viernes, 30 de marzo de 2012

La flor del almendro



Una tarde una flor de almendro fue arrancada de cuajo y transportada por el huracán que se levantó de pronto, yendo a posarse en una balsa de agua. Los habitantes de la balsa, ranas, sapos, culebras y otros insectos que revoloteaban por los alrededores se sorprendieron sobremanera con su llegada, al imaginársela como una hermosa novia camino del altar, donde le esperase su prometido para unirse a él.

Todos se quedaron mudos, como encantados, alabando las florituras y encantos del traje que llevaba. Se preguntaban entre sí dónde habría adquirido tan elegante traje, tan ricamente bordado. Pero la flor del almendro estaba asustada, sin atreverse a abrir la boca por si metía la pata, y se enfadaran. Así que se limitó a sonreír e inclinar la cabeza, musitando sílabas entrecortadas con mucho mimo, de tal forma que al cabo de un rato, todos, poniéndose de acuerdo, gritaron a coro, guapa, guapa y guapa, esperando que los invitase a la boda, aunque no fueran con esmerado y selecto vestuario, ya que irían a buen seguro con el traje de faena, de andar por casa, por las aguas de la balsa, mojados, churretosos, con mucho verdín y no poca vergüenza, por no estar a la altura de las circunstancias, de la bella flor del almendro.

Sobre el barrilete del bar



La señora, que conversaba, decía que estaba hasta el moño de las quejas de la pareja y de los tres retoños que tenía que alimentar, y buscaba a alguien con quien poder desahogarse, y desprenderse de toda la mugre que se acumulaba en su pecho después del largo y frío invierno.

Y mira por donde vio el cielo abierto, al vislumbrar a Elisa, entrando por la puerta del bar con el pañuelo rojo al cuello.

-Hola querida, qué tal te va últimamente. No creo que tengas más preocupaciones que yo. Si supieras lo mal que lo estoy pasando. Llevo una racha que no se la deseo a nadie. Trabajo desde que amanece hasta que oscurece, y nadie me ayuda en casa, ni reconoce mi labor, perdona que no reprima las lágrimas, hasta el punto que ya no resisto más. Preferiría morirme, así como suena, no te lo puedes ni imaginar…

-Mira amiga mía, no exageres, no será para tanto, piensa en positivo, siéntate aquí conmigo, relájate y olvídate de todo lo demás. Espera que te digo, en primer lugar debes de quererte más, y dedicar más tiempo a tus necesidades, a tu persona, verás como tus sentimientos y emociones cambian totalmente, y tomarás un nuevo rumbo, brotando una nueva primavera en tu vida. Hazme caso, y no seas tonta.

-Sí, vale, tendrás toda la razón del mundo, pero soy tan poquita cosa y tan torpe, que no sé si tendré fuerzas, y me pregunto de vez en cuando para qué habré nacido. Pero reconozco que así no puedo seguir. No obstante, escucharé tus consejos, haré un último esfuerzo, e intentaré romper la rutina, transformando el look, pintándome el pelo de rojo o de los colores del arco iris, usando provocativos escotes, y, ya puesta, hacer algo grande, fuera de lo común, aunque sea un strip-tease en mitad de la calle a plena luz del día, y limpiarme las telarañas y sucias migrañas que me engarrotan las sienes.

domingo, 11 de marzo de 2012

Escritos anónimos


Aquel día a Fulgencio le sonreía la naturaleza, las flores, la brisa, el trino de los pájaros, y una alegría inmensa le caía a chorros de la cabeza a los pies, cual venturosa lluvia de primavera.

Cuando sonó el despertador, se levantó presuroso y descorrió la cortina, subió la persiana y se sumergió eufórico en los vibrantes rayos solares, que revoloteando entraban por la ventana, revistiéndose de un hombre nuevo, como no lo había experimentado anteriormente.

De inmediato, se puso manos a la obra, encarando con premura los quehaceres más apremiantes, tarareando estribillos y melodías, reminiscencias de juventud, cuando masticaba pletórico y a sus anchas la quietud del tiempo, columpiándose en sólidas coyunturas, y apenas le turbaba la pena ni costaba trabajo alguno el levantarse al clarear el día, o trasnochaba sin pestañear para rematar la labor emprendida, de estudio, de oficina o lo que se terciara en los momentos cruciales. Y no mostraba resquemor alguno, exhibiendo los perspicaces acordes que le bullían en el interior, triturando aviesas adiciones o rancios prejuicios.

La agenda, en la que guardaba los guiones de la anhelante empresa, y tal vez el listado de los descalabros vitales, nunca se sabe, rebosaba de luz, de bellos amaneceres, de esperanzados proyectos, descubrir los enigmas del cosmos, vivir nuevas aventuras, experimentar feraces sensaciones, desempolvar somnolientos vestigios del pasado o hallar la piedra filosofal (la supuesta sustancia, que según la alquimia, tendría propiedades extraordinarias, como la capacidad de transmutar los metales vulgares en oro).

A Fulgencio le fascinaban los hallazgos más corrientes, aunque no por ello renunciaba a los de estirpe más noble, y sin apenas medios, se las arreglaba a su antojo, emprendiendo metas cuasi utópicas, aventuras quijotescas recorriendo el planeta, países, océanos, continentes, y no cejaba en el empeño, llevado por un afán de obsesiva búsqueda, sucediéndole, como no podía ser de otro modo, múltiples peripecias y contratiempos sin cuento.

Unas veces se desplazaba por montañas y campiñas a pie, en un senderismo sui generis, disfrutando de las hermosuras ocultas tras las empinadas lomas y las sorpresas que ofrecía la orografía, como si dirigiese sus pasos a algún lugar en concreto – los destinos ya consagrados por la tradición, Santiago, Roma, Medina, La Meca o la mezquita de Córdoba-, haciendo el camino como tantos otros viajeros o aventureros que proliferan por el universo con los más diversos perfiles.

Otras veces se encariñaba con la bicicleta, lo que le confería raudos aires de libertad y mayores garantías para moverse con la casa a cuestas de un polo a otro, de un paralelo a otro, pernoctando en los refugios o recintos en donde se asentaban los sentidos por su propio peso, recreándose con sumo alborozo, y saciaba el apetito con extraordinarias panorámicas, frutos exóticos, sabrosos caldos y selectas viandas, que caían tan ricamente en su estómago o espíritu.

En ocasiones se trasladaba volando en vuelos de bajo coste de norte a sur o viceversa, pateando los cielos o las piedras más enrarecidas acaso por la ausencia del palpitar humano, y no se cansaba de explorar, hurgando en las interioridades de los fuertes y subterfugios construidos en períodos de enfrentamientos bélicos, en los entresijos de las mentes de la gente, en los pozos protegidos de los ejidos, sonsacando los estigmas que conservaban como oro en paño los moradores, desenterrando zanjas, escarbando en los usos y costumbres de los ancestros, y hacía escala, cual avezado avión en viaje programado, en los aeropuertos y puntos más calientes del orbe, en su ávido interés por proseguir el periplo que había esbozado, al objeto de desvelar lo ignoto o las urdimbres mejor guardadas, los escritos anónimos.

De esa guisa, en una de las innumerables incursiones por las más sugestivas travesías, a Fulgencio se le hizo de noche casi sin darse cuenta, tal vez fuera su destino, y se guareció en lo primero que encontró a mano, un derruido edificio con trazas de vetusto monasterio, en donde convino en extender la manta que llevaba para tales menesteres con orgullo, cual si fuera la alfombra roja del desfile de estrellas del séptimo arte en la fastuosa gala de entrega de las estatuillas, y soltó expectante la maltrecha mochila en el frío mármol, y, ni corto ni perezoso, durmió plácidamente toda la noche, y a la mañana siguiente su amasijo de huesos y cerebro se lo agradecerían enormemente, despertando con las pilas cargadas, dispuesto a dar la batalla, reanudando la labor emprendida, auscultando pausadamente los latidos de las celdas y salones de aquella vieja abadía, que a la sazón había elegido con los brazos abiertos, sugestionado como estaba por desenmarañar los arcanos y misterios que se encerraran entre los húmedos y negros muros que la circundaban.

Fue olisqueando por rincones y enredados vericuetos, incluso por los más arriesgados y escurridizos, escalera del campanario, las excretas de las letrinas, refectorio, coro, cocina, sacristía, y luego descendiendo harto cauteloso -con no poco estremecimiento, al evocar escenas de fantasmagóricas almas vagando por infiernos dantescos- por las lúgubres mazmorras, arribando a la misma garganta de la boca del lobo, a donde serían conducidos por la Inquisición los sospechosos de alguna mancha, herejes y apóstatas en rebeldía contra la doctrina oficial de Roma, no acatando los dogmas vigentes, siendo por ello fuertemente encadenados y transportados en volandas a las negras guaridas a purgar la culpa, en sempiternas noches o cruentos inviernos en la soledad más sonora.

Y subiendo y bajando peldaños en el infatigable caminar, cruzando los desiertos y húmedos pasillos del monasterio, con la techumbre derruida por el rayo, el abandono y la acción de los agentes atmosféricos, vislumbró de pronto en la penumbra, con ayuda de un clandestino rayito de luna, algo sospechoso, cubierto de diminutos cascotes, lleno de moho y casi irreconocible, y asiéndolo, tras titánico esfuerzo y con las expectativas en ascuas, abriendo los ojos de par en par, atisbó, sin creerlo, que era un manuscrito, un escrito anónimo con ribetes medievales y caracteres góticos pulcramente encuadernado.

Llegados a este punto, enseguida surge la polémica, lo que se debe hacer en semejantes situaciones, como ha ocurrido últimamente con los múltiples tesoros hallados en las profundidades oceánicas, planteándose la duda acerca de quién es el verdadero dueño, el legítimo heredero de tamaña fortuna. A propósito del caso será bueno escuchar la voz de la justicia, que en determinados asuntos dictamina lo siguiente: Los escritos anónimos no pueden entenderse como “falsos” a efectos jurídico-penales, y el que utiliza un anónimo para decir cualquier realidad veraz o incierta no puede ser considerado como falsario. Así lo avala una sentencia del Supremo.

Por consiguiente qué hacer o qué coordenadas abrazar, al elucubrar sobre las raíces o manantiales en los que eximias plumas de talla mundial abrevaron sus creaciones literarias con el recurso del manuscrito encontrado, tales como, Cervantes –con Cide Hamete Benengeli, que apunta origen arábigo y manchego-, Camilo José Cela –como mero transcriptor de las palabras de Pascual Duarte desde la cárcel-, Bécquer –a través de las románticas leyendas-, Humberto Eco –transcribiendo al público contemporáneo el contenido de las Memorias encontradas de Adso de Melk sobre los avatares de una abadía benedictina en el siglo XIV-, la novela El poeta sin párpados de Lourdes Fernández Ventura –con el hallazgo de un diario por una descendiente de la familia-, y tantos otros, que gracias al manuscrito encontrado en extrañas circunstancias y con no pocas sospechas, echaron a andar por el camino de la narrativa, emitiendo los primeros balbuceos con el recurso del manuscrito encontrado, escritos a todas luces anónimos, con un sinnúmero de cuestiones palpitantes al respecto: sin el hallazgo de tales hipotéticas historias cabría la posibilidad de que ilustres magos de la imaginación hubiesen dado con la tecla, con la varita mágica de la inspiración para realizar tales alumbramientos u obras literarias, que con el paso del tiempo se van agigantando, asombrando a propios y extraños? Más aún: el truco de la invención de la trama no aturde a los conspicuos cerebros del circuito de la crítica literaria, que se quedan con los brazos cruzados, a verlas venir, cual ingenuos pichones con el pico abierto aguardando el sustento que buenamente les traiga la progenitora.

Hasta dónde vamos a llegar en ese juego soterrado y de camelo, una especie de caja de Pandora, donde, al parecer, no hay forma de que resplandezca la seriedad y el respeto por los escritos anónimos, ya que pertenecen a sus dueños, vivos o muertos o semivivos, de manera que deben ser inviolables por los siglos de los siglos, en sus propias carnes y fantasías, y no que con las manos limpias o negras se apropien o se los arranquen a sangre y fuego gentes sin entrañas, sin corazón, aunque después, a través del salvaje y displicente aprovechamiento y reparto de prebendas y honores figuren en los altares del Parnaso como los dioses de la creación.

No obstante, oteando el horizonte, anónimo o firmado y rubricado, al encontrarnos en los idus de marzo, al menos hay motivos para alegrarse, porque según reza el adagio latino, son días de buenos augurios.

lunes, 5 de marzo de 2012

Y se fue la luz





Había vivido durante lustros sin luz en el campo, libre de prejuicios o ataduras, de suerte que nunca había cundido el pánico en su interior ni decaído en el empeño del vivir, no resistiéndole ningún tigre salvaje o el más atrevido reto, contratiempo o desquiciado atisbo, asumiéndolo con valentía, interpretándolo de una manera sencilla, envidiable, hasta el punto de que las prescripciones más desfavorables las calibraba en sus justos términos, tales como las predicciones del horóscopo, los tormentosos pronósticos meteorológicos, las aciagas previsiones sísmicas o la súbita avalancha de tsunamis que rugieran en lontananza o en su propio hábitat, no resquebrajándose lo más mínimo los cimientos de los pensamientos, y mire usted por donde, por un quítame allá esas pajas, el rutinario manipular las piezas de la computadora, de pronto salta un chispazo y ¡zas!, se queda electrocutado, cual barco a la deriva, al irse la luz mientras montaba el relato, la realidad supera la ficción, y todos los caracteres se fueron a hacer puñetas, en un auténtico zafarrancho de combate, cuestión harto lamentable por otra parte, por no haberse establecido aún una fuerza especial de SOS para tales casos, como existen en otros ámbitos, Protección Civil, el cuerpo de bomberos o los mismos Geos para las coyunturas más peliagudas.

-Me duele la boca de decírtelo, farfulló ella con raro encono, tu conjuro no conduce a lugar alguno.

-Uff…

Cierto día, el hombre, exhausto por la carga de hastío vivencial ideó refugiarse temporalmente en otra vivienda que a la sazón tenía, por lo que convino en llevarse consigo algunas prendas de vestir, camisas, mudas, calcetines, bufanda (por los fríos que lo cobijaban), chaqueta y gabardina, con intención –reflexionando sobre los falsos pasos en el áspero caminar- de desintoxicarse de la nicotina conyugal, y mientras tanto una curiosa y entrometida vecina, mojando el pan en plato ajeno, le auguraba lo mejor, interfiriendo en los pálpitos,

-Felices vacaciones, vecino, eso está muy bien, es bueno disfrutar en la vida.

-Pardiez, hay espías hasta en la sopa.

Como por arte de magia, la mansión se incendió de comentarios, de contradictorios mensajes y vicisitudes, de indigencia luminaria y de una insufrible frustración por lo acaecido. No era posible imaginar el golpe bajo del oleaje de tsunamis y seísmos que se confabularon entre las miradas y los cerebros del entorno, irradiando negras pulsiones en el horizonte, no habiendo forma de describir lo que se arremolinó en tan breve recinto en la eternidad del instante.

Y a propósito de los aconteceres, se evocaba la efigie del insigne Édison, rememorando los ímprobos esfuerzos llevados a cabo para dar a luz la bombilla, no reparando en sacrificios por aliviar los tenebrosos calabozos de los humanos. Pero por lo visto los descendientes, enfrascados en francachelas y pantagruélicos banquetes, no daban abasto a los advenimientos ni un palo al agua, y vivían en la más espantosa inopia. ¡Si Édison levantara la cabeza! Hay que reconocer que fue el hallazgo más popular, el procedimiento práctico de la iluminación eléctrica, para lo cual creó, antes de haber desarrollado por completo el invento, la Compañía de Iluminación Eléctrica Édison, que recibió apoyo financiero inmediato gracias al prestigio personal de que gozaba por aquel entonces.

La primera demostración, coronada con éxito, tuvo lugar en Menlo Park, y dio paso a la inauguración del primer suministro de luz eléctrica, instalado en la ciudad de Nueva York allá por el último tercio del siglo diecinueve, contando inicialmente con tan sólo ochenta y cinco abonados.

Sin embargo los acontecimientos y las circunstancias cambian conforme avanzan las manecillas del reloj, y no hay forma de subvertir la historia o prever los múltiples avatares que vomita el convulso devenir.

Por ende arreció el hombre en la práctica de la doctrina aprendida en la infancia, que consistía exactamente en levantarse siempre con el pie derecho, cual antídoto del mal y algo bendito y saludable para el cuerpo y el espíritu, catalogándolo como la mejor medicina para acabar con los cazadores furtivos de los sentimientos o negros augurios, pues no fuera a ser que se cumpliesen las conjeturas de la abuela, de que nada más salir a la calle le cayese el tronco de un árbol, una maceta o un rayo y lo partiese en dos, o se le torciesen tal vez los prístinos esbozos que acariciaba en el fuero interno en tales momentos; y lo llevaba dibujado escrupulosamente en el frontispicio del intelecto con gran celo, cual fiel practicante de las leyes divinas cinceladas en las tablas de Moisés.

El método le allanaba al hombre los escollos y ayudaba a sortear innumerables desazones y desatinos. Se le ponía el corazón contento en los días de pesadumbre, en que todo lo veía turbio, sirviéndole de acicate, sobre todo cuando rebobinaba las historias bíblicas (desgranando con cierto regocijo que peores plagas no le alcanzarían), y reflexionaba sin desmayo sobre el duro tiempo en que los seres vivos vivieron a oscuras en las oquedades de las rocas, lóbregos laberintos o guaridas, sumidos en las más profundas nocturnidades (pese a las refulgentes lumbres que prendían en las bocas de las estancias), donde todos los gatos eran más que pardos, y los amigos de lo ajeno lo tendrían a huevo, pues con sólo mover un dedo o una pierna podrían alcanzar lo necesario, sin controles ni cámaras de vigilancia ni trajeados vigilantes con cordones de oro y suntuosa gorra de plato a las puertas de los singulares comercios, chicos o medianos de entonces, de aquella inmaculada época, especialmente cuando arribasen las agudas crisis (sequía, guerras, catástrofes, hambruna) y las penurias se cebaran con el género humano.

Se sopesará que en las tinieblas de los primeros homínidos las turbas o terrícolas se desenvolverían acaso de una forma irrespirable, tumultuosa, o por el contrario, puede que amoldándose al verde y ameno ambiente, les resultara apacible, dulce y digno de encomio en una atmósfera donde todo el mundo se ayudase sin resquemor, mercando en comercios ancestrales, solazándose de forma prodigiosa, y no habiendo nadie que provocase turbulencias en los vuelos de las comunidades vecinas, en un transcurrir tranquilo y deleitoso.

Pero después de no se sabe cuanto tiempo, millones de lustros quizá o de un día para otro, acostumbrado como estaba el hombre a los tiernos yogures de todos los colores, como mimado bebé, y a las bondades de la bendita iluminación, al percibir de pronto el crudo y telúrico chispazo, se le descuajeringó todo el armazón, cayéndole el alma a los pies junto con el ordenador en un encabronado y macabro vaivén, verificando con rabia que lo mismo que se hizo se fue la luz, habiendo perdido todo lo hilvanado.

Aquello fue algo inenarrable, como la explosión de la bomba atómica, de modo que lo que antes se presentaba halagüeño, sugerente y creativo gracias a los lumínicos resplandores, dado que le descubrían el mundo sensible y el suprasensible, el de las ideas y las creaciones, se truncaron de súbito en el arte del desastre sin remisión, en la más honda vacuidad, pero no sólo su microcosmos particular sino el de los amigos más próximos, como por efecto mariposa, que por aquellas calendas, el mes de los enamorados y los infernales fríos de febrero, fraguaban a fuego lento mil y una aventuras y eventos, y esperaban como agua de mayo la buena nueva, y se encontraron tirados, compuestos y sin novi@, para enfrentarse a los embates pendientes, vitales y culturales, a pesar de haber tejido ricos bordados y túnicas únicas, y medido concienzudamente los tiempos y los suspiros para el anhelado encuentro.

Se lo repetía el hombre hasta la saciedad, a cualquier hora, en cualquier situación, en el baño, cuando hacía el amor o lúdicos guiños ante el espejo, en la ladera de la montaña o en algún valle, y recapacitaba con rigor, que echando el pie derecho al levantarse estaba a salvo, y lograría, además del ciento y la madre, ahuyentar de una vez por todas los miedos y malignos presagios, y de esa guisa no se sentiría desamparado o devorado por la ansiedad o las calamidades como tanta gente, que va por el mundo desprevenida, como caperucita por el bosque, cantando, bailando, moviéndose con un cariz desnortado, a la buena de dios, llegando a meter la pata o la cabeza en el mismo pozo infinidad de veces, por ello tan pronto como el hombre atisbaba el albor rubricaba la sabia sentencia de la abuela, levantarse con el pie derecho, e iniciaba felizmente los quehaceres rutinarios, confiado y dueño de sí mismo, de manera que al pisar la calle todo le resplandeciese, le sonriera, no perdiendo llaves, paraguas, bufanda, monedero, móvil, o incluso al afeitarse en la intimidad del baño respetase la mejilla, no abriéndola en canal, como el matarife del barrio al sacrificar un guarro, ejecutando de modo acompasado los movimientos de los miembros, desterrando malos hábitos, y ya en el ágora, en la vía pública no patinar por el escurridizo barro aglomerado en las esquinas tras la lluvia, evitando meter el zapato en los nauseabundos charcos, ni tatuarse las sienes con absurdas retrancas o migrañas, construyendo fútiles componendas, y así, repetirse a sí mismo lo acertado de la experiencia y percepción sensorial, cimentándose en la teoría, que obrando con ojos sensatos desde los primeros hervores matutinos, el levantarse con el pie derecho, puede que otro gallo le cantara, y así obviar los torbellinos que se fueran conformando en el fluir de los días, no dejándose llevar por la corriente del río o por el cúmulo de fragantes despistes de última hora, que nada bueno traen en la mochila, aunque se pueda argumentar que tales procederes no se deben repetir, como el borrico en la noria, tanto si se vive célibe o acompañado, y no digamos si se encuentra en mitad de un cruce de caminos, en el cine comiendo pipas (a falta de otros manjares) o en otro affaire cualquiera, porque ya está bien de súplicas y buenas intenciones, ¡qué recórcholis!, pareciera que queremos caer en lo más recóndito o anodino por evitar el retintín de la campanilla en los casos puntuales y no reiterar aquello que en verdad es un bocado de cielo, un reconfortante maná, un sorbo de agua fresca del cristalino venero, que discurre por nuestros derroteros y actos, negándonos a beber por no agachar la raspa de las torpezas, desperdiciando los secretos desvelos y regalos del planeta tierra .

El no estar atento a lo que se cuece en el momento justo, es válido para los privilegiados talentos, los preclaros e ilustres arúspices de la ciencia que han pasado por el mundo alumbrando y nutriendo a la estirpe humana con la dicha del progreso, la dádiva del bienestar, y gracias a los timbres y mimbres de sus metales se han aprehendido las cotas más altas jamás soñadas.

Por ende, no cabe duda de que las ideas las tenía muy claras el hombre, y se ufanaba de ello, pero a veces surgía la duda o la sorpresa, lo imprevisto, no estando en sus manos el atajarlo, como puede ser la sacudida eléctrica en el habitáculo donde se hospeda, la irritante picadura de una avispa o el fortuito incendio de la mesa camilla, o que se arme la marimorena con un temporal de truenos y relámpagos y se repitiese lo nunca deseado, que de nuevo se fuese la luz, llegando a perder el amor de su vida o el norte, al pillarle el ladrón desnudo en la vida o en la ducha con la cabeza enjabonada y no poder hacer nada, dando mamporrazos o palos de ciego, no teniendo más remedio que arrojar la toalla y tirar por la calle de en medio, aunque sea con el pie izquierdo.

Por consiguiente no sería extraño que lo que se había propuesto llevar a cabo al albor con la mejor intención del mundo, y cumplirlo a rajatabla, de pronto se desmoronase como castillo de naipes, cosechando los mayores fracasos o desvaríos, la total degradación de los más nobles ideales regados y alimentados en su largo currículo, desembocando en sórdidas actuaciones nunca imaginadas, y todo por las paradojas de la vida, en las que en determinados túneles las cañas se vuelven lanzas, imponiéndose la ciega barbarie o las mayores aberraciones, burlando el sentido común de los mortales o de las causas justas.

Entonces, en tan inesperadas y desestabilizadoras ensoñaciones, puede que alguien, que le tenga aprecio, se le ablande el corazón y, aportando un granito de arena, salga al encuentro, intentando salvar al amigo en la encrucijada.