos, muertes espeluznantes, picaduras de avispa en los ojos o de escorpiones en el trasero, cabras despeñadas por los cerros o alguna cencerrada de pareja, incluso algo que a su vez se lo había contado alguien y éste otro a un tercero y así sucesivamente hasta los confines de las cortijadas, y cosas así.
   Una vez satisfechas las ansias más intempestivas, tornaban a la labor unos y otros y John, el extranjero que no le faltó tiempo para aclimatarse a las costumbres del pueblo guajareño, siendo uno más de la cuadrilla, que quieras que no le gustaba el tinto como al que más, cargándose a veces más de la cuenta
   En aquel templo de Dionisio se sentían los amos del mundo, un Nikita Kruschov o un Ike Eisenhower, a salvo de amenazantes tormentas o tormentos familiares, ensartando sueños, cual otro John Wayne en el celuloide, aunque con la cabeza perdida a veces u ocupada en no se sabía qué, acaso en pegarle fuego a las inquisiciones, pejigueras o pesadumbres echando un gran chisco en la plaza del pueblo y quemar las facturas del desamor o de la luz, la cartilla de racionamiento u otras doloras, no pudiendo pasar por alto ni un minuto más el calzar al mulo, siendo algo superior a sus fuerzas, colocándole las nuevas plantillas, unas herraduras de primer orden, porque ya no aguantaba más el pobre animal, pues era su salvavidas.
   Sin embargo el arriero, incluso con las albarcas roídas y el corazón partío siempre estaba dispuesto a subir o bajar cualesquiera cuestas (de Panata, la Hoya o del camino de Faragüit), no faltaba más, como si fuese de acero como el borrico Platero, no habiendo tiempo que perder, y los compromisos y labranzas no esperan, y no había más remedio que jugarse la vida a diario, bien dando un porte o echando mano del contrabando de bajo voltaje, llevando a la capital de la comarca, Motril, algunos odres de aceite o frutillos u otros surtidos, arrimándolo pacientemente a la churrería, tienda o taberna que se pusiese a tiro.
   Y al hilo de los surcos de la pluma surge la duda de que siendo como eran muchos los guajareños de ascendencia morisca (indelebles huellas lo delataban), no se sabe a hasta qué punto se les atragantaría o remordería la conciencia al echar mano tan alegremente y con tanto amor de los productos porcinos y vitivinícolas, obviando las severas advertencias del Corán.
   Al parecer compaginaban con suma diligencia y exquisita cortesía lo antiguo y lo moderno, el jamón de pata negra con los ricos caldos de la tierra o del globo, entrantes emblemáticos en todo tiempo y lugar (otro tinto en Oporto, Burdeos o el Cairo podrían atestiguarlo), porque allá por el siglo trece el primer poeta castellano de nombre conocido, Gonzalo de Berceo, lo resaltaba en los poemas del Mester de Clerecía, "Ca non so tan letrado por fer otro latino,/ Bien valdrá, como creo, un vaso de bon vino, y escribir en romance claro y llano, en el cual suele el pueblo fablar a su vecino" .
   Otros oscuros parámetros, no por ello de menor pleitesía, hervirían en sus abigarradas mentes, pero se diluían entre la umbrosa neblina de los apretados cerros guajareños, como el harén, que seguramente más de una vez pasaría por las mientes del arriero anhelando ser sultán por un día con el reglado séquito, no obstante las aguas masculinas fenecían ante el furibundo oleaje, al chocar contra la muralla de la resignación cristiana, tanto del viejo como del nuevo.
   Y ocurrió algo sorprendente. Un tañer extemporáneo retumbó al crepúsculo por el cerro del Águila, por cuyas estribaciones discurría en esos instantes el arriero, un sonido parecido al de un viejo y cascado cencerro, era el doblar de campanas por la muerte del usurero, miró al cielo el arriero, se santiguó y sintiéndose liberado descansó.
   Y Angustias recibió al cabo lo prometido por el compromiso nupcial, la herencia de su marido, que por caprichos del destino no era otra que las posesiones del usurero. 
   Y mientras tanto el reloj seguía impertérrito su curso, sin detenerse, oyéndose imperiosos los sones y repiques de campanas, el bullicio de la gente cruzando las calles, la banda de música, los puestos de turrón y dulces y otras chucherías, estallando el castillo en la plaza con lanzamiento de cohetes y traca iluminando los cielos, era el día de la Virgen.
   Albricias, guajareñ@s, a disfrutar de estas fechas tan señaladas, tomando con familia y amigos ricos pestiños, buñuelos, morcilla, longaniza, pan de higo, chicharrones, higos chumbos, arencas, granadas, racimos de uva y mosto, mucho mosto, pues septiembre llegó, como cantaba José Guardiola, "... con sus manzanas fuertes, con sus uvas maduras, con sus flores silvestres", ...y, como buen arriero, por todos los caminos te buscaré sin verte.