sábado, 9 de junio de 2012

Presentación en los Guájares (Breve bosquejo de las crónicas de un pueblo)

                
               

   No ha mucho tiempo traía en la valija mi progenitor (y a veces el que os habla) cientos de miles de misivas impregnadas de sal, sudor y tiernas caricias, auténticas cartas de amor, de padres, novias o abuelos, en las que se desgranaban desconchones del alma, manojitos de emociones, nostalgias, frescas noticias, provenientes de los puntos más remotos del globo, y llegaban radiantes, cual errantes golondrinas en primavera, desde EL Aaiún, Alemania, Francia, Suiza, Holanda, Bélgica, Sudamérica, Cataluña o País Vasco, en unos tiempos un tanto huérfanos, ortopédicos y constreñidos por la carestía vivencial, por las ausencias o por raros avatares, tales como guerras, dictaduras, hambre, exilio, desamparo, y hoy, cual súbita lluvia de primavera o acaso como un reto, se revive en cierto modo aquella savia, con mi fugaz presencia, entrando por la ventana de vuestras vidas, con un puñado de ilusiones, de mensajes labrados con variopintos hilvanes acuñados en diversas historias de ficción, de Rotos y Descosidos (así se titula precisamente el libro), pero con personajes como la vida misma, con la esperanza de que, al igual que entonces, germinen en vuestros sentires, y sirvan de estímulo para prósperas cosechas, recolectando excelentes frutos de energía y regocijo en estos tiempos que corren, capitaneados por elementos adversos, crisis, enfermedades o desafecciones por momentos tan a flor de piel.
   No es fácil adaptarse a los fríos reinantes, que achuchan hacia la Torrentera, a la incertidumbre o a la vuelta de las esquinas de la Calleja, el Rincón, el Tesillo, las Cerillas, el Cañuelo, el Managüelo, la cuesta de la fuente o de la Hoya o el Barranquillo, por donde trotaban no ha mucho los chiquillos jugando al escondite o con las bestias los mayores, aunque lo mejor será situarse en lo más certero, en el centro neurálgico del pueblo, en la puerta del Pósito, donde se cocinaban los más ricos guisos, y pululaban las revelaciones del día a día, y donde solían verse los vecinos, especialmente en días de fuertes lluvias, de paro forzoso, escuchando lo que merecía la pena, ofertas de empleo, la salud de alguien enfermo, el precio de la aceituna o la almendra, el sorteo de Navidad o del Niño, las hazañas de los deportistas, comentando los contratiempos de la naturaleza (sequía, cosechas perdidas, ruinosas tormentas arrasando bancales, o las pequeñas islas labradas en las orillas del río de la Toba o de la Sangre o del río Grande, penetrando por entre los espinosos vericuetos y ramajes del árbol de la vida de los vecinos, hasta llegar a estas fechas, que nos ha tocado vivir.
   Unas veces se caminaba cojeando o en burro con las alforjas medio llenas, y otras, cargadas de desesperanza o negro carbón, como algunos niños en el día de Reyes, pero la mente humana, y sobre todo la de los guajareños, rompiendo impedimentos, se han caracterizado siempre por lanzarse a la conquista de la vida, yendo a donde hiciera falta sin tirar la toalla, sin sonrojos o trabalenguas, por muchos cuentos que contasen. 
   Al hilo de lo que nos ocupa, no vendrá mal desempolvar algunas tradiciones y vivencias, casi caducadas, que apenas circulan por nuestras neuronas, como pasa con la famosa peseta, y tantas otras cosas de los aconteceres cotidianos. Así, la presa de la antigua fábrica de la luz, adonde se desplazaba el que podía a darse un remojón, aliviando los estragos de la cuesta de Panata, de los Palmares o de las lomas cercanas. Las Huertas y la Minilla, a donde acudía la gente con cántaros o pipotes, como a un milagroso balneario, a tomar las aguas, a desentumecerse, y donde la juventud se concentraba bulliciosa en encendidas conversaciones, brotando dulces efluvios, el amor.
   La trilla en las eras, un espectáculo único, sobre todo para los más pequeños, que se volvían locos subiéndose en aquellos artefactos, y esquiaban desmelenados, como en fantásticos trineos, sobre las pajas de las sementeras.
   Las parejas de novios, sentadas al oscurecer en la entrada de las casas, cerca de la puerta por si, por algún mal entendido, hubiese que salir en estampía, masticando secretos con los ojos entornados, con la futura suegra encima cosiendo un roto o poniendo los puntos sobre las -íes, fiscalizando en todo momento el misterioso cuchicheo. La rebusca de aceituna o almendra de los zagales por los esquilmados terrenos y mesetas, a fin de juntar algunos arrimos para ciertos caprichos y gustos, chuches, tortas o el rico helado mantecado.
   La fiesta de los quintos de reemplazo el día que los tallaban en el Ayuntamiento, que compartían un pantagruélico almuerzo de carnero o lo que se terciara, aunque siempre con el alma encogida y ansiosa por descubrir el destino que les deparara la diosa fortuna.
   Los niños pastores, con minúsculos rebaños, como otrora el famoso pastor y poeta de Orihuela. Las correrías de los muchachos por la vega, huyendo del guarda de turno, que incitaba a locas carreras por balates y acequias huyendo de la metralla, que silbaba por entre la silenciosa atmósfera fondonera, llegando algún desafortunado mozalbete a dar con los huesos en los calabozos.
   El lúdico sacrificio del pobrecito gallo en mitad de la plaza, en los albores del mes de enero, siendo amarrado boca abajo a una cuerda, revoloteando muerto de miedo, esperando el golpe de gracia de una mano atrevida e invidente, que, con los ojos vendados, se prestase a tal divertimento ajusticiador, previo pago de los arbitrios y aranceles para las arcas de los mayordomos. Los bailes en la Placilla, con un juego algo maquiavélico, generador de no pocos celos, en que alguien pagaba unas monedas por cambiar de pareja, con la actuación de los nunca suficientemente valorados músicos del pueblo, que con guitarra o bandurria y botella de anís la armaban cada noche, levantando la moral y el ánimo de los asistentes sin límite de edad, danzando al mismo tiempo abuelas y nietos.
   Los estruendosos bautizos con el exuberante maná de monedas que caían, como lluvia de mayo, sobre las cabezas y los corazones de chicos y  grandes, siendo los grandullones los que finalmente trincaban la mejor tajada. Las fiestas patronales, lo más grande, la apoteosis por excelencia para propios y extraños, con los puestos de algodón de azúcar, de turrón, de peladillas, los tenderetes de golosinas, las bandeloras de colorines, y las viejas casetas con todo tipo de artilugios de lo más divertido, aunque lo más aplaudido eran los fuegos artificiales, cohetes y más cohetes y un sinfín de ruedas incandescentes, ratas voladoras y tracas que transformaban en claro día la oscura noche, remedando las fallas valencianas, en que se conmemoraba el día de la patrona, la Virgen de la Aurora, y luego vendría el día de San Antonio y el de San Valentín.
   San Lorenzo en Guájar Faragüit, con aquella gigantesca noria, que cubría gran parte de la plaza, imponiendo un respeto imponente, dando vueltas y más vueltas casi hasta tocar el cielo, bajo la atenta mirada de los más pequeños, y a continuación la procesión del santo, con la colosal y generosa estructura de fuegos artificiales; y cómo no las no menos celebradas fiestas de Guájar Alto, también con la Virgen de la Aurora, rivalizando codo con codo con las de Guájar Fondón, al coincidir en la misma fecha.
   El jolgorio festivo se iniciaba al amanecer con el desfile por las calles de la banda de música, que tocaba diana con un pasodoble torero o una marcha militar. La gente se vestía con sus mejores galas, y la alegría brotaba en todos los rincones del pueblo, y se sucedían enfervorizados vivas a la patrona.
   El juego de las charpas, en que los hombres en corro arrojaban al aire dos monedas, y ganaban o perdían unas pesetillas o duretes o todo lo que llevaban encima, según viniese la suerte de cara o cruz. En Semana Santa enmudecían las campanas y rugían las carracas, infiltrándose sus pesarosos lamentos por entre las rendijas de los sentidos y de las puertas de las casas, mezclándose con sentidas saetas recordando a algún ser querido a la sazón ausente.
   Las bodas constituían todo un fastuoso acontecimiento, que marcaba un hito en el pueblo, decorando las sienes y los cuerpos de unos y otros con elegantes atuendos y opíparos banquetes, olvidando las penurias y estrecheces. Asimismo las comuniones, en ocasiones con ricos engalanados o entorchados marineros los más pudientes, ornándose con montañas de flores por todos los rincones, sembrando el ambiente de una eterna primavera.
   Las sonadas cencerradas, en el silencio de las noches felices, por el ayuntamiento de la pareja rota por un tiempo, tras haberse restañado. Y los novios más impacientes que, liándose la manta a la cabeza, se subían a un tranvía llamado deseo, cual célebres estrellas del celuloide, rumbo al río Grande o a la era, empujados por la libido, dejando por el camino perdida alguna pertenencia.   
   Y cómo dejar en el tintero los tres molinos que a la sazón bregaban en la villa, suministrando a visitantes y lugareños, cual buque nodriza, el combustible para vivir, el aceite y el pan tierno, así como la industria del esparto, la esencia de los tallos de romero, la siega de las sementeras, la monda motrileña o la vendimia gala, etc., etc.
   Y no puedo terminar sin resaltar la labor encomiable de los compañeros tertulianos de Almuñécar y Nerja en las tareas literarias, por su inagotable fervor, encendiendo la llama creativa, truene, relampaguee o se atraviese el más árido y áspero de los desiertos.