miércoles, 30 de diciembre de 2009

Un hombre con suerte


La mañana transcurre lenta, con cariz otoñal. La escarcha asoma fría y tímida por las rendijas del terreno exento de rayos solares. Las calles dormitan aún, sin apenas ruidos ni contratiempos, a no ser el bandazo de algún animal desnortado, lejos del pienso de su dueño.

Es domingo. Día de dominó en la Peña del Cencerro. Fieles a esa liturgia, afanosamente preparan sus miembros los bártulos con la esperanza de hallar esparcimiento en tal ejercicio, no sin antes haber tomado un sorbo ilusorio de partidas ganadas. Aunque tal vez se podría catalogar el acto como un tormento de Tántalo, que teniendo tan cerca el anhelado manjar se le retiraba. Quizá fuesen espejismos vividos, o tétricas pantomimas del destino, sobre todo cuando la sesera, sin recobrar el sosiego, errática, calibra secretas estrategias a seguir en los envites.

Se desplazan todos ellos, coqueteando con livianos silbos y expectantes la mirada, a media mañana al lugar concertado. Es ya un ritual en la Peña desde décadas reunirse los domingos y festivos en un apero o cortijo entre chirimoyos y vivaces oxalis -los populares ombliguitos- que las brisas balancean voluptuosos y labran olas de verde-amarillo en el litoral, a pocos pies del azul del mar.

Durante la reducida travesía trascienden subliminalmente ínclitas heroicidades, sueños jamás gestados, yendo en aumento conforme se avanza hacia el umbral de la timba.
Ateniéndose al eslogan: “El saber no ocupa lugar, o acaso, que un libro ayuda a triunfar”; ello no emborrona el juego y conecta con la técnica que el buen jugador de dominó debe tener presente, según el manual de instrucciones; respetar ciertos comportamientos y principios, que nadie debe saltárselos a la torera,a saber: “De salida no tapada, no te fíes para nada; la salida matarás, tengas o no tengas más; matar la salida es noble, con lo que tengas de doble; son tus deberes, primero ayudar al compañero; la ficha del compañero repetirla es lo primero; tenerlas siempre delante, es juego elegante; ocultar ficha en la mano, es juego de villano, ficha en la mesa no pesa, etc.”.
Y en esto andaban cuando dio comienzo el acoso psicológico del primer asalto del combate, apenas pisar tierra:

-Hoy te voy a ma...cha...car -dice Pablo con aire amenazante y guasón, levantando el brazo derecho como Moisés ante la turba creyente-. ¡Qué...! ¿vienes preparao? ¿Has practicao durante la semana? ¿Te has leído el librillo de instrucciones?.
-¿Queréis probar un vinillo que ha traído mi vecino, igualito que el del altar?- dijo complaciente Mari Carmen, guiñando al personal -.
No hubo que esperar mucho tiempo para oír la respuesta del contrincante a las insinuaciones.
-Esos son delirios tuyos; viles tretas que inventas, ¡anda ya!, si el último día te fuiste con tres galones de muy señor mío; como si los estuviera viendo, creciditos como la copa de un pino. Soy un hombre con suerte; pierdo cuando quiero, lo justo; no soy egoísta como otros; deseo que todos estén contentos y felices, ¡enteraíllo!, yo vengo a entretenerme y pasar el rato... Ah, vas por ahí vendiendo batallitas a ingenuos navegantes; sí, a zutanito y menganito, un pajarito me lo cuenta, ¡que tú ni te lo crees!- puntualiza con la voz de la experiencia Salomón.
- No, pero hoy viene con fichas de lujo, las de la bandera andaluza; y le traen suerte; así que la cosa va a estar al rojo vivo - indica Orencio, bastante comedido, a las razones de Salomón.
- Orencio, ¿oyes al colega, piquito de oro?. A lo mejor ha tomado las aguas de Lourdes, o le han echado los Reyes los polvos de la madre celestina. Vamos hombre, olvídame... Botarate, hoy te dejo rucho. Ni en sueños vas a encarrilar una ficha. El otro día me diste pena. Los elementos seguro que te jugaron una mala pasada. A veces me pregunto qué tendrás en la cabeza. La torpeza, pienso, se encapricha de ti. Es que ni con fichas boca arriba... Charrán – apostilla con ímpetu Pablo.
- Oye, Salomón hombre-con-suerte, te estás pasando; piensa lo que dices. Escucha las alabanzas y las calabazas; no corras, pues te verás triste y solo, como la canción, sin nadie que comparta tus exultantes alegrías. Para tirar del carro contigo se necesitan nervios de acero y ... – manotea Genaro, algo tocado por la situación en que se encuentra tras la reñida jugada, pensando que se le va el euro río abajo.
-Bueno, déjame al campeón, un hombre-con-suerte, yo me encargaré de él; no vas a olerlas; te acribillaré; los dobles te los vas a zampar con papas. Aunque hoy no sé, pero el otro día te quedaste zapatero –argumenta Pablo como acostumbra, rotundo y con sonrisilla un tanto desvaída-.
-Fíjate cómo viene el prenda. Ya sé lo que le pasa a Pablo: anoche le zurraron la badana en el casino.Que no es radiada la partida, ¿a mí? Si tengo que taponar herméticamente los oídos para concentrarme. ¡A ver qué pasa! Me ... no voy a jugar más. Que me olvides ... -sentencia Salomón, algo desairado pero conformista al cabo, pues ya lidió toros peores.
-Bueno, a ver, ¿te funciona la maquinaria del estribo, o qué? Se ha cerrado... ¿me oyes, Salomón? Pon las fichas encima de la mesa; a contar... uy, toma ésa, toma, catedrático, toma ... tú, lumbrera, y ... apunta ahí, seis, síiii, que no tienes ni idea de este juego, si no fuera por mí... con tanto piropear al compañero... son los seis que faltaban para acabar la partida, y poder descansar. ¡Vaya tortura, madre mía! ¡ no juego contigo mientras me acuerde. - gesticula todavía azorado Genaro, con mirada inquisidora pero eufórico al fin por obtener el botín.

Una jornada más tuvo lugar en aquella zona del Mediterráneo, a la vera de Río Verde, donde reina el buen tiempo, como hoy, lejos del mundanal ruido, con pobre mesa y casa, ofreciendo sus mejores galas: un día apacible, casi veraniego y sin sobresaltos climatológicos. Mientras en la otra orilla el ardor guerrero de los contertulios se desborda, patalea, vocifera y ¡cómo no! sueña... jugando a quijotes y sanchos por la dignísima conquista de alguna ínsula rica en honrillas de campeones de encumbrado dominio.

lunes, 7 de diciembre de 2009

A la cola


-Hala! Vamos; venga rápido, que nos desplazamos a la costa. Fíjate la hora que es. Tardísimo. La arena, la espuma, el rizo de las olas, el murmullo del mar bailando en el cerebro. Se viste de frescura el entorno matutino. Las caracolas, a lo lejos, decoran el litoral. El sol, potente y exultante, despliega sus rayos en el horizonte. En tales momentos el pensamiento se amansa y se solaza en un remanso de felicidad. Nos acomodamos en el coche a toda prisa y emprendemos la marcha rumbo a la playa. Aún queda un montón de kilómetros para arribar a la costa granadina. Sería un dislate prematuro en este punto sacar a colación caravanas, conos o colas en el trayecto.

-Oye, caradura, a la cola. Estamos todos hasta el gorro esperando y llegas con todo el morro del mundo y te zampas el primero. Chalado. Hocícate aquí como tiburón disfrazado. Anda ya. Fuera. Largo. Macarra. Narciso emblemático. Ombligo del orbe. No te lo perdono. A la cola, coño.
-El otro día te colaste y tú lo sabes. Con la cola que había para la corrida de toros a las cinco de la tarde, que había despertado un inusitado interés en toda la comarca. Parecía como si fuese a actuar el mítico Pepe Hillo. Esperemos que enhebre la tarde una corrida de escándalo. Hoy me encantaría ver en su salsa a otro Pepe Hillo, y rememorar su perfume torero, como en el romance.
En esta vida hay que perdonar. Tener paciencia. Condescender en situaciones a veces comprometidas, donde al menor descuido se puede desestabilizar el intelecto, algo similar a descabezar un pollo, o lavarle el cerebro a una criatura con teorías filogenéticas, o vaya usted a saber.
-Pero hoy no me toques las narices. No te lo consiento. Vete a la cola. En aquella ocasión se me averió el dos caballos, y me costó un ojo de la cara al proseguir el viaje con el coche de un amigo, con tan mala fortuna que fui a abrazar el tronco de un corpulento árbol que se hallaba a la orilla de la carretera. Menos mal que tenía buena sombra, y se cumplió el proverbio, saliendo ileso. Más acertado hubiera sido guardar cola. Me la pegué debido a que caía una tromba de agua y el coche, pobrecito, por generoso, se le ocurrió acelerar huyendo de la negritud de la nube para situarse en cabeza. Perecía el objeto de su devoción, y llegó y besó el santo.
-Que no, ni lo pienses. Hoy no me adelantas, gilipollas. Hoy me la ligo yo. Ya está bien de contar batallitas de trenzas por las terrazas, en el rebalaje, a la luz de la luna, o entre minúsculas velas. El que se va a la cola eres tú.
¿Te acuerdas de la cola de la italiana que confundías sus rasgos con los de Heidi?

Sinestesia


La vida se hacía insoportable en el planeta. Hasta los gatos no saciaban sus sentimientos. Los gestos cansinos y monótonos afloraban por los rincones. El letargo obligado de los moradores ya harto enfurecidos alargaba sus garras por los recovecos más recónditos sin ningún miramiento y fue proliferando como setas en el bosque dormido de la vida. No arribaban soluciones a fin de evitar la mortandad incomprensible que se expandía calladamente en mitad de la tormenta.
EL mundo de los humanos no caminaba alegre, satisfecho; iba como viejo navío haciendo aguas por todas partes. La vida peligraba y las criaturas se habían quedado estupefactas, inmóviles, sin voz en las gargantas, sin armas ni entusiasmo. Adolecían de empuje, de una efusión rabiosa que derribara los muros de su existencia.
Todo ello hizo que estallaran las metralletas del arte, la pintura, la música, la escritura, la escultura. Las palabras pronto sacaron el pie del tiesto, se soltaron el pelo y se echaron a la calle exhibiendo sus mejores galas. Nunca habían visto la luz esos fenomenales fonemas tan disparatados e incoherentes a simple vista. Siempre habían sido abortados, tildados de sórdidos o antipáticos, no se sabe el porqué.
Las nuevas corrientes no tardaron demasiado en florecer. Un buen día, allá por tierras helenas y romanas se bajaron los pantalones los industriosos de la creación ante el expectante foro que los contemplaba, y se fueron tatuando e inundando los papiros, los papeles, los muros y las pizarras de fisonomías y posturas nuevas, imágenes inéditas, metáforas inimaginables, surgiendo de su vientre, de su ferviente tinta un hermoso y genuino hallazgo, la locura del vocablo en carne viva, lo que todos estaban ansiosamente buscando.
La túnica de la sinestesia, como el manto de la tarde, fue cubriendo dulcemente los sembrados de los cultivadores de la escritura, Se disfrazaron a ojos vistas de los más incrédulos, lo que se dice a lo bestia, de forma que no los conociera ni la madre que los alumbró en una noche tan especial. De repente los colores, los números más dispares se pusieron el mundo por montera y exclamaron todos a una, revolución, subversión, adelante mis compinches, esta batalla la vamos a ganar, y pasaremos a los enemigos de la mezcolanza de los sentimientos, del universo sensible a sangre y fuego de besos irrepetibles e irreparables.
Hasta aquí hemos llegado, pensaron, y desde ahora en adelante la tristeza será dulce si la untamos con rica miel de la Alcarria, y la tarde la haremos de plata de ley, y para que no sean menos los esbeltos álamos del río los vestiremos de púrpura para oírles murmurar en una fuga de almíbar.
Los hombres opinaban que las desdichas todavía tenían remedio y cirugía, que estaban a tiempo, y empezaron a disfrazar y enriquecer las sensaciones en una gigantesca caldera donde echasen a hervir exquisitos cócteles de fríos o chillones colores y sordas alegrías que asomarían con su pico y ojos por un cálido horizonte de perros, o acaso nubes de chispeantes golondrinas como antesala de una primavera nunca jamás vivida.
En un esplendoroso repertorio de flautas, guitarras, acordeones y pianos de verdes sonidos, bailarían sevillanas en la bruma de la vida, besándose con la mirada y acariciando con el resplandor del alma los alientos más sutiles o pusilánimes.
Entre tanto la humedad de oro de su mano relucía en la lejanía del collado sobre los roncos pasos de una tierra amarga, que sin embargo se sentía acariciada por el azul claro de un refulgente amanecer, una inolvidable y maciza alborada brotando cual cristalina agua del firmamento.

martes, 1 de diciembre de 2009

Carta al principito


Querido principito:
Te suplico que me perdones por irrumpir bruscamente en tu misterioso asteroide a través de las ondas en traje de faena, una manera poco correcta de presentarse ante la mítica aureola de todo un principito de carne y hueso, merecedor de los mayores honores, aunque seas diminuto y poco dado a la ostentación, pero vengo maltrecho y torturado por la soledad pese a habitar en el superpoblado planeta Tierra.
Sólo quería enviarte por fax unas palabras en esta tarde de otoño, en que las hojas del calendario se tornan amarillentas y los amarres de la nave se resquebrajan por momentos. Pues resulta que el viento sopla con furia en mitad del trajín diario dando donde más duele.
No obstante te extrañará sobremanera que alguien de este planeta haya tardado tanto tiempo en contactar contigo con los adelantos que hay, en expresar las sensaciones tan enriquecedoras que le inspiraste desde que un buen día pasó por tu calle sideral en uno de los desplazamientos por el espacio cruzándose con tus originales y sublimes aseveraciones, que por cierto, hay que reconocerlo, la gente, aferrada por lo general al terruño, las considerará aberrantes o extrañas, y tanto es así que pareciste tan diferente a nosotros en las mismas raíces de la existencia que miré para otro lado, pues no soportaba tu osado candor, tu valiente deambular por los astros, y no tomé en consideración nada de lo que rotulabas en la cima de las emociones; seguía cabalgando en mi caballo sin dejarme llevar por los pálpitos ni tus mensajes y fantásticas pinturas, a sabiendas de que no mentías, que lo contabas con el corazón en la mano, como el bebé que balbucea las primeras sílabas en brazos de la madre espontáneamente espantando los más atávicos tabúes.
Fíjate, principito, la cantidad de tiempo muerto que ha tenido que transcurrir para que caigan las murallas de la incomprensión, de la cobardía soterrada siguiendo como borregos por la senda de una tradición idolatrada. Nadie conoce la dura lucha que he llevado a cabo conmigo mismo, con mis torcidas inclinaciones para decidirme a enterrar prejuicios y dirigirme a ti a pecho descubierto con el fin de trasladarte las impresiones que planean por mi cabeza sin orden ni concierto.
Estimado principito, quiero entregarte mis secretos, las corazonadas que brotan frescas de mi alma cual gotas de rocío.
Según los cálculos que obran en mi poder hay al menos un millón de personas que nunca han percibido el embrujo de una flor, los rutilantes destellos de una estrella, e incluso ni sembrado la semilla del cariño en su entorno muy a su pesar.
Terrícolas que se han pasado la vida echando cuentas con el patrimonio de los muertos, haciendo sumas y restas con los vivos, repitiendo hasta la extenuación, “yo soy una persona seria, yo soy una persona seria”, y no se les ha permitido extralimitarse lo más mínimo en lo que ellos estimaban como asuntos banales.
Tú, principito, a buen seguro que al oír esto te agarrarás a la flor que te acompaña, que tanto amas, aunque finalmente suspirarás aturdido en el torbellino silencioso disfrutando de una dulce puesta de sol.
Así, por ejemplo, le aconteció una tarde clara a Alberto, que hasta que no había frisado los cincuenta y tantos no se percató de que su agujereado currículo había sido un perenne martirio, una ingrata gota de agua perdida en los abismos del océano, siempre arrastrándose a trancas y barrancas por los túneles de la rutina, y cosa milagrosa, por fin pudo abrir sus endurecidos puños y gritar a los cuatro vientos ¡eureka, eureka!, cuando acababa de descubrir los enigmas de la felicidad merced a las transparentes sentencias del principito.
La tenebrosa historia de Alberto se podía respirar en las esquinas de los mercados de cualquier ciudad de manera fehaciente, alimentada por la barbarie que hierve en el ambiente azotando a los humanos desde tiempos inmemoriales.
¡Alberto se hallaba tan lejos de las sensibilidades del principito! Y ello se derivaba del sustento que recibió nada más nacer, ya que únicamente le inyectaron responsabilidad y eficiencia en el mundo de los negocios, viéndose desbordado por los acontecimientos, aullando día y noche por una pela, siguiendo los pasos del progenitor.
Poco a poco se fue enredando en la tarea de contar y contar, expulsando números por los ojos, garabateando sumas y sigues en la agenda sin cesar; las cifras componían el ramillete de flores que acariciaban sus dedos, que ornaban su estampa. De esa guisa se sucedieron los lustros en su carrera frenética, de modo que el único lustre que le brillaba en el rostro era la plata apañada en el mercadeo, comprando y vendiendo género. Tal era la pintura reflejada en su perfumado cuadro.
Quizá en alguna parte alguien le espetó sotto voce cierta máxima como, “tanto tienes, tanto vales”, y se tiró por la borda despojándose de las fragancias de las flores y del titilar de las estrellas sobre el blanco de las olas olvidando el cultivo del cariño en los ásperos campos en que moraba.

viernes, 27 de noviembre de 2009

Carpe diem




Hoy puede ser gran día para ti,
Disfrázate y disfrútalo sin más,
Zambúllete en las vigorosas aguas
Vitales que vibran con frenesí.
Rompe murallas cual el berbiquí,
Arroja en negras bolsas descarnadas
Los rancios réditos que acaricias
En los días perdidos porque sí.
Esa servidumbre entra en nuestras vidas,
Se instala sensual como fiel hurí,
Y vive a cuerpo de rey en nuestras penas.
Sopesando argumentos entre sí,
Y en ese sinsabor, almas transidas,
Precisa extirparlo un buen bisturí.

jueves, 29 de octubre de 2009

Velis, nolis



Aullando van desbocados
los rifles del desaliento
por el desangelado
túnel del tiempo;
y semejantes signos,
harto galopantes,
con furtiva frivolidad
asfixian
la ardiente sinfonía
de las inquietudes
consentidas...
En la desazón
de ese día
la nívea razón
se desborda
a borbotones
por desfiladeros
mal calculados,
-fríos de íntimo invierno-,
arrastrada por aguas ciegas,
negándole cicateras
el propio destino
de su razonable
cuenca...

martes, 1 de septiembre de 2009

Fibras del tiempo




Rostros descoloridos
aherrojados en
en el teatro
de la vida.
Voces de sones
desmantelados.
Apagados gritos
de pan de higo
generacional
como oro en paño
embalsamados
en sencillos ceretes.
Cucurbitáceas
de ancestros
con aditamento
de ensortijadas
onomásticas
en hitos de
aquiescente
comunión
– enfajados suspiros-.
Descifrados céfiros
con añoranza
tararean
entre brumas
los prístinos pinitos
de sublimadas
veladas de sangrías,
– susurros ajados
por el fluir del río -...
que el pantagruélico
tiempo ha fagocitado
impávido.

martes, 25 de agosto de 2009

Blanco




Blanca la bruma
Que inunda la playa,
Con la blanca arena
Bañada por la espuma
Blanca de las olas,
Y el blanco de su cuello
Descabalgando los radiantes
Rayos del amanecer.
Subió a lo alto de la colina
Pisando el blanco polvo
Del camino, y llegó a la cumbre,
Palpándola con la blancura
De sus manos y la lengua fuera.
Una blanca paloma
Saltó aterida por entre las matas
De la montaña nevada,
Y el negro se impuso al blanco
Al anochecer,
Recibiendo la tierra mil
Bendiciones al arribar
La encendida alborada.

domingo, 23 de agosto de 2009

Esencias



Tú tenías grandes pies y un tacón jorobado.
Ponte la flor. Espérame, que vamos juntos de viaje.
Tú tenías grandes pies. ¡Qué tristeza en el aire!
¿Quién se mordía la cola? ¿Quién cantaba ese aire?
Tú tenías grandes pies, mi amiga en seco parada.
Una gran luz te brotaba. De los pies, en concreto, te brotaba,
Y sin que nadie lo supiera te fue sorbiendo la nada.
Un gran ruido se sentía en tu cuarto. ¿A Flori qué le pasa?
Nada, que sus grandes pies ocupan todo el espacio.
Sí, tú tenías la imponderable amargura de un zapato.
Ibas y venías entre dos calientes planchas:
Flori, mucho cuidado, que tus pies son muy grandes,
y la peletería te contrata para exhibir sus hormas gigantes.
Flori, cuántas veces recorrías el barrio
Pidiendo un poco de aceite y el brillo de la luna te encantaba.
De pronto subían tus dos monstruos a la cama,
Tus monstruos horrorizados por una cucaracha.
Flori, tus medias rojas cuelgan como lenguas de ahorcados.
¿En qué pies poner estas huérfanas? ¿Adónde tus últimos zapatos?
Oye, Flori: tus pies no caben en el río que te ha de conducir a la nada,
Al país en que no hay grandes pies ni pequeñas manos ni ahorcados.
Tú querías que tocaran el tambor para que las aves bajaran,
Las aves cantando entre tus dedos mientras el tambor repicaba.
Un aire feroz ondulando por la rigidez de tus plantas,
Todo eso que tú pensabas cuando la plancha te doblegaba.
Flori, te voy a acompañar hasta tu último amor.

Las flores

Los síntomas no apuntaban a que le fascinasen los temas románticos, torreones medievales, esqueletos estrangulados, edificios en ruinas o cementerios pintorescos ornados con flores casi como un jardín de un chalet en la Costa Azul o en las Costa Blanca. Nadie podía vislumbrar desde esa atalaya el veredicto final o explicar a las futuras generaciones ni por asomo un futuro tan misterioso.
Resulta complejo desvelar el hecho de que en la madurez se convirtiera en un enamorado de la flora, acaso por coincidir con la diosa itálica de la vegetación que presidía la eclosión de las flores en primavera, aunque en la infancia mostrase predilección por la fauna, bichitos enrabietados e insectos enclenques realizando instantáneos trasplantes en sus partes más sobresalientes.
En los años de estudio académico en los distintos centros por los que pasó ya se había topado César en los diferentes estadíos por donde discurrió con obras literarias de todo tipo, porque así lo requerían los programas del grado o máster que llevase a cabo, Cementerio marino, Las flores del mal, El monte de las ánimas o la poética del rebelde Espronceda cuando dice, “Me agrada un cementerio/ de muertos bien relleno/, manando sangre y cieno/ que impida el respirar/, y allí un sepulturero/ de tétrica mirada/ con mano despiadada/ los cráneos machacar”…, y un largo etcétera de mamotretos que permanecían apilados en las estancias o colocados en las respectivas estanterías o en librerías de ocasión para los amigos del libro antiguo, coleccionistas empedernidos creando su propio dormitorio o cementerio de libros acompañados de búcaros de flores, en ocasiones entre sus páginas, a lo mejor flores del bien antes que del mal, porque a ver quién tiene la certeza de ello para poder afirmar públicamente que las flores son malas en alguna estación de la vida.
En principio se puede arrancar de la frase que ya ha hecho su agosto, adueñándose de la psicología humana, y que hace furor entre la multitud, “dígaselo con flores”, y la costumbre se ha extendido como el fuego por todo el orbe, y así las circunstancias o compromisos o eventos se solventan con flores, pues no cabe la menor duda de que perfuman la vida, encienden los corazones y encierran poderes mágicos, pudiendo brotar la semilla en los sitios más intrincados e inverosímiles como las cristalinas aguas de los veneros en los picos de las sierras.
Ya las cultivaron los poetas románticos y fueron parte de su alimento, obligando a trabajar al cerebro y la pluma a toda pastilla atrapando sus esencias y aromas de forma asombrosa.
Todavía debe de andar revoloteando por el baúl de los recuerdos estudiantiles de César algunos versos de las Flores del mal, como La muerte de los amantes, “Tendremos un lecho de suaves olores/, divanes profundos como sepulturas/, y en tallos y búcaros nos darán las flores/ aromas extraños bajo albas más puras”.
En las mañanas de euforia César entonaba cancioncillas pegadizas de las últimas décadas, que se hacen famosas entre la gente como las ya conocidas como triunfadoras, con el insigne epígrafe de canción del verano, que al entonarla hacía más radiante y fresca la alborada, “Manda rosas a Sandra que se va de la ciudad, manda rosas a Sandra y tal vez se quedará. A su lado yo viví y jamás fui tan feliz, pero un día me dejó…”. El estribillo lo tenía grabado en la memoria desde los años mozos, y nunca pensó que un buen día le transmitiese un algo especial más allá del tarareo rutinario, o le fuese a calar tan hondo a través de las vicisitudes de la existencia o los puntuales cambios de luna.
No podía elucubrar que en los avatares del camino, sin comerlo ni beberlo, el sino, como un raro vientecillo que caprichoso retornara a los orígenes rebotando en el frontón del tiempo, y a él le fuese a ocurrir algo semejante transportándolo a unos parajes tan esquivos y olvidadizos como los que le había tocado hurgar.
Su pareja se fue un día aciago y se quedaron los pájaros cantando, como la canción de Sandra, cuando menos se lo esperaba, y según van cayendo las hojas del calendario llegaron las nuevas golondrinas, pero ella no regresaba, pues se hospedó en el dormitorio eterno, el cementerio más cercano, quedando en plena soledad.
Su amor voló con todos los requisitos y los pertrechos necesarios para un viaje sin retorno. Se instaló durmiendo con todos los sueños y las más variadas fantasías, y César para mantenerla viva y revivir cada mañana sus períodos de felicidad quiso recuperarla en buena armonía, y pensó que lo mejor sería expresarlo y evocarla con flores.
Las flores, como cualquier criaturita, se deprimen, exhibiendo la ternura de que están hechas y con el transcurrir del tiempo, quizá con más contundencia que los humanos, se marchitan, como le sucede a la rosa, que al poco de ser cortada perece, flor de un día, y no digamos si en el hábitat les falta mimo o agua como cualquier ser vivo, entonces es más complicado que perdure.
A veces las labores cotidianas se agolpan en el cerebro y acaban anulando los distintos roles pendientes de ejecutar, y sin pretenderlo se acumulan los descuidos jugando una mala pasada, menos mal que en determinadas turbulencias del viaje aparece un ángel, una mano caritativa que anima y arrima el hombro, casi un prodigio, acudiendo en auxilio del necesitado, y riega las mustias carencias al sentirse impelida por la proximidad del habitáculo, y los ojos comprensivos y la caridad cristiana hacen el resto, empezando a resucitar las maltrechas flores plantadas por la mano del amado con esmero y a ser regadas con tanto cuido que brotan con una fuerza inusitada, hasta el punto de contagiarse las almas, convirtiéndose casi en almas gemelas, emitiendo un ardiente chisporroteo entre las flores.
En los últimos días de estío, cuando las jornadas aprietan con saña, sucediéndose pegajosas y lentas y crecen las picaduras de mosquitos y moscardas, haciéndose notar con mayor ruido en el silencio de la soledad, entre el crujir de las hojas secas y las ausencias afectivas, todo ello va generando un viscoso flujo que al fin fluye con insólitos tintes,
-Oye, ¡tengo un regomello cuando la veo! ¿Sabes que con esa muchacha estoy en deuda?
-¿Con quién?
-Con aquella que está sentada en esa mesa de atrás.
-¿y eso?
-Sí, tío, porque cuando atiende a sus flores en el camposanto le pone agua a las otras.
-Pues que se las ponga, joven.
< -Bueno, son actos que te tocan la fibra… y no sé cómo agradecérselo.
-Tranquilo, joven, no seas tan romántico, pero eso se puede zanjar con un ramo de flores, un apretón de manos o un fuerte abrazo.
-Uf, uf…esta maldita mosca, con las calores, no me deja en paz.
-Qué remedio te queda, tío, dale un manotazo y sanseacabó. No obstante es de bien nacido ser agradecido.

La vida sigue. El resquemor de la fiebre humana se dilata y crecen las ampollas de la sensibilidad y la pasión. El tiempo todo lo cura, las heridas y orfandades o las reabre, pero cuando una puerta se cierra incluso in aeternum, otra se abre al instante; si bien no está probado que en todos los episodios acontezcan idénticos desenlaces.
El caso es que las florecillas del camposanto sonrieron, echaron raíces, tallo y al final del proceso, con las aguas de abril y un poco de suerte, han dado su fruto: el alumbramiento de un nuevo amor.
Es evidente que siempre las malas compañías no fueron malas, aunque hablando en plata, lo suyo hubiese sido un nuevo diagnóstico de la situación, o no.

domingo, 16 de agosto de 2009

Sensaciones





Qué sientes en las entrañas,
Tal vez el silencio de los campos,
El crujir del viento en la alborada,
Las veladas tiernas del cariño que anima,
O acaso la casa echando fuego por los ojos
Sin rumbo en el horizonte,
Cascadas de sensuales gorjeos y no saborearlos
En la alcoba sosegada.
O la pradera verde y llena de remansos de agua brava,
O las dulces pinceladas de fresa pidiendo ser devoradas
Por unos dientecillos melosos apelmazados
En el blanco del corazón solitario.
Si abres la ventana saltarán volando los asfixiados arrebatos
Y aplaudirán a cuatro carrillos bailando en las mejillas
Regadas con gotas de rocío destilado de las pupilas de
Tu incienso celeste.
Cuando llega la noche se cubre el cielo de buitres
Y saltamontes mezquinos atrincherados en motoncitos
En la alevosa oscuridad
Y suspira por un ansiado amanecer, refulgente y hermoso;
Tu caracola con la mía dentro de la bola
De cristal en donde se lee,
Sí, voluptuosamente -volo-
Quiero la voz de las alturas, lo angelical de acá abajo;
Añoro tu sombra ardiente y muero envuelto
En la plenitud de tu encendida luna,
En las explosivas filias -Ars amandi ovidiano-
De tu ternura.

sábado, 15 de agosto de 2009

El marca páginas



Estaba leyendo la carta de Laura cuando se le vino el alma a los pies al leer, “ya no te quiero, hemos terminado”, y le insinuaba que se buscara a otra pues no tenían nada en común, y proseguía, “ya llevamos demasiado tiempo para conocernos y no coincidimos en lo fundamental, por lo tanto lo mejor es cortar por lo sano antes de que sea tarde”, y con esa decisión a buen seguro que evitarían muchos sufrimientos a gente inocente, que los futuros retoños no tuviesen que pagar por algo que no tenían culpa, y no crear a conciencia una familia desgraciada, sin una luz que les guíe por la vida; por consiguiente consideraba que lo más aconsejable era arrojar la toalla echando cada uno por su lado y suspender las relaciones.
Tales reflexiones le nublaron el pensamiento, careciendo del suficiente arrojo para seguir leyendo.
El marca páginas, que mostraba el dibujo de unos novios felices y contentos, lo sostenía en la mano izquierda pesándole como el plomo mientras leía la contrariada y pesada carta. Y sin querer extrapolarlo, sopesaba el contenido tan distinto de ambos mensajes. La imagen del marca páginas le infundía tal satisfacción y sosiego que temía que se difuminase si rozaba la carta y se contagiase de ella; resultaba que sin proponérselo estaba reviviendo los oscuros subterfugios o los enigmáticos laberintos que había vivido y respirado en las aristas de sus dilatadas lecturas por múltiples terrazas o al abrigo de una sombrilla en la playa, donde pululaban las aventuras más rocambolescas contadas por los narradores en los bosques de sus libros, abandonos, asesinatos, incompatibilidades, engaños, desgracias incomprensibles. Esta trama le entusiasmaba y entretenía sobremanera en los libros que leía, pero nunca imaginó que se hallaría metido de pies y manos en tantos charcos ejecutando la propia tramoya, y que su vida se vendiera a tan bajo precio, viéndose envuelto en dimes y diretes, en idénticos o similares episodios que los antihéroes o los héroes de la novelística de todos los tiempos, pues lo encontraba como algo nauseabundo y sangrante abominándolo de cabo a rabo.
Sin embargo hay que reseñar que todas las historias no terminaban lo mismo, pero no recordaba casi nunca las que acababan bien.
El marca páginas tenía su pequeña gran historia, dado que era el que utilizaba en la lectura de las obras por él seleccionadas, donde se paseaban por sus escenarios de terror o bosques encantados los personajes más célebres por sus grandeza de espíritu o la mayor de las miserias, por sus aficiones exquisitas o las bajezas más viles en su devenir por el mundo creativo.
Por eso procuraba guardar las distancias, ya que le hubiese encantado que al abrir la carta colgase en el interior una cinta de oro adherida en medio bordada por ella como la que llevan los libros de lujosa encuadernación, que está sujeta en la parte superior, y permite marcar la página donde se interrumpe la lectura para retomarla más tarde con facilidad, y ello hubiera sido una de sus grandes conquistas pese a la brevedad de la misiva, y de ese modo no erraría el recorrido cuando quedara embelesado por los halagos o perdido entre las redes del breve manuscrito al exprimir el jugo de las frases, las entonaciones o el doble sentido, de suerte que por donde transitase no corriera el menor riesgo, disponiendo de las pertinentes ayudas, un báculo o un faro que lo alumbre a fin de no derrapar por los distintos párrafos.
Prefería verse como la afortunada pareja del marca páginas a la hora de desnudar la carta encontrándose en un estado de gracia, recién peinado, oliendo a rosas, el cuello de la camisa impecable y disfrutando de las mismas sensaciones que exhibían aquellos novios, en donde ella lo abraza con fuerza borrando parte del lunar que se había pintado adrede junto a los labios.
De todas formas no estaba conforme con el rumbo que llevaba, pues unos días se sentía navegando por las cumbres de lo placentero y otras mordía el polvo de la derrota, y ansiaba cambiar de aires, abrir la mente a otras posibilidades más enriquecedoras, a otros universos desafiando la gravedad si fuera preciso, desplegando al máximo sus habilidades en los más variados ámbitos, pero casi siempre caía en la trampa y surgía un no sé qué, un obstáculo que anulaba su caudal humano impidiendo llevar a la práctica sus entelequias más realistas.
No cabe duda de que se sentía como un petrarca enamorado locamente de Laura, del porte, de su estilo, del hoyillo de la mejilla derecha, pero fallaba a la hora de tomar decisiones firmes; necesitaba un empujoncito, un algo que le marcase los tiempos hacia ella, rellenar las páginas que aún permanecían en blanco en su corazón que suspiraba por sus vientos, y juntar un puñado de cartas de amor de manera que configurasen la obra, un libro de enamorados, una réplica de Calixto y Melibea, y leerlo los dos juntos en carne y hueso con un marca páginas especial, incombustible, cogidos de la mano como los que aparecían en el dibujo.
¡Qué sudores tan fuertes y tentadores le embargaban!
No encontraba la ocasión de vestir las páginas de su vida con los colores, los sonidos y las expresiones que a él le hubiesen gustado y enmarcarlas dentro de unas relaciones estables donde derramar la tinta del cariño y construir rascacielos de caricias sin fisuras, por las buenas o por métodos caciquiles apoderándose como un vulgar caco de la valija del cartero y sustraer los arrumacos y besos de todas las cartas de amor que transportase en el día de San Valentín y así confeccionar una auténtico album de cartas acorde con sus obsesiones.
Laura le escribía una carta lejana y fría como si residiese en una desangelada y desértica estepa a miles de kilómetros o llevase a cabo un viaje por los picos de los Andes y no pudiese incrustar en los espacios del papel el calor o la temperatura ardiente de las palabras y los sentimientos que estaba esperando.
Al abrir la última carta que recibió no pudo contener las lágrimas de rabia estrellando el marca páginas contra el suelo en un acto de rebeldía por la ausencia de alma en lo que le transcribía y sobre todo por la situación en que se encontraba cuando se lo decía reflejando el estado anímico, descalza, despeinada, sin pintarse los labios y los ojos enrojecidos por el doble juego, escribiendo como si tal cosa, a sabiendas de que mentía, pues se reprimía a la hora de plasmar en el folio las emociones más sinceras sin máscaras ni tapujos y decir de una puñetera vez las cosas claras, al pan pan y al amor amor, y no lo que se le escapó subliminalmente, la tachadura, que la borró con tal torpeza que aún se podía averiguar con la lupa, decía, “no puedo vivir sin ti”, ahí se le descubrió el engaño quizá por el efecto de los fármacos ingeridos que le jugaron una mala pasada.
Donde indicaba azul no era lo correcto, confundiendo los colores tontamente como en un juego de niños distraídos, cuando debería reseñar lo contrario según sus latidos más íntimos.
En el fondo del espíritu moría por él, pero las ansias de poseerlo le traicionaban al pronunciar, “te adoro, contigo iría al fin del mundo o nos montaremos nuestro propio paraíso”, donde hirviese el cariño y las aguas cálidas de la ternura derritieran los témpanos de frialdad que le atenazaban.
Por todas estas dislocaciones Laura lo traía por la calle de la amargura, no sabía a qué carta quedarse, tanto así que si le sonreía ignoraba si lo realizaba de veras o era puro humo, simples fogonazos para huir de la quema.
Cuando evocaba los tiempos en que paseaban por el parque agarrados a la cintura le notaba como un sudor raro, gelatinoso, casi maloliente y las pulsaciones por las nubes, como si necesitase un marcapasos porque la muerte estuviese llamando a la puerta de su corazón…o quizá hacer una fuerte inversión en el negocio farmacéutico acaparando los fármacos más rentables y milagrosos para su maltrecha salud, o encomendarse a poderosos elixires y de esa guisa ahuyentar el mal de amores.

domingo, 9 de agosto de 2009

Instantáneas




Estaba cansado de estar solo
Llenando ceniceros de cenizas y almíbar en la cocina,
El almíbar de sonidos que imaginaba
Forjados en el pensamiento.
Luz que llegaba a sus oídos y podía tocarla,
Eran gotas que sonaban por los acantilados como el viento.
Llovía en esos momentos con más fuerza en las mejillas.
Y luego caía mansa deslizándose por los toboganes del aire,
Y llegaba a esta ventana abierta a la vida
Que se encendía esperando una respuesta
A los sinsabores que crujían desvencijados.
Observaba los dedos, las uñas, el vello
Pintados de jirafa, la figura disfrazada de ave del paraíso,
Envuelta en un velo transparente y a veces opaco,
Y no podía poseerla.
Respiraba hastiado de la distancia
Aunque de vez en cuando la sentía cercana,
En esta mesa, en el ruido del pasillo...
¿Adónde ir?
Y no acababa la espera.

sábado, 1 de agosto de 2009

Chequeo




No sospechaba Anselmo que un día fuese a caer por un terraplén o en la ratonera sólo por un simple chequeo rutinario, ya que deambulaba de aquí para allá por parajes saludables, sembrados de verdor y era impensable que el destino le tendiese una emboscada con la vida tan estricta y sana que llevaba, siendo la envidia de conocidos y vecinos que lo encumbraban por el interés que siempre había exhibido por estar en plena forma ya desde su juventud, comentarios que hacían sentados en la puerta de las casas mientras tomaban el fresco, a la luz de la luna, durante las largas tardes del lento verano.
Lo consideraban una persona modélica en dicho aspecto. Y daban fe de ello las acometidas que realizaba cada día poniéndose manos a la obra contra viento y marea, gimnasio, frutas, verduritas, carnes y pescados a la plancha y un sinfín de infusiones cumpliendo escrupulosamente las recomendaciones que aconsejaba el dietista para conseguir el equilibrio.
Por ello el informe médico que le acababan de entregar lo dejó grogui; lo interpretaba como una puñalada por la espalda, un dictamen propio de un centro sanitario tercermundista, catalogándolo en su fuero interno como algo enigmático y sin sentido, un manotazo de los dioses que hubiesen amañado el norte de la brújula confabulando los elementos contra su figura quebrando los cristales de la existencia.
Los resultados de la resonancia y el escáner no reflejaban el estado real de Anselmo, al parecer eran falsas alarmas, bien por un fallo del cerebro de la máquina o por un inoportuno corto circuito en el momento de la exploración, pero a ver quién era capaz de coger el timón del barco con la que estaba cayendo y enderezar el rumbo.
Tales acontecimientos le echaban por tierra los sueños que acariciaba, la luna de miel que tenía aplazada de mutuo acuerdo con su pareja por los fiordos noruegos y posteriores escapaditas a Londres o Atenas como solía hacer a menudo. Y no atisbaba en el horizonte el modo de sobreponerse, saliendo del bache y batir al advenedizo enemigo.
La aberración se nutría de la seudo lectura de las superficies examinadas, de suerte que donde aparecía el signo más correspondía el signo menos, y donde recogía la negra mancha apuntando a un tumor cerebral de consecuencias imprevisibles debían refulgir vibrantes puntos de luz anunciando la buena nueva, un bello amanecer despejando así los vericuetos de la duda, mostrando que en aquellas zonas nunca declinaban los vivificantes brotes de salud, debido a las chispeantes ilusiones que titilaban en el mar de su vida y se percibían con nitidez en los ojos de Anselmo pero que en estos momentos aparecían denostados por tamañas brutalidades dibujadas con malévola saña en esas partes del cuerpo.
Por lo que se deduce de todo este affaire la máquina amaneció ese día con los cables cruzados apuntando al paredón de fusilamiento o a ninguna parte en concreto pero con el veneno en el engranaje, porque en el tremendo yerro en que cayó le iba a Anselmo la posibilidad de seguir o no viviendo.
Cuando el doctor se acercó a la cama nº 68 donde yacía maltrecho Anselmo zarandeado por las mil cábalas que llovían sobre su cabeza, con la ansiedad por las nubes y las dudas que lo asaltaban por conocer a fondo lo que le acontecía, los perversos augurios que se cernían sobre su cerebro, necesitando disipar todo tipo de sospechas o prejuicios, pues se sentía sumamente inquieto, arrastrado por la servidumbre de las informaciones, a pesar de haber acudido al centro para un breve chequeo por su libre albedrío y estar dispuesto a cargar con las consecuencias que se derivasen del reconocimiento, pero jamás calculó que le espetasen postrado en el lecho tan indignantes noticias, muerte inminente, que tenía los días contados, que hiciera declaración de herederos o consignase su último deseo en vida o algo por el estilo: eso jamás se lo podía imaginar por nada del mundo.
Quería las cosas claras. No obstante le comunicaron que permaneciera tranquilo, que acaso fuese un pequeño quiste que hubiera reverdecido y atravesado con tan mala fortuna en la lectura de la resonancia, aunque no las tenía todas consigo por si resultaba ser algo más raro que pasara desapercibido para los oncólogos, pero le insistían en que siempre quedaba la dulce esperanza de la intervención y no perdiera la confianza en los milagros que con frecuencia llevan a cabo los cirujanos.
Recordó vagamente que no era la primera vez que le ocurría algo semejante, pues cada vez que entraba por la puerta del centro hospitalario le azotaba la incertidumbre de que algo extraño le encontrarían incluso por algún craso error.
Por ello al cruzar el umbral del hospital se consideraba una especie de gladiador romano que se enfrentaba a la muerte bajando los escalones del anfiteatro para enfrentarse a las fieras expresando el célebre saludo, Ave, Caesar, morituri te salutan (Dios te guarde, César, los que van a morir te saludan), con la convicción de que su vida se la jugaba cada vez que pisaba esos terrenos como el torero en la plaza peleando con un miura.
Se rebelaba contra todo cuanto le acaecía. No era posible que tuviese tal sino sin más cuando él hizo siempre todo lo posible por llevar un excelente estilo de vida ajustándose al dicho popular, “dime lo que comes y te diré lo que eres”, o aquel otro de los latinos “mens sana in corpore sano (Mente sana en cuerpo sano)”. Por todo ello no se explicaba la causa de la supuesta enfermedad.
A decir verdad los tintes del verano nunca le fueron propicios, las altas temperaturas, la hipotensión, la astenia lo dejaban K.O., plantado cuando menos se lo esperaba y no llegaba a alcanzar los frutos que perseguía, quedándose casi siempre a mitad de camino. Y no sería porque no le echase ganas, que en eso no había quien le aventajara empezando a maquinar mil estratagemas para sobrevivir llegando a desbordarse como un río en época de lluvias alimentando proyectos a más no poder, convencido de que nunca una enfermedad tan desconcertante llamaría a su puerta, pero ese día la indolente máquina se propuso lo peor, trastocar los resultados de la exploración dando el perfil de un tumor cerebral según se reflejaba en la prueba. Al cabo del tiempo se comprobó que todo fue causado por un exceso de calor, tal vez por acción del cambio climático estando a las puertas de la misma muerte según el diagnóstico de los facultativos.
En las últimas fechas acaba de firmar un manifiesto de principios vitales donde lo único que pretende es no aparecer por un hospital ni vivo ni muerto, y cuando muera sus cenizas las arrojen a las corrientes marinas a fin de que convivan con la realidad de la madre naturaleza, y saluden a los peces y aves del cielo en plena libertad sin ningún margen de error.

sábado, 25 de julio de 2009

Perdone usted, señor





Perdone, señor, el descaro por dirigirme a usted sin conocernos, como si fuésemos compañeros de parranda, o de un célebre master en Bruselas. Sólo quería trasladar la inquietud que siento por Mateo, un pobrecito desnutrido, abandonado de la mano de Dios nada más nacer.
Ocurrió que fue arrojado al umbrío bosque y ha crecido allí como las setas o una escuálida lagartija a pleno sol; sin embargo parece que, pese a todo, la vida no le va mal. En ese entorno se recrea y vive acompañado de los pobladores del bosque, tranquilo, desahogado, libre.
Cuando no halla alimento en los árboles o en las flores del campo las aves penetran en su habitáculo y le suministran ricos manjares y abundantes vitaminas, fósforo, hierro, magnesio… o aquello que necesite en un momento determinado. Son muy imaginativos sus habitantes. Como botón de muestra valga la creación del club de atletismo que han montado en plena naturaleza totalmente gratuito para los residentes del bosque que deseen utilizarlo. Lo han levantado en ese peculiar hábitat con todas las de la ley, con un objetivo claro, preparar a conciencia a todos los miembros de la comunidad para la conquista de medallas en las próximas olimpíadas. Así de sencillo.
Disculpe las molestias por mi pertinaz insistencia señor, mas dado que usted es un egregio magnate, un gigante del mundo financiero no creo que sea una osadía dirigirme a usted con objeto de que patrocine los juegos a condición de que luzcan en la camiseta el logotipo de su emporio, y de ese modo fortalecerse mutuamente, usted en sus réditos y ellos en el ámbito deportivo, participando en las diversas pruebas del campeonato.
El palacio que usted regenta en el mar Negro podría ser el blanco de sus aspiraciones, un centro ideal para exhibirse, y de paso darle publicidad a los diferentes trofeos que guarda en la lujosa y atractiva vitrina. No es por cortesía ni por un mero cumplido, ahora que nadie nos oye le confirmo que el núcleo duro del bosque ha tomado muy en serio la determinación de llegar lejos en los juegos, ser campeones en la mayoría de las pruebas.
Por lo pronto la vasta comunidad del bosque ha acordado en su reunión en primera convocatoria celebrada en primavera ejercitarse a fondo en la práctica de la búsqueda de una causa justa en sus actuaciones y de una cívica convivencia, derrochando cortesía y cuantos tragos de ternura sean precisos, y de esa guisa llevar a cabo certámenes por valles, campiñas y bosques urbanos con la disputa por las distintas medallas allí donde se compita bebiendo tanques de alegría y viviendo a raudales la vida.

lunes, 20 de julio de 2009

Apego




Durante un tiempo Fulgencio se contentaba con beber los vientos por Eugenia con prudencia tatuándose las partes más erógenas de la piel, pero con el paso del tiempo se atascaba en los proyectos, le subía la angustia y le sabía a poco pensando que tal medida era ridícula, demasiado superficial y no colmaba los moldes, las aspiraciones de la imagen que se había forjado de ella, ponderando que no tenía futuro, que un día no lejano los agentes externos o algún malintencionado erosionarían su cuidado tatuaje quedando todo en agua de borrajas.
Cuando mordía el nombre de E u g e n i a se llenaba de luz, de mudo asombro, lo saboreaba a conciencia y al pronunciarlo se le incendiaba la cara percibiendo un suave cosquilleo en la lengua. Tales fogonazos fueron a más transformándose en una atracción sospechosa e incluso molesta, que mantenía en funciones a Fulgencio en todo momento atrapado en las veleidades de Eugenia deleitándose de sus condimentos hasta el punto de ser su doble quien inclinaba la testuz, la balanza hacia su icono tanto en las decisiones trascendentales como en las más rutinarias, aseo personal, tomar un tentempié, colores de la corbata o el sumo de los dislates, a qué horas debía retirarse al aposento a descansar.
En ocasiones se partía de risa o se partía la cabeza desgranando en las peores circunstancias soluciones más resolutivas al conjunto de sus interrogantes y al final sólo conseguía posarse en terrenos movedizos, comprometidos al convertirse casi en un zombi, una adición fatídica, dándose de bruces en las bajezas más irritantes cuando en realidad disponía de otras alternativas más halagüeñas en los distintos círculos por donde se movía, siendo el suyo un apego casi servil levantándole ampollas en los lugares más inverosímiles del cuerpo, llegando a veces a perder la visión de repente perdiéndose en una noche de tinieblas y alejarse cada vez más de la sonrisa sana de otros campos más feraces, inundados de frutos tropicales, papayas, aguacates, papayas o mangos o cañas de azúcar; por lo que se consideraba incapaz de discernir la esencia del accidente, los colores chillones o los objetos de grueso tamaño, y no encontraba el criterio justo de las cosas que debía desechar por inútiles o conservar como oro en paño como hacía su abuela, si no era a través de los ojos de Eugenia, impulsado vorazmente por la tiranía de sus devaneos y desplantes en un perenne balanceo de remordimientos desequilibrantes que le azotaban el rostro, la conciencia, cual empedernido adicto que necesitase en todo momento olisquear o tragar por la tremenda la sustancia sin demora para evitar hacerse el harakiri o a lo peor ser arrastrado a un pozo sin fondo, a la debilidad de masticar chicles de dulce nicotina asesina o inyectarse en las venas para seguir respirando en su triste deambular por las turbias sombras de la tarde y no precipitarse por riachuelos irreversibles de sangrante malestar dando palos de ciego.
La abstinencia de Eugenia lo colocaba entre la espada y la pared, lo sumergía en lúgubres mazmorras del pensamientos, no pudiendo emerger a su antojo, pues debía infundirse de valor y no seguir enderezando la nave rumbo hacia sus caricias y sonrisas a cualquier precio, sobre todo en los instantes más álgidos de la jornada en que la ansiedad arremetía corneando los puntos más sensibles causándole irreparables daños, que le imposibilitaban encontrar la cordura lejos de sus manipuladores perfumes o abandonar las ansias de poseerla, tenerla a su capricho bailando, gesticulando, besando o soplando al igual que un cigarrillo entre los labios del fumador.
Sin embargo intentaba emularlo introduciendo algún objeto suyo en la boca, una pertenencia, el pañuelo rojo del cuello, la gomita de color blanco que llevaba para amarrarse la cola del pelo para aliviar los sofocos estivales o alguna otra reliquia por el estilo.
En épocas en que tenía unos extraños sueños Fulgencio cogía unas rabietas de niño díscolo, entrándole una especie de alergia que le oprimía con virulencia el pecho y la piel de suerte que se ponía pálido, transpuesto y no había manera de que controlase sus inclinaciones despeñándose por desfiladeros extravagantes cubiertos de un negro musgo al excederse en el tiempo sin haber encendido un pitillo de vicio, un reclamo de Eugenia, palpando sus contornos o moviéndose en las aguas de su dársena.
Un día Eugenia se fue de compras rompiendo la costumbre a los grandes almacenes y se le torcieron los vientos, una piedra en el camino le preparó una emboscada perdiendo apoyos en su esbelta silueta con tan poca fortuna que cayó rodando por los suelos, teniendo que trasladarse a toda prisa a urgencias en el primer taxi que cruzó por las inmediaciones alcanzándole allí la noche con analíticas, pruebas y más pruebas mientras que él se desplomaba a su vez a cien leguas de distancia en mitad de la calle, ofreciendo un triste espectáculo de persona inválida, dando con los huesos en el cemento del bulevar por un golpe de estrés, víctima del mono que le sacudía, porque Fulgencio no se sustentaba en pie al no poder estar más tiempo sin inhalar sus esencias, oír el ruido de sus silencios, catar el dulzor de sus huellas, captar las onomatopeyas que emitían sus mejillas como el chapoteo en las pozas que surgen en las hondonadas por el agua de la lluvia.
Precisaba en su sequedad de una exuberante llovizna, de un tenue tropiezo con ella y al faltarle se derrumbó en una depresión de caballo con ataques epilépticos echando espumarajos por la boca, en un estado preocupante, por lo que fue menester trasladarlo con urgencia en ambulancia al centro de salud al no haber forma de reanimarlo, y de esa guisa, acaso por la conjunción de los astros interpretando una sensacional melodía, de manera casi furtiva y fortuita se reencontró con ella en el hospital no dando crédito a lo que le ocurría viendo el cielo abierto, y encontrándose en un lugar seguro, libre de los ataques de algún tiburón famélico o de cualquier contingencia, ya repuesto de su terrible pesadilla, recuperando la beatífica mirada y el nervioso meneo de pelo de Eugenia.
Todo ello le suministraba las energías imprescindibles para continuar en la brecha, creando cascadas de felicidad en su deambular por la vida.
Fulgencio lo interpretaba como la llave de su aprobación, quedándose en la gloria, tan sereno y confiado ante los escollos que le abordasen en alguna esquina, incluso en los detalles más simples.
No obstante llevaba últimamente un tiempo de controversias interiores, en que se había propuesto cambiar, olvidar esos paradigmas utópicos y apostar por el día a día sin prejuicios, mediante una función de catarsis, regenerándose a través de sus propios errores y enfocar la existencia por otros parámetros más inteligentes para sus intereses sacándole provecho a los eventos valiosos y gozando de las buenas acogidas o aceptando los inevitables contratiempos y no estar siempre a expensas de quien algún día acaso sea su futura pareja dependiendo de ella, sin discurrir sobre el flujo de lo positivo en el amor.
Al cabo del tiempo Fulgencio se percató de que no merecía la pena estar tocando siempre el mismo instrumento con la misma batuta y bajo ninguna tiranía, bien sea de clave de sol, de fa o de do, sino más bien escuchar en cada momento las músicas más constructivas y acordes con el espíritu.











sábado, 11 de julio de 2009

El día en que Teodoro se perdió





No sabía Teodoro como fue, pero estaba seguro de lo que le ocurrió pues se hallaba en su sano juicio, cuando de pronto se perdió por el sendero buscando a su amiga de toda la vida y nunca más la ha vuelto a ver. Qué distinto, pensaba, hubiera sido haberse perdido con ella buscando moras, disfrazándose con máscaras a la chita callando en la campiña o contemplando mariposas en su salsa o bebiendo agua en alguna fuente de las que a veces brotan por determinados parajes agrestes a la sombra de un frondoso árbol.
La tristeza le arrojó el alma a los pies. Al no encontrarla cayó en una terrible depresión y se sentía aplastado como si un horrendo montículo le hubiese caído en su propio lecho mientras dormía soñando que paseaba con ella por unos lugares de ensueño, que los acogían a los dos con los brazos abiertos entre besos y parabienes.
Para quitarse de encima tanta inmundicia psíquica y asuntos tan abstrusos y no pudiendo verla durante tantísimo tiempo, ni corto ni perezoso se alistó en un barco ballenero yendo a países lejanos y así echar en el olvido aquel encuentro que un mal día tuvo cuando la conoció, de tal manera que se entregaba a los trabajos más difíciles y viles para compensar su estado de ánimo y no perder la cabeza en este desdichado mundo, o no perderse por mil laberintos, porque desde entonces se encuentra ido y no sale de aquel infernal atolladero, de su asombro, donde entró cuando contactó con ella el pobre hombre.
A veces se le antojaba que nadaba en una enorme piscina sin brújula y era como un pececillo que se escurre por entre las manos de todos los seres vivientes menos por las suyas quedándose enganchado. Los días no se detienen, van pasando inexorablemente, pero él se siente retenido por ella y lleva tantas horas perdido en las cálidas aguas de la piscina que las escamas de las ranas y los peces se le están pegando en el cuerpo de modo que las arrugas que le salen se van agrietando más y más con las escamas y desde que se ha dado cuenta no quiere nadar con ella por muy grande que sea ese océano y se coloca una escafandra sumergiéndose en solitario por las negras corrientes marinas. Y no olvidaba ni un instante que lo que en realidad anhelaba era encontrarse cuanto antes con ella a pesar de que no alcanzase la plena felicidad como a él le hubiera gustado, porque temía que acaso fuera rechazado por ella al percatarse de las –raras perlas- escamas que cultivaba en su cuerpo, y ella se imaginase que era un verdadero pez.
Le hubiese encantado haber perdido a Amapola antes, así es como se llamaba la lindísima moza, antes de perderse él en su textura, en las curvas de su cuerpo, en su coxis tan pulcramente estructurado y entre los amasijos de buena persona, con unos encantos interiores fuera de lo común pero sus agallas tiraron por los cerros de Úbeda cayendo él en la desolación o en la trampa, vaya usted a saber, y aunque se alejase de ella alistándose en barcos balleneros a miles de millas, resultaba que cuanto más se distanciaba más cerquita se sentía de sus suspiros y beldades mezclándose con las escamas el blanco moreno de su cuerpo con un misterioso pudor y poder magnético, no pudiendo hacer una vida normal.

El olor del paraíso

-Esto huele a chamusquina, tío, y si no que venga Dios y lo vea. Cómo se explica el hecho de que una pareja tan bien avenida, que bebe en el mismo cuenco, toma la misma compota de frutas y se había propuesto ser espejo de las futuras generaciones donde se miren todas las parejas del universo, viviendo tan compenetrada y feliz, sin el menor atisbo de violencia de género, van de repente y la ponen de patitas en la calle por el mero hecho de amarse sin tapujos, a la luz de la luna, entregados en cuerpo y alma en una noche de pasión, llevando a cabo la ansiada luna de miel, siguiendo las instrucciones de todos los santos, “ama y haz lo que quieras”. -dijo en fuga Alfredo, chillando como un grillo, muy dolido por el desahucio del paraíso evocando los versículos del Antiguo Testamento, en que el señor Dios colocó un querubín en la puerta del paraíso con una espada de fuego fulgurante impidiendo el regreso de nuestros primeros padres.
El enfado de Alfredo fue descomunal elucubrando con que a él le sucediese algo semejante, y no era para menos acostumbrado como estaba a su pequeño gran paraíso, levantarse a medio día, dar unos placenteros paseos por el barrio, oler las flores del jardín, pasar revista a los intereses y necesidades más perentorias y saborear unas copitas de vino blanco mezclándose con los ardientes rayos solares que trasmutaban su rostro en un artificioso juego de chispeantes luces de inmensa felicidad, propia del goce del exquisito oasis por el que cada mañana trotaba como un niño por la playa, o como los ángeles o el mismo dios en el paraíso eterno.
-Es que no hay derecho, demonios –pregonaba a los cuatro vientos Alfredo-, que quieran acabar con el hábitat en sus mismas barbas. No lo acepto. Por supuesto que no les va a salir gratis, tendrán que indemnizarme por daños y perjuicios, además esos avatares ocurrieron en aquella época de tinieblas, pero las circunstancias han cambiado enormemente, y haré valer mis derechos con el abogado de oficio. Qué se habrán creído esos cretinos, que tienen un morro que se lo pisan.
-Si demuestras que eres fiel a nuestra cadena te regalamos un paraíso –uf, indicaba gruñendo con furia Alfredo al oír la promesa en la emisora de radio asegurando que era otro camelo; si es que no hay manera, cielos.
<< Apaga esa maldita máquina, que se entretiene en propalar monsergas por las ondas. Ya está bien de jugar alegremente con la mítica palabra, pardiez- apostillaba. No quería recibir más golpecitos en la espalda, ni fraudulentos escarceos de sedución, pues estaba embotado de tantas falsedades, tratándolo como un iluso o un ingenuo bebé postrado en su cuna. Con las disquisiciones deshojando la margarita, ahora te doy…, ahora te lo quito, mañana te regalo el oro y el moro; si sonríes a mis veleidades te obsequiaré con un viaje al fin del mundo, y si te portas bien recibirás de premio el cielo. Y maldecía a todas horas tanta dádiva interrogándose contrariado, ¿hasta cuándo vamos a soportar esta hipócrita actitud que azota las conciencias a sus anchas en mitad de las inmundicias del amanecer? -Hay que dar el callo, macho, –le apremiaba al hijo Alfredo- , a ese ritmo no llegarás a ninguna parte, que perdimos el paraíso, coño, y no te has enterado, y como sigas por esos derroteros te comerá el hambre y la enfermedad, así no puedes seguir, a no ser que retornásemos al paraíso perdido. La vida está muy revuelta, la crisis nos asfixia por todos las esquinas, así que no te queda más remedio que sudar el pan que te comes. Venga, tírate de la cama, levántate rápido que es medio día y nos va a llevar por delante la infelicidad, además ya lo dijo el señor nuestro Dios, y todavía sigues acostado, como si tal cosa. << No querrás que ponga un querubín en la casa con una metralleta para que cumplas las normas de sentido común, no tenemos otra alternativa. Lo más arduo de esta tramoya es que no podemos permitirnos el lujo de costear un querubín-guardaespaldas para guardar nuestro pequeño oasis, si es que se puede llamar así, dado que no disponemos de la plata suficiente y carecemos de lo primordial en estos menesteres, los poderes sobrenaturales. << Si lo lográsemos, trabajaríamos una semana escasa, o sea, seis días y al séptimo descansaríamos como Dios manda, y a vivir de las rentas en nuestro rico territorio eternamente. Y que se mueran los ineptos y los feos. Ya me gustaría a mí. Tener poderes fácticos y reales de esa índole, mandar calmar los vientos o pasearme por la superficie de la aguas de orilla a orilla y atravesar los océanos hasta que oscurezca y amanecer en la otra orilla sin más molestias que las del que practica el senderismo, como sería llegar al final del trayecto con los pies hinchados, y tener que meterlos en agua para reponerse. Porque viviríamos como dioses tú y yo, sólo deleitarnos, comer y dormir o lo que se terciase, y sin alergias ni picaduras de mosquitos en el aula número once de la sala Clara de Campoamor. << Mira, tío, todavía sigues durmiendo pero en qué piensas, ¿crees acaso que tu padre es el amo del paraíso? Sí, mis antepasados fueron en un tiempo los que lo cultivaron pero aquella delicia de perfumes y olores fue tan fugaz que ya nadie lo recuerda, ni siquiera la serpiente envenenada si no fuese por el correctivo, que desde entonces se arrastra en su deambular por la vida, nosotros al fin y al cabo podemos llorar con un ojo aunque a veces nos arrastremos por los suelos para tirar del carro de la vida, pero ellas, deben serpentear obligatoriamente muy a su pesar subiendo a los árboles o deslizándose por los desfiladeros o en su propia casa nutriendo a su hijuelos. << Nosotros, no obstante, debemos agachar la raspa, jugándonos el tipo, pero en cambio podemos sacar pecho cuando las cosas nos van bien, o ir sopor la vida con la cabeza muy alta por la satisfacción del deber cumplido. Pero al llegar a ese punto se le encasquilló la lengua a Alfredo cuando evocó el ataque por sorpresa de que fue objeto por parte de una serpiente cuando regresaba por el atajo en una tarde lluviosa de crudo invierno y se le abalanzó al cuello en una emboscada como recordándole a los mortales que su castigo fue por su culpa, y no pudo cerciorarse del peligro y cayeron rodando por la ladera, donde gracias a unas ramas que se atravesaron en la caída se despegó de la víbora y consiguió salir airoso. En esos instantes le vino a la memoria los versículos bíblicos, cuando la serpiente con cara seductora se acercó a la compañera de Adán y la llevó con dulzura a su terreno engatusándola con eróticos guiños y omnipotentes promesas, y tal vez le dijese que se había enamorado y quería casarse con ella dándole en dote el paraíso terrenal, recalcándole que todo sería para ella y al marido lo expulsarían intentando envenenarlo y así pasaría a mejor vida, pero ellos dos se quedarían con el paraíso de por vida en usufructo, y a continuación le preguntó al respecto, -¿Qué te parece, Èva? -Hijo mío, todavía sigues durmiendo, so pedazo de bribón, inútil, que eres un inútil. Parece que te hicieron de mala sangre, como la serpiente, sangre corrompida. Mira, te voy a descabezar, a ver si trabajas aunque sea por recomendación o castigo divino, que no le das un palo al agua y no te importa la hoja de ruta que nos trazaron. << Y después de tantos y tantos cientos de lustros sigo buscando el olor del paraíso y no lo percibo por ninguna parte, estoy perdido entre reptiles, árboles del bien, del mal, de la ciencia y retoños estériles, de forma que me siento con el agua al cuello; yo me asomaría a Londres, a Moscú o cualquier parte del cosmos, a la luna si fuera preciso, a recaudar fondos para pagar la hipoteca, para poder seguir viviendo, pero si allí no hay paraíso y no me deben nada cómo voy…; si tuviese posibles me apoderaría de un inmenso vergel y contrataría a un querubín en toda regla y haría mi agosto convirtiéndome en un hombre rico colocando al guardián con una afilada espada de fuego en la puerta de mi particular paraíso a fin de que me preservase de todas las gripes, de todas las incertidumbres que me acechan en primavera y otoño, disfrutando como un dios de los placeres de la vida.

jueves, 9 de julio de 2009

El papel creador de la palabra






EL CUERO SUYO OSCURECE LA NIEVE

“Hirióme de esta dueña saeta envenenada/
atravesóme el alma, allí la tengo hincada”.
Arcipreste de Hita, LBA.
La celestina.
Durante muchísimo tiempo la primera voz, eternizada en literatura, que registraban los textos españoles era una voz épica. Se había perdido o no hallado el testimonio al despertar a la vida que es el amor, y los balbuceos literarios comenzaban con el verbo de un juglar, que recitaba por plazas y salones los cantares de gesta, que trataban de caballeros, guerreros, luchas, espadas y celadas. La mujer, el amor, no estaban de moda o no había llegado su hora, por considerarlo ajeno a su quehacer literario.
Pronto aparecen las jarchas con las moaxajas, en donde se da entrada a los enamorados; luego le siguen, el mester de clerecía, el Arcipreste de Hita con el libro del Buen Amor, donde cita a Aristóteles: “Como dice Aristóteles –y es cosa verdadera-/ el hombre por dos cosas trabaja: la primera,/ por tener mantenencia, y la otra cosa era/ por poderse juntar con hembra placentera”.
Y ya en el siglo XV la obra de Fernando de Rojas, La Celestina, ofrece la pasión del amor físico entre Calisto y Melibea, a quienes las circunstancias no permiten una relación pública: para entablar relaciones se valen de los servicios de una vieja, Celestina, que explota su amor y lujuria. Los personajes pertenecen a dos mundos: el de los señores y el de los criados. Al primero: Calisto, Melibea; y al segundo: Pármeno, Sempronio y Lucrecia, además de las prostitutas –Areúsa y Elicia- y por encima de todos destaca la figura de Celestina
Recursos literarios. Emplea expresiones retóricas, interrogaciones, amplificaciones, similidacencias; antítesis: secreta causa/ manifiesta perdición; introspección de Calisto, confesión y reflexión sobre la fugacidad del placer, y la estimación social perdida; expresión culta del lenguaje en contraste con lo coloquial, caracterizando al personaje por su rango socioeconómico y cultural.
Veamos un fragmento de la inmortal obra, un monólogo de Calisto, acto XIV: “ ¡O mezquino (desdichado) yo! ¡Cuánto me es agradable de mi natura la solitud y silencio y oscuridad! No sé si lo causa que me vino a la memoria la traición que hice en me despedir de aquella señora, que tanto amo, hasta que más fuera de día, o el dolor de mi deshonra. ¡Ah, ay!,que esto es. Esta herida es la que siento, ahora que se ha resfriado, ahora que está helada la sangre que ayer hervía; ahora que veo la mengua de mi casa, la falta de mi servicio, la perdición de mi patrimonio, la infamia que tiene mi persona de la muerte que de mis criados se ha seguido. ¿Qué hice ¿ ¿En qué me detuve? ...(.). ¡O mísera suavidad de esta brevísima vida! ¿Quién es de ti tan codicioso que no quiera más morir luego, que gozar un año de vida denostado y prorrogarle con deshonra, corrompiendo la buena fama de los pasados? Mayormente que no hay hora cierta, ni limitada, ni aun un solo momento. Deudores somos sin tiempo, continuo estamos obligados a pagar luego (enseguida). ¿Por qué no salí a inquirir siquiera la verdad de la secreta causa de mi manifiesta perdición? ¡O breve deleite mundano! ¡Cómo duran poco y cuestan mucho tus dulzores! No se compra tan caro el arrepentir. ¡O triste yo! ¿Cuándo me restaurará tan grande pérdida? ¿Qué haré? ¿Qué consejo tomaré? ¿A quién descubriré mi mengua (desdicha)? ¿Por qué lo celo (oculto) a los otros mis servidores y parientes? Tresquílanme en concejo, y no lo saben en mi casa. Salir quiero; pero si salgo para decir que he estado presente, es tarde; si ausente, es temprano. Y para proveer amigos y criados antiguos, parientes y allegados, es menester tiempo, y para buscar armas y otros aparejos de venganza...(.). ¿Pero qué digo? ¿Con quién hablo? ¿Estoy en mi seso? ¿Qué es esto, Calixto? ¿Soñabas, duermes o velas? ¿Estás en pie o acostado? Cata (piensa) que estás en tu cámara...(.). ¡O mi señora y mi vida! Que jamás pensé en tu ausencia ofenderte...(.). Ni quiero otra honra ni otra gloria, no otras riquezas, no otro padre ni madre, no otros deudos o parientes. De día estaré en mi cámara, de noche en aquel paraíso dulce, en aquel alegre vergel, entre aquellas suaves plantas y fresca verdura. ¡O noche de mi descanso, si fueses ya tornada!”.
PROPUESTA: continuar el monólogo del texto.

sábado, 4 de julio de 2009

Ventarrón




-Procura cerrar las ventanas, Benjamín, que el viento del norte es muy tozudo y agarra por el cuello a las criaturitas. No lo olvides, que me da que el ventarrón viene de camino- insistía preocupada la abuela remendando el descolorido mantel de la mesa del comedor
-Sí, abuela, pero ahora las dejo entreabiertas porque va a pasar Almudena silbandito y no la voy a oír, y necesito verla sin falta, cosas nuestras-
-No vendrá con barriguita, verdad, como estamos en primavera, y la naturaleza anda al desquite con brotes verdes, y parece que todo anda manga por hombro, pues qué quieres que piense, con las cosas que se oyen por la calle, y me creo, no sé, que eres ligón confeso como tu abuelo.
-No abuela, se tomó la píldora del día después y no hay ningún problema, pero necesito recoger algo-
-Estos jóvenes, es que no tenéis arreglo, vais a acabar con una. Si Anastasio, que en gloria esté, levantase la cabeza, madre mía, la que se armaba, a buen seguro que regresaría de inmediato al féretro por el maléfico repullo que cosecharía.
El ventarrón lo revolvía todo, hasta lo que guardaban en los bolsillos, que no se sabe cómo, salía volando, pero no volaban las bolsas de los ojos del sufrimiento de los descorazonados habitantes ya hastiados de sufrir el avieso viento durante tantos inviernos de brega y pertinaz sequía.
Los vendavales arribaban de tal suerte que desquiciaban incluso a los más centrados, sobre todo los días en que el obcecado ventarrón paseaba a hombros por los desfiladeros un humo negro como salido de las entrañas del averno, que hubiese sido alimentado con ingratos troncos, en cambio cuando tiraba a blanquecino por el contagio con la neblina del valle al menos había ribetes de una leve esperanza, preconizando otros amaneceres más placenteros, porque el humo blanco se revestía de un cariz limpio, con cara de buenos amigos, despuntando ricas cosechas, respirando halagüeños aromas por las veredas del entorno, o por las callejas del barrio, y acontecía una mutación espontánea en la mirada del vecindario, como si se percatasen de que el ambiente estuviese alfombrado de vivos colores, hasta tal punto que serenaban el ánimo en las agitadas tardes de embrutecido ventarrón.
Aunque lo peor, espetaba la abuela, acaso está por llegar, los malos humos de algunas personas, cuando una no sabe a qué carta quedarse, si abrir o cerrar la puerta a la confianza, vientos que se disfrazan con piel de cordero, que vienen torcidos desde la cuna y soplan en tus mismas narices, siendo muy distintos de los que te obsequian con cálidas bienvenidas desde su infancia, lindas bocanadas como las de Benjamín, iluminando en primavera o en invierno la existencia.

Había vuelto el ventarrón, el ruido rodeaba la mansión. Un ruido insoportable penetraba por las rendijas de puertas y ventanas y llegaba como un espía enemigo arrancando cuanto hallaba a su paso sin ningún miramiento, objetos, plumas de ave, hojas secas, papeles rotos o despintados espíritus en carne y hueso, como si fueran almas en pena volando por el monte de las animas.
Los bríos del ventarrón despellejaban a todo bicho viviente con su problemática insensata, descascarillaban los troncos de los árboles extrayendo virutas de la madera como el carpintero con el cepillo, las ramas crujían deshechas por los hirientes hachazos de que eran objeto.
Nadie estaba a salvo, pues hasta los caracoles y tortugas volaban a trechos por los aires cual aves de rapiña impulsados por las deshumanizadas convulsiones aéreas.
Todo se tornaba infumable, insensible. Casi siempre caía atrapado el vecindario en el cepo de la marea, desprevenidos, en paños menores, lo mismo ocurría al despuntar el alba o al ocaso o ni lo uno ni lo otro tirando por la calle de en medio y entonces era cuando de verdad la liaba, porque en esos momentos un bebé a lo mejor cruzaba la calle en su carrito o el mendigo atrincherado en la esquina del bulevar roncaba sobre el saco de harapos y cartones cuarteados con su perro guardián.
No había más remedio que estar en guardia noche y día a lo largo del año, pues cuando menos se lo esperaban el ventarrón bramaba comenzando a barrer desde los ángulos más inverosímiles con toda la artillería mordiendo tejados, doblegando cables y postes, o lanzando metralla contra los indefensos en el paredón o contra algún ser desvalido perdido por el precipicio abajo y sin retorno.
Tenían que darse por satisfechos y dar gracias a la divina providencia cuando los azotes no venían acompañados de una lluvia pestilente que se incrustaba por chimeneas y poros de la piel, pues los paraguas y chubasqueros eran violados con virulencia en mitad de la plaza saliendo despedidos como obuses a ninguna parte o al fin del mundo.
-Abuela, ¿y el abuelo no durmió nunca hasta que descansó en el féretro?
-No, Benjamín, dormíamos por turnos sobre todo cuando roncaba el ventarrón.
La abuela sabía que en tales circunstancias no había forma de pegar un ojo, pues nadie se fiaba del malvado viento, se ponían nerviosos en cuanto tosía con acritud enseñando sus garras destructoras, sus señas de identidad como un fiero king-kong atemorizando a quienes osaran atravesar la plaza o cualquier vericueto. Y se dejaba caer de golpe como una fruta picoteada por las aves de la copa del árbol o una teja negra del tejado así porque sí como pedro por su casa, como si evocase lo que el viento se llevó, intentando emular el mito cinematográfico.
Durante esas horas de furor eólico a los residentes se les ponía la carne de gallina, y los ojos rojos por la sangre de las irritaciones y el dolor del castigo que les infligía, y luego la piel se les secaba sin remisión partida en pedazos como la muda de las serpientes, extendiéndose por el cuerpo de pies a cabeza con unos escozores de muerte.
Tales episodios se asemejaban a un ajuste de cuentas, como un eterno litigio que se hubiese desplegado en aquellos pagos conformando tan ciega venganza, azuzada con sutil sigilo por la vorágine asesina del viento del norte.
Los vientos bajaban desde arriba, de la meseta, a tumba abierta, rodando a sangre y fuego cual balas endemoniadas, siendo los de abajo el blanco de sus iras al recibir los horrorosos revolcones.
El ventarrón no se andaba por las ramas, arrastraba lo divino y lo humano como si un ejército bien adiestrado con los tanques transportase toda la mugre de los muertos y la ropa tendida de los tendederos.
Un día, al caer la tarde, se le posó a la abuela en la boca las braguitas de un bebé del bloque de arriba y ella, sin saber de qué se trataba, las confundió, en su galopante miopía, con un saltamontes escupido por las fuertes corrientes provenientes de los cerros que la circundaban
La abuela echó sus cuentas y se dijo, los vecinos de las casas del barrio alto deberían pensárselo dos veces antes de colgar las prendas íntimas de cualquier manera en los tendederos, porque de lo contrario todos se van a enterar sin pretenderlo de las debilidades, de sus secretos pregonados a voces por los descarados vientos.






domingo, 28 de junio de 2009

Por bulerías



En un principio Verónica no sabía lo que quería, no hacía distingos en cuanto a tipos de baile, le era indiferente cualquier estilo y no se inclinaba por ninguno en concreto, al igual que la planta temprana que va creciendo y le van brotando los tallos y hasta la floración y una vez que cuaja no se sabe a ciencia cierta el fruto. Tan solo que a veces se ejercitaba en aquellos que se le antojaban por pura distracción, bien regionales, nacionales o internacionales como jotas, zorongos gitanos, zapateaos, canarios, zorzicos, sardanas, habaneras, chotis, tangos argentinos, boleros, tarantos, polcas o milongas, hasta que su espíritu artístico se fue perfilando y mirando hacia uno punto determinado, el flamenco, y desde entonces, como si lo llevase en la sangre de toda la vida, solía extasiarse en estos ritmos echando en ello todas sus energías, aunque siempre actuaba en recintos reducidos o domésticos.
Desde pequeña mostraba un enorme pudor a bailar en escenarios abiertos donde se agolpase la multitud. Parecía que le clavaban alfileres en la piel, que llevara un estigma, una cruz que no la dejaba bailar de esa guisa, dando rienda suelta a sus ahogados sentimientos o aspiraciones y airearlos a los cuatro vientos.
Con el paso del tiempo fueron madurando sus dotes, la confianza en sí misma y se hizo más fuerte y valiente, aunque no aceptaba un descarado lunar completamente negro que le creció a la vera de los labios como si fuera un castigo que le daba que pensar y le hacía la pascua por su rechazo amén de que no le diese buena espina por las intenciones que despuntaba.
Así que en el transcurso del lunch de la boda a la que asistió como invitada de repente explotó como una olla a presión que estuviese hirviendo en el fuego, y por sorpresa comenzó a jalearse con variedad de ritmos en la pista de manera descompuesta, mientras los demás algo cansados por el bullicio permanecían en sus asientos bebiendo y robándose las palabras abstraídos en su reducido círculo.
Al hacer memoria, Verónica recordaba el tiempo que tuvo que soportar llevando una vida reprimida, muy limitada en una lucha interior; y necesitaba librarse de la absurda vergüenza que le abrasaba el pecho sólo pensar que iba a bailar en público, y exhibir de una vez sus virtudes, marcar las huellas de su estela artística mediante sus agitaciones y meneos preferidos venciendo los horrendos demonios que la amordazaban sin tregua, ya que siempre había caído en la desesperación, perdiendo el compás, el equilibrio y fallándole la vena creativa por los inoportunos temblores que le comían los nervios y se apoderaban de ella y nunca lograba lo que se proponía, dar el paso definitivo, pero esa noche se lo pensó mejor y se dijo, ea, Verónica, basta ya de chiquilladas, de cobardías, vamos a la plaza del baile a torear miuras si es preciso, mueve piernas y brazos, saca pecho, échate para adelante, y hazle disfrutar al personal con tu exquisita elegancia tan singular y portentosa, haciéndoles felices con tu fuerza artística en estos momentos tan cruciales de la noche. Y poniéndose el mundo por montera se alió con los duendes nocturnos, poniendo todo el empeño apostando mediante la mirada porque éste sería su gran debut y venía dispuesta a demostrarlo.
Estuvo reflexionando silenciosa sobre el momento de su arranque, y empezó a sentirse en un campo lleno de flores, a gusto, confiada, visionando en su horóscopo el buen momento en que se encontraba, y que la ocasión la pintan calva, habiendo cenado tranquilamente, y por otra lado venía preparada con vestuario adecuado para la ocasión de su vida, acorde con los aires flamencos que la envolvían y que tanto le fascinaba últimamente, pues traía una falda larguísima, y no tendría ningún problema – era uno de los escollos en su carrera- de que se le quedaran al descubierto los muslos en mitad de la pista con el rabioso remolino de la falda, así que decidió aprovecharlo y dar unos sensacionales bamboleos por la pista de baile aprovechando la fiesta de sus amigos Loles y Leandro.
Verónica, había acudido a la boda con todo bien ensayado, tacones, peineta, castañuelas y los faldones que encontró de su abuela, que los guardaba como oro en paño, y que tanta envidia ocasionaba a las amigas.
En el momento en que la orquesta del hotel hizo una pausa, y pusieron música regional, ambiental, al poco sonaron fandangos, rumbas y martinetes. Verónica permaneció al acecho pendiente de los ritmos que iban sonando y tan pronto vislumbró los que a ella más le motivaban empezó a estirarse camino a la pista como el que no hace la cosa y pegando un salto aterrizó en el escenario, se alzó el faldón , dio un serio y sonoro taconeo y musitó entre dientes, Verónica, vamos a bailar que eres la más grande y se lanzó echándose el pelo con furia por la boca y los ojos mordiéndolos, pasándose el enorme pañuelo rojo por el cuello, pecho y espalda retando al auditorio con desplantes como si estuviera delante de un toro bravo rompiendo la atonía reinante.

Verónica se había subido a la pista de baile dispuesta a todo, a dar una recital de flamenco con mayúscula, lo llevaba rumiando durante mucho tiempo, pues nadie había contemplado aún sus extraordinarias cualidades, y que tan sigilosamente guardaba en su baúl y presentó lo mejor de su repertorio en un espectáculo grandioso; y nadie daba crédito a lo que veían sus ojos, cómo movía Verónica sus brazos y piernas como las flores con las brisas en los campos, se quedaron patidifusos ante los movimientos tan certeros, los sensuales quites, recortes y toques magistrales como si estuviera lidiando el toro de su vida ante aquel auditorio improvisado, los invitados a la boda.

Transmitía unos chispazos fulgurantes con el arte que dibujaba con sus brazos y piernas, el contoneo del cuerpo unidos al unísono de los acordes de la música de forma que los comensales se fueron entregando a sus impulsos, animando, dando palmas, ¡olés! jaleando sus zapateaos, meneos provocadores y al final acabaron todos en la pista de baile arrastrados por el embrujo de Verónica.
Y acabó la primera actuación flamenca de su vida brindándole al público unas endiabladas bulerías de su puño y arte.

lunes, 22 de junio de 2009

Cómo seguir viviendo



La infusión aquella tarde olía a huevos podridos, infundía desaliento, era un árido desierto sin una mata vivificante a que agarrarse en los cimientos. Cómo es posible que se desplome tan rápido el edificio de lo reconfortante, lo que destila vida y estímulo, se cuestionaba apoyado en la esquina agrietada de la habitación Zacarías. Sin darse cuenta en esos instantes cruzaban por su cerebro unos versículos de su homónimo bíblico, “Verdad y misericordia. 8. 14. Y los dispersé por todos los reinos desconocidos de ellos, y quedó su país asolado, sin haber persona alguna que transitase por él. De esta manera convirtieron en un páramo lo que era tierra de delicias”. No sabía si tales frases eran un trasunto de su vida presente.
No se podía explicar que cueste tanto amargor el seguir viviendo. Reconocía que las circunstancias no son propicias en ciertos vaivenes del viaje. Los picotazos llegan cuando menos se esperan en la convivencia como insectos descarriados por el espacio. Alguien urde techumbres de fétida hojarasca a la sombra de los pasos transparentes. Ocurre que se cuenta una menudencia, una insustancial anécdota y puede que se desborden los ríos del orbe, que crujan los lechos y rujan como rayos encendidos, levantando rascacielos de diatribas sin que figure en el guión.
Sin guía se contemplan con mayor nitidez y parsimonia las bellezas naturales. Es aleccionador que la bombona de butano resista las acometidas mientras los corazones insensibles disparan cohetes de mugre por los aires fagocitando la más rutilante sutileza sin mensajes que lo justifiquen. Las hecatombes vitales no acontecen por casualidad o por atracción química, antes bien parece que en el fondo son ansiadas con vehemencia por el individuo y su circunstancia. Resulta, según los cálculos de Zacarías, que son avatares que llegan como un obsequio de cumpleaños, con fundamento certero, acaso cicatero y amasado en las entrañas del día a día, yo te digo, tú me dices y tú más. Tú, el horrible estrangulador de inocentes, el que no se merece el pan y la sal sino pernoctar bajo tierra y ser pasto de viles gusanos, porque no siente empatía y no lo aprecia ni en las súplicas, toda vez que no estima su idiosincrasia ni comparte con el otro nada de lo que posee; por consiguiente lo malinterpreta y condena al fuego de la soledad erigiendo muros de incomprensión, considerándolo persona non grata debido a que no le cae en sus planes, y odia su aureola apoyándose en una ciega prepotencia.
Estos tejemanejes tienen patente de corso en el cruce de caminos, son de creencia casi obligatoria y totalitaria en el destino, aunque las personas lo perciban como un desatino. Volar al fin del mundo de tales sinsabores desde cualquier parte del universo a tientas o acatar incongruencias de hondo calado así porque sí no encaja en todos los comportamientos, farfullaba expectante Zacarías. ¿Qué se le habría perdido en esos lejanos lares del alma humana o qué canto de sirena le habrá sumergido en semejantes corrientes en esas calendas, eligiendo un mes como abril propio de poetas, de veladas de primavera, de enredarse en los corazones como en el muro la hiedra, y va él, con su mala cabeza y se embarca en un viaje que puede ser una catástrofe, vaya usted a saber, sin apenas un vislumbre chispeante sobre si habrá un gozoso retorno a la vida cotidiana o si deberá cargar las cartucheras del último viaje sin tiempo para acometer otras historias y contestar a la incrédula estirpe humana sobre la inquietante zozobra; quizá fuera como una catarsis, y ¿cómo seguir viviendo?.
Qué más da que la causa sea olores o sabores. La sensatez dictamina en las encrucijadas que no es aconsejable amar el peligro, sino esperar a que brote la cordura y el trigo tierno en los campos de las pampas argentinas o de Castilla o más allá de los Pirineos si así cabe, pues todo es el fin o el principio de una venturosa resurrección. No reviste tal acontecimiento rasgos de epopeya ni parece que tenga el visto bueno de los dioses en estos tiempos de maremotos puntuales, se crea o no en el más allá, asunto que está por dilucidar en el juzgado de guardia a cara de perro, tocando el meollo del conocimiento, el “nosce te ipsum” –conócete a ti mismo-, colocando una vela a Dios y otra al diablo, por si arrecian más de la cuenta los vientos de la incertidumbre.
Mira que si fuera un hallazgo no evaluado valientemente por Zacarías y el paraíso que tenía reservado para su uso como un piso a estrenar y disfrute de por vida lo perdiese, es decir que se fuera a pique por pura distracción, o por arrepentirse en los últimos tragos de la parranda nocturna aunque el amor no le abandone durante la travesía, y se empeñara en evocar la canción, veinte años no es nada. La cuestión es que burla burlando tome tierra felizmente al fin del viaje a donde le plazca, Roma, Santiago o acaso sea todo un espejismo. Así como quien no echa cuentas, tan ricamente y sin apenas instrucción alguna de paracaídas por la atmósfera vital, aunque se lo explicaran con pelos y señales rubios de terapeutas o azafatas de turno en pleno vuelo sin opción a protestar por la frialdad del entorno o sentirse entristecido o contrariado por inconfesables motivos. Qué demonio de vida, no resta sino comulgar con piedras de molino en la casa en que habitas, qué otra cosa iba a hacer si no a esas alturas de la película, del viaje por este valle, ya que si te descuidas te vas a hacer puñetas, y a esas horas tan inoportunas, cuando uno no recuerda ni las formas ni la fecha en que la madre lo parió. Y no quedaba en ese punto la cosa por mucha sumisión y obediencia que mostrase el pobre Zacarías. Luego vendría el salvavidas por si amerizaba en un mar de hambrientos tiburones, la mascarilla de oxígeno para atravesar aguas contaminadas, las puertas de emergencia para cuando no hay un túnel por donde huir de la quema por muy vasta que sea la pista de aterrizaje y se quedase atrapado como una rata en el cepo depresivo. Pero Zacarías insistía una y mil veces, cómo seguir viviendo, qué puedo hacer. Después de todos los altibajos, picachos y pesares arribó al parecer el viajero a buen puerto con las botas puestas, las ilusiones intactas y la esperanza de que su compañera de fatigas se derritiera en parabienes o colocara al menos diminutas banderitas en el mástil de la mirada congratulándose de la feliz llegada, y le alumbrara cual rayito de luna en la torcida senda del paseo que dieron por el bosque –para desentumecer el alma y los músculos- a fin de estirar las piernas después de permanecer durante varias millas enlatado en el catamarán por las frías aguas de la existencia sorteando témpanos de hielo como corazones congelados, aunque no se sabe si más incisivos que los de la acompañante por el resbaladizo sendero de la convivencia, porque no cesaba de llover irritante agua durante la travesía tanto interna como externamente.
Maldita sea tanta lluvia, cavilaba Zacarías; parecía un alevoso complot que urdiese asfixiar los sentires que embelesan, como si ya de antemano no estuviéramos anegados por las incongruencias, las aviesas curvas del camino o incluso perdidos por las espantadas de otros compañeros de viaje que enarbolan engreídos sus trofeos y se niegan a arrimar el hombro en momentos de abusivas ventiscas. Los glaciares circundantes fríos como ellos solos, como si Zacarías no se percatara al amanecer de su esencia, la estructura, los engranajes enigmáticos de la supervivencia o los títeres en el circo de la vida luchando contra las fieras cuerpo a cuerpo como los gladiadores romanos. Se podría suprimir el itinerario de Ítaca, echar marcha atrás y no cruzar terrenos movedizos pasando de largo o tirar por la tangente o por lo pateado como las costas del Mare Nostrum, que ya recorrieran a sus anchas otros pueblos de la antigüedad partiéndose el pecho sin terapias, móviles, hojas de ruta ni radares que irradiaran luz en las tinieblas de las relaciones humanas, y con tan precario bagaje salieron a flote logrando seguir viviendo de todas maneras y por encima de todas las mareas. Lo negociarían si acaso con los elementos o los dioses de la madre naturaleza. Se puede afirmar con toda rotundidad que para Cristóbal Colón la travesía por el mar de la vida fue un camino de rosas en relación con los nautas de la antigüedad, fue casi de rositas pues llevaba incluso los encantos deseados y virtuosas doncellas que se prestaban a un trabajo artístico íntegro como la vida misma, amén del almacén del barco repleto de víveres o ratas si se quiere para los momentos duros y de suspiros regios al detalle, al menos en los comienzos.
Luego vendría la penuria de los posteriores viajes y colones, con los levantiscos temporales y los tsunamis, puñaladas al fin y al cabo, o la piratería con los ensimismados gilipollas que portaban de América oros, joyas y lo buscaban con el viento a su favor, sin apenas mover un dedo, o sea por la cara. Ahora Zacarías, en estas horas pegajosas del cuarenta de mayo, también se la juega, va desnudo, con el cuerpo taladrado por las penurias de un ingrato invierno que le hiere el alma, en mitad del carnaval, cuando el amor comprensivo y generoso discurre por rincones y callejones llamando suave a la puerta, y pese a ello apunta que él es el ser más desolado del cosmos.
En noches de luna clara Zacarías, remedando al profeta, se cuestiona en la intimidad cómo podrá seguir tirando del carro de la vida.