viernes, 3 de septiembre de 2021

¿Y después de la muerte, qué?

No estaba Norberto para bromas cuando se afeitaba en la barbería del barrio aquella mañana pensando en el primer beso robado a una Rosa, tras la cobardía del depravado virus que se había llevado por delante a unos familiares y amigos, y perdió el norte. Fue muy fuerte, tío –farfullaba con rabia-, y echó un trago del vodka que guardaba como oro en paño en un rincón de la estancia, intentando ahogar las inhalaciones del invisible enemigo. Él sabía a la perfección lo referente a todo el espinoso asunto, ya que en años de infancia vio cómo cerraba los ojos la abuela, y poco más tarde su joven madre, apuñalada por los ruines delirios de la tuberculosis. Por esas andanzas enloquecidas y quebraderos de cabeza rondaba Norberto, y no era de los que viven a la buena de Dios, tumbándose a la bartola en la playa de la vida de espaldas a los caprichos o rigores de la existencia sin responsabilidad alguna, e incluso de la tórrida canícula, que con extrañas excusas del cambio climático está haciendo de las suyas en indefensos poblados mediante tormentas repentinas o desesperantes tornados, verdaderos hachazos de muerte en el corazón de las criaturas. Un día paseaba Norberto por un sendero disfrutando del bello paisaje a lo largo de la tupida arboleda que lo envolvía, cuando oyó los ecos lejanos de una melodía conocida que dice, Ya se murió el burro/, que llevaba la vinagre/, ya se lo llevó Dios/ de esta vida miserable/, que tururururú, que tururururú/. Todas las vecinas iban al entierro/, y la tía María tocaba el cencerro//…lo que le inyectó más veneno en el cuerpo rememorando la mugre y tristezas que yacían dormidas en sus cuarteles de invierno. Esa vorágine de pensares y oscuros tabúes le despertaron sobremanera la melancolía y sus penurias vitales, evocando los charcos, la época de entonces y duros terrones de los campos pateados, de la siega a la siembra, de la cuna a la sepultura, del duro invierno al extremismo del verano con las parvas en la era aventando el trigo, cabalgando como autómatas los días y las horas, los hombres y mujeres sin advertirlo, desembocando en la boca del lobo. Llegar a viejo es un sueño acariciado por cualquiera, pero del dicho al hecho hay un gran trecho, porque si se propala a bombo y platillo siendo aclamado por el entorno casi nadie lo quiere, y no porque se adelante el viaje definitivo apresurándose el ocaso, nada más lejos de la realidad, sino más bien por sentirse libre de ataduras, lejos y olvidado de ese trance, por mor de la fobia de muerte al macabro vocablo, como lo calificaría Norberto. Sin embargo, la muerte le pisaba los talones a su edad, como en el célebre celuloide, hasta el punto que había días que desayunaba y cenaba muerte, y no levantaba cabeza. En tales circunstancias de supervivencia se acomodaba lo mejor que podía al lado de la cordura, y se ponía a leer cuentos, tik tok o esporádicos tópicos o ecos de sociedad, revistas del corazón, buscando evadirse o hacerse el muerto tal vez en la piscina de los días buscando el anonimato, ajeno a tan ingratos eventos o hacerse a la idea estoicamente, asumiendo que la única certeza de este mundo es la muerte. Y en ese tira y afloja entre aquellas coyunturas se dejó llevar por las páginas de mitos y leyendas, como El monte de las ánimas de Bécquer, viajando por los riscos, Picos de Urbión y célebre Laguna Negra soriana con la determinación de no ser arrastrado por las temidas aguas o pesadillas que encierra, y ponerse a salvo tatuándose con la etiqueta del arte, alimentándose con la inmortalidad de los mitos que a la postre nunca mueren. La literatura encontró por los parámetros sorianos un escenario único para crear historias, y desde tiempos inmemoriales han discurrido con no poca pujanza por las aguas de la Laguna Negra. Así, se cuenta que habita en su interior un monstruo, que devora a todo aquel que cae en sus fauces. Y hay quien afirma que la laguna no tiene fondo, y la consideran como taller y fragua donde se forjan los misteriosos ciclones y tremebundos temporales de la comarca. Sin ir más lejos Pío Baroja en el Mayorazgo de Labraz dice, “Porque es una laguna donde hay una mujer que vive en el fondo, y mata al que se acerca. Todo el que mira en esa agua muere”. Y por sus lacustres venas el venerable Antonio Machado relató un parricidio, el del patriarca Alvargonzález, llevado a cabo por sus hijos ansiosos por heredar cuanto antes las tierras, las cuales dejaron de producir tras el crimen, vagando día y noche por los acantilados y empinadas laderas de la Laguna Negra los malnacidos sin cosechas ni fruto, pasándolo moradas hasta fenecer en sus entrañas. Norberto quería estar seguro de su futuro, y no llegar con el reloj de los días cambiado, y bailar con la más fea en el baile o danza de la muerte para entendernos, porque en su fuero interno no comulgaba con las monsergas que se cultivan y venden alegremente en tenderetes de feria o kioscos callejeros sin pasar los más mínimos filtros éticos o morales, llegando a ser aberrante que se pregone de viva voz en un acto de camaradería que todo el mundo es bueno, acarreando tal aseveración en ocasiones estomacales remordimientos o ríos de tinta, generando no pocos desaguisados en las cascadas del vivir, esperando, no obstante, que no llegue la sangre al río. Es sabido que por mucho madrugar no amanece más temprano, y así las cosas y los aconteceres resulta que el pensamiento humano cuando menos se espera hace aguas por los cuatro costados, cual barco a la deriva, por un quítame allá unas pajas, y no será por no reflexionar sobre los pros y los contras al respecto, porque no se puede echar en saco roto los sudores sufridos y las ásperas arritmias de Sísifo subiendo a la montaña con la enorme piedra, tomándole el pelo a cada paso, al obligarle a regresar al comienzo cuando se encontraba en la cima cayendo de nuevo, y vuelta a empezar. Ésa no era la meta de Norberto, lo que anhelaba era cambiar las pautas seguidas hasta la fecha, aunque sin pretender pasar a la posteridad como iconoclasta o destripador de corazones ardientes, hambrientos de amor, muriendo por amor. Si bien la madre del cordero no iba por los derroteros de acá, sino directamente al más allá, que se dice pronto, apuntando a la existencia del género humano post mortem, una vez que aterrizan sus almas en esos mundos ignaros, de humo, tartamudos, que flirtean con los difuntos prometiéndoles la ceca y la meca, dos cosechas de membrillos al año o setenta y dos doncellas vírgenes contrariando las corrientes del río de la vida, desbordándose su cauce, las pretensiones mejor guardadas, y se dan apretones de mano celebrándolo, como antiguamente se hacía el trato de venta de ganado en la feria, y era dicho y hecho sin notas de notario, y toda aquella parafernalia iba a misa, siendo un acto sagrado, que nadie podía vulnerar –señalaba Norberto. Al cabo del tiempo, después de innumerables diluvios y acerbos tormentos sin cuento quiso encontrarse Norberto consigo mismo, escarbando en los pozos de sabiduría de doctores, arúspices y gurús más entendidos en los espíritus y cuerpo humano, escudriñando en el vasto imperio de las religiones que aletean alegres y dicharacheras por esos mundos de Dios, junto a las recientes y más atrevidas teorías científicas con las transfiguraciones y transformaciones o metamorfosis a lo largo de la historia en el planeta Tierra. Y lanzaba Norberto al aire sus animosos augurios, apoyándose en los latidos de eximios artistas y poetas del orbe procurando no errar en el blanco, descolgándose por el terreno que le quitaba el sueño, rivalizando con Santa Teresa cuando escribe, Vivo sin vivir en mí/, y tan alta vida espero/, que muero porque no muero//…, y se inclinaba Norberto por ser golondrina en primavera y volver a los mismos balcones cada año, y saltamontes durante el gélido invierno, adoptando unas transformaciones a la carta, asumiendo las consejas y prístinos principios de los experimentados ancestros. No obstante, dudaba Norberto de sus pretensiones, se le estrechaba el horizonte en ocasiones, elucubrando que la fe, que mueve montañas, flaquease en los momentos más álgidos, y no le acompañase cuando el enrabietado toro salga en tromba a la plaza de la vida arremetiendo contra todo bicho viviente. En Méjico, como en otros países, la catrina hace estragos, así denominado en aquellos lares el viaje definitivo a la otra orilla del río Aqueronte, previo pago del óbolo por el pasaje, o puede salir gratis si se atraviesa a nado en el último suspiro practicando el estilo mariposa o el que se tercie, y colme las aspiraciones humanas, acallando los doloridos sentires y miedos que aún les resten. Transfiguración o transformación, es el quid de la cuestión. ¿Hay quien dé más aportaciones o juego en esta ruleta de vida o muerte?, ¿y cómo pasar el tiempo libre después de muerto? Porque esto no se ventila en una sentada tomando café con alguien, ni mucho menos, porque puede que se le ponga a uno la carne de gallina al inmiscuirse en semejantes inframundos, en esa especie de cataclismo con negros ribetes de desespero, porque puestos a llamar a las cosas por su nombre, ¿quién puede hablar o comunicarse con alguien que dejó de existir hace mil años, e incluso minutos? ¿Alguien responde? A Norberto le hubiese encantado compartir mesa y juegos con los faraones egipcios una vez ubicados en los compartimentos de sus respectivas pirámides, departir con ellos en mesas redondas o rectangulares parlamentando sobre la identidad, sus esencias, cuando le preparaban té o el ajuar y demás requisitos a fin de que no les faltase de nada, y seguir vivos viviendo y disfrutando de sus aficiones y caprichos. No cabe duda de que los egipcios fueron unos aventajadísimos en tales menesteres, avezados creadores de paraísos inmortales luchando contra el olvido sin descanso, procurando que no perdiesen un ápice de lo que disponían en vida. Y se lo pasaban divino hablando sin cortapisas con los dioses, lloviese o cayesen chuzos de punta o envenenadas bombas enemigas. Cuán dichosos se sentirían aquellos que lo idearon, generando bienestar y sana alegría entre los súbditos. Apostemos por la transfiguración, con la acariciada esperanza de que nos propicie tan sólo un cambio en la figura o apariencia, sin perder las esencias ni las constantes vitales, formando parte de los entresijos de las entrañas de la madre Tierra.