lunes, 28 de octubre de 2013

En blanco



imagen de Amnesia



                                                                                                           


                                                    
   Cuando abrió la puerta se quedó en blanco, patidifuso, sin poder desgranar los rizos matutinos, los ricos gajos de granada de postre, la última conversación con Teresa, la llamada de auxilio del hijo en silla de ruedas por el whatsapp o la orden de desahucio por impago de la hipoteca, sintiéndose fulminado, y le ocurrió en el momento más inoportuno, cuando se disponía a asistir al juicio por el castañazo con el coche en la A7 en vísperas de la pasada navidad, quedando enganchado en las redes del olvido, en el maldito color blanco, el que más repugnancia le suscitaba, no lo podía remediar, lo tomarían por ido, por la similitud con los cadáveres, pero lo argüía en parte al considerarlo en connivencia con el aspecto pálido y blanquecino del finado, fiel retrato de los estertores de la muerte, desgracia que padeció, lo que acaso le precipitó la ansiedad para que le sobreviniese el estado anímico tras las secuelas del terrible accidente.
   Hacía tiempo que había asimilado la paradoja de la expresión, lo tengo muy claro, aunque dicho término delatase connotaciones de blancura, nitidez, pero era la expresión que más le cuadraba en esos trances, y la que mejor reflejaba dichos hechizos conceptuales, muy a su pesar.
   Y sin proponérselo, a la chita callando, daba en el blanco de los anhelos más persuasivos, no siendo para él ninguna felonía o rara invención de un farsante o traidor, ideada para salir del paso.
   Todo lo descubrió un día negro de otoño del 2013, cuando abrió la ventana de la imaginación, del radiante día para él, y volando por las alturas, intentaba darle a la caza alcance, al enigma que volaba por las cumbres del firmamento de su psique, y que de súbito vino a tasar y desplegar los caracteres más genuinos en las fibras estelares de su cerebro, de modo que, aunque no comulgaba con semejantes matices tan descarnados como, pasarlas moradas, tener un día negro, estar en alerta roja o naranja, o estar verde en un asunto, quiérase o no, lo asumía con alegría para sentirse un ser vivo, y aun desechando en ese contexto tan denigrante y lastimero esos colores, y puede que pecando de cierto masoquismo visceral, los abrazaba abiertamente sin ningún tapujo.
   Todo ello lo alimentaban las reminiscencias tan hirientes del blanco, que le impedía afiliarse con naturalidad a sus amistades, a los círculos inmaculados, aun a sabiendas de simbolizar frescura, limpieza o pureza, por el bloqueo que se instalaba en sus pensamientos y miembros, por lo que, abriendo un pasadizo secreto entre las neuronas, no iba a consentir quedarse tieso así como así, sin blanca, en la fiesta del barrio con los amigos, en una acalorada noche de jarana y picos pardos, y no digamos cometer la torpeza de perder un amor de juventud, Blanca, por mor del nombre, hasta ahí podía llegar, pese a haberle dado calabazas la noche de los enamorados cuando los demás la festejaban alborozados, quedando con la miel en los labios, si bien, discurriendo por los senderos de la perspicacia, llegó a la rotunda conclusión de que sólo era pura anécdota fonética, y no venía a cuento que en dicho nudo se fraguase el ser o no ser, la enjundia o quintaesencia de los colores de toda la vida, toda vez que entre el abanico de genes cabía la fortuna, como en el caso de Blanca, de que luciese una tez morena, pelo castaño y unos dulces ojos verdes, adulterando con toda firmeza los dudosos destellos que llevase Blanca en las venas, birlando la estampa al blanco, y certificando de esa guisa que se encontraba a años luz de cualquier ramalazo o sospecha cromática, vacunándose contra cualquier emboscada de los colores más leales, todo ello con una claridad harto meridiana, a la que sus peculiares obsesiones le habrían conducido a todas luces, gozando por ello de una más que placentera autocomplacencia.
   Aunque hay tantos gustos como colores, no se pueden compaginar o entrelazar los unos con los otros, los sabores con los colores, ya que, aunque coincidan en lo cuántico, no así en lo restante, dado que las notas que brillan por su propio impulso en los colores son, la calidez, la saturación, la frialdad, la tonalidad, la luz, la perspectiva, el contraste, el claro oscuro, la lozanía, la seducción, el volumen, la hermosura, el erotismo; en cambio, en los gustos del paladar, todo se recrea en la buena mesa, y van por otros rumbos más culinarios y materiales con sorprendentes delicias, las sensaciones químicas, picantes, ácidas, astringentes, amargas, saladas como los perros o insulsas, así reconocido a buen seguro por los eximios y laureados restauradores, que regentan el estrellato de la gastronomía mundial.
  No obstante hay que hacer hincapié en la siguiente salvedad al respecto, la sutil elaboración de la masa pictórica, que se va moldeando y amasando mimosamente en los respectivos tarros, paso a paso, guiño a guiño, con el líquido elemento y las pertinentes sustancias, con paciencia y talento, que generan a veces en los creadores más frágiles exasperantes alergias, concluyendo la obra tras los precisos y preciosos hervores artísticos, pero sin tener en cuenta en ningún momento el sabor del color, un tanto amargo por los sinsabores que acarrea su cometido, valorándose sobremanera el calor de la imagen, la estética, las pinceladas, la simetría, los trazos y las emociones que despiertan en la mirada del espectador, bien sea el rojo, el azul, el amarillo, el añil, etc… una vez colgados los lienzos en sus respectivas celdas en la galería de arte con toda profusión de detalles y señas genealógicas.
    Y pasando de la potencia al acto, de la imagen a lo corpóreo, cabe la posibilidad de que las figuras se reencarnen en personajes de carne y hueso, de la vida corriente, con sus cicatrices, con sus auras indelebles, sus arrugas, esculpidos en esculturas de cera en el coqueto museo, obviando las recalcitrantes obsesiones personales, en un colosal arco iris de figuras de toda raza e idiosincrasia, desembuchando lo más selecto del alma humana, desembocando en el atisbo solidario del mundo de la globalización.
   Y lograr al fin enterrar en vida los estertores de la muerte, el color pálido y lechoso, dando en el blanco.