miércoles, 31 de diciembre de 2008

Del golpe perdió el sentido











En un primer momento, el golpe no revestía la menor importancia, era cosa de niños, algo así como un tirón de orejas; explotar un globo en la puerta de una escuela o de una iglesia, cuando los escolares abandonan sus tareas o los feligreses salen de misa de doce ensimismados en elucubraciones celestiales, a la sombra de las radiaciones divinas, un momento inoportuno por supuesto pero sin más trascendencia, pasando prácticamente desapercibido ante la mirada distraída de la gente o de los más curiosos, e incluso para el propio afectado, ya que los hechos acaecidos exhibían ribetes de terneza, de frescos y espontáneos arrullos, acordes con el angelical rito a que los tenía acostumbrados Raúl, tanto en días de imprudentes bofetadas y fría escarcha, como en ardientes andenes de jornadas de fiesta; y llegado al punto señalado en la agenda, se retorcía la nariz de mala forma y, cual drácula emergiendo del ataúd, alargaba la punta de la lengua agitándola bruscamente como si atrapase una presa, y rebosante de alegría retozaba como un energúmeno por las praderas del disparate, intentando mantener el equilibrio, y de camino acosar a destajo al personal.
Así que, transcurrido un tiempo de inactividad obligada, casi muerto, sin echarse algo a la boca, resurgía con viveza y, oyendo los toques del gong en su interior, entraba en funcionamiento con el propósito de recuperar el tiempo perdido, y saciar los intrincados instintos, sacando tajada a sus argucias expansivas, y alimentar sus lúdicas vanidades con procaces bromitas al incauto de turno, porque de lo contrario era pasto de las llamas, contrayendo urticaria o pronunciamientos depresivos, desbordado por la realidad de los sueños, del ego, llegando a desplomarse como un árbol partido por el rayo.
Al echarlo en falta con tanto frenesí, no podía controlar los vaivenes de sus miembros, el apetito del cuerpo, y se mordía verrugas y uñas con furia, vagando de un lado para otro, desoyendo el reclamo de los circundantes.
El amontonamiento de tales frustraciones le impedía utilizar las armas defensivas, y flotaba a impulsos del viento malévolo, incapaz de dibujar en el horizonte un mapa de colores, de rítmica cordura.
Aquella tarde, el golpe fue certero, puntual, de manera que al día siguiente aparecía en las notas necrológicas del periódico el nombre del desafortunado amigo, en grandes caracteres.
R. I. P.

A. M. R.

Amadeo, tu familia y amigos no te olvidan.
Sin embargo el más afligido fue su amigo Raúl, el gracioso, -que lo quería y admiraba como nadie, llorando como una magdalena al arrojar la primera palada de tierra sobre la sepultura-, y cuando más lo echaba de menos era al rememorar los tiernos sonidos que brotaban del piano cuando tocaba.
Precisamente Raúl, quien le asestó graciosamente el negro golpe, rematándolo con los cinco sentidos en un ataque de afectuoso hastío o saludo, siendo su amigo del alma… obsequiándole al cabo con el golpe de gracia.
No dispuso del tiempo suficiente AmadeoMR para saborear los dulces bocados de la vida, el amor compartido, beber el néctar del placer o plantarse en el baile de disfraces reales con las mejores galas, cristalizando los sueños y exclamar: Eureka. Albricias. Encontré a mi dulcinea.
Aunque, en verdad, no le habría importado mucho irse por mor de un encelado asalto de Eu.

lunes, 22 de diciembre de 2008

Tripas


Aciagos esbozos luchan en el cerebro cuerpo a cuerpo contra el sensible aliento, cimbrean las lanzas nerviosos, y con inquina asaltan las entrañas de la fortaleza, las vivencias, inyectando ulcerosa insulina al volver a casa. Los cimientos de la siembra ceden, corren el riesgo de desplomarse antes de que los brotes se familiaricen con las capas habitables, que configuran la hechura humana.
Bueno será, si circula la sangre de la cordura por las venas, centrarse y arrinconar los cascajos amontonados contra la pared mientras llega el forense, y perforar la carpa envolvente, a fin de que los sabuesos infiltrados no se salgan con la suya.
Ciertos golpes bajos no se vislumbran arriba en la pantalla así como así, pudiendo catapultar a la inmensidad del abismo el alma de la agenda, y arrancar las vívidas raíces impregnadas de rayos de sol naciente.
Mientras tanto, el discurrir del pensamiento, cual lecho lactante aún, corre el riesgo de desvanecerse.
En una noche de invierno el viajero, a fin de salvar los muebles, sacó las tripas del año.

Lienzo




Perspicua pleamar
El dibujo,
Poema plasmado con
Etéreos verbos
De pincel,
En coqueto y cálido
Ritmo cósmico.
Nieves, quimeras,
Nubes, brisa, amores,
Valles, llovizna, lunas rojas,
Soles, cometas, abrasados
Meteoritos de medianoche
Regalando besos.
A veces se dislocan
En el espacio
Los elementos,
Se miman en armonía
Astral, o echan chispas,
Para luego echarse a dormir.
En calma lo teje
El creativo ojo humano,
Y en la misma cúspide
Apacigua los negros vientos,
Cual hervor bíblico.
Y la mágica plasticidad
Comprime líricamente
El poblado universo
Del lienzo:
Bolitas de cristal,
Lagrimillas, horóscopos,
Sueños voluptuosos,
Diminutos puntos
De océanos crepusculares,
U ozonos en la negra
Boca del lobo.

viernes, 19 de diciembre de 2008

Trance






Llegó al alba, al poco de evadirse del vientre de la madre. Un mordisco en los impolutos balbuceos del amanecer. Fue la primera sanguijuela que burló la tranca de la puerta. Llegó cantando y bailando, como si trajera un pandero y unas sonajas de regalo para jugar el bebé. El envoltorio era blanco con cintas rojas, como niño vestido de primera comunión para recibir el cuerpo de Cristo, en un alarde de buenas intenciones, aunque en realidad se trataba de una emboscada, de ser recibido por la Bondad Divina en su seno. El eterno descanso de los justos. Lo colocaron en el salón de la casa, dispuesto en una canasta de mimbres rebosante de flores con nerviosos lazos perfumados sujetando los diversos ramos.
Paulino, saltando como un potrillo alocado y como si apagase las seis velas de su cumple, miró de soslayo al cruzar la estancia a requerimiento del padre, sin percatarse de la hondura de la herida, ni captar los latigazos descarnados de la escena. Bastante tenía él con la guerra del juego a su edad, las pedradas a traición del enemigo en la vía pública, los balazos mortíferos de el cara gorda, de el bizco, o las temibles coces a lo bestia del grandullón del barrio, corriendo y trepando balates con el miedo en los talones, dando bocanadas y la lengua afuera por campos recién regados a veces, y retorcidas callejas, jugándose el tipo.
A buen seguro que no asimilaba la alevosa trampa que se le ponía por delante. Pensó que el pequeño hermano dormía la siesta soñando con los angelitos, como tantas y tantas tardes, en que pasaba por su lado de puntillas para no despertarlo. Y en su pequeña cabeza encontraba la reiterada respuesta infinidad de veces, y no podía desviarse por un atajo contraviniendo el discurrir de su pueril pensamiento, imaginando en sus breves luces de la edad que lo que allí se representaba era la misma muerte. Como un belén en donde apareciera el hermanito ya dormido tan temprano, como un niño dios pero sin pastores ni el buey y la mula, y para siempre, y eso sin haber oído el acostumbrado y célebre cuento de la abuela, que ella a su vez aprendió de la suya, cuando tenía tal edad.
A ver quién le ponía los cascabeles fúnebres a lo que acaecía, y lograr que Paulino tragase piedras como montañas contándole cuentos o meciéndolo con mimo para que se lo bebiera poco a poco, aunque fuese distraídamente, mediante ingenuas estratagemas, o por qué no de un trago al estilo de los populares vaqueros de las películas del Oeste, como ocurría con la pastillita que le prescribía el doctor para aliviar las impertinentes fiebres que cogía cuando la garganta, algo intransigente, se rebelaba.
A la hora señalada, comenzaron a repicar las campanas pregonando a lo cuatro vientos el nefasto suceso de la despedida del recién nacido, que al cielo invisible de los desaparecidos voló tan rápido.
Paulino, cuando se hizo mayor, había ya picoteado por aquí y por allá como las aves, y sin querer picoteó en las propias entrañas de la muerte, y quiso arrancarla del subconsciente.
Con el tiempo se topó con innumerables historias de difuntos, El monte de las ánimas, la cita infernal de Orfeo y Eurídice, el viaje amoroso por el averno de Beatriz y Dante, Las cortes de la muerte en el parlamento de don Quijote, no sin antes haber pateado en los tablaos de la vida, a través de músicas y bailes macabros, las medievales Danzas de la muerte.
Estuvo indagando durante décadas cómo escapar de la cárcel de la muerte
Al fin se incorporó a un grupo de teatro que realizaba diversas representaciones a lo largo del año, figurando en la programación el desfile de los carnavales, en el que se disfrazaban utilizando la simbología de la muerte, con toda la parafernalia correspondiente, remedando las negras noches de Halloween: trajes de diablos, del monstruo de Frankestein, de vampiro, Drácula, zombie, muerto viviente, de Belcebú, criaturas de las criptas, o enseres tradicionales, carátulas, vestuario, túnicas, pelucas, cartas envenenadas, polvos milagreros, máscaras horripilantes, demonios desquiciados con el ojo bizco, ángeles malvados, vejigas, hechiceros oriundos de India.
Paulino se acordaba de los entierros de la infancia, cuando el sacristán, un hombre bajito con enormes mostachos y boca descomunal bramaba como un condenado al fuego eterno profiriendo cantos litúrgicos, como un emisario costeado por la propia muerte, esculpiendo esqueléticas figuras con los aspavientos y bruscos movimientos que hacía al bendecir con el hisopo al difunto, lanzando al aire el agua bendita con aire de pocos amigos, harto furibundo. Como si vislumbrara en las alturas estirados fantasmas que se las saben todas, con largas y misteriosas túnicas negras flotando, y entonaba con ojos irisados el “pater noster” entre el corro de asistentes al acto, metiéndoles el miedo en el cuerpo, al contemplar la altanería y raro vaho que exhalaba el sacristán, pareciendo un castigo del progenitor que amenazara al desdichado retoño, ea, quieto ahí, muerto, y no se le ocurre mover un dedo, y sepa usted que a continuación lo vamos a pasear por el pueblo; y ello ante la temblorosa mirada de los vecinos, que hacían un alto en sus tareas, con persignaciones, ayes y tétricos vítores, tarareando oraciones lúgubres, una ristra de salmos y versículos en latín cuidado guiados por el sacristán, la lengua que hablaban los sabios como Dios, que nadie -ni yo mismo, pensaba el sacristán- comprendía, pero sí el demonio, que es el culpable de que estas desgracias cristalicen.
Llevaban al difunto en apretado silencio, en medio de un fuego cruzado de estornudos, suspiros, algunas execrables miradas, colillas humeantes por los suelos resistiendo los pisotones, escupitajos y un mar de desconsoladas lágrimas.
En los momentos de lucidez, Paulino se interrogaba si no sería cierto el hecho de que él había vivido en sus propias carnes esas vidas mucho antes de que los demás las reflejaran en los escritos, y todo sin necesidad de crear cuentos ni imaginarse historias con visos de verosimilitud.
Y en los ratos felices no olvidaba los argumentos de Sancho, “Señor, las tristezas no se hicieron para las bestias, sino para los humanos; pero si los hombres las sienten demasiado, se vuelven bestias”.
Más tarde, Paulino decidió vivir en pareja, a fin de apaciguar el embravecido oleaje de los días. Mas, casi a la alborada, las tiernas y chispeantes caricias que se juraron recíprocamente se cuartearon, haciéndose añicos, siendo trasladados los restos a la otra orilla del río por la barca de Caronte.
Al evocar la sentencia, ¡qué solos se quedan los muertos!, no procede quedarse cruzado de brazos, sino dar un paso al frente, movilizarse y proclamar con toda energía ante quien sea menester, ¡hay palabras que no deberían existir!.

miércoles, 17 de diciembre de 2008

El poder de la tierra





Los habitantes de la comarca se quejaban del mal trato que recibían de su tierra: los portazos frecuentes en pleno rostro, los insoportables ruidos de aquel vacío, un gran vacío físico y espiritual que lo envolvía todo, de afuera hacia adentro, sin apenas un resquicio que permitiese huir. Unos expertos llamados a investigar el caso no encontraron respuesta y callaron.

“Descubrí –indicó Juan– que en mi vida existía un gran hueco que debía llenar; creí tener el talento y las herramientas necesarias para ello, pero en lo más hondo sentí que me faltaba algo: un no sé qué que no podía ocultar, y menos colmar con cualquier cosa, subterfugio, palabrería, o –ante la nada transformada en realidad– aún menos recurriendo al viejo truco que consistía en enaltecer los ánimos y no caer en la resignación.

“Un cúmulo de circunstancias y carencias nos condujo a esa inanidad –apostilló Andrés–: las cosechas perdidas en los campos, la descarnada sequía, los crueles granizos, los negocios frustrados por las riadas que sin apenas árboles ni obras para regularlas bajan de la montaña arrasando todo, o los agujeros negros que asoman por las cañadas y los caminos, afectando al corazón de las personas, a las vías respiratorias o acaso al intelecto, hasta hospedarse en nuestros cuerpos.
“El Cerro del Águila, el más alto, con sus fuertes garras de rapaz diurna, de aspecto robusto y color pardo, lleva en su pico colgado el entorno. Acuchillado está el terreno por los cuatro costados, como si una navaja hubiera sacado las buenas tajadas y dejado sólo barrancos. Aquí y allí, se dibuja alguna pequeña meseta tan reducida que no cabe ni una choza, y luego desniveles que caen casi verticalmente, de arriba abajo como un castigo del cielo.

“Tantas piedras tragadas al cabo del tiempo que se han quedado en las gargantas donde siguen rodando con las erres y algunas han bajado y aún pesan en los estómagos; las que molían también yaciendo en la trastienda, donde con bostezos se agolpaban grupillos irremediablemente ociosos al agobio de las conversaciones, mitigando las horas de amasijos hambrientos, despintando la tristeza que asomaba por el horizonte.

Gente expectante en el estribo del molino, aguardando el prensado de lo acumulado en su troje. Allí discurría la precaria vida mercantil, dibujando sueños de nuevas primaveras, maquillando bolsillos, endulzando arrugadas faltriqueras; allí, esbeltas, dando la espalda al más allá, las viudas triturando horas de chácharas, evocando cosechas y estaciones, ilustrando labores de antes, recogida de aceitunas de olivos centenarios endurecidos e indiferentes a las quejas, testigos que gritan silenciosos a los cuatro vientos, a través de generaciones que, como pavesas volando pasan, dejando sólo amargura y muerte.

Tierra de lomas, cerros y peñascales; lugares de palmares que desafían sequías y acaban por inducir aridez en los sentimientos. Allí, donde antaño sólo llegaba el sol en amaneceres oscuros, empapados de relentes a pan amasado con sudor campesino y olor a herramientas, recalentado en el transporte a lomos de la mula o del asno. Días deshilachados en el telar humano; donde, al filo del camino, algún conciso oasis caciquil, a cuentagotas destilaba, como dádivas caritativas, los salarios de los peones. Jeques jacarandosos, que bailaban al son capitalino aires matritenses allá en todo lo alto. Mientras las gargantas del terreno agujereado por la erosión, imponían su ley, seca y selvática, que se transmitían a las más secas aún gargantas de sus habitantes.

El agua sucia bajaba a sus anchas por la calle de en medio, entre acequias alborotadas, imponiendo al caminante buscar atajos por donde discurren otras aguas tranquilas, más claras: lugares exóticos, tiernos amaneceres; u otros caminos o cuencas donde fundamentar un futuro, echándose a volar como ave migratoria en busca del grano generoso, construyendo un afable y firme nido.

Las estaciones pesaban lo suyo en el pecho de sus pobladores durante aquellos mudos años. Los ojos desteñidos por la calima y la inclemencia que enrarece los artículos de primera necesidad: sopa de cazuela, migas de maíz, calabaza frita, habas con bacalao crudo… No llegaba el circuito comercial a cubrir la parca inversión pese al generoso esfuerzo humano.

La maquila y la molienda de los años se las llevó río abajo el verdugo del tiempo. Las plazas, callejuelas, el rincón, guardan en su mirada nombres, nóminas de entrañables tardes de garbanzos tostados, o aquellos tragos a caliche de agua fresca del barranco de las huertas, la dulce minilla, a los pies del histórico Castillejo, entre riscos y acantilados de ancestro morisco. Coqueto y umbroso escenario, donde se perfilaban sueños, refrescos, limonadas de colores, arrobamientos y perfumes de muchachas que por mayo –cual romance antiguo… ·cuando hace la calor, cuando los trigos encañan…, y los enamorados van a servir su culto·– oliendo a blanco y a campo, peleándose con el murmullo del manantial, encendían la tarde ruborizada.

lunes, 8 de diciembre de 2008

Compro oro


Deseo comprar un reloj de oro y arrojarlo al mar con la esperanza de que cuando pase el tiempo se le olvide el tiempo, desconozca tal concepto, o lo confunda y se vuelva loco, de modo que al marcar la manecilla aparezcan lustros por horas, centurias por meses, o eras por minutos, y no siga el ritmo impuesto por el verdugo. Compro oro, todo el tiempo del mundo.
Es preciso lavarle el cerebro. Grabar un nuevo programa con los siguientes puntos: que desobedezca las instrucciones de su ordenador a bordo y tire por la calle de en medio, que contenga un tiempo sin tiempo, que lleve una vida sana sin calendarios ni años bisiestos, y se abroguen con urgencia los calendarios romanos, islámicos, chinos, mayas, y, por qué no. el Zaragozano, con sus quisquillosas y puntuales témporas.

Se vende


Se vende casa atestada de muñecas, que a lo largo de su vida han pertenecido a distintas dueñas. Cada muñeca es una vida. Encierra una historia. Muestra las relaciones que mantenían en cada caso con cada dueña. Se puede leer en las manos, en el vestuario, y, a veces, en el rostro, que, como buen espejo, no te engaña. Las más antiguas emiten una vocecilla casi rota, al dar cuenta de los duros años que pasaron en la casa. Alguna refiere que su patrona se emperejilaba con suma elegancia, aunque guiada por caprichos infantiles.
Muchas tardes el ama, durante las visitas de amigos o familiares, iniciaba una conversación y zas, de pronto la desnudaba sin previo aviso, lo que convertía a la muñeca en una sinvergüenza, una mujer de la vida, destruyendo sus principios, al exponer a los presentes sus atributos.
Eso humillaba a las muñecas. No querían que las confundiesen con una pelandusca. Para exhibir las portentosas hazañas de que eran capaces, les metía los dedos en la boca o en los mismos ojos, provocándoles vómitos repentinos, y así quedar bien ante los invitados, demostrando que disponía del mejor club de muñecas del mundo. Semejantes desvaríos le llenaban de orgullo y encendían una aureola de insigne dama de un inconmensurable poder.
Las muñecas la consideraban una persona fea, perversa, ególatra. La megalomanía la domeñaba. Determinados días las vestía de menesterosas, calvas, patizambas vanagloriándose, y colgaba en el portal de la mansión reliquias y objetos de oro, ornados con orejas de muñeca, heredados de sus ancestros.

lunes, 1 de diciembre de 2008

Diluvio


Ya pasó el ciclo en que llovía a raudales sobre las sienes de Hipólito, un rosario de críticas, corto-circuitos y envenenadas pedradas siempre que tosía o buscaba información personal en los archivos de la empresa donde trabajaba. La realidad siempre supera a la ficción. En noches de insondable bajamar, la lama y el verde musgo se confabulan poniendo a prueba la elasticidad interior.
Hipólito, superado el escabroso pasaje, vive la época de mayor plenitud de su vida, al enrolarse en una empresa que goza de solvencia y contrastada valía; un dictamen avalado por propios y extraños. Desde hacía décadas ostentaba tal privilegio, consolidado por la pulcritud de sus cimientos fundacionales, y la agresiva red de inversiones que cubría como infranqueable carpa los puntos cruciales de los cuatro continentes.
El soberbio imperio generaba moratones en las cuentas corrientes y en los ojos de los contrincantes, figurando en círculos mercantiles de elite; todo un búnker de la plutocracia, hecho a prueba de burbujas y bombas bursátiles.
Sin embargo, a Hipólito, en su fuero interno le repicaba algo distinto, le atraía la vida sencilla y recoleta, contemplar la naturaleza, caminar por las colinas, las patatas a lo pobre, la morcilla casera, el vinillo de la tierra tomado con moderación, y dejarse guiar por el sentido común.
No cabe duda de que la rica tarta es estrangulada tradicionalmente mediante un golpe bajo del cuchillo en mitad del bullicioso jolgorio, y todos tan contentos cantando, feliz, feliz en tu día, amiguitos…; por ende, lo público y lo íntimo no siempre van de la mano. Lo que se cuece en la trastienda, en contadas situaciones aflora a la superficie, o acaso suceda lo contrario, aunque sigue el chisporroteo de la lumbre en la chimenea, y luego, como lengua de fuego, se deslice por los más intrincados vericuetos.
La acritud de la brega diaria engulle la dieta de natur house, los sacrificios, los panes bajos en sal, sus sólidos principios, las verduras, las endivias, los pepinillos en vinagre, y llega a empañar los cristales de su óptica, avinagrándole la existencia, golpeando el denuesto violento allí donde más hiere y al menor resuello.
La vida de la pareja se iba ajando, se deshojaba como el capullo aporreado de una rosa, impulsado por la carcoma y el alejamiento, de manera galopante. El fuerte temporal disparaba metralla al punto más débil, como el general al enemigo en el campo de batalla, o tal vez, por estratagema militar, guarecerse en las trincheras para cargar las pilas de los fusiles, si lo consideraba más oportuno.
La corbata le revolvía el estómago, y sobresalía del pecho más de la cuenta, de modo que un día tuvo la mala fortuna de quedarse colgado del ascensor por su culpa, semejante a una escena cinematográfica, condenado a morir en la horca en mitad de la plaza pública por malhechor, y la retorcida corbata se clavaba amenazante en la garganta, aumentando las arrugas, y los esquemas elaborados se iban quemando en la hoguera.
Se moría por acariciar el fruto en sus manos. Las dulces expectativas con ramos de violetas y palmaditas en la espalda al amanecer, cual reverdecidas liturgias de primavera, palidecían, y comenzaron de repente a desfondarse en la frialdad de la nieve, chirriando como patas de un destartalado mueble. La gran frustración. Adiós a la casita en calzoncillos en el campo con exquisitos y sensuales frutales, a los cruceros de placer por los mares del sur, a los amenos conciertos en el circuito París-Viena-Milán, a las visitas a emblemáticos museos del orbe, y, al final, todo se fue al traste.
Ella desdeñaba la altura de miras de Hipólito, el altruismo, destilando agrios rescoldos, cuyos flecos se revolcaban en las mismas faldas de la empresa, aplastando la entereza de Hipólito. Días había en que discurrían por su mente sensaciones extemporáneas, raras, como de arrojar la toalla y, sin hacer ruido, salir huyendo con lo puesto, aunque los anchos pantalones le bailaran como una marioneta entre las piernas, al no encontrar carne por los mordiscos de los últimos acontecimientos. Anhelaba con ardor emborracharse de libertad, o llegado el momento decir, aquí estoy, qué pasa, e increpar al viento que lo llevaba, ¡tierra, trágame!, borrándose del mapa que le habían pintado.
Pese a ello rehusaba la desmesura, no queriendo pecar de frívolo o intolerante, por lo que dejaba la puerta entreabierta por si las moscas, y así volver en caso de añoranza a la batalla de los vivos, acatando el dicho popular, camina o revienta, después de grabar a fuego lento las penurias en la piel, los aciertos y errores, las fatídicas falacias que derribaron sus ilusiones.
Hipólito luchaba por marcar el territorio, las aficiones, y confeccionó una agenda en la que entre otros asuntos apuntaba, componer un himno que le infundiera entusiasmo en pro de sus ideales, marcar los tiempos y ritmos musicales, los agudos y graves, tomando el pulso a las mezquindades que enmarcaban un horizonte gris, y pululaban por el entorno humano.
Necesitaba esclarecer las tinieblas de su vida, romper las máscaras que lo esclavizaban, implantando unos dignos parámetros, que contemplaran una inteligente y plácida convivencia.
En un principio los resquicios que se abrían eran exiguos, por lo que arreció en el esfuerzo, poniendo todo de su parte con objeto de fortalecer el perfil y las señas de identidad. En el transcurso de las secuencias, hubo de atravesar desiertos, desvaídas avenidas, vastas áreas de angustia contenida al ir contracorriente, como era el caso de no poder ver a Laura cuando quisiera, acompañarla al gimnasio, o invitarla a té un día de asueto o haciendo un alto en las tareas diarias, y por qué no, se cuestionaba entristecido, ya que por entonces la cortejaba su amigo.
Poco tiempo duró en realidad, aunque a él no se lo pareciera; se disgustaron, pero Hipólito vivía ya en pareja. Lucio, su amigo, rompió con Laura, desvinculándose totalmente, pero le cogió desprevenido. Sin duda la coyuntura lo trastornó, cayendo en sórdidas cavilaciones.
En tales circunstancias, Hipólito tenía por compañeros de viaje el estrés y la ansiedad, de suerte que la más nimia picadura la magnificaba sobremanera erosionando la blanda sonrisa, y la esbelta columna, antaño de acero, ahora lucía dos hermosas hernias discales, que le demandaban conseguir una cierta calidad de vida, mediante ejercicios terapéuticos y visitas al especialista desplazándose en ambulancia, o quedándose en observación en el hospital.
Cuando la autoestima andaba por los suelos, arremetiendo como un toro salvaje, Hipólito se acercaba al mar con los pertrechos de inmersión, y buceaba en las alborotadas aguas tarareando canciones de piratas, estribillos marineros, enterrando los humos del desasosiego; y se vestía de hombre nuevo, disfrutando como pez en el agua, inyectando brotes de energía positiva de las vibraciones marinas. Todo un feliz hallazgo. Y dibujaba paisajes bucólicos, tardes rojas despidiéndose lánguidamente de la fuente de la plaza, itinerarios utópicos o reales, espantando los mosquitos que merodeaban por el rostro, o controlando los fieros arañazos del pensamiento.
Algunos días unos desairados vientos le empujaban durante la marcha a ninguna parte, o se paraba a despojarse del suplicio de las chinitas incrustadas en el zapato, que le hacían la pascua. Meditaba con frecuencia en los excesos y tropelías del cosmos, en el diluvio, señalando las ventajas que pueden ofrecer como alivio para quienes sufren una penosa enfermedad sin esperanza alguna, y pidieran una retirada a tiempo, la muerte dulce. Enfrascado con los enigmas en la bola de cristal, evocaba retablos bíblicos, las diez plagas, las terribles gestas de aquellas gentes impotentes ante la adversidad, y la fortuna de unos privilegiados, el grupo que entró por la cara en el Arca de Noé antes de la hecatombe universal, como el club del ku-kus-clan, logrando salvar el pellejo todos. Tal suceso milagroso los convirtió en padres de la reformada humanidad, progenitores de los futuros retoños que repoblarían la esquilmada tierra, constituyéndose en un monopolio.
Hipólito dudaba seriamente de la primacía de los reinos de la naturaleza a la hora de entrar en el Arca, pues se acordaba de cuando alguien en alguna esquina lo tachaba de animal, bestia, serpiente, o pacífica paloma. Si él hubiera sido invitado a tan sorprendente viaje casi interplanetario y de balde, tal vez se hubiese planteado figurar en el Arca como simio, no sin antes cumplir con el ritual de cirugía plástica, sometiéndose al bisturí del cirujano, convencido de que tenía muchas posibilidades de alcanzarlo, burlando los controles de los cancerberos de la nave salvavidas, al ubicar la escena en el contexto de la empresa donde realizaba su trabajo, que ascendía vertiginosamente de categoría con hábiles artimañas.
No resultaba complicado entender a Hipólito, porque al menor despiste le llovían las descalificaciones y puñaladas, incluso en las aguas íntimas de la morada en las que se bañaba.
No descartaba otras opciones, como inquieto y rompedor terrícola que era. Quería apuntarse un tanto jugándoselo a los chinos, como si estuviera de copas con los amiguetes en el bar, y elucubraba con distintas hipótesis para abortar el diluvio universal. Él preferiría ser devorado por la ballena bíblica en primer lugar, navegando cómodamente en su vientre como el mítico personaje, durante los cuarenta días y cuarenta noches al menos, y librarse de cualquier sabotaje o fanática salvajada; la segunda, con el equipaje preparado, pijama, mudas, cepillo de dientes, introducirse en la bolsa de mamá canguro, como hijito predilecto, y pasearse una larga temporada, cuanto más mejor, atravesando desiertos y negros temporales comiendo, bebiendo, durmiendo y, si la jefa canguro se lo permitiera, sexo seguro, dando saltos de millones de metros si fuera menester para buscarse la vida, si lo abordasen en alta mar los bucaneros, las consignas, o las cartillas de racionamiento, y así, no ser violentado por las famélicas aguas, ni vivir a expensas de las veleidades del tirano.
La soledad del diluvio cotidiano ahogaba a Hipólito. Le aplastaba el rictus enfadado de la tarde, las horas vacías de sentimiento, la venganza de turbias intenciones. Se encontraba en el refugio, no sabía si como pacífica paloma salida del Arca, bestia o serpiente, sin llaves, sin teléfono, descalzo y el corazón roto. Llovía y llovía. Miró por la ventana y sólo divisaba agua, agua putrefacta. No veía a nadie. La ciudad dormía, pero ignoraba si seguía viva o yerta, pero estaba seguro de que dormía un sueño profundo. Los caminos despedían aromas de siglos. Era incomprensible el cúmulo de cascajos, excrementos y fanfarria que dejaba tras de sí el asesino diluvio. Tuberías y aortas reventadas por el torpedeo constante de incongruentes comportamientos, sin un horizonte por donde surquen las aves al salir del Arca. Los humanos quieren, cavilaba Hipólito, emularlas, despegar de la legañosa monotonía y mover las alas. Volar y volar…La mano manchada del estruendo despliega incansable las garras, pero él se agarra a un clavo ardiendo.
Se subió al tren de cercanías que cruzaba por aquellos parajes. La estela se fue diluyendo entre la neblina perdida en la lejanía, por encima de las copas de los árboles, conforme avanzaba el tren por su camino. ¿A su destino? ¿De quién?
Un remolino de inquietudes diluviaba, acudía a su empapada mochila; las reservas chillaban, escaseaban. Los músicos de la plaza ateridos por la desidia, recogían las partituras y los instrumentos para irse con la música a otra parte, y él seguía con el violín tocando melodías en la fantasía, con la cagada fresca en la frente de un pájaro que voló del Arca, con su cruz a cuestas, una riada de incertidumbres, luminosas o exangües miradas, inconexas, lacrando cualquier atisbo de esperanza.
Hipólito tosió, se acarició la mejilla sin saber qué hacer, y, al volverse, la indiscreta pelusa en el ojo le nubló el cielo, quedando a oscuras, balanceándose en una tormenta de ideas por los redaños de la memoria.

domingo, 16 de noviembre de 2008

La semana que viene


Tranquilo, tío, la semana que viene no puede ser, lo siento, ya hablaremos. Echa el pie para allá caramba, me estás pisando. No sé qué gusano te corroe por estas fechas otoñales, pues noto que el humo de las castañas te volatiliza, y llevas así toda la mañana. Dudo si oyes llover, pues aquí también llueve pese a la machacona publicidad de los medios con la denominación de costa del sol.
Nos pasamos la vida achuchándonos en los semáforos, insensibles, deambulando de aquí para allá a ciegas, sin paladear el néctar de las cosas, ninguneando los pálpitos más íntimos. Ayer tropecé con el chicarrón aquel que hace culturismo, llevaba décadas sin verlo, pero en el cruce del semáforo como siempre, un intercambio de saludos sobre la marcha y no más.
Podíamos quedarnos todo el día, nunca venimos aquí siendo un lugar tan singular y placentero, y gozar en plenitud de la tarde así cerrada en agua. Ya dice el refrán, “ocasión perdida, no vuelve en la vida”, y menos en nuestras circunstancias. Esta lluvia propicia brotes de esperanza, nuevos proyectos, y madura el pensamiento al igual que el fruto de las plantas. Tenemos patatas, pan, aceite y fruta. Qué te parece, ah, y las infusiones con alguna sorpresa que, en horas de turbación y reflujo, tanto bienestar y euforia te infunden.
Aunque, si hago memoria, te diré que me pisas a cada momento, a cada paso que doy, nunca te lo dije, y no sólo el pensamiento. Si atraviesa un ave el cielo, y la divisas, al momento ya eres el dueño y levitas apostillando que la tuya es la mejor dotada, la más rauda. Si aparece al azar un término cualquiera, digamos por ejemplo familia, enseguida aprietas los dientes con todas tus gónadas y subes al monte de las ánimas amontonando muertos en el camposanto, como si fuera parcela de tu propiedad, y no dejas enardecida una tibia vela plañendo perdida en algún olvidado rincón, prendida de la lágrima, preñada de penas y vívidas aflicciones, donde tal vez el montante del herido sentimiento aflore a raudales, porque el peso del dolor hierve por dentro y no se lleva como la corbata o en el pico, o en cajitas de oro, ni se contrata mediante currículo, prebendas o silbos patrimoniales.
El afecto atormentado, tío, se cuela de gorra por los entresijos del espíritu hurtando la efigie flagelada, sin apenas ruido y sin dejar atractivos resquicios por el sendero sembrado de tristeza. Por ello no es posible desdeñar su fluir, la camuflada senda entre el matorral, atiborrada de arrugas la mirada, viajando de incógnito, y acurrucándose al calor del fuego en tales lares, donde recibe secretas caricias tras los estragos del vendaval.
Puede que se desconozcan las nobles intenciones de semejantes sentires, pero no obstante seguirán brillando con luz propia a través del tiempo por mucho que se empeñen en dilapidarlo irresponsables mentecatos, o quiera alguien ahogar sus limpios suspiros, revolviendo en el lodo con intención de subvertir lo más sincero y genuino del ser humano.
Ansías que en huracanes o en salto con pértiga nadie te iguale, o incluso en contrariedades vitales, alegando que eres único, que has pasado las de Caín, que un tarro de miel nunca roció el paladar, tu camino, habiendo trotado por tantas autopistas y atajos, y pernoctado entre insaciables tigres al socaire de la luna, en la negra intemperie.

Recuerdo tus emulsiones de prestancia para alcanzar compaña y caldo caliente, acaso la sopa boba, pero no llegaba nadie que se dignara sentarse en el regazo de la cálida sonrisa, en tu sombra, porque se le antojaba que encarnabas el mismísimo diablo.
Perdona, tío, pero de tus enmarañadas andanzas deduzco que te pasas, vamos, que eres un quejica. No quiero traer a colación la cantinela de antaño, cuando tarareabas con cierto descaro en mitad del silencio de la mañana canciones henchidas de celos, como “Si Adelita se fuera con otro”, o acaso las oficiabas sin convicción, un puro teatro, hincando con saña ásperas espinas en lo más tierno de la dulce melodía, creyéndote un Gardel, desafiando la armonía cósmica del universo.
-Un momento, tía, no sé por dónde vas ni qué buscas, uf, qué exageración, vaya atracón de dormir. Te he oído en sueños. Parecía que estabas emulando el goteo de la lluvia con tu incesante parloteo. Llevo varios lustros intentando localizarte precisamente por tierra y por mar y no hay manera; ni sé por dónde andas, ya ves. Acabo de escapar con vida de una horrible pesadilla, un maldito sueño. No sé si recuerdas mis noches de insomnio, y ha sido llegar aquí y caer en un hondo letargo, durmiendo tan ricamente.
De acuerdo, pienso que podíamos permanecer unos días por aquí y libar las mieles de una tarde cerrada en agua en el mismo corazón de la costa del sol. No sería mala idea.
-Fíjate, tío, cuando discurres corriente abajo por las estribaciones de Eros, te plantas de pronto en un paraíso colmado de florituras celestiales, de encendidas rosas, según piensas, cultivadas con esmero para tí, y evocas con voracidad aquel memorable otoño, revoloteando como una hoja a impulsos del aire, en que paseabas por el bulevar, que por cierto te pusiste hecho una sopa, una auténtica calamidad, ya que el paraguas no te cubría y no lo advertías, al ir embebido en el círculo de su aliento, con la que caía y tú no levantabas la vista, y sólo coleccionabas estrellas fugaces, gotas de aromas en el pluviómetro, una hucha de lluvia ardiente, como niño alado con antorcha y flechas inflamando corazones. Mira, puede que dentro de tres semanas esté la cosa resuelta…y ya decidiremos. ¿Vale?
Sí, a donde tú quieras…
-¿Al fin del mundo?
-No seas aprendiz de malo, tío, y, por si fuera poco reventó la ley de la casa –eco, nomia-, expeliendo inmisericordes rebuznos de recesión global.

jueves, 6 de noviembre de 2008

CONDIMENTOS


Rugosos, grasientos,
y salobreños
los silbos del
cimbreante
pensamiento,
-diminutas ninfeas
catapultadas
a desiertos
sin respuesta-,
con opacos nimbos
y zurcidos con frases
de jardín...
Auroras borrascosas
sin afinado timón,
sin apenas aliento
de corazón
ni de cándidos libros
de primera conjunción...
A lo lejos, entre
el leve aleteo
de dos luces,
se vislumbra
un atajo no transitado,
trenzando
halagüeños
aires nuevos.
En la hondonada
desconchada,
falta hacen
alamedas llenas
de amarillos
y sonrientes
ruiseñores,
que dibujen
con pinceles
de obsequio
susurros de
vihuelas,
remedando
los míticos sueños
de artífices órficos.

viernes, 31 de octubre de 2008

Eso es peligroso


Si se le ha perdido una bolsa con llaves, la puede recoger en el 5º-2”, se podía leer, según se entra de frente desde la calle, en la pared junto al ascensor del edificio comunitario y en su interior. Un escueto y frío rótulo de sopetón, en tus mismas narices. A simple vista su significado era algo rutinario, de andar en chanclas por casa; es decir, gajes del oficio, acaso la pérdida de la mochila de un adolescente cualquiera que va distraído, una persona mayor a pique de despeñarse por el acantilado de la memoria desprovisto de recursos mnemotécnicos, a lo mejor una proeza infantil o las cenizas de una noche de halloween. No cabe duda de que el hecho en sí no induce a moverse por extraños vericuetos. Eso es cierto. El hallazgo, si ocurriese, se podría festejar por todo lo alto, con la grandeza mágica y la chispeante alegría de que uno sea capaz, como si estuviera en la contemplación de una inolvidable noche de fuegos de ensueño.
Ahora bien, si se reflexiona incluso en la superficie, al instante vienen a la mente divergentes opiniones e interrogantes, que conforme se profundiza en ello, da que pensar.
No conviene infravalorar la faz del escrito anónimo, que aparece con “un no sé qué” que es preciso destripar, antes de entrar en el sancta sanctorum indicado. ¿Alguien sabe si el mensaje era una coartada para sus fines secretos? ¿Era la clave acordada, el código privado que idearon los responsables?
La incertidumbre merodeaba por los meandros del suceso. Las respuestas, algunas casi terroríficas que en el planteamiento inicial se podían enhebrar, y lo son por su transparente ambigüedad, que resquebrajan totalmente su incolumidad no teniéndose en pie.
Si por un casual en el 5º-2 se alojase un caníbal, que respondiera de la autoría del mensaje, mentiría, no diría que es caníbal como es natural, recibiendo mansa y melifluamente a quien le abriera la puerta del piso preguntando por la bolsa extraviada; si fuera un delincuente, en el momento de echarle el guante encima le desvalijaría si llevara algo de valor, o podría secuestrarlo in ipso facto, o vete a saber si fuera refugio de células durmientes prestas para cometer un zafarrancho de combate, una matanza, aunque no intentaran remedar a Herodes, decapitando a todo bicho viviente, destructores de Alá, porque se burlasen de su doctrina, y cada quisque sería reo de muerte.
No obstante, la información que se traslada a la comunidad de vecinos normalmente reviste la mayor objetividad y detallismo, por ser algo compartido, de las familias, de padres e hijos. Todo enfocado, cómo no, para el bien común, y encaminado a una inmejorable convivencia, llena de confianza y sensatez.
Pero aquella noche la situación no estaba para fuegos artificiales. La caligrafía firme pero rigurosa no casaba con el calor y el color de la letra; no sabía cómo explicar la débil fiabilidad que ofrecía el rótulo. Él consultó el reloj, marcaba las ocho menos diez. Una hora fecunda, pensaba, ya que te permite realizar distintos proyectos de la agenda, o, al menos, el que más te apetezca en esos momentos.
Leyendo más detenidamente el aviso, se observó que algunas letras presentaban arrugas, atisbos de burla, como disfraces, mitad máscaras, mitad tachaduras disimuladas sutilmente, con maestría, grafías misteriosas. No se sabe a qué obedecían tales componendas, que incluso te apabullaban; a lo mejor era puro espejismo, y trabajaba a mis leguas de la realidad el poder de la imaginación.
No se prolongó demasiado el estado de ansiedad en que cayó el visitante del edificio, y se aproximó a la cuarta planta, antes de arribar a la 5ª, con intención de inspeccionar los aledaños del centro enigmático. Vislumbró que un vecino llegó, entró y nada más se supo. En la estancia apenas se oían ruidos o leves movimientos que levantaran sospechas.
Desistió y descendió a la primera, alejándose de la quinta. Salió a la calle a respirar. Puso tierra de por medio, no se fiaba ni de su sombra. Aunque la curiosidad y la intriga le forzaba a ello. Al cabo de un tiempo, llegaron al portal unos afables y atractivos personajes, con faldones, luengas barbas, generosas alopecias, con aspecto de gurú, estampitas, raros utensilios, simulacro de rosarios, botes de exóticos perfumes, y distintas cuerdas retorcidas, dando parabienes, golosinas, casi bendiciones, como cristianas bulas a los que se cruzaban por el rellano.
A pesar de que esa fantástica noche podía gozar de las explosivas carcajadas de colores con los fuegos artificiales, incluso en su misma zona, renunció y volvió de nuevo a la cuarta planta, a saciar su curiosidad y abandonar de un salto el laberinto en que se hallaba.
No transcurrió media hora de la llegada de los gurús, cuando comenzó a salir un olor fétido del piso. No era de morcilla ni cebollas de matanza, pero los hervores exhalaban sensaciones desconocidas, como de carne humana cociéndose en alguna destartalada y gigantesca caldera, las que se utilizan en los cuarteles para el rancho de la tropa.
"Eso es peligroso", el seguir una flecha, una notificación sin ton ni son, hay que andar con cien ojos en esos casos, dice la voz de la conciencia. Aunque depende de la estrella que te guíe, dirán otras voces, porque la de los Reyes Magos les condujo nada menos que a la casa de Dios, el portal de Belén, donde estaba el niño Dios hecho hombre, todo un hombre, y si hubiesen desconfiado de la información, habrían pasado por este mundo, y no digamos por el otro, sin pena ni gloria, o al revés, sin gloria, y las penas eternas del infierno, vaya usted a saber, podrían haber acarreado cadena perpetua a los Reyes Magos, al desconfiar de las señales divinas, y allí no se reducen penas por buen comportamiento, lo llevan tatuado per se entre las ánimas benditas, a rajatabla, de tal forma que ni el fuego eterno los quema de repente, sino paulatinamente durante toda una cansina eternidad. También puede suceder que la desconfianza obligue al interesado a introducir el dedo en la llaga, allí donde habita el peligro, lo cual es aún más perjudicial si cabe, porque el que ama el peligro y se acerca perecerá en él, dice el proverbio.
Entonces, qué hacer, habrá que encontrar el término medio, o no buscar ninguno, y encomendarse a los designios del Todopoderoso.
En cierta ocasión, ocurrió que unos terroristas colocaron un falso cartel, donde decía, “accidente en la carretera, conductor malherido, por favor, necesita traslado urgente a un hospital”; un alma caritativa se apiadó, y cuando llegaron al centro hospitalario, maniataron al conductor que prestaba auxilio con uñas y dientes al tronco de una gran higuera cargada de brevas. Allí estuvo hasta que Dios quiso hacer el milagro.
Se perdió el buen samaritano esa noche los espléndidos fuegos artificiales de San Juan.

miércoles, 29 de octubre de 2008

Solo fracasa quien lo intenta


Tal como estaban las cosas, con unas perspectivas tan raras, Recaredo deshojaba la margarita, paseando meditabundo por el entorno. Advertía en el horizonte que los vientos soplaban titubeantes, por lo que eludía pisar terrenos resbaladizos para ahuyentar en lo posible el menor barrunto de fracaso. Ésa era la pesadilla.
Tomó el autobús en dirección a la playa con vistas a relajarse junto al mar revolcándose entre las blancas pompas de las olas y tumbarse a la bartola en una especie de colapso pasivo fuera del infierno urbano; pero la suerte no le sonreía, pues poco después el negro cruce de un felino en la carretera le salpicó de lleno torciéndole la mirada, los pasos, una aviesa avería –pensó- del autobús lo dejó tocado, en la estacada, obligándole a cambiar de planes.
Sólo fracasa el que lo intenta- no es mi caso, cavilaba a porfía.
Después de múltiples elucubraciones, se encaró sin reparos con el etiquetado siniestro, poniendo su casa patas arriba, y la mano en el fuego, -dado que se cumpliría sin remisión siempre que no alzara la voz con convicción y se declarase en rebeldía contra tal provocación-, dispuesto a aprovechar al máximo la parca munición de la que disponía, y no permanecer impávido, como si la tramoya montada no fuese con él, cuando en sus propias narices se columpiaba salerosa la terrible pesadumbre.
La situación no retrocedía ni un ápice, sino que expandía sus garras perversas con el riego de la convulsión, elevando de modo galopante el riesgo de sumergirse en los bajos fangos de la vida, y convertirse en el hazmerreír del entorno, por lo que, desechando otras opciones, se inclinó por la que consideró más conveniente en tales tribulaciones, regresar sin más historias a la metrópoli en el primer coche de línea.
Apenas colocado el equipaje e instalado en el asiento disponible, percibió en la parada siguiente una voz trémula, nerviosa sobre su cabeza, la irrupción súbita de una mujer vestida de negro, con pelo de color castaño oscuro –recién estrenado según contaría en su momento-, ojos insondables, de mediana estatura, un tanto azorada, voluble, como si huyera de un incendio o de no se sabe dónde, o acaso realizando pesquisas con miras a un apaño sentimental, la media naranja para esporádicos encuentros en el jardín de las delicias –por si no las tuviese todas consigo, vaya usted a saber- en el río revuelto del viaje.
Protestaba. No cabe duda de que se quejaba con abundante aparato eléctrico; protestaba por todo, pero no se conocía aún la herida, el porqué, hasta que harto expeditiva la dibujó, espetando que se sentía hasta el moño de tantas idas y venidas averiguando el número de asiento.
Traslucía frescura en el rostro, la piel, en el peinado de sus aconteceres, se palpaba que venía con las pilas cargadas, con ganas, sacando pecho –luego apuntaría por lo bajini que lo suyo no era para echar las campanas al vuelo-, profiriendo la mar de reivindicaciones, algunas rayando la órbita privada, lo más íntimo. A retazos emitía destellos de moratones internos, como si le hubiesen ido despojando pellizco a pellizco, mientras dormía en el país de las maravillas, de sus mejores bocados, singulares ocasos marinos en los tiernos amaneceres de jovencita, quedando a la intemperie, exangüe por el frío azote del progenitor en eternas noches teñidas de alcohol y droga. Como casa saqueada a placer por la insidia tendida con especial artificio por ladrones sin corazón en sus primeros balbuceos.

Conforme iba entrando Maravilla en materia reservada, agitaba con mayor energía los hilos de los sentimientos, adoptando ademanes casi carnavalescos, sensuales, la danza del vientre, en el desfile solemne por las espaciosas avenidas con admirable ritmo, como si hubiese pasado media vida ensayando en academias de elite. Alegaba en la penumbra de su pensamiento que el asiento le había sido usurpado con malas artes.
Recaredo, recatado, amarrado al frío asiento de la encendida compañera de viaje, se excusó cortés, corriéndose al asiento de al lado, cabizbajo reiterando su pesar por los perjuicios y la torpeza. Ante ello, sin enemigo a la vista, aminoró la mordida, la tormenta, situándose en las antípodas; eligió una postura cómoda, de andar por casa en bata, exhalando familiaridad, y comenzó a desnudarse a destajo, le apretaba el guante, sacó el abanico como arma de choque contra el acaloramiento o el calor reinante, por si en el proceso se produjera algún desaguisado, o surgiese un conato o amago de acoso por parte del caballero al oír el crujido de las vestiduras, sus cuitas.

Él, tranquilo, circunspecto, arrinconado en la jaula con el manjar, a una distancia prudencial, con aire de confesor o testaferro, expelía monosílabos sin cesar a los requerimientos insistentes, apelaciones fáticas o de contacto, sí, claro, por supuesto, eso, no importa, normal, también, ya, lógico, quizá, no hay más remedio, deshinchando las burbujas de jabón del temporal.
Recaredo explicó que su asiento iba ocupado, mostró el billete pero la otra persona se desentendió totalmente, por lo que, arrastrado por la indiferencia del otro, cayó en el de ella.
No había terminado Maravilla de posarse en su respectivo recinto, estando aún en pleno equilibrio aéreo, sin tiempo para despegar los labios ni apagar los humos que encerraba, cuando, cosa portentosa, lo que se inició a cara de perro, de repente se trocó en dulcedumbre, suave y fluida corriente comunicativa, pasando a mejor vida el espinoso reclamo del comienzo, del cual nunca más se supo.
Ella pilló la hebra, y, como si lo conociera de toda la vida, se enzarzó en historias y más historias, avatares interminables, abriendo el apetito de Recaredo y el melón que sacó de la chistera, ofreciéndole degustaciones de crianza, trozos limpios, sus mil y una noches en el breve viaje, que en nada envidiarían a las célebres noches de Scherezade.
La maga Maravilla, que llegó con el agua al cuello y las costillas vencidas por los manotazos psicológicos de la vida, con innumerables dosis de crispación, paulatinamente se fue apaciguando, cambiando el look, según ponía las manos debajo del grifo automático del centro, al que acudía una vez por semana, que destilaba agua milagrosa e informativos folletos sobre hidromasaje, sauna, peeling –sabes de qué va,… sí, claro-, baño turco, de flotación, RPM, espacios de relajación y mimos, camas de agua, jets corporales, aromaterapia, vital eyes, eclaircissant y otros, ejecutando el rol de entusiástica animadora de grupos de ocio, llevando la voz y el agua a su molino, con túnica de ilusionista, henchida de personalidad y agresivo marketing psicológico, que al poco de aterrizar en la pista de Recaredo revolucionó la atmósfera con genialidades libertarias, guiños aromáticos, dirigiendo el coche de su vida – faltaba Recaredo-, sentada en el pescante con las bridas en las manos.
Se fue autoretratando, una pincelada tras otra, con melosa picardía y agudos dardos de egocentrismo, intercalando huesos o semillas en las rebanadas del melón, en la pulpa de las heridas, o flaquezas, los tics verdinegros y claros haciendo juego con el color de los ojos, entre vívidos fogonazos de empatía embaucadora, derrochando esencias genuinas e ingenuas y, sobre todo, maquillando los brotes de impaciencia de Recaredo, confidente, confesor y tertuliano ocasional, arrastrado por las ruedas del autobús, carretera y manta, que hay que vivir.
Con lo cual el viaje se hizo en un vuelo; incluso, por lo apretado de la agenda y la brevedad, cabría haverlo ampliado con derecho a almuerzo, puro y copa, y una cena caliente a su debido tiempo.
El hombre que ocupaba el asiento de delante, un tanto silencioso, permanecía a la expectativa, desgranando el torrente de detalles e intimidades que la recién llegada iba depositando atropelladamente sobre la mesa. Comenzó por la visita al gimnasio; allí repartía parabienes, pantalones vaqueros a sus simpatizantes, tartas y todo tipo de gracias, siendo la que llevaba el timón de la nave en las veleidades y torceduras de tobillo, como el que le ocurrió en la bici, que por cierto la ridiculizaba la compañera que se colocaba en primera fila por el centro, porque llevaba una delantera de muy señor mío, pues la muy puñetera –apostillaba Maravilla- se las había arreglado de tal forma que, cuando se topaba con un hombre, eran tetas lo que en ella veía, según puntualizaba, dejándola en un segundo plano en tales lances. Pero Maravilla se vengaba sobremanera cuando tocaba ducha, y se cruzaban desnudas por los pasillos, siendo la envidia de las compañeras.
Lo que más les acomplejaba no era el busto o las piernas sino el arco iris de sus ojos y la melena, que según contaba Maravilla procedían de los mudéjares, mezclados con castellanos llegados del norte de España, cuando la Reconquista, para repoblar las Alpujarras, diezmadas y desiertas por la huida de los moros ante el avance del ejército enemigo.
Su padre desde que lloraba en la cunita ya se lo decía, eres la perla de la familia, la que lleva unos ojos, que las princesas que viven en ricos palacios desearían, entre verde, gris y blanco, que van cambiando según los reflejos del sol, del lugar, la estación o la climatología. Así cuando visitaba los diferentes países o regiones del globo, los nativos le echaban flores, piropos en sus respectivas lenguas, italiano, inglés, alemán, gallego, árabe, dependiendo del sitio por donde viajase de la manita de papá, manifestándole que nunca habían visto unos ojos tan originales y preciosos, y la pequeña Maravilla respondía satisfecha que el privilegio procedía de sus raíces alpujarreñas, andaluzas, siendo su cuerpo un cóctel de moros, vascos, castellanos, cristianos y judíos.
Y ella tuvo la fortuna de ser amasada con esa levadura, tan sutil y encantadora, que las mujeres la odiaban a muerte porque les robaba los posibles besos y flechazos aunque fuesenvirtuales, o de reina por un día, durante un flagelador viaje.
El circunstancial contertulio por la gracia y atracción fatal de Maravilla, era cirujano plástico; resistió como una roca los embates de las olas, cual fiel convidado de piedra, pero sintiendo en la propia piel del alma que había fracasado en su labor primordial, el peeling - bruñir los tejidos marchitos-, al no anestesiar las exfoliaciones psíquicas de la ilusionista Maravilla.

viernes, 17 de octubre de 2008

LA BÚSQUEDA


Cual náufrago surgido de negras y confusas aguas, sin alas para volar ni unos brazos que se dignen acogerlo en su seno, así respiraban las malheridas fibras de Arturo. Sus expectativas semejaban flores heridas suspirando en delicioso jardín, de tal suerte que no atisbaba el norte en su caminar, un resquicio de luz que lo alumbrara por el mar de la vida; e iniciar la marcha hacia lugares de autoestima, un hogar confortable, al abrigo de los seres queridos, sentado contando anécdotas, historias tras el fuego de la chimenea, donde poder abrazarse y conversar en la intimidad con los suyos, desplegando sin temor lo mejor de sus facultades innatas.
Se sentía impulsado a recabar datos que le indicaran vías de acceso a los caóticos orígenes; instalarse en parámetros sólidos, al objeto de proyectar con justificadas alegaciones un currículum vitae sugestivo, libre de inclemencias sociales, enterrando por completo toda sospecha de filiación bastarda.
En los vaivenes del pensamiento se le mezclaban estimaciones de diversa índole. Había días en que el cerebro, en un arranque de rabia dentro del río revuelto, se inclinaba por su concepción a través de técnicas ginecológicas avanzadas, de ahí la dificultad que encerraba el descubrimiento, -tales como, inseminación artificial, fertilización in Vitro, transferencia de gametos o embriones en la trompa de Falopio, o inyección intracitoplasmática de espermatozoides en óvulos, entre otras…-, sin llegar a decantarse por ésta o aquélla en concreto debido a la precaria información de que disponía, lo que disparaba al infinito las punzantes pesadillas.
En determinados momentos en que le hostigaba la zozobra, sopesaba el peso de la teoría científica sobre la procedencia de los humanos, bebiendo con fruición en las fuentes de Darwin, rastreando argumentos por inverosímiles que pudieran parecer, que ilustrasen de manera viva y directa su genealogía; se cuestionaba hasta qué niveles razonables de consaguinidad llegaría, si poseía sucintos vínculos que lo ubicaran en los mismos peldaños del simio, por ajustarse sus moléculas al cien por cien a los cánones darwinianos. A veces elucubraba si, en alguna etapa de su existencia, compartió techo y comida y pasatiempos con ellos en la misma jaula, o acaso, por designios del destino, en un súbito descuido, se infiltraron genes de algún díscolo extraterrestre en su enigmático organismo.
Una noche, Arturo percibía en el ambiente aires de fiesta, sones alegres de parejas bailando felices, y le sugerían reminiscencias de antaño, en que a sus padres le hubiesen acaecido sucesos amorosos semejantes, pinceladas de puestas de sol ardientes, y corrieran la misma suerte; presagiaba húmedas conjeturas de tierras remotas, o de una plácida playa perdida en el recuerdo, silbándole dulcemente al oído, sin apenas perseguirlo, y ello le regeneraba el sufrido corazón, expuesto a la intemperie de cualquier farsante postor.
En la frenética búsqueda por el atlas de la memoria Arturo, harto de trapisondas y de engullir enrevesados sofismas sobre su persona, de forma sesgada o soterrada, mediante sutiles romances de ciego - que lo ven casi todo-, o resolutivos haikus, o solemnes chirigotas satíricas en carnaval por calles y plazas, impregnados todos ellos de truculentos comentarios, y, ante tanto elemento vomitivo, tomó una determinación. Se hocicó de repente en el lodo bíblico de sus cimientos, sin importarle que crujieran las sagradas escrituras, las propias estructuras, golpeadas por las airadas corrientes que anegaban sus sentimientos, y se echó de bruces en las faldas de la madre naturaleza. Sin pensárselo dos veces, se lanzó a los mismos infiernos del océano, sorteando escollos de todo tipo, cual anónimo habitante marino. Se propuso descascarillar su cadavérica existencia, pedalear a los veneros del nacimiento, paladear a toda costa el licor tierno del cariño familiar, sin turbarle la sangre que derramara por alcanzarlo, pateando cuevas, cimas, los senderos más inverosímiles y extraños; anhelaba peinar, en mitad de su desamparo, esperanzas nuevas, fundadas, y tocar el cielo que le habían robado nada más pisar el planeta, fuera del vientre materno, con la yema de los dedos.
Estudió la dirección del viento que soplaba, los pulsos de las danzas, los desaliños en el tren de aterrizaje de su cuerpo al tomar tierra en el universo de los vivos, y averiguar -pensaba- con exactitud cuándo la madre lo parió, y no hallaba una respuesta contundente. Ignoraba los verdaderos motivos del ocultamiento de su presencia, si fue una criatura no deseada, o una osada metedura de pata por su parte, que hubiera eclipsado el fulgor de los progenitores, apagando su buena estrella.
Intentó perforar por la fuerza la dura corteza del problema, tocar fondo en los angostos entresijos, dejándose caer por las cochambrosas y escurridizas sábanas del abismo. Las vigilias sombrías que lo envolvían, lo abocaban imperiosamente a picotear en los excrementos, a buscar sustento para seguir soñando, y allí donde oteaba un rumor robusto y claro, echaba el ancla a la espera de que llegase una paloma con un mensaje en el pico, o una botella con un secreto llevada por las olas, y le desvelara las razones de su pena, y por qué diablos se encontraba maniatado, condenado sin remisión a la guillotina, al darse a la fuga los más allegados, sin dejar siquiera una leve estela, cerrando a cal y canto pistas y portones.
Si al menos recibiera Arturo misivas clandestinas, prometedoras citas, nubes cargadas de sonrisas, y no ya por el hecho de tratarse de Arturo, si no por el bien de los propios engendradores. No obstante sería una prueba fidedigna de magnanimidad, que, a la mayor brevedad posible, se despojaran de la máscara, que saliesen del escondrijo siniestro, armario o caverna o palacio, y desnudaran el alma en mitad de la encrucijada a pleno sol, y dar a luz la versión de su perniciosa y fugitiva conducta, los subterfugios o juegos maquiavélicos que colgaron en la red.
Y sobre todo, no bajar el telón ni apagar las luces sin plantar antes con mimo el árbol de todo un príncipe destronado, con limpias y transparentes raíces genéticas, dotándolo de las armas oportunas para afrontar airoso los ásperos avatares de su historia personal.



VA DE USTED

Aunque se parezca al brindis de Manolete el epígrafe, tan retador y solemne, discurre por otros derroteros, ya que de lo que se trata es de bajar al albero y coger por los cuernos a la propia palabra, un toro con mayúsculas, palabra, y torearla como Dios manda, con el engaño reglamentario, y si es miura mejor, ahogándola en orgías creativas, pero antes vestirla de picardía, picarla, banderillearla, besarla a traición, darle pataditas en el culo como el salto de la rana, hacerle burla cuando se peina provocativa en el espejo o usa peluca versallesca; vestirla de monja, de guardia civil, de quijote, de don Juan, de punta en blanco, de puta pegajosa o de otro cantar; bien de novia amenizada con la marcha nupcial, o llevar manojos ya hechas al huerto deseado, y hacerles allí el harakiri, liándose la manta a la cabeza y darles un revolcón en la herida arena de la plaza. Y separar el trigo de la paja; trigo limpio para elaborar pan bendito, o churros calentitos, buñuelos, mantecados, tortas o polvorones de virginidad conventual con el visto bueno de doña Inés. A buen seguro, un certero olfato mercantil para la efemérides en puertas.
Luego, arrojar ecos, voces de ultramar por los acantilados de Maro al mar. Como en una corrida de auténticos toros, la introducción al paseíllo, el nudo de la tragedia del personaje, animal enfurecido, y el sangriento desenlace de la faena con el bicho arrastrado por muletillas; los aplausos de párrafos en el transcurso de la pelea, literal o connotativa, brillando con luz propia la muerte del protagonista –el toro- en el lecho después de seducir a Dulcinea en palacio. Exigir reses sin afeitar, al natural. Recién salidas de la dehesa de la mente e incrustarlas en el asunto; y el brindis al público con la montera en los medios entre subalternos, verbigracia, la tele, la radio, o sublimes foros de gloria en los mismísimos cielos. Y al aliño de la trama que no le falten los celos.
Pero cuidado, no se confunda. ¿Usted qué se ha creído?, aduce que puede hacer lo que le apetezca, engañando al auditorio, sacando bolsas de pipas sin pelar, rojas, negras, ensangrentadas, como palabras mensajeras de la chistera, cuando quiera. No está en sus cabales, tío, o a lo mejor sí, vaya usted a saber…
Baje del pedestal, de ese púlpito banal, acaso venal, y déle realismo a la escena. Ya está bien, hombre. Al pan, pan y al vino, vino. No pierda el seso con monsergas de mastuerzo.
El otro día usted se exhibió desnudo en las cristalinas aguas de Cantarriján como un cantamañanas, en vez de bañarse en ríos de palabras, y pescarlas con don de lenguas, como gato panza arriba, a mordiscos, dialogando en entretelas con ellas, y con el anzuelo del corazón llenar el canasto, pero no ha picado ninguna, según dice, y si me tira de las narices le diré que no se mojó el culo, no le dio un palo al agua, se aprovechó de las circunstancias de la corriente creativa. Aires de pasota. No jugó limpio; si le aplicasen la prueba del algodón.... a ver…
No tuerza el hombro desentendiéndose de la feria de los cuentos, de los giros sintácticos, de las fantasías sazonadas, enturbiando el fluir de la corriente apalabrada.
Deje de hacerse el gracioso. ¿Hasta cuándo vendrá a la casa de las palabras con la cremallera en la boca?; desde hoy en adelante verá el rótulo pintado con letras negras y ribetes de oro sobre el mármol, R.I.P.
No elucubre con puzzles cicateros, jerigonzas barrocas, o caligramas de paladines estrechos. Si sigue por esa trocha le triturarán rabiosos los dientes de los personajes que aún no rezan en este mundo, ni retozan en verdes campiñas –negro papel en blanco- gestando peripecias, urdiendo acontecimientos allende los mares, o silbando entre dulces violetas, envueltos en torbellinos sin cuento.
Actúa usted como un avaro empedernido, sesteando entre mieles mesiánicas de espaldas al destino, cobijado en los flecos de la farándula de los otros, saboreando palabras robadas, entrando y saliendo de la gruta literaria como pedro por su casa, disfrazado, con el carro hasta la bandera como vil delincuente, sin la aquiescencia del creador. Usted no se merece ver el desfile de estrellas por la gran Avenida de Andalucía, y menos por calles metálicas, con campanario de Bronce en forma de once.
En consecuencia está soterradamente sisando minúsculas cantidades, sílabas sordas, esdrújulas, ardientes, soporíferas, sonoras, polisílabas con modales pizpiretos, salidas de tono, incluso poliándricas, cultivadas en campos de talento con aromas de pitiminí. Pero usted quiere apoderarse de la textura, de sus faralaes, de su lengua de oro.
¿No le parece deprimente acudir a un coto privado sin aval, bien como militante de ONG de causa justa, por ejemplo, y, sin comérselo ni bebérselo, pretende vivir de las rentas, de su aliento, y exprimir el zumo de su fruto?
¿Hasta cuándo de brazos caídos, por desfiladeros del Oeste, descarnados parámetros de derrotados? Usted erró. No dé más vueltas. Recapacite. ¡Cuánta desidia, cuántas tardes ágrafas, arrugadas, ni chicha ni limoná!.
Deje de revolcarse en el umbral de la Casa de las palabras, en la silueta de su cuerpo, en los bordados del léxico, escupiendo en su suelo, provocando desconchones en las esquinas del hipérbaton, en los pilares peninsulares que las sustentan.
Hay que tapar grietas, reforzar tabiques, apuntalar techumbres, construir muros, levantar columnas, y echar leña al fuego de la chimenea en connivencia con las musas, sin menoscabo de la meditación trascendental. Sembrando consonancias y asonancias cortesanas o plebeyas, y en días de turbión, si es menester, cascajos, ripios o ritos lúbricos, ancestrales, serios.
¡Con el zumbido atronador de palabras que se escucha en tal mansión! Una casa hecha grano a grano, ladrillo a ladrillo, palabra a palabra, paso a paso, amasada con latiguillos y lexicones de tinta de hormigón.
Tantas grietas no se pueden aguantar. Hágase cargo, y piense que la “Casa de las palabras” es una criatura como las demás, y circula por las venas de sus moradores una savia convulsa, escrita y leída en torno a un fuego oral.
Días vendrán en que se pondrán morados con el vinillo de los vocablos y los rimados de palacio mezclados con el rimel sobre el papel, versos y prosas, sólida o sórdidamente, en un diáfano o lúgubre discurso, sorteando controles de alcoholemia a las puertas del Valle de Josafat.

LO PRIMERO


El otro día, cuando iba por la calle desnudo de ideas, sin brújula, sin nada que echarme a la boca, de repente me paro y zas, sin darme cuenta llevo las manos a la cabeza asombrado como por arte de magia, como un niño despistado, no pudiéndolo disimular, y todo por una majadería.
Primero, a ver, contaré la causa desencadenante del descalabro, lo que sucedió entonces, si es que en realidad existió, o sólo fue un espejismo. El hecho es que de golpe dudé.
Dudé de mí, de los sentidos, de todo cuanto me rodeaba, de las percepciones, especialmente las referentes a la visión; eso era lo sustancial. En el fondo una auténtica tontería, mire por donde se mire; ya que cosas así le pasan a cualquiera, en cualquier lugar; por ello, en principio, lo mejor sería obviarlo, y no dedicarle apenas atención. Y ni por asomo la exigencia de estrellarse contra un muro, en absoluto.
De todos modos no me quedé ahí, me empleé a conciencia, y persistí mirando a los lejos. No discernía la esencia, la identidad de la persona. Me sentí zarandeado como un árbol por un huracán a la orilla del camino. Un velero a la deriva. Necesitaba salir del atolladero. Hubo suerte al fin, y se desveló el misterio antes de lo esperado.
Pronto recuperé la compostura, la propia figura. Así que rehecho del fugaz apagón, sacando pecho me eché hacia atrás primero, moví los ojos, alzándolos hacia arriba, los labios no le iban a la zaga – abeja libando el néctar de la flor -, y volví a clavar la mirada en el horizonte, y, aunque eran pinceladas desparramadas, columbré un semblante reconocible, que me transmitía un no sé qué, como si, palpando la piel, leyera desde lejos el secreto de los minúsculos poros de su rostro.
Creí tener la certeza de haberlo visionado en algún foro, una fiesta, o en encuentros fortuitos, adonde asiste multitud de gente; y sintiéndome más centrado, o quizá envuelto en una nebulosa, en mi desmadejado mundo aduje, bueno, a ver, a ver, ¿Rosa? ¿será ella?, la que conocí una tibia tarde de domingo paseando por la Gran Vía con su amiga, a paso lento, inquisidora, caminando como si retrocediera. Aparentaba recrearse en un palmo de terreno, como negándose a avanzar, la excusa perfecta de esperar una importante noticia de alguien que viene por detrás a su encuentro, pero no acaba de llegar. No sería yo – elucubré.
Respiraba ella autocomplaciente, sin perder las esperanzas. Un deambular sesgado el suyo, de tortuga, casi una tortura, sin tiempo en el movimiento. Se percibían inmóviles los tacones tan cercanos, como un raro hechizo; sin embargo retumbaba sonoro y contundente el taconeo sobre el duro cemento como cascos de caballo.
Su sombra proyectaba una dura barricada sobre la calle. Diseñó el intento, montar una carpa en mitad de la acera para dormir el fin de semana. ¿Esperaría por fortuna al príncipe azul? Quién lo diría. Musitaba melodías y sones al viento de cuando siendo niña correteaba por callejuelas y plazoletas del pueblo, jugando a la gallina ciega, a la rueda, o saltando la cuerda, ritmos de siempre, que rivalizaban con el persistente tintineo de la fuente. A lo mejor rememoraba en el pentagrama del subconsciente las sentidas notas que en su cuadernillo tecleó un día el poeta de Fuente Vaqueros con su halo lírico, *Cuando fuiste novia mía, por la primavera blanca, los cascos de tu caballo, cuatro sollozos de plata…
Aquel día lucía el sol con inusitada firmeza. Las refulgencias chisporroteaban sobre su negro pelo. Los rayos dibujaban los encendidos contornos de su cara. Todo regaba su planta, acrecentando la alegría en su pecho, la miel en los ojos, el brillo en los labios. Emprendió Rosa la marcha del jardín de su aldea donde se alimentaba y crecía con ansias de sacudirse los aromas que la envolvían, arrancarse las espinas clavadas en su hábitat rural. Buscaba un nuevo rumbo, abrir ventanas al mundo, el capullo de su mustia vida, monótona y sin perspectivas. Se lió la manta a la cabeza, y se lanzó hacia lo desconocido, la aventura, en pos de un paraíso soñado, sin espinas, próspero; y libó el néctar que le atraía, el núcleo urbano.
En el trajín del taconeo por la avenida su cuerpo, inconsciente, se retorcía. Con el bamboleo incesante cedieron unos endebles botoncillos torcidos de la blusa, saliendo a porfía la cara oculta, más blanca que la luz del día. El céfiro casi transparente de la blusa se peleaba con el airecillo travieso de la tarde, asomando pecador el velado canalillo en un descuido, cual capricho de niño al acecho, buscando en cuclillas, al revolver de la esquina, la sorpresa, gastar bromitas, achuchones de globos rojos entre sí, o emitir pedorretas soplando con la boca; y la brisa pretendía colarse en el laberinto de la blusa, rociándola de subida calentura. Exhibía valentía. Iba dispuesta a deslizarse por las pistas del lucero del alba.
Aconteció el fugaz flechazo en horas tontas. El resurgimiento del contraste tomaba cuerpo. Mientras en esas dilatadas horas el corazón sestea feliz, como bebé en su moisés, o solloza en carne viva empujado por impulsos escurridizos, o no mueve un dedo. Vaya usted a saber. Pero algo misterioso le golpeaba. Él rumiaba resacas, a veces soñadas, en tierra de nadie. ¿Serían fuegos artificiales, frágiles pesadillas en el andamio? Imaginlandia, tal vez. Tales castillos se diluyeron como un azucarillo. Despuntaba al crepúsculo el desgarro de la pena.
Fueron horas de desdén, exangües, transcurridas en el frío cemento, sin cromos que intercambiar, ni el tic-tac de un crono que lo atestiguara. Horas que nacieron ya desteñidas, como siemprevivas en jarrón de agonía. Todo se confabuló en un remolino de corrientes cruzadas por el sendero. Los pasos dejaron regueros secos, de polvo ciego; una ristra de defenestraciones archivadas, o quizá urdidas adrede en la misma entraña de la fantasía. Bofetadas tardas, viciadas, al viento que te lleva.

LA IMPORTANCIA DEL SILENCIO


En un ambiente sigiloso se recrean los perfiles, las sombras, la beldad oculta de lo creado y los mundos de la imaginación. En el hervor de la celda los aires del espíritu vuelan alto, tan alto que tocan el cielo en un vuelo. En la cima de la montaña se escuchan las transparencias, las empatías de corazón. Lejos del mundanal bullicio se enciende la bombilla de bajo coste, de envidiable armonía. En las pestañas del piano de cola reposan los arpegios, que el virtuoso, llegado el momento sublime, despertará con una palmadita en la mejilla de la tecla, desgranando los bemoles incrustados en el núcleo.
Más tarde se percibe el grito de rigor, ¡silencio!, se rueda, acción...

El enemigo no duerme, y urde en secreto, en ocasiones, tramas perversas, llevando a un pueblo o territorio a una hecatombe.

Un corpulento silencio comenzaba a trotar por calles y plazas, tras la súbita fuga del sol. La oscuridad ebria se estrellaba en las esquinas, y se estiraba como chicle por lomas y valles, penetrando en los recintos privados, en los puntos álgidos del pueblo, produciendo serios infartos. Se mascaba lo peor. Un húmedo clamor circulaba bajo las pisadas de los pisoteados labriegos, hirviéndoles la sangre.
Sin embargo seguían amarrados, sentados sobre el blanco poyo de la plaza como un castigo, siendo el blanco de todos los disparos. Reaccionaban cual leales mileuristas que hubiesen formalizado un contrato de por vida, o convidados de piedra a la danza del vientre del río, haciendo de tripas corazón.
La noche, con ojos de avispa, se echó encima, clavando sus aguijones. La vida se apagó de repente, como vela en el duelo por el brusco manotazo de un aire, en un descuido. La atmósfera no se cubrió de gloria aquella noche, sino de un lúgubre manto gris. Las aves de corral salieron corriendo en estampida, acurrucándose en el aseladero.
La situación reinante contrastaba con la algarabía cósmica, las descargas del firmamento en llamas; las nubes se retorcían las tripas perpetrando en el remolino una loca descomposición; el cielo se tornó plomizo y caían puñales, negros goterones, sobre el barrio alto –barribarto- y el bajo –barribajo-, sobre barrancos y torrenteras, arrasando cuanto encontraban a su paso, cual plaga asesina. El reducido bosque no se libró de los navajazos del tiempo. La frustración se balanceaba, como abejorro destronado, sobre las cabezas del vecindario.
Mientras tanto, unos se resguardaban entre el espeso ramaje del árbol de la plaza y el umbral de la iglesia, y otros en sus casas. En la plataforma de despegue de su angustia, gesticulaban airadas protestas, desdibujadas muecas, inescrutables aspavientos propios de criaturas acorraladas por las hambrientas fieras; la penuria llamaba a la puerta; y en el desigual combate, encorajinados increpaban, porfiaban a coro con tics nerviosos, mediante contundentes estornudos de rabia, o un incesante sonar en la soledad de la tarde.
La importancia del silencio se calculaba contemplando los ojos del alma, en las fibras de la barahúnda. Se trataba de la puesta de largo de circunstancias patéticas, cual multicolores mariposas intoxicadas. El polen contaminado del entorno picaba en exceso.

Una bola de negra nieve, de comida basura, resbalaba por las gargantas, por sus venas, alimentando la destrucción de las estructuras. En la mudez de la mirada se traslucía el estupor del momento. El río crecido arremetía en los aledaños del lecho con afilados cuchillos, como toro de raza en la corrida, corneando vidas, promesas nuevas, brotes tiernos, arrancando de cuajo vallas, ideales, cultivos recién pintados, cañaverales reverdecidos, y finalmente, de un salto con pértiga se subió a las barbas de los sembrados, a las sazonadas márgenes, hilvanadas con laboriosos trazos de tableros de ajedrez. Se sentían con el agua al cuello.


Los cultivos, acariciados con el aliento de sus brazos, con trabajosos ahorros logrados currando durante décadas lejos de los suyos, y guardados en huchas de barro cocido con leña de marcos, francos, pesos, libras o dólares, según la correspondiente empresa que emprendiera cada cual. Era un peculio proveniente de aguas internacionales, sustentos destinados a la adquisición de vivienda, y su amueblamiento, armarios, lavadora, frigorífico, televisor, algunos terrenos de labor, y, si la bolsa lo permitía, embarcarse en el utilitario, sin olvidar que, por aquel entonces, entrañaba casi un peligro, un privilegio.
Durante las horas en calma, cuando la mar se dormía en sus brazos, abrazaban estos pensamientos, apañar un refugio, adonde volver en un futuro no lejano, y sacudiéndose el fragor de la lucha diaria, pasar tranquilos el resto de los días disfrutando de una cosecha saneada, libre de arbitrarias inclemencias.
Pero la inoportuna corriente mutiló las sensibilidades, los puentes de acceso a las llamadas islitas de las márgenes fluviales, que ellos, llenos de tesón, habían bordado. Los árboles frutales contemplaban indefensos la cruda marea que los anegaba.
A los vecinos se les quebraba el horizonte, se les echaban nudos en la garganta al ver la garganta profunda del río. El eco quedo reventaba los tímpanos, y se posicionaba en los puntos estratégicos. Los grajos, sintiéndose amenazados en su hábitat, volaban presurosos a un escondite seguro.
Mañana será otro día, se decían entre sí; manos a la obra, se lo dictaba el instinto, con el pico y la pala y alguna moderna máquina contratada. Volverán las oscuras ilusiones en sus campos y balcones sus enseres a colgar, cual convictos okupas, y vuelta a la noria del terruño, y se enfundarán de nuevo el traje de esperanza, y expulsarán de sus parcelas los emponzoñados salivazos, las piedras de molino, la arenilla fina y los troncos atravesados, que plantaron en una primavera remota que les saludaba con el hálito de los pájaros; en esta vida tan fugaz, pero con la esperanza, en sus mentes, tan larga.

En la oquedad de la tarde atiza el aire. Siempre muerde a deshora. Y llegan los tiburones de la noche, nubes de metralla, provocando un diluvio peculiar, casi criminal, no guardando las composturas en la mesa, manchándolo todo, volcando vasos, tazas, jarras, no dejando ni una gota de agua para el resto del año; pareciese que la borrachera le obligara de pronto a vomitar todo cuanto ingirieron.

Los disparos de la tormenta se confundían con los de los habitantes.

El benjamín de la familia increpaba, compungido, a los dioses por el hurto de su recia y dulce jaca, una pieza tan valiosa, que, con tantas tartas y copas de anís y pestiños y polvorones y garbanzos tostados había brindado en su honor en las horas felices.
Antonio, cabizbajo, elucubraba sobre las innumerables horas de brega, de robado descanso a sus huesos, habiendo sido arrancado todo de un plumazo por la insensible venida, llevándose los decoros, toda la plata plantada.

Junto con los cascajos rodando río abajo en un dantesco espectáculo iban cayendo, uno tras otro, los sueños, los castillos montados sobre las riberas, los recuerdos, a pesar de haber echado raíces, fugaces, sus malogradas inversiones, en tales lodos y arenas movedizas.
Al cabo se paladeó el dulce silbo del silencio.

CRISIS


Aquella mañana el despertador gruñó como un cerdo moviendo las orejas y saltando descompuesto en las aguas del amanecer, como si le hubiesen arrancado el moño de la maquinaria y extirpado los secretos de las horas tan sigilosamente guardados. Isaías saltó de la cama raudo, constreñido, carraspeando varias veces, algo ronco, como una premonición, y al poco enfiló la carretera en dirección al trabajo. Se topó en el recorrido con el último borracho de la noche, que vagaba sin rumbo por el frío empedrado del casco antiguo de la ciudad, haciendo las cuentas galanas, echando esputos y andrajosos lamentos, sorteando con habilidad los inoportunos obstáculos. Y se agarraba con uñas y dientes a la colilla del cigarrillo, que estaba apurando en esos instantes con frenética fruición, despertando el apetito e interés de Isaías, como si degustara afrodisíacos manjares en una noche loca, barruntando en su interior abundantes dudas acerca de si sería la última francachela en su peregrinaje por este mundo.
Isaías no se detuvo, aceleró la marcha, y pensó que aquello no iba con él, y menos en momentos tan cruciales, cuando la mente marchaba por otros parámetros, ocupada en encontrar el camino más corto para llegar puntualmente. La certidumbre de que no acostumbraba a trasnochar, le transmutaba la cara dándole un aire bonachón, sereno, a la par que participaba de noches claras, de confianza y bienestar.
Sin embargo se moría por inhalar el aroma encendido del tabaco, introducirse en los ahumados campos del placer, tatuando la vida de amarillo, los dientes, la piel. Blandir al viento, como una espada, el cigarrillo entre los dedos lo catalogaba como un atrevido desafío al enemigo, bien como la conquista en buena lid de un preciado trofeo, o como amuleto propiciando la adquisición de poderes mágicos, colmándole de los más sugerentes y grandiosos parabienes.
Morder la textura cilíndrica, la boquilla le subyugaba y producía una catarsis, recostado en la eternidad del instante. La eclosión de humo en nerviosas volutas y círculos evanescentes subían vertiginosos hacia el infinito, dulcificando los sinsabores del espíritu; asimismo le mimaba el semblante en llamas en cada chupada, emulando exhalaciones de sahumerios devotos en escenarios místicos, o irradiando un olor santo por el entorno. Al cabo del tiempo las vías respiratorias iniciaron una huelga de brazos caídos, negándose a arrimar el hombro, y se le fueron adulterando los conductos, brotando pintas, puntos negros en el circuito que recala en los pulmones.
Isaías apoyaba los pies con firmeza en la tierra, en la vida. No obstante como convicto fumador se sentía inmortal, y, acaso impulsado por un frenesí desmedido de flotar por encima de lo rutinario y volar por el espacio, le chiflaba expeler humo con arte, esculpiendo creativas figuras, fuegos artificiales con originales números circenses, despidiéndose con negros pañuelos en la estación del olvido.
En los años gloriosos, de esplendor en la hierba, salud de hierro, mostraban sus ojos una envidiable y chispeante primavera. Pero desde hacía un tiempo, los humos del buque se atascaban en la chimenea, dejaban aromas pestilentes, los amarres aparecían debilitados, y hacía aguas.
En edad temprana, Isaías producía dos cosechas al año, exuberantes y sazonadas. En cierto modo se felicitaba, no sin razón, por la buena estrella, por la sonrisa que siempre lo protegía, saliendo airoso en los trances más espinosos. Incluso en la elección de pareja, el amor de su vida, le sonrió la fortuna –contraviniendo el dicho popular, boda y mortaja del cielo baja-, dado que la timidez lo turbaba sobremanera en tales oficios gastándole malas pasadas y lo zarandeaba en mitad del devaneo amoroso, pese a lo cual logró, -con un hábil empujoncillo paterno por supuesto, cuya doctrina era, dos vacas, tres cabras y diez obradas, suma y sigue, y casan-, establecerse por fin con cierto desparpajo en la plataforma conyugal. Ello no impidió que en el fluir de la convivencia cotidiana, cansina, y durante el frío, húmedo y oscuro invierno de su morada creciera un musgo enfermizo, con tintes frecuentes de seria gresca. Tal itinerario, aunque sinuoso y a veces vomitivo, no emitía destellos fehacientes de un peligro inminente.

Si bien, aun admitiendo el pesado lastre que se incrustaba en los entresijos de la pareja, tal crudeza externamente apenas le alteraba los latidos y el peinado del alma, y menos el nudo de la corbata. La brisa que soplaba sobre la ventana le purificaba las heridas, el cuerpo, las contrariedades.
Tales avatares rara vez llegaron a cercenar su horizonte, o caer en una depresión, provocándole infranqueables quebraderos de cabeza. Cumplía con creces las expectativas que se había trazado.
En épocas de penuria, le pellizcó la marea de la emigración yendo hacia rincones de abrigo, de bienestar social. Recorrió el país de norte a sur, aplicándose en aquello que mejor le cuadraba, hostelería, construcción, recolección de frutos del campo, sembrando estelas de ilusión, ansias de luchar por la vida, con la mirada puesta en el retorno a la tierra que le vio nacer, y poder nutrir los sueños de los suyos.
No era cosa de tomárselo a broma. El doctor, que en primavera lo exploró, le advirtió de la inmisericorde sombra que se cernía sobre sus pasos, los pulmones. Encajó el golpe bajo como un auténtico titán, bromeando con los caprichos de la salud, continuó luchando en el ring, y al oír el gong, se levantó sonriente, intrépido y reemprendió la marcha como ayer, musitando entre sus amarillos dientes, ¡no me detendrán!.