miércoles, 24 de diciembre de 2014

Se mostró intransigente...







                       
                        
   Se mostró intransigente a más no poder por lo más pueril o insulso durante el peregrinaje, al encender un cigarrillo o refrescarse la garganta con un chicle de fresa, al estornudar contra su voluntad o rascarse la cabeza sin darse cuenta, al aflojar el nudo de la corbata o ir silbandito según caminaba por el sendero inhalando el esplendor mañanero, haciendo acopio de las fragancias del campo que se desperezaba del letargo invernal, o acaso de rincones prehistóricos o retablos del Medievo, al desentrañar en la ruta cultural pinturas del hombre primitivo cazando dinosaurios o dinosaurias, que no moscas, como si emulase los televisivos programas de la Cuatro en donde pelean en porretas por la pareja, yendo vestidos a la bíblica usanza, con los mismos trajines y trajes y cicatrices que exhibían a flor de piel Adán y Eva en sus siglos de oro, deambulando por la arenosa pasarela de la playa perdidos entre el excitante y fresco follaje de sus pensamientos pisando con garbo el resbaladizo rebalaje, sin tapujos ni taparrabos o algo que se parezca a hojas de parra, avivando el fuego amoroso o fatuo de la hoguera del dios Eros en las abúlicas calendas decembrinas, en una desatada búsqueda de bonanza, de bocados de cielo, de sentidos despertares, mas ella impertérrita, en su torre de marfil rumiaba bazofias en un turbio girar en la rutina de la noria, como si quisiese poner puertas al campo de la ilusión, a papá Noel, enredando en las neuronas con tejemanejes y variopintas patrañas arrancando los tiernos brotes, impidiendo que se deshiciese de las ataduras, renaciendo de las cenizas, y salir del lúgubre habitáculo a hacer sus necesidades espirituales y fisiológicas más perentorias, bien en silla de ruedas o con los pies por delante si fuese menester o por salirse con la suya, después de pasar tantos túneles y escollos con la soga al cuello, o crudos inviernos con el aire viciado en el hogar, o acaso por malentendidos coyunturales, que, cual cruel pesadilla o zancadilla, casi le tumba el bus en la curva de la vida por mor de la tromba de nieve que caía llegándole al alma, formándose una especie de enorme piedra de molino o bola, cual magma negro, como nunca se había registrado en aquellos puertos de la existencia ni en las áreas de servicio de la autopista, y todo ello por el prurito de beber en los ancestrales cimientos del talento artístico, en el hontanar de las más limpias y claras esencias arquitectónicas, por ámbitos románicos y gótico florido que florecían risueños por las riberas del trayecto conjuntamente con los avatares de las memorables hazañas radiadas por bardos y juglares por callejas, plazas y palacios, y que con tanto sigilo y maestría trenzaron en el prístino rugido de batallas de moros y cristianos (que aún perduran en la memoria festiva de ciertos núcleos de población), las aventuras y desventuras y los postreros suspiros del Cid por los torcidos renglones del Poema extraídos de aquellas ásperas tierras, de ciego sol, sed y fatiga, cabalgando por la terrible estepa castellana con los suyos camino al destierro, hecho polvo machadiano, aunque lo que más le irritaba sin duda eran las barricadas de intransigencia que le montaba ella al menor amago de pisar tierra firme tras la última singladura, la puerta de la calle para echar los malos humores, tomando el tibio sol de la mañana y de esa guisa curarse en salud, séase ósea o protegerse, cual férrea armadura, de los embates del mar de la vida, recibiendo el bálsamo o empujoncito preciso para subir la penosa cuesta de la umbría por donde subía.
   Entre tanto cabría interrogarse, entre la frialdad de las piedras de los claustros catedralicios y de la  nieve que reverberaba en lontananza, cómo se las arreglarían aquellos intrépidos guerreros para atemperar los sinsabores, las emociones, los súbitos embarazos en las emboscadas, para sobreponerse a las indómitas coces de las bestias y duros hálitos peleando en el frente contra las huestes enemigas por aquellos gélidos escenarios evocando numantinas leyendas.
No cabe duda de que en su faz, hitos y veneros aún se leía la ejemplar entrega y amor propio que ponían estos gladiadores, derramando hasta la última gota de vida en defensa de la causa, esquivando ser pasto de aquellas fieras o ninguneados en sus legítimas aspiraciones e ideales por unos desalmados que de la noche a la mañana se plantaron delante de sus narices, en sus dominios sin más, boicoteando los encendidos anhelos de seguir avanzando en el tren de la vida y la ruta de piedra hecha cultura, fervor y vida, sin ser incordiado, pues quería ser él mismo, utilizando los medios o las herramientas más idóneas para tal fin, achicando agua en los pulmones y en la desconchada casa, capeando el temporal de las torticeras e hirientes horas infernales, pero jamás pensó que en menos de lo que canta un gallo se presentara la gendarmería en su propio refugio con una orden de arresto por una imaginaria violencia de género, actuando como unos energúmenos provistos de los más sofisticados artilugios armamentísticos, que no argumentos, dejándose llevar por la negras corrientes; tristes armas si no son las palabras, decía el poeta oriolano, y se agarró con tesón al timón, al firme empeño de navegar por lúcidas aguas, viviendo en un ameno vergel de cordura pese a quien le pese.





miércoles, 19 de noviembre de 2014

Bofetadas de la carestía









   Ya voy, mamá, contestó Carmencita acurrucada en un rincón de la casa, cerca de la cuadra donde dormían el mulo y las gallinas.
   Estaba reclinada sobe la mecedora como de costumbre, sola y un tanto apesadumbrada.  Se abrazaba a los anhelos y a su desdibujado cuerpo, trepando por las ramas de la fantasía tapando su tierno y paliducho rostro y los enredados cabellos sudorosos por la ausencia de aseo.
   Llevaba el vestido arrugado y desteñido con la costura de las mangas descosidas, y algún que otro sabañón en los deditos del pie. Sin comida a la vista, las tripas le crujían vertiginosas dando fe de la precariedad estomacal, aunque se había ido habituando en parte al calvario del hambre, delatándola la delgadez del cuerpo, con unas uñas enjutas y agrietadas por el desamparo.
   Había días que ya no le quedaban réditos para llorar o reír o incluso respirar. El líquido elemento era tan solo lo que precisaba para renovar las lágrimas. La brisa acariciaba su frágil y acongojada silueta en los descarnados peldaños de la soledad, que se hospedaba en el vacío que la envolvía, sin visos de un porvenir. La causa la tenía bastante clara, y sencillamente no se lo interrogó jamás convencida de que la respuesta no llegaría a ningún sitio.
   El agente promotor de la trama macabra estaba cantado, y apartaba la idea de búsqueda convencida de que daba lo mismo, porque no le serviría de nada. Y las tripas le volvieron a crujir puede que por última vez, acaso advirtiendo de la inminente despedida.
   La pequeña tomó contacto con el insensible y frío suelo cayendo tras la pérdida del conocimiento, buscando quizá en su regazo lo que nunca tuvo. Aquellas postreras lágrimas tal vez le anunciasen el fin del sufrimiento, el temido e ingrato final.
   Y si se interrogaba por el paradero de los progenitores le producía una alergia asmática mayúscula, pues la suerte estaba echada. Los abuelos ya habían volado al cielo. En semejante tesitura no le valía la pena cuestionárselo, dado que sin querer lo averiguaría. Y sólo le aguardaba el toque de trompetas con la llegada del último trance, que sin apenas demora vendría a recogerla con los brazos abiertos.
   Al fin su viaje lleno de mezquindades y penurias, se habría confabulado contra ella convirtiendo los pasos vitales en polvo, en nada.
   Ya voy, mamá, descuida, y espérame en donde crece el ciprés, junto al fuego de las sombras.     
           

       


sábado, 8 de noviembre de 2014

La vida











                          
      Ah de la vida, ¿y nadie responde?
   Nadie le respondía, metido como estaba en mil zanjas e inesperados remolinos, luchando a cara de perro contra viento y marea por el río de la vida o acaso de la muerte, vaya usted a saber, porque el lodazal en que había caído sin sospecharlo según avanzaba por las márgenes del río era tétrico, y por mucho que inquiría sobre tan funestos avatares no se lo explicaba, hasta el punto de sentirse perdido y tratado como un mueble viejo que lo llevan de un lado para otro sin miramiento o unas alpargatas rotas que nadie aprecia, llegando a verse arrumbado en los rincones de la desidia más atroz o de la mansión donde se cobijaba totalmente olvidado, triturado y desprovisto de las señas de identidad; y la cosa crecía a borbotones pese a que creía que eran meros espejismos, mas, no obstante, en un acto de amor propio, se tentó los pálpitos y notaba que aún permanecía entero, con las botas puestas y las ganas de caminar y todas las partes del cuerpo se conservaban en orden y al completo, ojos, manos, pies, lunares y lo más trascendente, los sentires y pensares, aunque un tanto diezmados por los temporales.
   Y al llegar a este controvertido estadío tomaba aliento, pero reventaba de indignación y rebeldía, cual volcán en erupción, al estallarle en las propias manos la ceguera y la indignidad de la creación, ya que las ideas, los ideales, las perspectivas que atisbaba a un palmo de su cerebelo no los alcanzaba, como un Tántalo cualquiera, de manera que todo le hervía entre pecho y espalda, entre las corrientes del ayer y hoy, no respirando como le hubiese gustado los fehacientes aromas de recuperación, de levantar cabeza, y  abrazarse a una burbujeante e ilusionada vida, dado que nadie echaba cuentas con él, y tan sólo le espetasen, alto, quién va, la bolsa o la vida, toda vez que los quereres nadie se los podía hurtar.
   Aquella mañana se levantó muy temprano acariciando la cara ante el espejo y un nuevo proyecto, y quería a toda costa llevarlo a la práctica, que en pocas palabras consistiría en no jugar alegremente con la vida, al darse cuenta de que la vida iba en serio, pensó, y que hacer pocicas en las calles tras la lluvia o meterse en los charcos o jugar a la gallina ciega o al pilla pilla desnudo y sin armas, ya no computaban en los tramos que marcaban las manecillas del reloj a estas alturas de la vida, el verdugo del tiempo, debiendo hacer borrón y cuenta nueva. 
   Los aires que inhalaba por aquellos valles y alcores por donde merodeaba no suministraban sonrisas ni solvencia alguna ni tan siquiera un ápice de confianza o verosimilitud, al no gotear el grifo ni una brizna de esperanza o caricias que saciasen la sed existencial que le amordazaba, y después de un higiénico lavado de cerebro como medida preventiva, decidió quedarse siempre que podía en la fuente del barrio que le vio nacer, echando suculentos tragos de fresca y cristalina agua para limpiar la mirada y las impurezas, las turbias acciones y aminorar los calenturientos y melancólicos momentos, que le humillaban ante la impotencia y latían bulliciosos en los riscos del convulso recorrido, estando atento a los cantos de sirena o no rozar en horas bajas las ásperas fronteras de la alexitimia.
   Y de cuando en vez respiraba un no sé qué, como si anduviese girando noche y día en torno a la noria, masticando hastíos, advenedizos resquemores, obsoletos frutos o tal vez verdes sueños aún no hechos pasándose de rosca, que acaso trataran a hurtadillas de hacer un pacto con sabe dios quién, tatuando los  tic-tacs de sus sienes, las ansiedades, espachurrando con furia los anhelos, los más tiernos brotes, unos, más díscolos, y otros, aún sin una presencia reconocible por incipientes o por carecer de experiencia, dejando de ser apetitosos para echarse a la boca, y sin posibilidad de olisquear un oasis donde restañar los desconchones de la estructura ósea o mental.
   Las copas de los árboles y de la vida le daban la espalda o la sombra, así como latigazos de incomprensión, horadando los intersticios más expuestos de las heridas diarias, ahondando en las celdas de sus querencias, en los impulsos más sensatos y sostenibles que alimentaba contra las acometidas de los contratiempos o disfrazadas fruslerías en su afán por palpar la fragancia de mejorías anímicas, pero raudas se esfumaban como humo impulsado por los más raros vientos.
   Todo era como un día sin pan o de difuntos, o como la rama del árbol que se desgaja de la savia del tronco, de las íntimas entrañas que la sustenta, y se cuestionaba atónito y desnortado o apesadumbrado en mitad del desierto que pisaba, ¿y mi madre dónde está?, si ayer la vi partir rumbo a la capital por ese sendero, y no hallo estelas en la mar, ni columbro las mágicas artes que peleen por rescatarla o concertar una cita con ella, por muy enrabietada que esté conmigo u ocupada por el cúmulo de encargos y visitas familiares o de amigos que tenga, o a lo mejor ver tiendas y más tiendas, buscando gangas o las últimas rebajas de la cuesta de Panata (donde se sudaba o tiritaba de lo lindo) o de enero, no se entiende, mascullaba entre dientes, pues ya tendría que haber aparecido, porque las manecillas del reloj cantan que el tiempo ha volado, aunque veinte años no sean nada como en el tango, y que ella ha volado asimismo tiempo ha, no dejando ni rastro de los suspiros, su memoria y cariño, porque con ella voló todo aquel día tan nefasto y tirano, cuando le dijo adiós todo compungido y esperanzado esperando volver a verla pronto.
   Era un día gris, de parkinson, tuerto, digno de que el dios Cronos lo hubiese exterminado con la guadaña, y se notaba en los sones que no carburaba, que no tenía bien la cabeza ni lo mínimo que hay que tener y dar la cara ante el mundo, con los ojos abiertos de par en par, y al llegar a ese punto, de súbito y sin más rodeos, alzó la voz y le dijo al día cuatro cosas bien dichas, traidor, truhán, mezquino, mendaz, dejándose llevar por los embates del mayor rechazo y desprecio, tildándolo de vil serpiente que se enrosca en los dulces bailes de los corazones infantiles, en las derruidas lágrimas de un  indefenso que pierde de repente todo lo que más quiere en este mundo, atestiguando que ese día su alma enmudece, pena y casi muere. 
   La vida no bullía en sus entrañas como debiera, se veía como armario viejo heredado de padres a hijos o nietos o expuesto al mejor postor, y nadie conocía sus interioridades, lo que llevaba grabado entre las cochuras.
   Y las encrucijadas, pinzamientos y pesares iban goteando paulatinamente como gotas de lluvia por los desfiladeros de su existencia, sin permitir echar una cana al aire, subirse a los columpios de la feria del barrio o patinar por las ternezas maternas, olvidado de la divina providencia o tal vez de las tinieblas, que nunca se sabe, y de los tiernos ecos y los requiebros humanos.
   Y en medio del carrusel de la vida, no cabe duda de que su currículo estará lleno de anécdotas de todo tipo y condición, de anécdotas que harían sonreír o suspirar al más pintado o empedernido de los viajeros que circulan por los aeropuertos buscando a un amor o discurren por los lechos de los ríos cotidianos con o sin rumbo, a la deriva, pero que sin embargo los habrá que se consideran gerifaltes o arúspices de los acaeceres más distinguidos, que mueven los hilos de los entramados generacionales y las más íntimas pulsiones de las voluntades.
   Y entonces, cabe insistir en la interrogante, ¡ah, de la vida!, ¿y nadie responde? Y las maquiavélicas maquinarias del poder siguen triturando a toda pastilla las sentidas emociones, los pacientes troncos de los árboles del bosque, las historias más entrañables del ser humano, y todo cuanto encuentran a su paso vale, tanto montando guerras sin piedad, como asfixiando gargantas o apagando la luz de vidas inocentes.      




sábado, 25 de octubre de 2014

Folio y medio



                                             
   Folio y medio fue, pese al empeño por incrementar las páginas, todo lo que pudo sacar en limpio de su magnánima generosidad. No hay más cera que la que arde –respondió, mascullando palabros-, y a renglón seguido, -agregó taxativo-, los recortes significan reducir y tienen que circular por los más diversos veneros, algo similar a las súbitas ventoleras que se levantan de repente en los recovecos del cosmos, debajo de los árboles o de la falda de Marilyn Monroe, o bien en la bolsa, en la sierra o en nuestras mismas narices, llegando a las raíces del edificio humano hasta tumbarlo, porque tenga usted en cuenta que sería harto cicatero conformarse con menos, achicando agua sólo de tormentas, de sueldos, de sanidad, de educación, de personas dependientes o de enfermedades raras, porque eso no se podría concebir en una galaxia o planeta globalizados, por ende, todos reyes o todos villanos, y punto.
   Y transcurrida la sumarísima reunión salpicada de saliva creativa en las cumbres de la escritura, eso fue todo el botín de la conquista, folio y medio. Menos da una piedra –pensaría-, no sin antes haberse arrastrado una y mil veces por los suelos y los cimientos de la razón besándole los pies a su graciosa majestad, y prometiendo que esta vez no surgirán problemas ni raras historias, que emplearía todo el potencial adecuadamente a fin de que no se vuelvan a repetir en los textos los turbios avatares de antaño, cencerradas nocturnas por calles y plazas porque la pareja rota, toda apresurada, se arrejuntaba al oscurecer en la fría alcoba, o torrentes emocionales o rebeldías escriturarias sobrepasasen el cauce de lo estipulado, portándose como un hombre, siendo un chico cuerdo, altruista y nada pendenciero o rijoso ni travieso, no mirando las piernas de la dama que sube en minifalda por las escaleras, ni apedrear perros callejeros o coger nidos de las copas de los árboles o subirse a las barbas de los mayores o a los almecinos con el canuto en la boca por el puro prurito de disparar, sin haberse cerciorado antes de su estado anímico y el de la rama, ya que podría troncharse y torcer el sino de las personas que pasan por el lugar o el suyo, cavando la propia tumba.
   Y al cabo de las reiteradas acometidas y esperanzados embates, cual mar empecinada en lograr sus legítimos derechos de expansión y autonomía, pues he aquí que no hay nada nuevo bajo el sol. La Constitución lo contempla -gesticula con convicción-. Es la sentencia. Punto y aparte o puntos suspensivos. Folio y medio, eso es todo. ¿Hay quien se atreva a pronunciarlo más alto y claro?   
   En semejantes coyunturas de entrantes, salientes y degustaciones literarias, como la bandeja de canapé en las bodas, en que los balates de la fantasía están a medio levantar entre el follaje del papel, y los bancales andan aún medio perdidos y sin estercolar con el nitrato poético, de pronto, y sin más ambages, se oye la voz, silencio, se rueda, y hay que ponerse el traje de faena a toda prisa con intención de recolectar los prístinos atisbos de la aurora, los mimbres sueltos, los vocablos errabundos, y casarlos con la cesta de las sugerentes y diligentes filigranas y frutos maduros y, ¡hala!, a mover ficha, a encestar en la red semántica, a masticar historias, a desgranar lunas rojas o partir castañas sin darse un respiro o un castañazo por las autopistas de la ficción, sacrificando lo que haga falta, ranas, musarañas, murciélagos sin ébola, ruindades, paraísos, sin olvidar los componentes culinarios restantes, ajos, ojos de lince, perejil, el sístole y diástole del verbo, cebollas dulces, tomates en su salsa, rebanadas de mesura, latidos cordiales, introduciéndolo todo en la olla a presión, y de esa guisa obtener un guiso hecho y derecho, para chuparse los dedos, casi para competir con los demás cocinillas, y servirlo a los comensales de las letras con todas las garantías, en una mesa redonda engalanada con trapisondas, máscaras, ingeniosas escenas, amenos trazos, ternezas, truculencias, rugidos, guiños y multitud de cuentos, bien en el palacio de Versalles, el de la Magdalena  o entre cálidos y estéticos sorbos de café o té en la tetería de toda la vida.
   Por lo tanto sería un gran dislate o acaso un delito de lesa majestad descolgarse con bolígrafo en ristre por los singulares cánones de un Ken Follet escribiendo como un descosido, con las estrictas criterios que laten bajo el título, Folio y medio, toda vez que las endorfinas que lo nutren se descuajaringarían, como higo maduro que cae de la higuera, nada más principiar la urdimbre, al no tener cuerda para mucho rato, tildándolo a uno de mentecato, transgresor, vulgar, beodo, bisoño, saltimbanqui e irresponsable de cabo a rabo, por lo que no cabe otra alternativa, siendo preferible por tanto embelesarse con besos y caricias de microrrelatos made in Monterroso  o Max Aub (“Cuando amaneció, el dinosaurio todavía estaba allí”; o “Lo maté porque era de Vinaroz”) o haikús ( En mitad del charco/ brota toda hermosa/ una rosa) o los dulces abrazos de Eduardo Galeano, que tanta savia creativa inoculan en el cerebro humano  y en la aventura de escribir.
   
  

sábado, 4 de octubre de 2014

Surcos de septiembre










                                              

   EL follaje vital del entorno no propiciaba los futuribles proyectos ni hallaba el dúctil equipaje donde incrustar los diversos pensares, cachivaches y recursos para emprender un vuelo provechoso a alguna parte a la entrada de septiembre. Septiembre se muere, se muere dulcemente, con sus raíces secas, con sus uvas maduras, como decía la canción, y no había más remedio que retornar de alguna manera a los surcos que bullían cual ranas revueltas en las pozas, a los más urgentes tránsitos o cuestiones palpitantes, que en tales calendas acechaban con más ardor si cabe, debiendo enrolarse con premura en los sedientos impulsos del titubeante viento viajero, que lo llevase a uno con inaudita pasión y vivas pulsiones a los más encontrados lugares, sacudiéndose las pesadas horas de las lentas tardes de agosto agobiado por el canto de las chicharras, algún insano moscardón o cualquier otra accidental patraña, y sin más ambages, cual ave errante a la vuelta de la esquina del árbol, anudarse una anilla, camisa, acaso corbata, sandalias o abarcas, los calzones y un pedazo de pan raspado de engañifa para la marcha, con unas pocas y desteñidas monedas en el bolsillo, y, cómo no, la mugrienta y extinta maleta regada con unos ilusionados tragos de arrojo y mirada aventurera prendida en las neuronas con afán de sumergirse en las turbias corrientes del río de los días, dejándose llevar sin paliativos hacia algo soñado, ignoto, rumiando las perspectivas de copioso maná en alguna tierra prometida sin opción de error ni marcha atrás.
   El campo de operaciones se ofrecía abigarrado de incertidumbre y raras divergencias, intrigante y expectante, al encontrarse su estadio sembrado de incontables interrogantes, de vacilantes vertientes en donde verter los suspiros, los esfuerzos, los apretujones vivenciales, procurando asimismo que no manchasen el alma, llevándolo en buena compañía, y que no fueran a la postre baldíos, acallando bocas rotas por las estresadas y continuas demandas, sumándose a sibilinos abrimientos de boca, de forma que los más genuinos resortes y ponderados desvelos diseminados por las lomas, las campiñas y corazones encaminados a tal fin no abocaran a la bancarrota, tornándose estériles, exangües, dado que se multiplicaban los requerimientos y clamores de campos a los que había que atender, v. g. arar, acariciar y satisfacer, trazando en su faz los oportunos caballones o regueros, los propios surcos, bien para el regadío o la recolección de frutos, aventando las parvas estivales en las eras con vientos a favor, o bien acudir al centro de estudios correspondiente a pasar todo un calvario, un sumarísimo ajuste de cuentas, los septembrinos exámenes de recuperación de asignaturas pendientes, como si con la que estaba cayendo fuesen las únicas causas pendientes…
   Los surcos se multiplicaban por doquier, bifurcándose a través de los más insondables meandros y ramificaciones de la existencia, mediante una red de caminos que recorrían los puntos neurálgicos del discurrir humano, tanto si era abrasado por férreas obligaciones o arrastrado por antojos o nobles inclinaciones.
   Por ende, en ese variopinto y hambriento andamiaje de construcciones, unas criaturas se embarcaban rumbo a ubérrimos bancos de peces a hacer las Américas, y otras atravesaban los picachos pirenaicos desembarcando en los verdes países del norte europeo o en puertos galos en pos del ansiado sustento, la conquista de la uva, que les refrescaba la garganta, en un intento por burlar las estrecheces con unos sorbos de vigorizante zumo de vendimia francesa.
   En aquellas insólitas y valientes acometidas se masticaban unas exterminadoras jornadas entre ascéticas cepas que duraban de sol a sol, trascurriendo como bajo una negra carpa cósmica con el lema, camina o revienta, canturreando con voz entrecortada, sin saliva y el corazón en un puño los salvíficos aires patrioteros de Juanito Valderrama, que les sentaba como delicioso tentempié, Adiós España querida, dentro de mi alma te llevo metida, y se agolpaban en las sienes y en las  siembras más entrañables un tupido torbellino de emociones y ecos agujereados, de inquietudes y angustiosas esperas de dulces golosinas, anchas como la mar.
   La abuela, mientras tanto, ya casi ciega, muy cerca del viaje de la barca de Caronte, aguardaba en aquel mundo parado y silente de la aldea escuchando la radio, con un raído rosario en los sarmientos de la mano, pidiendo a la Virgen de las Angustias y a todos los santos por el feliz y pronto retorno de los allegados al redil con la carita ornada de frescas alegrías y recién peinada con las alforjas medio llenas, ansiando enterrar los fríos brotes invernales, suavizando los hervores y hematomas de impotencia, rabia o súbito atropello de enfermedades raras que llamaban a la puerta de la noche a la mañana cebándose con ellos.
   Algunas personas realizaban otros roles, dibujando surcos por vírgenes páginas, por líneas de un porvenir tal vez más próspero y risueño, de aplicado estudio, transitando por enrevesados y doctos renglones de libros gracias al brillante peculio familiar o al titánico esfuerzo y sacrificio personal, que de todo había, compaginándolo con otra actividad para la ineludible manutención, y se resistían los muy sesudos y testarudos volúmenes a que se les acariciarse el indiferente lomo con ternura para libar el néctar de sus flores o aprehender los recónditos secretos de los sabios sabores enquistados en las cochuras de sus entretelas y capítulos, aquellos ocultos mecanismos que dormitaban en sus cuerdas literales, o tentarlos al menos subrepticiamente en una solidaria confraternización; sin embargo sus frases, dictados, puntos y comas se mostraban desafiantes y huraños a la altruista y persistente entrega del colectivo estudiantil, debiendo sacar horas extras de la manga, de donde no había ni tiempo ni un socorrido coscurro que echarle a la boca de la memoria, porque, a causa de la malnutrición endémica, el racionamiento, brillaban por su ausencia los sustanciosos elementos vitamínicos, catalizadores del soporte de vida y energía indispensable para semejantes funciones, el preciado don del fósforo, que según la consciencia popular con tanta exuberancia proliferaba en la raspa del pescado.
   Por otro lado, aparecían los sones de los cencerros de los rebaños y los susurros de abejas que sonaban en los oteros, en los campos por antonomasia, junto a la laboriosa siembra de los labriegos, donde la dura y próvida tierra rugía descompuesta al contacto con los dientes del arado tirado por mulos o bueyes, crujiendo indefensa y pidiendo a gritos agua, abonos y compasión por las agresivas granizadas o locas tormentas, y con la mirada puesta en el horizonte los que tenían posibles se enganchaban a los anhelos, al horizonte que se iba perfilando al unísono de sus ritmos, subiéndose al tren de la vida, y exhalaban rutilantes destellos de superación, sensatez y progreso, inseminando en la urdimbre humana premonitorias simientes de bienestar social a través del sueño de un mundo justo, solícito y más humano.                           

    

miércoles, 13 de agosto de 2014

A la mar







CONCEJALÍA DE PARTICIPACIÓN CIUDADANA
José Guerrero, ganador del I Concurso Literario de Poesía “Rosario Navas”
La plaza de Andalucía de la Barriada de las Protegidas acogió el pasado sábado el I Concurso Literario de Poesía “Rosario Navas”, que organiza  la Asociación de Vecinos de Las Protegidas, con la colaboración de la concejalía de Participación Ciudadana de Nerja.
Al certamen se presentaron un total de 11 concursantes, resultando ganador José Guerrero Ruiz, con la obra titulada “A la mar”.  También se entregaron dos accésits, un para Plácido Acosta Iranzo por “Caro Amor”, y otro para Juan Jiménez, que presentó una obra sin título.
El jurado estaba formado por María Isabel Jurado Márquez, Ana María Durán Jiménez, Damián Bueno Fernández y Lucía Muñoz Arrabal.

En el acto de entrega de premios participaron la concejala de Participación Ciudadana, Sandra Jimena; el alcalde pedáneo de Las Protegidas, José Miguel Ortuño, y miembros de la Asociación de Vecinos.



              A LA MAR
Hembra marina que amamantas 
Con tus pechos de espuma
A los innumerables pobladores
Que residen en tus aposentos,
Tanto en lóbregos acantilados
Como en soleados regazos de calma chicha.
Oh mar de amores, que te acicalas
Y atusas los azules bucles
Asentada en verdinegros tronos vitalicios
Siguiendo las veleidades de Selene
Entre mar de fondo y mareas
Por los más salados subterfugios,
Y ofreces con altruista empeño
Las más deliciosas ambrosías,
Bocados de cielo arrancados de tus entrañas 
Por la industria pesquera
Con insensible bizarría.
Oh mar de tesoros, eres la mar de buena;
Sin embargo, cuando agitas tus crines plateadas
Te tornas fiero, amenazante, retador,
Y enmascarado tras carnavalescos velos
Te subes a las barbas de las embarcaciones
O te zambulles, cual furtivo polizón,
En los abismos escurriendo el bulto,
Huyendo de los destellos del claro día y
De la dulce luna, sorteando riesgos y riscos sin cuento,
Cortejando o violentando a nautas sin pericia
Que surcan las turbulentas autopistas
O las corrientes asesinas del Golfo.
La bonancible madre mar
Y el cejijunto mar padre,
Hembra, macho, muerte, vida,
Dos antagónicos mares que cohabitan en
Una paz belicosa entre Escila y Caribdis,
En el mismo rebalaje,
En la misma balanza que conforma
El cosmos hidrológico.
Y los ávidos marengos se hacen a la mar
Moviéndose por su hábitat como pez en el agua,
Y, cual sísifos marinos, forcejean
Y extraen con industrioso afán
Las nutrientes excelencias
Que la próvida mar engendra
Para disfrute humano en opíparos banquetes

En el convulso mar de la vida. 

jueves, 17 de julio de 2014

La vida en casa que no entra una perra chica









                               
      Entre el fragor de mercantiles aquelarres, brotaba una pestilente marea que anegaba el espíritu humano. 
    (Una joven pareja se encuentra en la alcoba ante una situación harto tétrica y sombría al despuntar el alba, debido a que vive un calvario con una hipoteca, el paro y el desahucio).         
   -Ladiiiis…. cariño, buenos días. Hoy es lunes.
   -ÑÑÑÑÑÑÑÑÑÑÑÑÑÑÑÑÑÑOOO. Otro lunes al sol.
   -Levántate, y piensa en el proverbio popular, a quien madruga…. ¿sabes por dónde camina la manecilla del reloj?
   -Ufffffffffffff…uhmmmm… ¡ayyyyy, qué engaño de vida!
   -El bebé y el perro lloran de hambre.
   -Estoy sin ojos, y no vislumbro nada en el horizonte.
   -Y sin un duro, no te jodes.
   -A ver si consigo volcarme un poco hacia el otro lado del colchón.
   -No son momentos de acomodamiento, y menos de vender humo.
   -A propósito, ¿y el tabaco?
   -Cómo, Ladis, en qué piensas, tírate a la piscina.
   -Nena, no me puedo mover.
   -Pues haz un poder, por los clavos de Cristo, no inviertas en la barca de Caronte.
   -He perdido el sentido de responsabilidad y las llaves de la esperanza, y se han hecho añicos las páginas de la memoria.
   -Anoche estuviste un tanto derrochón, aunque no tirases la casa por la ventana, pero casi, al dejar el coche de tus sueños en prohibido, como si lo odiaras.
   -(Incesantes abrimientos de boca). Por favor, con quién tengo el gusto de hablar, no será alguien de los que me bombardean noche y día con alguna factura.
   -No te hagas el listo, Ladislao, soy tu sufrida mujer. Te decía que dejaste el coche anoche en carga y descarga, creyendo que todo el monte es orégano,  y la grúa cumpliendo con su misión lo ha puesto en su sitio, según me acaba de comunicar el amigo policía, que bien poco hace por aliviar nuestras penurias, y a todo esto, a ver  cómo se rescata.
   -De qué me hablas, cariño, no articulo.
    -Vamos, Ladislao, no te escudes en entelequias, no te acuerdas de tus caprichitos, cuando presumías de ser un tipo duro, como en las películas; anda y levántate de una vez, coño, no seas un pusilánime.
   -No sé qué me ha entrado. Vas a tener que llevarme a urgencias.
   -Ya vale, jolines, haz algo por los demás, por la pobre prole.
   -Apáñame una brújula o un GPS si quieres que me oriente en el proceloso mar por donde navego.
   -Escucha, majo, no hay ni una gota de pan ni…
   -Espera, nena, no reparo en tus advertencias, ¿qué querías?
   -No te hagas el remolón.
   -Me asfixio, nena, estoy molestísimo.
   -Qué te ocurre, Ladislao.
   -Me siento incapacitado, con remembranzas kafkianas. Algo extraño tengo, necesito oxígeno.
   -Échale coraje a la vida. Necesitas un empleo, y es hora ya de que abandones el hábito de fumar y entierres las ínfulas de las épocas de esplendor.
   -Pero si llevo dos semanas sin saborearlo.
   -Algunas veces me asaltan los demonios, en qué mala hora te regaló el amigo el cartón de tabaco. Seguro que anhela abreviar tu agenda, aportando su granito de arena, a sabiendas de la rotunda sentencia de la cajetilla, fumar causa una muerta segura.     
    -Uhm, osúu, uhmmmmmmmmmm…vade retro.
   -¿Y anoche qué acaeció?
   -No sé a qué te refieres.
   -Ay, qué tiempos aquellos, o mores.
   -¿Cómo dices?
   -Mira, esto pasa de castaño oscuro. Pues si el tabaco mata, que sepas que te estás burlando de todo el mundo, ya que, echando las cuentas a ojo de buen cubero, entonces te sobran ya unos cuantos lustros de vida.
   -Pero, ahora que recuerdo, ¿no me embargaron todos los bienes por las deudas?
   -¡Qué gracioso! Olvidaste que un alma caritativa las amortizó.
   -Bueno, y a estas alturas, ¿para qué seguir viviendo?.
   -Algunas veces mastico culebras, la misma desgracia. Se puede saber qué pretendes.
   -Si acaso, sería mejor vender lo que nos quede al mejor postor, o en todo caso hacer un trueque por alimentos y tabaco, no te parece.
   -Ya está bien, Ladislao, ¿quieres hablar como un adulto cuerdo?
   -Mira, nena, no quiero oír hablar de propiedades, me siento un menesteroso tetrapléjico.
   -Pero, ¿y el compromiso paternal? 
    -Me gustaría despedirme de este mundo.
   -¿Y no recuerdas tus obsesiones por el carnaval de Venecia, los cruceros o  los coches de alta gama, que parecía como si en ello te fuera la vida?
   -Nena, solo me atrae la nicotina, que me den veneno, como la canción, y por supuesto el pan para nuestros hijos.
   -¿Ladis, desde cuándo no entra una perra chica en esta casa?
   -Agua, por fa, un trago de agua.
   -Toma, bebe…  A ver, alza la vista, y goza imaginando el trotar de los retoños por la playa, el parque o el bosque, y ensancha el corazón bebiendo los resplandores que bullen en la ventana.
   -¿Qué dibujas, nena?
   -Lo que oyes, y agénciate un empleo de una puñetera vez.
   -Pschssss, a la mierda el dinero, las posesiones.
   -Ladislao, quién lo iba a decir…En aquella época recorrías la ceca y la meca en pos del más pueril de los antojos.
   -Nena, esto es un infarto, me duele el aliento, las muñecas, los brazos, y un fuerte dolor me golpea en el pecho.
   -Vamos, no seas hipocondríaco. Eso se arregla con tila, rápido, tómate una taza bien cargada.
   -Noto que va en serio. Se me nubla la existencia.
   -Ladislao, alárgame el whatsApp, será mejor que llame a la funeraria y nos entierren juntos a todos, ya que con esta vida que llevamos, cuanto más muerta mejor, o no querrás que me haga una mujer de la vida para regalarte la manutención. Escucha, he llegado a la conclusión de que el verdadero objetivo del matrimonio se fundamenta en la comunicación. Es lo que más se echa en falta por raro que parezca, la profusión de anécdotas y comentarios diarios sobre cualquier fruslería, siendo sin duda lo único importante en el discurrir de los días.
   - Y entonces…
   -Pues que si nuestra pieza teatral hubiese sido de esta guisa, otro gallo cantaría. Manos a la obra, Ladislao. No te enredes en roles kafkianos. Pega un salto de la cama, aunque seas un insecto, y reparte por doquier currículos como un loco, que el hambre no espera. Ayer, amaneció dormido en la jaula el canario, en dulce sueño, y anteayer caía exhausto por la mugrienta tapia del huerto el gato Mefistófeles, medio vivo, acaso porque le quedaba alguna vida de las que goza, pero y nosotros, ¿lo podremos contar mañana? Si al menos movieses un dedo y remedaras en algo a Noé, fabricando una vasta barcaza, como él, cuando luchaba entre la vida y la muerte, como ahora nosotros, por aquellos duros temporales que se le avecinaban, y cogiendo el toro por los cuernos solucionó el problema, metiendo en la nave un ejemplar de cada especie, para que el apocalipsis no se cebase con ellos, y sacando pecho sacó a flote en un envidiable acto solidario a toda la prole del mundo mundial.
   Sin embargo, la barbarie y la ignominia de la vida muelle arrollan con saña los símbolos vitales, al creerse dueños los mortales de la fortuna y su destino, desmoronándose el emporio como un castillo de naipes, al emular el canto de las cigarras, no calibrando que al acabar el verano se acabó el banquete.     
      
  

    

domingo, 22 de junio de 2014

Se dio cuenta de que todo era una farsa










                                      
   Se dio cuenta de que todo era una farsa  envuelta en papel de regalo, al probar el primer bocado que se le ofrecía, cual sugerente y generosa dádiva, confeccionada a toda prisa para él.
   Al levantarse, rezaba Marga todos los días el santo rosario ante una descolorida foto de la hija, desaparecida, al parecer, en circunstancias un tanto chocantes, cuando pasaba el domingo con los amigos en un cortijo en la loma del Gato. Es curioso el nombre del lugar de esparcimiento, ya que puestos a elucubrar, se podría haber llamado de los gozos y las sombras, de las mariposas en primavera o más bien de la boca del lobo, por lo que allí se fraguó.
   El affaire exhibía  ojos del felino en una noche sin luna, circulando los desgarradores  rumores de que era una niña robada, pero el asunto se pudría amontonado entre los deshilachados legajos que dormían el sueño de los justos en el juzgado.
  A Marga, la madre de la criatura, le habían brotado recientemente unos feos lobanillos en el cuello. Ella era esbelta, pelirroja, de ojos verdes, y le gustaba recogerse el pelo con un lacito rojo, siendo en realidad la única depositaria de los meandros del misterio, y últimamente aparecía con la cara demudada, un tanto demacrada, como si le hubiesen echado veinte años encima, y mareaba la perdiz cuando asomaba cualquier murmullo de la tragedia, y andaba harto remisa a la hora de poner luz al respecto en los intrincados cabos sueltos, no soltando prenda del hachazo recibido, sin duda uno de los más vergonzantes que le pueda ocurrir a una persona en vida.
   Por la chimenea salía esos días un humo oscuro, como de algo quemado con premura, de emponzoñadas ensoñaciones o envenenados recuerdos, a pesar de ser blancos los troncos que ardían.
  La cosa no estaba nada claro, toda vez que los perros que llevó la policía para desenmascarar los enigmas que envolvían los flecos del infortunio, no aportaron la más mínima pista sobre el paradero de la pequeña ni los móviles que originaron tan siniestro suceso.
   Marga se mecía maltrecha en los bastidores de un limo hediondo, salpicándole por piernas, brazos  y sienes, reflejando una pobre carátula de los horrendos hervores que bullían en su etopeya, en el interior, la representación más fidedigna de un entierro amasado con todo lujo de detalles, es decir, a la antigua usanza, entonando el sacristán el Pati (ter) noster con un chorro de voz, al estilo mejicano, que resonaba en la sierra y en el valle, con las palabras latinas rotas por la discordancia sintáctica y el duro empedrado de las calles, en medio de la vidriosa situación que reinaba en el ambiente.
   No cabía duda de que las aguas no bajaban tranquilas ni complacientes, sino todo lo contrario, rebotaban rebeldes por los conductos, barruntando alguna fechoría o venganza por parte de alguien que hubiese estado al corriente de los fallidos pasos de la hija, bien por las amistades más cercanas o los parientes más dados a relacionarse con ella.
   La niña acababa de cumplir catorce años, una edad que no permitía dormirse en los laureles de la confianza o de la incipiente madurez, por lo que había que permanecer en la sombra del escenario, si bien con la escopeta montada y siempre al acecho, porque la vida se le había vuelto a Marga muy traicionera, y del que menos se imaginase podría saltar la liebre.
   Marga era muy fantasiosa y hacía sus escapaditas nocturnas por las tumbas del cementerio y visitaba de camino las timbas más renombradas del contorno, siendo fiel a tales ceremonias lúdicas, lo que propiciaba que se desencadenasen infinidad de urdimbres a la hora de señalar los autores o responsables de la desaparición de la muchacha, y resultaba que sin pretenderlo, porque estaba su nombre entre las primeras líneas del fuego de la investigación, al ser la propia Marga la que figuraba en los papeles como progenitora y por ende la que se suponía que estaba más al corriente de las debilidades y obsesiones de la hija, ya desde que el feto se moviera en el vientre, si de verdad había sido la madre biológica.
   Al cabo de unas cuantas semanas se la llevó la policía a la comisaría para efectuar una rutinaria batería de preguntas referentes a los afanes, ideales, frustraciones y amistades más estrechas de la pequeña.
   Mas los pesados y largos interrogatorios ahogaban a Marga, y no abrían nuevos orificios que permitieran alumbrar los túneles  por los que discurrió el postrero hilo vital de la hija.
   Un día de vientos huracanados, en que el follaje otoñal era pasto de las insensibles corrientes, que sacudían las ramas de las plantaciones, desnudando la intimidad de las plantas, parecía que se desnudaba Marga de pies a cabeza en un streaptis repentino, al aparecer por el suelo, debajo de la cama, unos misteriosos papeles y hojas tachadas nerviosamente, que hacían mención a determinados proyectos de ciertas firmas de reconocido renombre internacional, que acaso hubiesen tenido algo o bastante que ver con la sorprendente desaparición.
   Por aquellas fechas, Marga frecuentaba los casinos con más asiduidad de lo habitual, con lujosos vestidos y abrigos de alto poder adquisitivo y ricas joyas, llamando poderosamente la atención entre el círculo de conocidos y allegados. Alguien apuntó que podía haber entregado la hija a cambio de una considerable suma de dinero al verse en la ruina por alguna mala jugada en la ruleta, al haberse instalado en las redes de la más desafortunada ludopatía, y cegada por los instintos tóxicos de esa droga hubiese sido arrastrada a tan execrable aberración.
   Y en todo ese oleaje viviente y entramada parafernalia reinaba el mayor de los desbarajustes. No se sabía a ciencia cierta si tendría ella algo que ver con unos fajos de cannabis que habían aparecido en el cortijo de la loma del Gato en muy buen estado, listos para el consumo. Y en otras ocasiones, se comprobó que había permanecido Marga en paradero desconocido durante determinadas fechas, sembrando la incertidumbre en su entorno por los cada vez más continuos y sorprendentes viajes y ausencias, dando lugar a controvertidos e intrigantes comentarios.
   El affaire sigue abierto, la causa no se ha cerrado muy a su pesar, y ella permanece entre rejas a la espera de que se esclarezcan los móviles y las personas que directa o indirectamente están implicadas en tan trágica y sensible pérdida.

   Y con todas las premisas e interrogantes que rodean el caso, cabe preguntarse si no sería Marga una de las benefactoras del robo de niños en aquellas fechas de triste memoria.                 



lunes, 9 de junio de 2014

Tendido en el desierto






                                         

   Tendido en el desierto laboral evocaba Crescencio los años de bonanza, cuando, cual niño con zapatos nuevos, presumía de tener un empleo, y se levantaba loco de contento todas las mañanas cogiendo el metro en el centro para ir al trabajo, prometiéndoselas muy felices, antojándosele que el preciado vergel por el que deambulaba exhalaría inmarcesibles fragancias, ignorando el concepto de vida breve, que a veces no aguanta la convección térmica de un baño a maría o la veloz fuga por una duna, y en los ratos de ocio forzoso rememoraba aquellos años de vacas gordas, en que se abandonaba confiado a su suerte, levantando la copa y brindando por seductores amaneceres o dulces amores, como si fuese de romería por cautivadores oteros entre los verdes pinos.
   Al levantarse Crescencio por aquellas fechas henchidas de jamón de pata negra, se miraba complaciente al espejo, tarareando traviesas melodías, estribillos que incitaban al goce de la vida. Desayunaba y se acicalaba con parsimonia, rozando con las yemas de los dedos mundos fastuosos e insuperables metas a conseguir.
   Todavía giraba su astro al sol que más calentaba, lejos de las truculentas nubes de polvo y arena que más tarde descargarían sobre las encrucijadas, en los desérticos aledaños, erigiéndose en banderines de enganche en el desplome de lo cultivado, abocando a un sombrío panorama, dibujándose los moratones y mezquindades humanas mediante un abanico de raros espejismos, percatándose Crescencio de que, según descorchaba las alegres botellas de las más prestigiosas marcas, más se distanciaba de los apoteósicos oasis.
   Por todo ello masticaba fatigas, ideas peregrinas o consejas de sabores dispares, ponderando que más le habría valido haberse alistado en una caravana de camelleros pertrechados a la antigua usanza, con pañuelo, luengas barbas y corazón valiente, caminando por la abrasadora arena leyendo animados cuentos de oriente.
    Y montando a lomos del camello, cruzando aquellos ascéticos parajes, no cabe duda de que tendría vida, garantizándosele compaña, discernimiento y cubiertas asimismo las necesidades más primigenias.
   Sin embargo, a estas alturas de  un día cualquiera de mayo del 2014, puede que ya sea tarde para él, al haberse deshilachado los atisbos de los despertares de antaño, que reverberaban cual burbujeante manantial en las cumbres, cuando estando la mar de contento daba un salto de la cama para ir a beber el salario al tajo, y sin saber cómo, quién se lo iba a decir, resultó que al bajar a ras de la realidad, de repente se esfumó todo, viéndose de esa planta, como una planta seca hendida por el rayo, y en tales circunstancias bailaba al son de los vaivenes de la intemperie, de la calle donde anidaba los sueños, arrastrado por las fauces del frío ERE, que, disfrazado de amable dama, como la misma muerte, acabó llevándose por delante las señas de identidad de la empresa.
   Hacía tiempo que se lo espetaba un amigo, no echas las campanas al vuelo, no te consideres el rey del mundo ni en broma, como los mariachis en las canciones, y menos el capitán del buque que te lleva, durmiéndote en los laureles, que no se te ocurra ni borracho, porque las hecatombes no duermen y rara vez avisan, llegando de pronto en entreverados remolinos a desencadenar ráfagas insólitas, acaso una irresistible isquemia por la oclusión coronaria de las coyunturas, trasgrediendo los ritmos del sístole, de las emociones o de las tripas, al retorcer los cimientos del edificio, provocando no pocos calambres, dolores de cabeza o grietas en las estructuras, junto con bruscos cortocircuitos en menos de lo que canta un gallo.
   No obstante, Crescencio podía llorar con un ojo, toda vez que la novia lo adoraba y estaba siempre al pie del cañón, una vez que se había dado el baño y el último toque en el lunar y flequillo, y lo abastecía sin tregua de las vacunas y las nutritivas municiones para plantarle cara al más pintado, y echar por tierra el desaliento, a fin de proseguir en el empeño vital, y no caer en la bancarrota a la vuelta de la esquina o al atravesar los médanos en aviesos advenimientos, que se llevaban por delante lo que encontraban a su paso por un nimio quítame allá esas pajas, dejando por medio cristales rotos, disgustos o ruindades.
    Y daba lo mismo que circulase por caminos de tierra que por la moderna autopista que va de norte a sur, acaso porque iba sin norte por una copa de más o de menos en el listón de autoestima, aunque en semejantes virajes del vehículo todo terreno que conducía por las arenas del desierto laboral, se le amortiguaba a todas luces el golpe, los cardenales, al arrimarle la novia sobre todo los fines de semana y festivos churritos calientes y tentadora fruta, papayas, kiwis, manzanas y una verdurita fresca, acelgas, puerros, apio, espinacas, perejil con unos manojitos de emociones con zanahorias, y en ocasiones unos granitos de arroz para los desajustes puntuales, y como broche o ventana abierta a un ameno amanecer, la roja sandía, que le encendía el alma, de manera que lo portaba a endiabladas corrientes de mares voluptuosos, despuntando como el clavel temprano, desatando la furia de los sentidos, inseminando innovadoras semillas en su campo, semen de calma chicha con sutil gozo, que se incrustaba en la piel, en el buzón de salida del pensamiento, expandiéndose por los flecos de los sentires, configurando y zurciendo desconchones o desaguisados, llevando el agua enriquecida al molino de su ardiente corazón.
   Y a veces, cuando se hallaba tirado en los estertores del desierto, sin gota de esperanza ni cobertura en el móvil, se le hacía de noche de pronto, encendiéndose todas las alarmas, ya que el móvil era todo para él, al ser lo que le impulsaba a avanzar por los barros del vivir, ¡tío, menuda faena!, farfullaba Crescencio, al ver que no le funcionaba nada, y la tarjeta de empleo del INEM aparecía estrangulada, mustia, irreconocible, y se palpaba la postilla de la barbilla por el corte del último rasurado, porque así de desvalido se sentía Crescencio, no sabiéndose a ciencia cierta el alcance del mal, los paradigmas o los parámetros por los que navegaba, fuera a parte de haber perdido el empleo.
   Incluso, habiéndose reconocido que quedarse tirado en el desierto sin arrestos, sin motivos o móvil de arranque para continuar la marcha, resultaba ser un extraño y escabroso desvarío, aunque, no obstante, cabe preguntarse al respecto, qué planearía Crescencio al deslizarse por entre aquellos raquíticos carrizales y solitarios emplazamientos tan comprometedores, y con un andamiaje tan endeble, a lo mejor el móvil que le guiaba fuese el hallazgo de unos sugerentes exteriores para confeccionar su Power Point, acordes a sus sueños, y rodar con mayor garantía memorables escenas de amor o acaso  cotidianas, vaya usted a saber, con el objetivo de trazar unas perspectivas creíbles, más verosímiles en las tomas, únicas, y de esa manera salir airoso del reto que había ideado, redondeando posteriormente con el photoshop los perfiles a su gusto, o tal vez pretendía llenar los pulmones del aire fresco, cargado de sensaciones positivas, que se colaba por la rendija de la puerta que tenía abierta, elucubrando con vivir aventuras nuevas, novedosas experiencias.
   Lo cierto era, sin duda, el encontronazo que tuvo con la realidad, el envenenado pinchazo de aquel día, al pillarle con el pie cambiado, no disponiendo de un remanente en las alforjas ni unos ahorrillos para abrir en aquel desierto un tetrabrik de vino, soja o agua y echar un trago después de tantas millas recorridas.
   Contraponer lo uno con lo otro, lo acaecido ayer con las fisuras y desequilibrios de hoy, tal vez conlleve un desatino, pero es lo que hay, dado que su vida transcurrió en los prístinos veneros casi a pleno confort, conduciendo una vida descapotable, muelle, hasta que los imponderables lo precipitaron todo, de forma que Crescencio, con inusitada premura, se descuajeringó en el primer socavón, y no pudiendo enmendar la plana, se quedó al margen del tren de la vida, hincando el pico sin más remedio.
   La cosa sería muy diferente, mascullaba Crescencio entre alicaídos espejismos, si hubiese bancos y cajeros para cualquiera en cualquier parte, y el planeta no fuese de unos pocos ni estuviese sujeto a la ley del embudo.
   Y si el ser humano pudiese masticar a dos carrillos saciando el apetito, o se deleitase en la madre natura a su libre albedrío, como niño chapoteando en un charco, otro gallo cantaría, o si por un casual se hiciese Crescencio un adicto a las redes sociales, a los medios, a buen seguro que vería el cielo abierto, al introducirse en el tráfico crematístico de la publicidad, en la pantalla televisiva, y, como el que no hace la cosa, meter las narices y lo que haga falta, con toda una ristra de mangoneo, acarreando materia prima, santas excentricidades, exquisitos excrementos, o repletos contenedores de inmundicias humanas, seleccionando y  contrastando los ilustres personajes de alba altura y guante blanco con los cacos a ras del hurto y de la tierra, y no cabe duda de que Crescencio habría llegado a archimillonario, ganando dinero a espuertas, o acaso hubiese generado toda una catarata de tornados o infartos supinos, al publicar efigies, poses y demás fotos íntimas cruzando el fango del desierto a remo o de puntillas con cartas secretas de los reyes de oriente, los que mercadean a sus anchas con el oro negro, paseando en potentes utilitarios de oro, obviando séquitos de moscas tse-tsé, famélicos camellos o fieros abejorros a tiro de piedra, y criaturas al borde de la desesperación, no lejos de donde se descolgaba Crescencio, aguardando que se cruzase algún beduino en dirección a la Meca, a los jardines colgantes de Babilonia o a mercadear en los zocos de Siria o Arabia, acarreando al abrigo de la chilaba manicuras, telas, purpurina o souvenirs con la intención de agenciarse unos dírhams, para alimentar a la familia y a las acémilas.
   Y en ésas andaba Crescencio, un tanto ido, turbado, cuando pasó un dicharachero y animoso tratante de ganado, y al olisquear sus apetencias, se detuvo presto, y al poco, con la mayor celeridad y prestancia sellaron la venta del camello, dándose el apretón de manos reglamentario, quedando al instante cerrado el  trato por trescientos dirhams.
   Entre tantos acontecimientos, y con las ansias casi enfermizas de entablar conversación caminando por el sendero, no tuvo reparos el impaciente Crescencio en bromear largo y tendido con el arriero, aunque chapurreando palabras sueltas del dialecto arábigo de la zona, con ciertos latiguillos chocantes, localismos populares y eslóganes de los ancestros, como el reiterado, habib, bueno, bonito y barato, mezclándose en los coloquios el sefardí, aprendido en las callejas toledanas, con chascarrillos mudéjares y jarchas y decires del árabe, que había bebido en el poso de los moriscos, siendo aún un zagal, y leído por aquel entonces, a trancas y barrancas, con borrosos subtítulos en lengua romance Las mil y una noches.
   Y en un descanso en el recodo del camino tuvo a bien espetarle al interlocutor con no poco resquemor y cierto desparpajo, que si Alá levantara la cabeza y los vislumbrase mercadeando a las puertas de la blanca mezquita, en el corazón del desierto, quizás rugiría furioso como un poseso, pero probablemente echaría el freno al percatarse de que se había quedado sin cobertura en el móvil y enredado en la árida arena, y a lo mejor, movido a compasión, le tendería la mano, a fin de que siguiera feliz la ruta, saliendo airoso de las mareas que le aguardasen en el viaje, haciéndose eco del escozor de las adversidades, de la zozobra de la empresa y de tantas prerrogativas y querencias perdidas o usurpadas, y le rodase una lágrima por la mejilla a Alá, y ya todo decidido sacase de la manga del hábito el Corán y a renglón seguido leyese unos versículos del libro sagrado, aclarando el intríngulis del vademécum divino, que comparte a la sazón cualquier familia creyente, “que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el reino de los cielos”, lo que sin duda loaba a Crescencio, toda vez que iba ligero de equipaje, siendo todo un aplauso espontáneo para él, un plausible cum laude a su máster existencial.  
   Y hasta la fecha dicha máxima del debe y del haber divino sigue en pie, según se desprende de los últimos testimonios, por lo que si por un serio revés, se quedase de nuevo Crescencio en la cuneta extenuado, extinto, por algún descabellado desliz, tejemaneje o falta de oxígeno, el todopoderoso Alá, todo bondad y misericordia, le ayudaría dándole unas palmaditas en el rostro diciendo, no te preocupes, Crescencio, “que estarás conmigo esta noche en el paraíso con diez hurís abanicándote, en un maravilloso cielo eterno”…
   Mas, sin apenas tiempo para reaccionar, dio un respingo Crescencio, rebelándose contra la divina oferta, exhalando una lluvia de exabruptos, saltando presuroso a la otra orilla del oasis, y tirando del camello con rabia, que masticaba las puntas de los enclenques matojos que despuntaban por los arenales, se subió presto, y tomando nuevos rumbos caballerescos se dejó llevar por lo primero que se le vino a la mente, ideas más extravagantes y raras, deseando navegar por otras aguas, pugnando por pastorear otros rebaños, otros ideales, cediendo los derechos del prometido edén divino a otros caballeros andantes más caseros y menos dados a francachelas, parrandas o aventuras.
   Crescencio echó un trago del reconfortante elixir que tenía a mano, y transitando por los pechos de la ensoñación se invistió de rey cuasi de la creación más fidedigna, como un mago en toda regla, alejándose de los caballeros andantes al uso, de toda la vida, lanzándose a las profundidades de los mares, de los oasis que fuese libando trecho a trecho, revolcón a revolcón, descorche a descorche, a través de los diferentes jalones y céfiros que le rondaran por la cabeza a las puertas de su desierto, y de repente, como lluvia fresca de primavera, se hubiese abierto el cielo en dádivas, extendiendo ante su presencia la alfombra roja de las grandes solemnidades, sintiéndose fortalecido y correspondido con los deleites y motivaciones más sorprendentes.
   En su pantalla vital refulgían sensuales escenas, harenes con tiernas odaliscas que exhalaban inusitadas fragancias con los bailes del vientre y cantes aflamencados en embrujadas zambras, como si transitara Crescencio por las faldas del Sacromonte granadino, en las mismas entrañas del Castillo Rojo, entre arboleda y fresca y abundante agua después de la severa sequedad del desierto, en una atmósfera de primavera temprana, en contraste con los picos del Veleta y Mulhacén, cubiertos aún por el blanco manto, y, ya instalado en ese hito Crescencio, evocar desde el Suspiro del moro los tiempos de gloria, cuando se levantaba loco de contento para dirigirse al trabajo, sin calibrar heridas, orfandades o infortunios, y tal vez remembrar el mundo de la niñez, en ese período en que los reyes de oriente le obsequiaban con supuestos regalos, y por ende ahora, en estas fechas en que había convivido con el barro y los seísmos más inhumanos, ansiaba con ahínco embadurnarse de la fuerza y las entrañas del desierto, escarbando en las arrugas de la arena, en los gemidos de los lagartos, en los truenos secos del desierto rodeado de palmeras y arbustos milenarios.
   Y en noches de efluvios de luna llena, continuaba Crescencio luchando por inocular en su espíritu telúricas beldades, rutilantes soles, menoscabando la magia de los divinos dones de los reyes infantiles, tal vez embrión de los jeques y jequesas actuales, colocando su mudo desdén por montera, revistiéndose de una criatura nueva, progresando a través del firme terreno que pisaba, esparciendo gozoso por praderas y viñas de uvas de ira y de sangre desangrada diez plagas de cordura, de bienestar social y un antídoto contra la hambruna, mediante una tórrida lluvia de arena que avive el fuego de la justicia y la solidaridad humanas.                                            


       






domingo, 4 de mayo de 2014

La navaja






Es afilada y estrecha,
Como una lengua de acero,
Aunque entre lengua y navaja
Hiere la navaja menos.
Reptil es que manejado
Por otra igual de odio lleno,
Se alimenta en las entrañas
De sangre siempre sediento.
Amiga del asesino,
La diestra del caballero,
Jamás defendió con ella
Ni su honor ni su derecho;
Y en cambio brilla en la faja
Del rufián y del flamenco,
Del chulo, del desalmado,
Del pincho y del bandolero.
Es la espada a la navaja
Lo que es valor al miedo;
Lo que es la virtud al vicio,
Lo que es lo noble a lo abyecto.
Oculta, callada y fría,
En la lucha cuerpo a cuerpo,
Sin que la espere el contrario
Aparece en el momento
Preciso para clavarse
Traidoramente en el pecho.
Llena de orín se ve siempre
De la Audiencia en los procesos,
Y tiene con las ganzúas
Y las mordazas su puesto;
Del cojo, del manco o del tuerto;
Y su esgrima la enseñaron
 Los afamados maestros
Que orgullo de las tabernas
Y de las prisiones fueron.
En su alcurnia muy antigua
Y muy rancio abolengo;
La ejercitaron matones…
De ya muy lejanos tiempos
Porque un matón sin navaja
Es un matón incompleto;
Y los Percheles de Málaga,
Las Ventillas de Toledo,
La plaza del Potro en Córdoba,
De Segovia el Azoguejo,
La Rondilla de Granada,
Y otros mil sitios diversos,
Altas universidades
Y muy ilustres colegios,
Y catedráticos sabios
De la navaja supieron.
Y su gloria fue aumentando
En nobles casas de juego,
En tascas muy principales,
De altas hazañas templo.
Es superior a la espada
Porque cabe hurtar el cuerpo,
Preferible a la pistola
Porque asesina en silencio;
Y en los puños escondida,
Con un solo movimiento
Trueca en sentencia de muerte
Quizás un abrazo de afecto.
Del puñal se diferencia
Por su carácter plebeyo,
Porque éste es aristocrático
Y aquella nació en el pueblo.
Sólo una vez manejada
 Por majos y por chisperos
Supo en Madrid elevarse
A la Patria defendiendo,
Brillando al sol en la lucha
En contra del extranjero,
Frente a frente y pecho a pecho,
Y fue entonces Albacete
Tan noble como Toledo.
Al abrirse charrasquea
Con sonido siniestro,
Y al brillar como el relámpago,
Hiere como el rayo a un tiempo.
Es del elevado arte
Del tatuaje instrumento,
Y a las llaves sustituye
Las cerraduras rompiendo,
Los tornillos desarmando
De oro a caza o de secreto.
Y aunque afilada y estrecha
Como una lengua de acero,
Espanta sólo el mirarla
O inspira quizás desprecio
Entre ella y la lengua infame
Que va sátiras vertiendo
Y culmina propagando,
Y que inocula el veneno
Que elabora la impotencia
Con la envidia en mutuo acuerdo,
Sin dudar ni un sólo instante,
A ojos cerrados prefiero
La navaja, que aunque innoble,
Hiere y mata mucho menos.