jueves, 26 de enero de 2012

Cascando



Virtudes poseía un vasto abanico de dones a cual más valioso, y por encima de todos sobresalía el don de la conversación. Se diría, y con razón, que podría figurar como la autora de Las mil y una noches, o mejor, de los días, y no se sabe cuantos cuentos más, por la facundia y el entusiasmo que ponía en las interminables intervenciones callejeras. Pobrecitos los que cayeran en sus redes. Parecía un cascanueces martilleando sin remisión el tímpano de los interlocutores.

La mirada dulce, acariciadora, con un movimiento armonioso de manos y levedad corporal, haciendo juego con el vestido y el largo pelo que le caía por la cara, se confabulaban para crear la meliflua confluencia, una atmósfera de atractivo cebo con que atraía la curiosidad de las inexpertas presas.

Las chispeantes habilidades de que disponía sobrepasaban lo imaginable, no habiendo nadie en su sano juicio que soportase tanta butifarra, tanta cháchara, sin sentirse seriamente dañado, demudada la color, generándose repentinos relevos en los continuos encuentros, al hallarse el/la sufridor/a de turno con el agua al cuello, haciendo de tripas corazón, llegando a exclamar, tierra, trágame. No obstante Virtudes permanecía incombustible, ojo avizor, bizarra y salerosa, y tan pronto como olisqueaba la borrosa sombra de alguien, se lanzaba rauda a la piscina, cual desenfadado camicace, ofreciendo honores y saludos sin cuento, mientras la última criatura interviniente ponía, escarmentada, los pies en polvorosa, huyendo despavorida calle abajo, como alma que lleva el diablo, con las pulsaciones por las nubes.

Disponía Virtudes de una versatilidad inigualable para pegar la hebra con cualquiera en cualquier esquina, adhiriéndose como una ventosa, de suerte que no había forma de desligarse de sus hálitos y radiaciones, y aguantaba impertérrita la fuerte lluvia y los truenos más indiscretos en el mismo punto, no dando por concluido asunto alguno por nauseabundo que resultase, lo mismo si yacía ya manido en el cementerio del olvido, como si le brotaba espontáneamente en ese instante.

No hace mucho tiempo, cuando caminaba por la calle principal de la ciudad con bastante dificultad, con aires casi cadavéricos, debido a una inoportuna lumbalgia, se topó con la vecina del cuarto, una antigua amiga, compañera de jaranas y picos pardos de la época estudiantil, se saludaron efusivamente, como de costumbre, y se enfrascaron en un rosario de bagatelas, dimes y diretes, rotos y descosidos, robándose el aliento, las ideas, y después de recíprocos intercambios por activa y por pasiva, continuaba allí, en el mismo recinto, incólume, tan feliz y contenta, como si tal cosa, como si hubiera acampado en la misma acera no lejos de su propia vivienda.

Después de tantos carraspeos y articular vocablos, bla, bla, bla, hablando de lo divino y lo humano y lo demás allá, le chirriaba o silbaba el corazón, los dientes, los senos y los sesos, como envenenadas serpientes, incrementando el caudal del río, al pronunciar sibilantes, circunloquios o festivas sentencias, de modo que le daban las diez, las once, las doce, las dos y las tres, y aún seguía acampada en la improvisada tienda, en su bucólica arcadia, enredada en el ardoroso fuego de las zarzas casca que te casca.

De cualquier forma, todo tiene en sentido lato su intríngulis, ya que si, por ejemplo, se practica algún deporte, no hay la menor duda de que requiere un tiempo de dedicación, ciertos entrenamientos más o menos acordes a la actividad, mediante determinados controles y toda la parafernalia que le acompaña. Por lo tanto, en el caso que nos ocupa, no iba a ser una excepción, yéndose de rositas, y únicamente dependerá en cierta medida de si tales exhibiciones de glotis se contemplan o no como mero pasatiempo, o bien como un meticuloso ejercicio de logopedia, con el correspondiente precalentamiento y posterior entrenamiento, afinando y restaurando las maltrechas cuerdas vocales de su guitarra, o de otro elemento añadido o dañado, donde se vean implicados múltiples músculos u organillos, lengua, úvula o campanilla, dientes, laringe, cerebelo, paladar, etc., y, por pura lógica, no podían faltar los factores esenciales del fluir humano, la voluntad, la visión, el oído, el trato, el tacto, y la empatía, y de esa guisa no quedará más remedio que elogiar efusivamente la labor tan envidiable de Virtudes, donde el movimiento sincronizado y el gran esfuerzo de tales partes del cuerpo, por minúsculas que se nos antojen, pugnarán por algo sumamente majestuoso, por solidarizarse de manera entrañable con el resto, participando en un glorioso aglutinamiento de acentos, emociones, sonidos, gestos, asociaciones de ideas y sutiles juegos de oxítonas, paroxítonas y proparoxítonas en rocambolescas cataratas de divagaciones o creaciones, que van purgando poco a poco el espíritu, las combustiones psíquicas, redundando a la postre en algo importante, hermoso y sugerente para ella.

Las piezas o temas que más bailaban en la pista del cerebro y los alvéolos de Virtudes eran los concernientes a las artes culinarias y cocina en general, de las cuales, algunos de los recetarios, no por ello menos interesantes, provenían de apresurados apuntes tomados a pie de calle o a la sombra del quicio de la puerta de alguna tienda, o en el cruce de caminos con alguna conocida, y otros sabores, los más, como es de suponer, de la baja Edad Media, de la cocina de la abuela o de la célebre Celestina, con las afrodisíacas compotas, mejunjes, guirlaches o pastelones de cabello de ángel que elaboraba, a la vez que alimentaba con verdes troncos el fuego de la ardiente chimenea de Calixto y Melibea, o de la sin par doña Endrina, ducha en ambrosías y productos de la huerta o de andar por casa, cuando recelaba entre fogones de los requiebros y arrumacos de don Melón –alias del Arcipreste de Hita-, al razonar con suspicaces y picantes aderezos los lúbricos manjares en el libro del Buen Amor, diciendo: “La mujer que os escucha las mentiras hablando/, la que cree a los hombres embusteros jurando/, retorcerá sus manos, su corazón rasgando/, ¡mal lavará su cara, con lágrimas llorando!/ Déjame de tus ruidos; yo tengo otros cuidados//.

En esos ámbitos se desenvolvía Virtudes como pez en el agua. Si bien cabría señalar al respecto que las especias no eran santo de su devoción, utilizándolas solo en contadas ocasiones, y solía cocinar, asimismo, con una pizca de sal, ligeras gotitas de aceite, y siempre que podía recurría al fuego lento (el tiempo todo lo cura), acaso por el paralelismo que establecían entre sí las vicisitudes vitales, el arte culinario y la asidua conversación por esos mundos, como si la una se nutriese de la otra en una transmisión de vasos comunicantes, de forma que microscópicas películas se impregnaran clandestinamente del efecto mariposa, y si alguien le hacía un feo, ella no se inmutaba in ipso facto, pero lo introducía en la hucha de la memoria, y cuando venía a cuento lo pasaba lentamente por la túrmix, por la piedra, cual auténticos filetones de Ávila, o tal vez a la brasa, con tal beneplácito, que apenas se sonrojaba o notaba, pero que al cabo del tiempo se hacían tan ricamente, que los afortunados se chupaban los dedos, cobrándose con creces la apuesta o la inversión que hiciera, los puntuales caudales de la soterrada venganza.

Por ello Virtudes, nunca mostraba sus armas, no se precipitaba nunca en los pasos que daba. En semejantes lances no había quien le aventajase.

Una de las especialidades de la casa era sin duda la repostería, exhibiendo unas habilidades inigualables y una paciencia a prueba de bomba. Era digna de ver, inmersa en aquella espesa marea de platos, humos y aromas, sorteando recuerdos y embarazos entre las cacerolas y cachivaches de la cocina, con los fuegos encendidos a pleno rendimiento, y en llegando a ese culmen, se transformaba su firmamento, su cielo, no dándose crédito a lo que se contemplaba. ¡Qué desparpajo, qué escenas de levitación, cuánta parsimonia y compostura! Preparaba ricos y variados surtidos de almendraíllo, carne de membrillo, cazuela mohína, bizcocho, leche frita, pestiños melados y boniato en almíbar, entre otros.

Llamaba poderosamente la atención el resplandor tan intenso del semblante y de su pensamiento al manipular los nutrientes, solazándose sobremanera en semejante trance, como aletargada, en plácido éxtasis, acunada por el sueño de la felicidad, y todo ello hervía en contraste con la inmensa carga de dinamita o manojo de nervios que almacenaba interiormente, especialmente cuando se le contradecía, si bien a veces tarareaba con poca salsa alguna pegadiza melodía de juventud, de cuando se iniciara en los fulgores hormonales de cupido, dando rienda suelta a las debilidades y preferencias masculinas, rememorando amores platónicos del celuloide en los cines de verano de entonces, o de cuando tonteaba, soltándose el pelo por aquellas calendas juveniles, en los diferentes esparcimientos que frecuentaba a espaldas del progenitor -porque corrían otros tiempos, otros aires-, guateques, ferias, bodas, donde tampoco mostraba hartazgo, llegando a decir, estoy que me caigo de sueño, por mucho que trasnochase.

En esos dispersos parámetros se producía un ensamblaje perfecto con las labores culinarias, siendo asombroso el tiempo que resistía con las manos en la masa, aunque de cuando en vez –sellando las paradojas internas- se le escapase un pedo por lo bajini o algún indiscreto eructo o exabrupto por el fulgor del sufrimiento o cierta condena inconfesable –acaso el paraíso perdido- por pertenecer a la órbita del sexo débil.

Sin embargo, como nunca llueve a gusto de todos, cuando se ponía a freír huevos con patatas, o aderezaba pollo al curry armaba las de san quintín, semejando aquello una guerra galáctica, o la explosión horripilante de un polvorín, por los terroríficos crujidos que exhalaban, mezclándose el chisporroteo del fuego con el crujir de sus tripas, temblando los cimientos del edificio. No resultaba extraño que alguna rata que transitaba equivocada por aquellos lóbregos rincones brincara amedrentada, aullando como una loba acorralada por algún cazador furtivo.

No obstante hay que hacer hincapié en que cuando Virtudes más disfrutaba era en la noche de Halloween, embaucada por los bocados de los nocturnos embrujamientos, sumergiéndose en los ritos, tradiciones y costumbres que a pasos agigantados se van imponiendo en la sociedad actual. Era todo un espectáculo verla con su traje de bruja, de baño o de madona en la noche de Halloween, moldeando la masa, esculpiendo repostería del terror, dejándose llevar por el instinto artístico, elaborando enlutados y embrujados manjares como, dedos de bruja, pasteles de lápida, albóndigas de ojos sangrientos, sopa de calabaza encantada, muslos de escorpiones, croquetas de costillas de difunto o lo que más les apeteciese a los comensales.

En tales encrucijadas y en tan cruciales incursiones y diversos vaivenes, callejeros y culinarios, no cabía duda de que se cumplía al pie de la letra el dicho popular, al freír será el reír.

martes, 17 de enero de 2012

EL viajero



El viajero, venciendo mil y un escollos, se embarcó rumbo a las islas Afortunadas. La ocasión la pintaban calva para solazarse, disfrutando de una estancia placentera, y de camino incrementar los saberes geográficos y la estima humana, corroborando las palabras de Cervantes, Las luengas peregrinaciones hacen a los hombres discretos. Y siguiendo semejantes dictámenes, se dejaba llevar en cierta medida por los impulsos, insaciables a veces, para vivir nuevas experiencias y distintos ambientes, que le acosaban de continuo, considerando un acierto entregarse sin reservas a las inclinaciones más simples o acaso sofisticadas, dado que a lo mejor estuviesen algo oxidadas.

Por ello se propuso, como el trapecista en el circo, hacer sus pinitos en el teatro del mundo, en otros hábitats, y se lanzó decidido a la conquista soñada, aunque ello supusiese una osadía, al estar elucubrando en el interior un océano de innumerables beldades y hallazgos, que iría desgranando paso a paso por las rutas más sugestivas, incrustados en la caja de sorpresas de la hoja de ruta, y, en ese derroche de esperanza e imaginación, los concebía como la mayor hazaña que jamás hubiesen visto los siglos; toda esa empresa venía a cuento sólo por el mero hecho de irse de vacaciones a lugares tan lejanos, aunque reconfortantes; en tal sentido llevaba las de ganar, al situar las expectativas por las nubes, sus razones tendría, o al menos así lo enjuiciaba en el entrecejo, rumiándolo como algo único y digno del mayor encomio.

En un principio el viajero no tenía motivos para lamentarse y en cambio muchos para regocijarse, pues los avatares lo bendecían y le sonreían sobremanera por doquier. Los episodios se desenvolvían de forma plácida, amena, llegando a tomar un cariz harto sugerente, exótico, y en determinadas facetas se dibujaban incluso escenas con tintes eróticos, ya que, sin saber cómo, los eventos fueron in crescendo, de forma que le incitaban a despertarse de la modorra que lo amordazaba, y de cuando en vez percibía con sumo deleite el néctar de las felices revelaciones de los parajes, y no era cosa de desdeñarlo y menos aún tirarlo al mar, después del aletargado y soso invierno en el que había estado sumido.

El autobús lo transportaba por aquellos frescos espacios, atractivos unos y accidentados otros, aunque en modo alguno vírgenes, como alguien quisiera suponer en un alarde de esnobismo romántico, aunque en tiempos remotos lo fuese, debido en parte al incesante trasiego de amantes de la naturaleza y estudiosos que, estación tras estación desde tiempos inmemoriales, han discurrido por sus telúricas y volcánicas entrañas, desplegando sensiblemente las facultades, las velas, arrobados por los encantos y embrujos que respiraban, y al hilo de la trama, cuando mejor se sentía el viajero, y con más hombría vital lo disfrutaba, se topó con algo chocante y novedoso, al aguardarle un pequeño sobresalto donde menos lo esperaba, o quizá fuera una reacción por pura envidia, deslumbramientos casuales de los que luego cuesta bastante reponerse, al sobrepasar los límites del listón o los cánones establecidos.

Todo empezó al iniciar una incursión por los ancestrales lugares de la isla, viniendo a caer en las mismas fauces del lobo, la descomunal estatua que allí se erige a la memoria del último guanche, todo un dechado de virilidad, como si la escultora hubiera querido rendir pleitesía y honores a la sucinta realidad antropomórfica, no habiendo dejado nada al azar o en el tintero, y reflejar de un plumazo los méritos del prototípico aborigen, sin andarse por las ramas, con tibios eufemismos u obviar lo políticamente incorrecto, a la hora de plasmar en el bronce los atributos casi de película del personaje y su biografía, que así reza, con delicada letra gótica, en el frontispicio de la escultura; no hay duda de que fue ejecutada a conciencia, en cuerpo y alma, por artísticas y sabias manos femeninas, y puede que sólo se eche en falta algún tierno guiño o nerviosos movimientos de labios, y por las hechuras, de cabeza a pies, que muestra el fornido guanche, se deduce que trotó incansablemente por aquellas panorámicas, con los redaños de un genuino quijote, desafiando a rivales e intrusos, o poniendo a veces los pies en polvorosa, huyendo de la incivilizada civilización, harto de tropelías y negligencias de los mortales.

No será baladí ponderar que las costumbres y veleidades de los foráneos irían arrinconándolos, comiéndoles el terreno, imponiendo el ingrato trato, hasta el punto de que arribase a la isla una nube de paparazzi altamente pertrechados, con sofisticadas cámaras de última generación y numerosos artilugios, disparando como posesos a diestro y siniestro en ese campo de batalla, mediante meditadas emboscadas, por entre los matorrales y plataneras que pululan por aquellos lugares.

Al parecer el guanche era el arquetípico aborigen de la isla, nutrido con el potente sustento de gofio, el rico maná de aquella tierra, no pudiendo por menos que palparse las fecundas consecuencias, siendo un poderoso reconstituyente ideal, como el afamado eslogan publicitario del colacao de la década de los setenta, y está considerado como un magnífico generador de gónadas masculinas y demás miembros corporales, e incluso se puede decir, sin miedo a caer en extravagancias, que funcionaría como auténtico viagra allí donde se le requiriese, por lo que no resultaba raro que se le levantara un monumento como dios manda en conmemoración suya, con todo la parafernalia y el armamento preciso, emulando al forzudo e inmortal Caupolicán rubeniano, desafiando los azotes de la erosión y las frías ventiscas, siendo con su color negro de bronce el blanco de todos los flaxes y miradas de los avispados viajeros; sobre todo de la curiosidad femenina, más generosa y despierta en estas lides, que por algo nacieron hembras, en un gesto que las honraba, pues con la mayor naturalidad del mundo y en medio de una eclosión de risas y suspiros, quizá por influjo de los perfumes primaverales, ofrecían finas caricias y mimos en los dídimos como a un recién nacido, de suerte que retumbaban los candorosos olés de los presentes a mil leguas a la redonda, expandiéndose como el humo por aquel rudo y mudo cerro de los Realejos, quizá para darle mayor verismo a los aconteceres que se fraguaban en tales circunstancias.

Se diría que de aquellos veneros de las cumbres brotaba energía, vida, cargando las pilas de los más pusilánimes, hasta el punto de que el más necesitado de la expedición, al contactar con su hálito –todo una joya artística, con toda la fuerza engendradora acumulada- se vería tentado a emularlo, y a buen seguro que esa noche épica dormiría en ascuas, en el más dulce de los paraísos, rememorando la nostálgica época de los nativos tan bien dotados, cuando retozaban ufanos por sembrados y dehesas, colinas y valles, atravesando poblados, como el famoso Icod de los vinos, a las puertas del milenario drago, pletóricos de facultades, verdaderos tarzanes con la mona Chita a cuestas o sin ella, que alumbraban con luz propia aquellas tierras, rivalizando con los tentadores licores insulares, plátanos o patatas arrugadas, y el ya reseñado gofio, que engolfaba a más de uno, siendo elaborado con centeno, avena, maíz y trigo, inyectando en las venas sensuales aires de salsa cubana, lo que apunta a que pasarían innumerables tardes moliendo café a lo largo de los siglos.

Llamaba la atención el contraste entre la denominación toponímica de la isla y el hiperbólico tamaño de los pobladores, al elegir los nombres tan minúsculos, Pueblo Chico, Garachico, islita o las incontables calitas que colman las playitas.

El grupo turístico, que avanzaba a buen ritmo acompañado de la correspondiente guía, ya había saboreado la etapa dorada de la vida en los años mozos, sin embargo en esos instantes se rejuvenecieron milagrosamente y se divertían a raudales como en los mejores tiempos, bailando y cantando en aquel enclave de fructíferos campos, donde en épocas pretéritas los guanches, ajenos al tiempo y a la civilización, brincaron y trotaron a su aire día y noche.

Y toda una amalgama de remembranzas se instaló de repente en la memoria de los concurrentes, desinhibiéndose en aquella ofuscada mañana, llena de sal, sol y lujo climatológico, en pleno jolgorio de las cruces de mayo, y por la noche aparecían tatuados los corazones con los fuegos encendidos en los rincones de la isla, aunque un tanto turbados por el brote de caprichosos devaneos, entre la brisa que besa las frentes, y abren los pistilos del alma como capullos en flor, recordando a los últimos pobladores y sobre todo al de la estatua, recobrando la vida en los singulares puntos, no lejos de las cálidas aguas de la playa.

No cabe por menos que brindar por las dulces manos de tantas madrecitas, que tantos sacrificios han hecho, toda una vida dedicadas a los suyos, pero que en aquellos instantes, activadas por un secreto afán de resarcirse de los desconchones de las dilatadas y a veces convulsas convivencias en pareja, se soltaron el pelo y se dejaban llevar por la fantasía, como cuando jovencitas vivían en las películas amores platónicos o prohibidos con apuestos galanes, y ahora todo ello al socaire de la fresca brisa, jugando al escondite o a las prendas con el gran héroe en un arranque primaveral.

Alcemos la copa para brindar por el monumento, que se yergue majestuoso en la morena montaña, como testigo del verdugo del tiempo, con un par de cataplines, logrados a sangre y fuego, rubricando la estirpe de tan privilegiada raza.

Y en aquel ambiente de mudo asombro, luz y color, retumbaba a los cuatros vientos el son melodioso de la pieza musical…Islas Canarias, Islas Canarias…, y las vibrantes sensaciones del viajero se mecían como las olas, crecían y hervían entre la fragancia de las flores de mayo, inmerso en una vorágine de ilusión, satisfacciones y ensueño, como si los pensares y los andares fueran de la mano por aquellos contornos.

Tantos millones de lustros podridos o perdidos por las debilidades o bagatelas de los humanos, cuando la madre naturaleza, que es tan sabia, ha bordado auténticos primores en este pequeño universo tinerfeño, tan hermoso, divertido y sensible.

Las aguas que bajan de los veneros de las cumbres, henchidas de ubérrima vida, ayudan sin duda a que germine la vitalidad en los espíritus con múltiples sones y sabores, esparcidos por arriates y viveros de strelitzias, salvias, rosas y jazmines, descendiendo por los desfiladeros al compás de los vaivenes de la guagua, que a buen seguro saciarían la sed espiritual y física de los superhéroes que allí se amamantaron; sin embargo cabe hacerse la pregunta de rigor, por qué no extraer una brizna de aquella esencia viril, clonando el ADN, e inyectando H2O del Teide, y sacar ejemplares únicos, tal operación comercial redundaría en beneficio de las diezmadas arcas isleñas, acarreando una inusitada prosperidad, ahora tan castigada por la crisis, y apenada por la ausencia de aquellos colosos, con tanta espuma blanca, rivalizando con los embates del blanco oleaje, derramando sosiego y dulce placer entre los enamorados.

Sería bueno rescatar del olvido la leyenda guanche, y desde los picos del Teide, en el fluir del tiempo que nos devora, proclamar a bombo y platillo el proverbio latino, O témpora, o mores…

domingo, 8 de enero de 2012

Ora pro nobis


Esa noche se propuso no dilatarlo por más tiempo, y, ninguneando múltiples excusas, se puso a escribir lo prometido, una carta de amor al banquero. Quería deshojar los pensamientos cuanto antes yendo al grano, pero era víctima de la impotencia, no arribando a la mente alguna idea que le satisficiese, viéndose obligado a borrar todos los parágrafos que a trancas y barrancas plasmaba en la pantalla del ordenador. Y así un día y otro, no progresando en el intento.

No se explicaba la causa del bajo nivel de concentración por el que atravesaba, quizá porque cosa que escribía iba destinada al mismo blanco, al dinero negro que guardaban a cal y canto en las cajas fuertes del banco. Acaso no era de extrañar tales sucesos, si se piensa que cada vez que hilvanaba alguna idea, siempre se acordaba de las necesidades por las que pasaba, sin un triste euro en el bolsillo y sin unas perspectivas que le alegrasen la vida, y siempre acababa con la misma frase, ora pro nobis.

No había forma de que comprendiese que no estaba en la iglesia rezando ni nada que se le pareciese, sino en un piso hipotecado, casi como un okupa, con un pie dentro y el otro fuera, sobreviviendo como podía, dejando a deber los alimentos y la bebida en los sitios donde los adquiría.

En algunas ocasiones pensaba escribirle una carta de amor en toda regla, haciéndose pasar por una rica heredera de grandes posesiones de un tío suyo que emigró a América, y declararle el profundo amor que sentía por aquel distinguido director de banco, intentando buscar una coartada para denunciarlo por violencia de género y exigir a cambio una indemnización millonaria.

Realizó varias incursiones por los distintos ámbitos del pueblo para contactar con las capas sociales del vecindario más encariñadas con las ceremonias religiosas.

Y andaba en esos imperiosos asuntos, cuando llegó a sus oídos que se había puesto de moda en un pequeño pueblo limítrofe la costumbre de asistir un día sí y el otro también a la santa misa. Los ateos andaban revueltos desde un tiempo a esta parte, muy preocupados por esta oleada de devoción que había inundado los campos y los corazones de los habitantes, y se interrogaban atónitos, y con no poca expectación, qué tamaña recompensa recibirían a cambio para movilizarse con tanto ahínco, siendo arrastrados a tan monótona y dura obligación. Sobre todo las parturientas, que teniendo una incipiente y viva prole a su cargo con constantes balbuceos, necesitando mil brazos de cuidados, por ser primerizas o tener personas mayores a su cargo, se desentendían con tanta complacencia, aproximándose a los redaños del incienso.

No cabía por menos que preguntarse qué condicionantes habían hecho resurgir en sus pechos tan vibrante atracción, qué potente fuerza adictiva les empujaba contra viento y marea a semejantes actos, portando en sus rostros unas ansias locas por perderse entre las columnas y las aureolas de los santos del templo, oliendo a humo de vela y rescoldos de inciensos ya moribundos, dejando de lado los quehaceres domésticos y las apremiantes atenciones de los vivos.

Las beatas del pueblo entraron en cólera al sentirse arrinconadas, al pasar a segundo término ante el aluvión de los nuevos asistentes a los actos litúrgicos, y no ser atendidas con el dulzor y gracia acostumbrados, tanto por parte de las autoridades eclesiásticas como por los santos que pueblan los altares, al dedicarles todos sus guiños y parabienes a los nuevos fieles, encontrándose altamente cohibidas y nerviosas por tanta plegaria y tanto rosario y ora pro nobis como exhalaban, percibiéndose un rumor de oleaje marino con las velas titilando en esa superficie de mar en llamas y gases, cual erupciones volcánicas, que emanaba hacia las alturas.

La inquietud se fue acrecentando de tal forma que lo pusieron en conocimiento del prelado de la diócesis, a fin de que se les parara los pies y se les exigiese guardar la compostura, el respeto a las veteranas, y se les impusiera una dura penitencia cada vez que se acercasen por aquellos aledaños sagrados así por las buenas, con brazos sin mangas, pronunciados escotes o atrevidas minifaldas, pidiendo que les hiciesen la prueba del alcohol o de estupefacientes antes y después de los actos litúrgicos por si fuesen víctima de algún producto sospechoso ajeno a su voluntad, que perturbara seriamente la conducta o la salud, entrando como pedro por su casa, en la mismísima casa del Dios Padre.

Había a la sazón algún devoto que sobresalía del resto por el afán divino y el amor propio que ponía cada día en sus desplazamientos parroquiales, y era tan intensa la entrega corporal y espiritual que el cuerpo se rebelaba descaradamente al caminar, y se balanceaba la parte trasera como un columpio, dibujando sucesivas olas en el vaivén a lo largo del trayecto.

Tales fervores tan repentinos y acuciantes llamaron la atención de propios y extraños, sobre todo de los pueblos vecinos, creando alarma social hasta límites insospechados, pues parecía como si una inmensa carpa se hubiese desplegado sobre sus cerebros fuertemente, con terribles garras y garfios clavados en su horizonte, como una camisa de fuerza de los internos de un psiquiátrico, y produjese estragos en las masas, al intentar evadirse, cansadas de tanta brega y lucha por la vida, en mitad de las enclenques economías y los fríos reinantes en sus vidas.

Cundió la impresión de que se lanzaban alocadamente por unos precipicios de muerte conyugal, soltándoseles la lengua después de los eventos litúrgicos, en que rezaban y rogaban sin parar por los pecadores, los pobres de espíritu, los huérfanos, los desamparados, los amantes del peligro, ora pro nobis, ruega por nosotros, pero las muy devotas se perdían posteriormente en la oscuridad de la noche por las empinadas cuestas de las callejuelas, callejones y ardientes movidas del entorno, sin saberse a ciencia cierta cuáles eran sus prístinas motivaciones.

Tal vez pensaran ir poco a poco taladrando el grueso tronco de la vida y solazarse a la sombra de un espeso árbol en un nuevo nido con otros pollos, o a lo mejor con unos pardillos perdidos en nocturnas timbas.