jueves, 26 de septiembre de 2019

Adiós

Resultado de imagen de un triste adiós





No aceptaba una despedida por las bravas. En la agenda guardaba la fecha de la cita con todas las consecuencias consciente de que las palabras se las lleva el viento, emulando el verbo bíblico, “eres piedra y sobre esta roca lo edificaré… y no podrán contra ella”, y pleno de facultades y en su sano juicio se sentó a esperar a Eugenia en el lugar convenido aquel mes de septiembre al término de las vacaciones, y la ansiaba con tanta fuerza que aparecía tatuada en la mirada formando parte de su ser.
   No recordaba la última vez que se sintió feliz en una cita.
   Nadie podría arrancársela por mucho que se empeñara, pues se vería obligado a amputarle un miembro o algo similar, si lo pretendiese.
   Las manecillas del reloj seguían impertérritas su curso, y la traviesa y rubia cola de caballo no aparecía ni por asomo. La incertidumbre y desconfianza se iban apoderando de su estado de ánimo anegando sus neuronas con envenenado líquido que le chorreaba por las sienes como aceite hirviendo, corriendo el  riesgo de acabar con su vida.
   En esas entremedias cogió el móvil para verificar las últimas notificaciones y de paso matar el tiempo intentando evadirse de la incertidumbre que lo amordazaba, y hacía bien porque de esa forma sujetaba las bridas de los instintos superando los malos tragos, evitando males mayores.
   Y en tales coyunturas reflexionaba sobre el affaire rumiando suposiciones, turbios murmullos o tal vez aviesos desaires ponderando la actitud de Eugenia por si hubiese cambiado de opinión emprendiendo otras travesías.
   El augusto y lento verano trascurría con los rigores de costumbre, las engorrosas inclemencias caniculares, y no por unos fríos íntimos e inexplicables, dado que en tal caso sería bastante trágico que urdiese venganzas nunca confesadas, sino antes bien por las calenturientas horas y largos días que se acumulaban a lo loco y plantándose en mitad de la calle y plazas profiriendo a voz en grito: esto es mío y me pertenece, no habiendo nadie que los mande con la música a otra parte, que bastantes músicas pululaban ya por aquellos parajes.
   La cuestión era que Eugenia no daba señales de vida por ningún resquicio de la tarde, y la noche ya se echaba encima extendiendo sus garras por el entorno a marchas forzadas.
   Y seguía esperando con la paciencia de Job a que llegase con su alegre cabello al viento desafiando la gravedad y los torbellinos de microscópicas y dislocadas particulillas que revoloteaban en nuestras mismas narices.
   Hay que señalar que siempre fue una moza de armas tomar y muy suya, no amedrentándose por nada del mundo. Mas la escena no pintaba bien, saliéndose a todas luces del guión, al no casar con las más elementales pautas de cortesía y sentido común.
   Una carta mal escrita fue el único testimonio en todo el lapso de tiempo, a pesar de que porfiase que la cita seguía en pie, no cuadrando en absoluto con la realidad.
   Él sabía de buena tinta que ese año se marcharía ella a los Países Bajos no a hacer la mili en los Tercios de Flandes como antaño iban los mozos cuando pertenecían a la corona española, sino que se trataba más bien del ensalzado curso de Erasmus, tal vez la panacea o campus abierto para escalar los más altos peldaños socioeconómicos o de intelectualidad, o a lo mejor para poner en órbita cerrados cerebros en conserva, y durante tan seductora estancia erasmista se suponía que la vida se transformaría milagrosamente cuajando su fruto, o al menos así figuraba en las estadísticas oficiales, si bien habrá que guardarse muy mucho de no minusvalorar la reacción que pudiese tener Erasmo de Róterdam si levantase la cabeza y le preguntaran al respecto, al ser un humanista hasta la médula, exigente como nadie de la ciencia y avances de la Humanidad, por lo que no se sabe si daría el visto bueno a tanta algarabía o al alegre montaje cultural levantado a su costa.
   Sin entrar en profundidades, pero desgranando un poco las ventajas o perjuicios del paréntesis universitario denominado a bombo y platillo el ya mencionado curso de Erasmus, como si fuese la piedra filosofal de la salvación humana, que a bote pronto no se sabe siquiera de dónde extrajeron tan altisonante denominación o qué arúspice en un chispazo de inconmensurable lucidez y progreso europeísta dio en el blanco de tal vocablo, que por cierto podría haberse llamado por ejemplo, Elio Antonio de Nebrija, autor de la primera gramática de la Lengua Española, o Cristóbal Colón por su gesta americana o el mismo Marco Polo pongamos por caso, no desmereciendo ninguno por sus esfuerzos en pro del desarrollo de  la vida humana, y llegados a este punto ¿por qué no el inventor de la penicilina, Alexander Fleming, que tantas vidas ha salvado y sigue salvando?.
   Pues bien, Eugenia, haciendo caso omiso de la etimología de su onomástica (del griego, eu: buen, y genio: origen, es decir, bien nacida) resultaba que en el caso que nos ocupa no se ajustaba a las expectativas, de manera que trascurrió respingona y errática la tarde sin que ella apareciera.
   Pasaron los días, los meses y años pasaron, y al cabo del tiempo encontró en el buzón de su apartamento de la playa una carta mal escrita, más que nada porque al plasmar las emociones pareciera que tuviese párkison, amnesia o alguna rara patología que no le dejase ir al núcleo del asunto, escribiendo evasión o autonomía personal o igualdad de género donde debiera figurar la palabra Amor o cariño con mayúsculas, y otras cosillas por el estilo que es mejor olvidar, no cogiendo el toro por los cuernos y trasmitir la esencia de lo que sucedía en la trastienda.
   Y según iba desgranando los puntos de los parágrafos, los obtusos vericuetos y frases a medias, así como  las ausencias de hechos relevantes que chillaban con furia, y que se veían venir, sin embargo no llegaban a salir del cascarón.
   Finalmente vomitó por sorpresa, refiriendo que había sufrido un secuestro al llegar a Bruselas, no pudiendo embarcar en el avión que le llevaría a España aquella aciaga tarde llena de acariciadas esperanzas y tiernos proyectos, o dicho con otras palabras, que partían los corazones o despertaban a las piedras, porque aquel día iba a desembuchar lo que tan sigilosamente guardaba en secreto, declararse a ella, pedirle la mano o mejor su corazón para construir juntos un nido de felicidad, reluciendo en su frente, cual marmóreo frontispicio griego, la ensoñada sentencia, I love you.
   Y una vez concluida la carta, se fraguó el adiós, la triste despedida.
   Tan sólo quiso recordarla con unas heridas y frustradas palabras que le brotaban como agónicos suspiros:
   Ni en los ojos, ni en tu pecho,
   ¿En dónde me acogerías?
   ¿En el aliento, en tus suspiros?
   Dime entonces, ¿dónde enterrarías mis sueños?