domingo, 28 de junio de 2009

Por bulerías



En un principio Verónica no sabía lo que quería, no hacía distingos en cuanto a tipos de baile, le era indiferente cualquier estilo y no se inclinaba por ninguno en concreto, al igual que la planta temprana que va creciendo y le van brotando los tallos y hasta la floración y una vez que cuaja no se sabe a ciencia cierta el fruto. Tan solo que a veces se ejercitaba en aquellos que se le antojaban por pura distracción, bien regionales, nacionales o internacionales como jotas, zorongos gitanos, zapateaos, canarios, zorzicos, sardanas, habaneras, chotis, tangos argentinos, boleros, tarantos, polcas o milongas, hasta que su espíritu artístico se fue perfilando y mirando hacia uno punto determinado, el flamenco, y desde entonces, como si lo llevase en la sangre de toda la vida, solía extasiarse en estos ritmos echando en ello todas sus energías, aunque siempre actuaba en recintos reducidos o domésticos.
Desde pequeña mostraba un enorme pudor a bailar en escenarios abiertos donde se agolpase la multitud. Parecía que le clavaban alfileres en la piel, que llevara un estigma, una cruz que no la dejaba bailar de esa guisa, dando rienda suelta a sus ahogados sentimientos o aspiraciones y airearlos a los cuatro vientos.
Con el paso del tiempo fueron madurando sus dotes, la confianza en sí misma y se hizo más fuerte y valiente, aunque no aceptaba un descarado lunar completamente negro que le creció a la vera de los labios como si fuera un castigo que le daba que pensar y le hacía la pascua por su rechazo amén de que no le diese buena espina por las intenciones que despuntaba.
Así que en el transcurso del lunch de la boda a la que asistió como invitada de repente explotó como una olla a presión que estuviese hirviendo en el fuego, y por sorpresa comenzó a jalearse con variedad de ritmos en la pista de manera descompuesta, mientras los demás algo cansados por el bullicio permanecían en sus asientos bebiendo y robándose las palabras abstraídos en su reducido círculo.
Al hacer memoria, Verónica recordaba el tiempo que tuvo que soportar llevando una vida reprimida, muy limitada en una lucha interior; y necesitaba librarse de la absurda vergüenza que le abrasaba el pecho sólo pensar que iba a bailar en público, y exhibir de una vez sus virtudes, marcar las huellas de su estela artística mediante sus agitaciones y meneos preferidos venciendo los horrendos demonios que la amordazaban sin tregua, ya que siempre había caído en la desesperación, perdiendo el compás, el equilibrio y fallándole la vena creativa por los inoportunos temblores que le comían los nervios y se apoderaban de ella y nunca lograba lo que se proponía, dar el paso definitivo, pero esa noche se lo pensó mejor y se dijo, ea, Verónica, basta ya de chiquilladas, de cobardías, vamos a la plaza del baile a torear miuras si es preciso, mueve piernas y brazos, saca pecho, échate para adelante, y hazle disfrutar al personal con tu exquisita elegancia tan singular y portentosa, haciéndoles felices con tu fuerza artística en estos momentos tan cruciales de la noche. Y poniéndose el mundo por montera se alió con los duendes nocturnos, poniendo todo el empeño apostando mediante la mirada porque éste sería su gran debut y venía dispuesta a demostrarlo.
Estuvo reflexionando silenciosa sobre el momento de su arranque, y empezó a sentirse en un campo lleno de flores, a gusto, confiada, visionando en su horóscopo el buen momento en que se encontraba, y que la ocasión la pintan calva, habiendo cenado tranquilamente, y por otra lado venía preparada con vestuario adecuado para la ocasión de su vida, acorde con los aires flamencos que la envolvían y que tanto le fascinaba últimamente, pues traía una falda larguísima, y no tendría ningún problema – era uno de los escollos en su carrera- de que se le quedaran al descubierto los muslos en mitad de la pista con el rabioso remolino de la falda, así que decidió aprovecharlo y dar unos sensacionales bamboleos por la pista de baile aprovechando la fiesta de sus amigos Loles y Leandro.
Verónica, había acudido a la boda con todo bien ensayado, tacones, peineta, castañuelas y los faldones que encontró de su abuela, que los guardaba como oro en paño, y que tanta envidia ocasionaba a las amigas.
En el momento en que la orquesta del hotel hizo una pausa, y pusieron música regional, ambiental, al poco sonaron fandangos, rumbas y martinetes. Verónica permaneció al acecho pendiente de los ritmos que iban sonando y tan pronto vislumbró los que a ella más le motivaban empezó a estirarse camino a la pista como el que no hace la cosa y pegando un salto aterrizó en el escenario, se alzó el faldón , dio un serio y sonoro taconeo y musitó entre dientes, Verónica, vamos a bailar que eres la más grande y se lanzó echándose el pelo con furia por la boca y los ojos mordiéndolos, pasándose el enorme pañuelo rojo por el cuello, pecho y espalda retando al auditorio con desplantes como si estuviera delante de un toro bravo rompiendo la atonía reinante.

Verónica se había subido a la pista de baile dispuesta a todo, a dar una recital de flamenco con mayúscula, lo llevaba rumiando durante mucho tiempo, pues nadie había contemplado aún sus extraordinarias cualidades, y que tan sigilosamente guardaba en su baúl y presentó lo mejor de su repertorio en un espectáculo grandioso; y nadie daba crédito a lo que veían sus ojos, cómo movía Verónica sus brazos y piernas como las flores con las brisas en los campos, se quedaron patidifusos ante los movimientos tan certeros, los sensuales quites, recortes y toques magistrales como si estuviera lidiando el toro de su vida ante aquel auditorio improvisado, los invitados a la boda.

Transmitía unos chispazos fulgurantes con el arte que dibujaba con sus brazos y piernas, el contoneo del cuerpo unidos al unísono de los acordes de la música de forma que los comensales se fueron entregando a sus impulsos, animando, dando palmas, ¡olés! jaleando sus zapateaos, meneos provocadores y al final acabaron todos en la pista de baile arrastrados por el embrujo de Verónica.
Y acabó la primera actuación flamenca de su vida brindándole al público unas endiabladas bulerías de su puño y arte.

lunes, 22 de junio de 2009

Cómo seguir viviendo



La infusión aquella tarde olía a huevos podridos, infundía desaliento, era un árido desierto sin una mata vivificante a que agarrarse en los cimientos. Cómo es posible que se desplome tan rápido el edificio de lo reconfortante, lo que destila vida y estímulo, se cuestionaba apoyado en la esquina agrietada de la habitación Zacarías. Sin darse cuenta en esos instantes cruzaban por su cerebro unos versículos de su homónimo bíblico, “Verdad y misericordia. 8. 14. Y los dispersé por todos los reinos desconocidos de ellos, y quedó su país asolado, sin haber persona alguna que transitase por él. De esta manera convirtieron en un páramo lo que era tierra de delicias”. No sabía si tales frases eran un trasunto de su vida presente.
No se podía explicar que cueste tanto amargor el seguir viviendo. Reconocía que las circunstancias no son propicias en ciertos vaivenes del viaje. Los picotazos llegan cuando menos se esperan en la convivencia como insectos descarriados por el espacio. Alguien urde techumbres de fétida hojarasca a la sombra de los pasos transparentes. Ocurre que se cuenta una menudencia, una insustancial anécdota y puede que se desborden los ríos del orbe, que crujan los lechos y rujan como rayos encendidos, levantando rascacielos de diatribas sin que figure en el guión.
Sin guía se contemplan con mayor nitidez y parsimonia las bellezas naturales. Es aleccionador que la bombona de butano resista las acometidas mientras los corazones insensibles disparan cohetes de mugre por los aires fagocitando la más rutilante sutileza sin mensajes que lo justifiquen. Las hecatombes vitales no acontecen por casualidad o por atracción química, antes bien parece que en el fondo son ansiadas con vehemencia por el individuo y su circunstancia. Resulta, según los cálculos de Zacarías, que son avatares que llegan como un obsequio de cumpleaños, con fundamento certero, acaso cicatero y amasado en las entrañas del día a día, yo te digo, tú me dices y tú más. Tú, el horrible estrangulador de inocentes, el que no se merece el pan y la sal sino pernoctar bajo tierra y ser pasto de viles gusanos, porque no siente empatía y no lo aprecia ni en las súplicas, toda vez que no estima su idiosincrasia ni comparte con el otro nada de lo que posee; por consiguiente lo malinterpreta y condena al fuego de la soledad erigiendo muros de incomprensión, considerándolo persona non grata debido a que no le cae en sus planes, y odia su aureola apoyándose en una ciega prepotencia.
Estos tejemanejes tienen patente de corso en el cruce de caminos, son de creencia casi obligatoria y totalitaria en el destino, aunque las personas lo perciban como un desatino. Volar al fin del mundo de tales sinsabores desde cualquier parte del universo a tientas o acatar incongruencias de hondo calado así porque sí no encaja en todos los comportamientos, farfullaba expectante Zacarías. ¿Qué se le habría perdido en esos lejanos lares del alma humana o qué canto de sirena le habrá sumergido en semejantes corrientes en esas calendas, eligiendo un mes como abril propio de poetas, de veladas de primavera, de enredarse en los corazones como en el muro la hiedra, y va él, con su mala cabeza y se embarca en un viaje que puede ser una catástrofe, vaya usted a saber, sin apenas un vislumbre chispeante sobre si habrá un gozoso retorno a la vida cotidiana o si deberá cargar las cartucheras del último viaje sin tiempo para acometer otras historias y contestar a la incrédula estirpe humana sobre la inquietante zozobra; quizá fuera como una catarsis, y ¿cómo seguir viviendo?.
Qué más da que la causa sea olores o sabores. La sensatez dictamina en las encrucijadas que no es aconsejable amar el peligro, sino esperar a que brote la cordura y el trigo tierno en los campos de las pampas argentinas o de Castilla o más allá de los Pirineos si así cabe, pues todo es el fin o el principio de una venturosa resurrección. No reviste tal acontecimiento rasgos de epopeya ni parece que tenga el visto bueno de los dioses en estos tiempos de maremotos puntuales, se crea o no en el más allá, asunto que está por dilucidar en el juzgado de guardia a cara de perro, tocando el meollo del conocimiento, el “nosce te ipsum” –conócete a ti mismo-, colocando una vela a Dios y otra al diablo, por si arrecian más de la cuenta los vientos de la incertidumbre.
Mira que si fuera un hallazgo no evaluado valientemente por Zacarías y el paraíso que tenía reservado para su uso como un piso a estrenar y disfrute de por vida lo perdiese, es decir que se fuera a pique por pura distracción, o por arrepentirse en los últimos tragos de la parranda nocturna aunque el amor no le abandone durante la travesía, y se empeñara en evocar la canción, veinte años no es nada. La cuestión es que burla burlando tome tierra felizmente al fin del viaje a donde le plazca, Roma, Santiago o acaso sea todo un espejismo. Así como quien no echa cuentas, tan ricamente y sin apenas instrucción alguna de paracaídas por la atmósfera vital, aunque se lo explicaran con pelos y señales rubios de terapeutas o azafatas de turno en pleno vuelo sin opción a protestar por la frialdad del entorno o sentirse entristecido o contrariado por inconfesables motivos. Qué demonio de vida, no resta sino comulgar con piedras de molino en la casa en que habitas, qué otra cosa iba a hacer si no a esas alturas de la película, del viaje por este valle, ya que si te descuidas te vas a hacer puñetas, y a esas horas tan inoportunas, cuando uno no recuerda ni las formas ni la fecha en que la madre lo parió. Y no quedaba en ese punto la cosa por mucha sumisión y obediencia que mostrase el pobre Zacarías. Luego vendría el salvavidas por si amerizaba en un mar de hambrientos tiburones, la mascarilla de oxígeno para atravesar aguas contaminadas, las puertas de emergencia para cuando no hay un túnel por donde huir de la quema por muy vasta que sea la pista de aterrizaje y se quedase atrapado como una rata en el cepo depresivo. Pero Zacarías insistía una y mil veces, cómo seguir viviendo, qué puedo hacer. Después de todos los altibajos, picachos y pesares arribó al parecer el viajero a buen puerto con las botas puestas, las ilusiones intactas y la esperanza de que su compañera de fatigas se derritiera en parabienes o colocara al menos diminutas banderitas en el mástil de la mirada congratulándose de la feliz llegada, y le alumbrara cual rayito de luna en la torcida senda del paseo que dieron por el bosque –para desentumecer el alma y los músculos- a fin de estirar las piernas después de permanecer durante varias millas enlatado en el catamarán por las frías aguas de la existencia sorteando témpanos de hielo como corazones congelados, aunque no se sabe si más incisivos que los de la acompañante por el resbaladizo sendero de la convivencia, porque no cesaba de llover irritante agua durante la travesía tanto interna como externamente.
Maldita sea tanta lluvia, cavilaba Zacarías; parecía un alevoso complot que urdiese asfixiar los sentires que embelesan, como si ya de antemano no estuviéramos anegados por las incongruencias, las aviesas curvas del camino o incluso perdidos por las espantadas de otros compañeros de viaje que enarbolan engreídos sus trofeos y se niegan a arrimar el hombro en momentos de abusivas ventiscas. Los glaciares circundantes fríos como ellos solos, como si Zacarías no se percatara al amanecer de su esencia, la estructura, los engranajes enigmáticos de la supervivencia o los títeres en el circo de la vida luchando contra las fieras cuerpo a cuerpo como los gladiadores romanos. Se podría suprimir el itinerario de Ítaca, echar marcha atrás y no cruzar terrenos movedizos pasando de largo o tirar por la tangente o por lo pateado como las costas del Mare Nostrum, que ya recorrieran a sus anchas otros pueblos de la antigüedad partiéndose el pecho sin terapias, móviles, hojas de ruta ni radares que irradiaran luz en las tinieblas de las relaciones humanas, y con tan precario bagaje salieron a flote logrando seguir viviendo de todas maneras y por encima de todas las mareas. Lo negociarían si acaso con los elementos o los dioses de la madre naturaleza. Se puede afirmar con toda rotundidad que para Cristóbal Colón la travesía por el mar de la vida fue un camino de rosas en relación con los nautas de la antigüedad, fue casi de rositas pues llevaba incluso los encantos deseados y virtuosas doncellas que se prestaban a un trabajo artístico íntegro como la vida misma, amén del almacén del barco repleto de víveres o ratas si se quiere para los momentos duros y de suspiros regios al detalle, al menos en los comienzos.
Luego vendría la penuria de los posteriores viajes y colones, con los levantiscos temporales y los tsunamis, puñaladas al fin y al cabo, o la piratería con los ensimismados gilipollas que portaban de América oros, joyas y lo buscaban con el viento a su favor, sin apenas mover un dedo, o sea por la cara. Ahora Zacarías, en estas horas pegajosas del cuarenta de mayo, también se la juega, va desnudo, con el cuerpo taladrado por las penurias de un ingrato invierno que le hiere el alma, en mitad del carnaval, cuando el amor comprensivo y generoso discurre por rincones y callejones llamando suave a la puerta, y pese a ello apunta que él es el ser más desolado del cosmos.
En noches de luna clara Zacarías, remedando al profeta, se cuestiona en la intimidad cómo podrá seguir tirando del carro de la vida.

jueves, 18 de junio de 2009

Hipo



Ildefonso evocaba jornadas de gloria, redondas noches de orgía, de fresca alegría junto a la fuente del parque bebiendo las aguas de un día memorable, imaginándose junto a su amor, feliz y dichoso, satisfecho de los placeres y buena vida que le aguardaba cuando fuera camino del altar, y no continuar mendigando por calles y plazuelas los céfiros de alguna moza altiva que a regañadientes le brindase una sonrisa o se la robara en correspondencia a su sutileza al exaltar las beldades sobresalientes de las hechuras de su percha, de sus curvas, echándole piropos dulces. Él conjeturaba que no era para menos y más con los problemas que le escupía la boca envenenada de la crisis en que se encontraba en esas fechas.
No obstante se envalentonaba en algunos momentos ensimismado y se veía en las alturas luciéndose con sus trucos, haciendo valer sus dotes, poniendo las cartas boca arriba de sopetón, o sus privilegios de conquista, cual héroe ufano no sin razón al haber conseguido llevar a su terreno a la adorada Esmeralda, un asunto nada desdeñable y por otro lado fácil de explicar cuando a él siempre le sedujeron las piedras preciosas, topacios, jaspe, zafiro, rubíes u ópalos, y sobre todo las esmeraldas; de todas formas no le fue fácil encontrarla, le costó media vida lucir en el ojal del corazón la joya que más ansiaba, el amor de su vida.
Lo tuvo muy complicado durante los inicios del proceso, incluso perdió el empleo cuando logró romper el hielo que le separaba de ella, debido a que en el fondo había desavenencias, no compartían algunas aficiones que eran pertinentes en la vida en pareja. A ella le atraían las fragancias excitantes, lo exótico y novelesco y las excursiones cortas de fin de semana, así como deambular por parques y jardines o pasear pisando las olitas del mar con saña desabrochada la blusa, con un pañuelo al cuello o en tardes de sopor visitar los grandes almacenes, probarse prendas íntimas entre otras aficiones. En cambio a Ildefonso le tiraba más el aroma de las grandes artistas de la meca del cine, sus atuendos, sus peinados, los altos tacones y las veladas inmersas en añejos legajos de bibliotecas, los centros culturales, los museos de cultura popular y los exposiciones temporales de emblemáticos museos de las principales capitales de Europa, donde se crecía considerándose un auténtico creador de fantasías propias o cuentos como las mil una noches, se explayaba regocijándose de lo lindo pero con mucho sigilo en cada stand, en cada cuadro, en las distintas escenas de la sala deteniéndose principalmente en los contrastes parsimoniosamente, en las líneas maestras de los claroscuros, en los detalles nimios en relación con el ensamblaje del conjunto como si él los hubiese trazado –soñar no cuesta dinero-, yendo de lo minúsculo a lo inconmensurable, y reconstruía las figuras sobre un papel a la vista de los presentes con delicada precisión, pues disponía de un cerebro prodigioso y lo hacía como si labrase pacientemente encaje de bolillo o algo quizá más artificioso, bien en el arte de esculpir como en el de pintar o diseñar.
Y como el que no hace la cosa llegó el día loco y tan esperado de la boda con Esmeralda.
Mas lo que se prepara al milímetro a veces se desmorona como el humo de la llamas en los chiscos de la noche de San Juan, y el evento de la boda del siglo casi se desvaneció muy a su pesar. Se quebraron las cuerdas de la guitarra de la alegre ceremonia, saltaron por los aires los cristales de los castillos construidos con toda la esperanza del mundo.
El malintencionado café que tomó en el trayecto que iba del hotel donde se hospedaba hasta arribar a las puertas de la iglesia con todas sus galas le doblegó el abdomen, acaso sobrecogido por el estrés del futuro acontecimiento que le apretaba con sus negros puños en la boca del estómago en donde más le perjudicaba, el caso es que le sobrecogió el ánimo aumentándole las pulsaciones de manera alarmante y un turbio lupus le fue cubriendo la blanca piel dejándolo blanco del susto como la hostia que iba a recibir, con gran descaro yendo a desembocar en un torrente de hipo atroz, que temblaban los muros de la casa de Dios y los escalones del altar cayendo rodando revolcándose por los suelos el cura la novia y el padrino como una especie de catarata que se hubiese roto en mil pedazos y echase agua por una infinidad de tuberías, algo parecido le sucedió a Ildefonso y Esmeralda estando en trance de celebrar el sagrado sacramento del matrimonio
El maldito hipo se cargó la liturgia y toda la parafernalia del acto, pulverizando hasta las últimas migajas de la sagrada forma. Una vez pasada la bochornosa tormenta, Ildefonso, a pesar de lo ocurrido, no se amilanó lo más mínimo y levantándose de sus cenizas compuso la figura y siguió de nuevo rumbo al altar donde le esperaba la deseada celebración con los acólitos, los allegados y los cánticos que había ensayado a conciencia el coro de amigos del barrio para festejar en la intimidad y con el mayor boato la pérdida del celibato. Y cuando el oficiante reanudó la función y de nuevo pregunta, Ildefonso, quieres por esposa a Esmeralda …. Se repitió la escena derrumbándose por los suelos y la garganta se le atragantó estrepitosamente con la lengua hasta el punto que tuvieron que avisar a la ambulancia para llevarlo a urgencias, mientras llegaba le hicieron el boca a boca y poco a poco fue volviendo en sí, pero el asesino hipo hacía de las suyas y los zumbidos que daba atravesaban los muros y el ábside a la iglesia y se expandían por los campos como el sonido de las campanas, semejando terribles obuses que se estrellaran contra el Cristo yacente, que se ubicaba enfrente del altar y que por poco si lo levanta por el enorme estruendo.

Ildefonso tenía proyectado vivir en una casita en el campo con su pareja, lejos del martilleo constante de la ciudad. Había preparado meticulosamente todos los pormenores para el día de la boda a fin de que no faltase de nada, una fiesta por todo lo alto. Quería marcar un hito en su vida, pasar a la posteridad remarcando un antes y un después. Borrar las motas de polvo que se habían acumulado a lo largo de su existencia y finalmente todo su gozo saltó volando por los aires, porque en tales menesteres los hados no le fueron propicios.
No presagiaba que el nuevo estado civil fuera un pozo tan hondo y tan negro.

lunes, 15 de junio de 2009

Anciano



En noches de luna llena Paco lucía sus mejores galas y pegaba cabriolas como nadie. Se iluminaba su rostro como un espejo en la negra oscuridad y se sentía un orfeo amansando fieras en el bosque cotidiano, las que encontraba a su paso por los dispersos vericuetos por donde se deslizaba con la guitarra a cuestas, playas, supermercados o en el bar de la esquina jugándose unas copas a las porras con algunos conocidos.
Era siempre una persona cabal pero de culillo de mal asiento, por lo que se movía más que un pez en alta mar, por eso el hecho de ausentarse de su domicilio a menudo por cuestiones de trabajo no le resultaba nada oneroso, sino que le abría el apetito, los sentidos y le despertaba una inusitada fruición por conocer y saborear los caldos, el pan tierno de los acontecimientos, innovando conductas u horadando brechas en los frentes más cerriles en su época de plenitud, aunque lo llevase a cabo a requerimiento de la clientela en el ejercicio de abogado del diablo o de oficio.
Ello le permitía alejarse de los meandros rutinarios, de las esferas pegajosas de costumbre y hacer la mar de kilómetros de incógnito viajando a toda pastilla, pernoctando durante ese tiempo en el apartamento que poseía en el litoral mediterráneo donde morían los embates de las olas, aviso a navegantes. En esas jornadas no se daba tregua y aprovechaba al máximo el tiempo para limar asperezas interiores, lavando el paño de las heridas y satisfaciendo las necesidades y caprichos.
Mientras devoraba leguas por la carretera no se saltaba los semáforos del cerebro, no ingería ni gota de alcohol por muchos compromisos que se le ofreciesen, y de paso intentaba alegrarse la existencia y llenar los pulmones de brisas nuevas -contactando con los puntos que más le alucinaban- llevando una vida sencilla, de auténtico anacoreta por los diversos escenarios que frecuentaba.
Sus argumentos se basaban únicamente en dos o tres principios, los mínimos exigibles para su intelecto cumpliéndolos al pie de la letra: un amigo en quien confiar, y sus hobbys favoritos, la práctica del tenis y el canto de la guitarra.
En consonancia con sus preferencias coleccionaba raquetas de ensueño, como si se tratase de un niño mimado por la familia con un arsenal de juguetes, provenientes lo mismo de países europeos que de allende los mares, las distancias nunca le amedrentaron, y para ello seguía la pista a los cabezas de serie, consiguiendo aquellas que más le fascinaban aunque calibrando en cada momento los distintos aspectos, bien la empuñadura o el tipo de red conforme al prestigio en el ranking internacional o por la calidad que encerraba.
Una vez saciada la vena deportiva, a renglón seguido se entregaba en cuerpo y alma a las veladas órficas, a los impulsos de la guitarra como un virtuoso, según apuntaban los más encendidos competidores, incluso los más allegados pese a la inquina montada en su contra, con esas hechuras cuando caía alguna en sus manos vibraba el ambiente de tal suerte que bailaba como un trompo hasta el gato que se tragó las raspas del pescadílla, cayendo durante la delectación en un profundo éxtasis al pulsar las cuerdas mediante el plectro con ágil pericia.
A veces se confundían el crujido de los huesos de Paco con la notas agudas del instrumento, lo cual le irisaba el ánimo como los rayos solares en los cristales de la ventana, y en tales casos no lo decía lo musitaba entre dientes pesaroso, ¡ojalá tenga suerte y me vaya antes de caer en el pozo, en un estado calamitoso de extrema dependencia y me tachen de anciano insonrible!
Cuando cruzaba el portal de la casa con el equipaje la familia repicaba las campanas respirando dichosa, como si le quitaran una pesada piedra del camino y se percibía en la oquedad de la casa un horizonte de alegría, inhalando aromas celestiales. Era obvio que los vientos familiares soplaban en otra dirección y apenas respetaban sus formas y aires vitales.
No era extraño oír por la escalera de la vivienda comentarios como:
-Es un desaborido – decía alguien sotto voce.
-Sería un castigo inmerecido, no quiero pensar que un día llegue a viejo y tenga que cargar con una persona anciana en mi hogar, lo que me faltaba, espero que Dios sea justo y se lo lleve a su santo reino antes, menuda cruz, y no te digo si quedara inválido en silla de ruedas, incapacitado para moverse, uuuf ¡qué horror!, Piliii, rápido, agua corre dame un trago de algo que me muero, por todos los santos del cielo, Virgen santísima del Perpetuo Socorro.- vociferaban los labios de Ángela.
La familia se frotaba las manos siempre que oteaba desde su atalaya la fuga, que vigilaban expectantes para dispararle de lleno por la espalda con las armas que guardaban en secreto detrás de la puerta junto al artilugio casero que utilizaban para acabar con moscas e insectos. Esperaban ansiosos como el perro a su amo sus salidas, y según transcurrían los años las reclamaban a voces con mayor urgencia.
Los viajes le daban aliento, formaban parte del sustento, era su modus vivendi, siendo ya algo muy normal en el entorno familiar, casi una necesidad, así que cuando traspasaba la puerta de la calle se afanaban todos en sus quehaceres propios con más ahínco si cabe y sin acordarse de él en absoluto, pese a no advertir el más mínimo eco de sus gruesas pisadas, el roce de las raquetas por entre las cortinas ni los suspiros de la guitarra que chocaban con los suyos, disminuyendo los decibelios a la hora del almuerzo o el zumbido de la cisterna al cruzar por el pasillo, desembocando en un descarado relajamiento de las normas de convivencia, yendo cada cual a su conveniencia, soltándose el pelo o acometiendo cuanto le venía en gana.
Los días se alargaban o acortaban como de costumbre según las estaciones, la vida sigue, y es raro que se repitan en su totalidad, ya que surgen inesperadas briznas en el horizonte que tumban lo anterior, aunque la mutación se disfrace y llegue en ciertos aspectos con caracteres casi imperceptibles.
La hora de la entrada triunfal de Paco en la mansión no sonaba en el reloj. Aquellas semanas se hacían soporíferas, eternas, en esos instantes todos con la oreja puesta en sus pisadas, a la espera del regreso.
Sin embargo la familia por otro lado dormitaba en el fondo tranquila en la sala de estar y elucubraba con distintas resoluciones hipotéticas, que acaso se le habría acumulado el trabajo, lo que serían unos chispazos de buena salud, sobre todo económica, lo que era un signo de regocijo y orgullo para todos, o que se hubiese presentado algún contratiempo en el viaje, pero sin que generase apenas ningún nerviosismo en el ambiente.
Se sucedían las noches y los días y seguían sin noticias, no sabían nada de su paradero, le telefonearon pero no daba señales de vida.
Al cabo de más de veinte días de lo acostumbrado la familia comenzó a moverse. Lo encontró la policía dentro del vehículo con el cuerpo embotado, la boca abierta y el corazón partío. El forense determinó el veredicto, un infarto había acabado con él a orillas de las tranquilas aguas mediterráneas donde tenía el refugio, y ésa fue su mayor frustración porque le hubiera encantado haber pernotado en su apartamento por los siglos de los siglos.
En este caso se cumplió a rajatabla el proverbio popular, el muerto al hoyo y el vivo al bollo. La maltrecha viuda se quedó en la gloria de los justos, pero deseaba que no le saliese gratis el viaje al barquero de Caronte, y nada le impidió arrojarse a las llamas del averno para rescatar de sus garras al pobre orfeo con su rico seguro de vida, lo que sin duda creía que le pertenecía, una suculenta suma de las finanzas del fallecido.
Se presentó a todos los programas basura de televisión como el que no hace la cosa y como un buitre carroñero fue picoteando por los distintos canales abriendo en canal el cuerpo y los secretos del difunto, haciendo valer los llantos y la pena que la embargaba, que vivía sumida en una tremenda depresión, que no probaba bocado desde que lo perdió ni dormía de noche ni de día y todo por mor del amor que sentía por él, y así a salto de mata sacar la entrañas al extinto si hiciera falta llevándose una buena tajada.

martes, 9 de junio de 2009

Si alguna vez




Y si ahora llega
La primavera a mi ventana
No importa
Porque ensimismado
Ya la acaricio
En recuerdos de cálida
Esencia con ceñidos
Lances de largueza
Angla, de lengua
De fuego en un cráter
Almibarado mediante
Sentidos suspiros
Convulsos como tornados
Irreverentes que reverdecen
Titilando en las aguas
Henchidas de globos,
De lunas rojas y
Melifluas ondas de rizos
De oro.
Fragancia íntima y oculta
En gozosos efluvios destilada
Que concentra con mimo
La dulce lumbre dispersa
En clandestinos bacanales.

El vaivén del viaje




Prosigue en entredicho
El traqueteo de arribos beatíficos
A través de peregrinos circuitos
A endiosadas palestras
Cimentadas mendazmente,
Incluso después
De la afrodisíaca toma
De las doce
Uvas.
Y sería pertinente
En estos vaivenes
No coleccionar
A toda plana
Extemporáneas sorpresas
O fatuas esperanzas
Cual pardillos perdidos
En cortinas de humo
Bebiendo suspiros
De vacua luna.