lunes, 29 de abril de 2013

Las aguas bajaban revueltas







                                


   No podía explicarse la mutación que había experimentado en su vida de la noche a la mañana. Cuando se miró al espejo no se reconocía, creía ser otra criatura, un ser de su vida anterior, y que vino a la postre a reencarnarse en un esquivo ratón.
   Pasaba el tiempo tumbado en la arena de la playa taciturno, desnortado, y reflexionaba sobre el origen de la humanidad, sobre la primera piedra o los primeros pinitos que hizo el ser humano en el universo, en un intento de escudriñar los subterfugios y enigmas prehistóricos, sumergiéndose por los túneles del tiempo y de la incongruencia, acerca de si antes de ser él mismo, probablemente pasó por varios estadíos, crisálida, mariposa, rana, jumento, gallo o erizo, pero según iba desentrañando los más diferentes estratos metamórficos, los diversos roles de los reinos de la naturaleza, y las intrínsecas formas de expresarse, no las tenía todas consigo, llegando a desconfiar hasta de su sombra, porque rebuznar, lo que se dice rebuznar en sus justos términos, bueno, no le traspillaba la garganta ni la lengua, no lo hacía tan mal, pero reproducir las onomatopeyas anímicas del resto de las sensaciones cósmicas, ya era otra cantar, pedir demasiado, llegando a la conclusión de que lo más probable, a simple vista, sería conjeturar que engrosaría la lista de seres especiales, un raro ejemplar de los que surgen cada x espacio de tiempo en el magma de los embriones naturales por puro capricho, y que él existiría por un lapsus de los millones de imponderables que se ciernen en los inmensos designios de los planetas y la vía láctea o de los sapientísimos sabios que pilotan la nave del olvido o de las factibles casualidades, pero que era a todas luces imperdonable para su altura de miras y las dignísimas cualidades y atributos congénitos en sus sienes.
   Sin embargo, ahondando en los ancestros, escarbando y atisbando en el turbio ayer, arribó, sin apenas percatarse, en los años o días sempiternos que estuvo aprisionado con tantos animales, pisando excrementos e inhalando malolientes aires en el arca de Noé. De esa remota estancia recordaba las abruptas y rocambolescas correrías y vuelos que realizaba como paloma (allí figuraba como paloma de blanco traje), una paloma con un lunar negro en el buche, que aún lo evocaba, sobre todo cuando estornudaba, con bastante nitidez, y que un día de espantosa tormenta, quiso hacer de mensajero, advirtiendo a toda la tripulación y a la comarca por la que navegaba de los peligros y estropicios y tropelías que se estaban generando por las torrenciales lluvias que se vislumbraban en lontananza, y sin consultar con el capitán de la nave –el arca de Noé- se escapó volando como paloma que era por un ventanuco, que tenía la hoja atada con gruesas cuerdas de esparto del puerto de donde embarcaron, deshaciendo el nudo, y llevó el mensaje a todos los supervivientes que aún pugnaban entre la vida y la muerte, con la panza atiborrada de agua putrefacta, con gusarapos y hasta sapos por la abundante lluvia, pero por lo visto lo tomaron a broma o por un loco, una paloma (es lo que era entonces) desquiciada que se equivocaba como la de Alberti, “Se equivocó la paloma, se equivocaba/. Por ir al Norte, fue al Sur/. Creyó que el trigo era agua/. Se equivocaba//”, y empuñando una escopeta que tenían a mano unos desaprensivos le dispararon a bocajarro, y al recibir el impacto, se transfiguró de manera inminente, convirtiéndose en un raro ratón, y a partir de de ahí fue dando tumbos y más transformaciones hasta hacerse un hombre, pero un hombre ratón, lo que le mosqueó sobremanera, porque él había oído hablar del hombre lobo, pero no de su affaire actual.
   Tal conversión no le satisfizo, en todo caso hubiera consentido ser otro animal cualquiera, un delfín, por ejemplo, y jugar alegremente con los niños o hermosas doncellas ligerillas de ropa o en topless en el lento y augusto agosto por aquellos andurriales haciendo pompitas de jabón, o un galgo o un gallo cantando por las mañanas la buena nueva del amanecer a la vecindad, trayendo buenas vibraciones, pero no, ni siquiera llegó a ser hombre lobo, y parecía como si ya figurara su efigie escrita y rubricada en las insobornables profecías de Isaías, Jeremías, Oseas y demás autoridades del ramo, como un actor en el gran teatro del mundo en el que nos movemos, en el cual cada uno tuviese ya asignado su papel, la máscara con el personaje, y a él le hubiese tocado ser un chirriante ratón –tal vez pensase que si al menos hubiera sido un ratón colorado, todavía-, y una vez acabada la función y bajado el telón, apaga y vámonos, limpiarse los tatuajes, pinturas y algunos extraíbles genes y mudar de faz, colocándose su atuendo y continuar las labores cotidianas, como acudir el miércoles a la tetería nerjeña del Zaidín en calle Granada, precisamente, ¡bonita ciudad ésta!, cuya arábiga toponimia – Zacatín, Albaycín, Sacromonte, Almanjáyar, Alcaicería y el inconmensurable Castillo Rojo -es de ensueño, con las nevadas cumbres, y en las faldas las olas de blanca espuma del Mediterráneo acariciándole los pies moriscos con mimosa ternura, y a renglón seguido, subiendo un escalón, zambullirse de cabeza en las ardientes aguas de la creatividad, practicando el juego del boca a boca, de las palabras, de la pluma que vuela por las páginas en blanco, volando con las voces en el pico del bolígrafo por los lugares más endiablados o dulces y serenos en un dispendio de sonrientes y despeñadas primaveras, preñadas de inolvidables vigilias y vivificadoras beldades, que discurren tiernas y saltarinas, aguas abajo, por los ríos de la imaginación.       
    
    



  

domingo, 14 de abril de 2013

La cofrade








                                                                 
    No encontraba la cofrade el vestido, la vela, el rosario, la peineta, el báculo de oro, el neceser de manicura, todo andaba manga por hombro, perdido por los rincones de la casa, y no había manera de enderezarlo. Era tal el desbarajuste que, Dios la perdone, pues casi falta a la cita y no puede cumplir la promesa, satisfacer sus religiosas aspiraciones, acompañar al Santo Cristo de la Buena Muerte en cuantito pisara las calles empedradas del pueblo.
    Después de no pocos sofocos, por fin sale, toda emperejilada hasta el último detalle, debiendo sortear las desenfadas risas y bromas de los transeúntes entre acera y acera, los llantos de los fatigados bebés, los gritos y empujones de los zagales correteando a calzón quitado por la calzada; contrastando todo ello con el callado esfuerzo de los costaleros. Los huecos en las solitarias esquinas de las calles le permitían avanzar más rápidamente rumbo a la cabeza de la procesión, subiendo y bajando cuestas, dando algún que otro tropezón con los empinados tacones, como si transitara por las ásperas calles de Galilea camino del Gólgota.
   La cofrade, con los principios muy bien trenzados, y una vez recuperado el equilibrio primigenio y  las divisas que poblaban su cerebro, se va introduciendo en el ambiente, olvidando las nerviosas horas de búsqueda y con el reloj en hora, y empezó a cantar, como un legionario más, la canción El novio de la muerte, que en esos momentos interpretaban, con el Cristo ensangrentado en su pecho, emprendiendo azorada el camino de la dura pasión, el más negro y descorazonador en el día del amor fraterno, el jueves santo, habiendo depositado en la mochila las quemaduras imaginadas y las migrañas celestiales del subconsciente, al objeto de sentirse una persona hecha, formal, íntegra.
   En su concienzudo espíritu se incrustó el desfile procesional con sobresaltados latidos, meditando sobre los distintos rostros de las imágenes que procesionaba la cofradía por la vía pública.
   El gentío contemplaba expectante el suntuoso y solemne despliegue de semana santa, estandartes, horquilleros, la banda de música, las autoridades eclesiásticas, civiles y militares, los pasos, los penitentes y las circunspectas damas con mantilla y demás parafernalia.
   La cofrade, en ciertos momentos, andaba algo confusa, entre el chisporroteo de las velas, el ciego apego a los sacros pasos en una atmósfera rara de mucho ajetreo, ruidos, chismorreos y las críticas más dispares a las cofrades que se cruzaban sobre la marcha:
   -Mira aquella –se oía una voz-, qué vanidosa, ¿quién se creerá? Si sus padres no tenían donde caerse muertos, y lleva un collar de perlas  y el báculo  de oro de la virgen del Consuelo, no se puede creer.
   -¿Y por qué no?- dice alguien.
   -Porque no se lo merece, no reúne el pedigrí  para figurar ahí –.
   -Si aquí lo que vale es la fe-.responde alguien por detrás.
   -Ya me río yo de eso, lo hacen par vanidad, por aparentar, para salir en los medios y estar en boca de la gente, y exclamen, es persona distinguida, de buena familia, guapa y con mucho señorío, - apostilla alguien al fondo.
   -Pues no se entiende, si Cristo nació en un pobre pesebre, menudo chasco, qué carretón - farfullaban otros entre el tumulto.
   La procesión llega a su fin, y los sufridos costaleros, ahora más satisfechos y contentos por la labor realizada,  van colocando los distintos pasos procesionados en los respectivos espacios del templo, y a continuación se dirigen junto con los más allegados de la cofradía hacia el banquete que les aguarda para celebrarlo, como recompensa por los estragos del martirio, y reponer fuerzas, repostar, aunque durante el trayecto han ido picoteando por los distintos bares en las pertinentes  pausas por las callejuelas, apuntando el importe de bebidas y bocatas a cuenta del santo de su devoción, la cofradía de turno, y ahora viene el broche del proceso, el agasajo postrero, y empiezan a brindar, a dispararse los morteros con toda la balística que duerme en sus entrañas, y estalla la reivindicativa y presuntuosa batalla, manifestando unos a otros su malestar con cierta envidia y arrogancia, “aquél no ha dado ni golpe, no arrimaba el hombro, “aquel otro tiene un rostro que se lo pisa, sólo  masticaba chicle”,” mi espalda está dolorida, era la que de veras soportaba el peso del Cristo”, “¡qué cara tienen algunos!”, y ahora aquí a buen seguro que querrán beber y comer  por cuatro, como si fuesen los privilegiados de la película, los que se han partido el pecho”, y es que no puede ser, peroraban con ímpetu, “qué desfachatez, siempre lo mismo, mira ése, ya lleva seis cervezas sin resollar y no sé cuantos bocatas, y acaba de llegar”…
   Comida hecha, mesa deshecha. Y cada mochuelo a su olivo.
   La cofrade, para continuar con el hálito austero y vivo de la pasión y los gloriosos efluvios de éxtasis, enciende la tele y se zambulle sin reparos en las nauseabundas aguas televisivas, en los programas ofrecidos en esos días de manera especial para contrarrestar y distraer a las turbas de infieles, los ateos de toda la vida, las criaturas desahuciadas de Dios. Aquellas que vuelven la espalda a la sagrada liturgia; y sin embargo, el espíritu aventurero e indagador de la cofrade se mete de cabeza y se duerme en los laureles de tales carnes caducadas, recreándose sin perder ripio, navegando por canalillos y cloacas, culos y cuentos divinos, que poco a poco van contribuyendo a que su eufórico espíritu se santifique aún más si cabe con las aguas benditas de los programas bazofia, que, como becerros de oro, se idolatran en los inanes altares con la inconsciencia más sustanciosa
   Las devotas citas  y rituales del ánima de creyente continuarán en invierno y verano, encuentro tras encuentro en la mansión del Señor, entierro tras entierro, y después, el muerto el hoyo y el vivo a vivir que son dos días, de modo que las comensales (de forma sagrada) se pierden por los rincones y conventos de moda, tomando suculentos tentempiés u opíparas raciones, con la llama encendida de la fe ciega en la inmortalidad de las almas y su triunfal entrada en la gloria, en una loa a  las almas limpias, no impuras ni glotonas, pues éstas recibirán la justa penalización por la desidia exhibida ante los estilizados rituales de los espíritus, que velan en todo momento por superarse y purificarse de las originales máculas y lúbricas liviandades;,
   Y poco a poco se llega al trance final, al término de la opereta, el trueque de la teoría cuántica en 3D, trimensionando los anhelados placeres, las báquicas creencias en funerales acartonados, en carruseles de fantasía para trucar el nombre de la rosa, de las cosas, no llamando al pan, pan, ni al vino, vino, en un ensortijado de madejas de estrafalario capital, adulterado por la estulticia de la persona, enterrando en sórdidas zanjas las posibles perlas que pudiesen aflorar en tantas circunstancias y tardes perdidas en beaterios sin cuento, en desaliñadas hazañas, disfrazadas de píos ceremoniales en mitad del hastío de la sinrazón que se apilan en las sienes, burlando la cordura humana.
   En los ratos de libre albedrío, la cofrade diseñaba Cristos de mamarracho, cubriéndose las necesidades más perentorias, apuntando a su altura de miras, yéndose por los cerros de Úbeda, y mirando para otro lado ante la  hecatombe hambruna o las hirientes tristezas del género humano.
Y se dormía con la conciencia remansada en un lago azul, inundado de nenúfares, verdes juncos y mimbrales, ponderando las indulgencias que había engullido y acumulado pateando las empedradas calles del casco antiguo, pisando la escurridiza cera del perdón, consagrándose a la impostura de su efigie, a la que denominaba el  Cristo de la Buena Muerte, que le infundía el sosegado deleite de Eterna Vida.
    
                                       







                                                                 
    

miércoles, 3 de abril de 2013

La duda









                                                

   Saltó de la cama donde dormía cual tigre envenenado, como si una pesadilla le acribillase a balazos por mor del sueño repentino de un incendio o un atraco a mano armada –como si la policía armada o grises le atacasen por la espalda confundiéndole con los espaldas mojadas, o tal vez por pegar octavillas clandestinas en el negro muro de la iglesia del pueblo en la dictadura-; el caso es que salió de su casa en menos de lo que canta un gallo sin dejar ni rastro, borrándose del mapa como aquel que dice.
   Lo más curioso era que con lo quisquillosos que son la mayoría de las veces los más cercanos a las viviendas no se alarmaran lo más mínimo o murmuraran sotto voce sobre tales disquisiciones, ponderando el acto como alguna vendetta o un ajuste de cuentas más de tantos cuantos se dan en cualquier parte del mundo, y sin tener que irse a tierras sicilianas o a los puntos más calientes del globo, para que esto ocurra.  
   Los vecinos, afanados en sus cosas, no echaron en falta semejante lance, ocupados como estaban en sus quehaceres domésticos y obsesiones permanentes siguiendo la rutina diaria.
   Una vez que hubo ahuyentado los súbitos e inminentes peligros que se cernían sobre su testuz, fue perfilando otras pautas para transitar por la vida más seguras y placenteras, como la búsqueda de una nueva planta de persona, pergeñando generadores que propalasen unos vientos más tonificantes, sin adhesiva adrenalina ni trombos extraños, y de acuerdo con su fuero interno decidió abrirse camino subiéndose al tren de las reconfortantes corrientes que arribaban por primavera, abriendo la cáscara de su duro núcleo, desplegando unas ardorosas alas y volar mañana y tarde de manera incansable de encuentro en feliz encuentro, de deleite en deleite, de flor en flor, remedando las envidiables estelas del colibrí, sobre todo del más dotado para ello por su descomunal pico, libando el néctar que atesoran las acciones atractivas y las fragancias de las flores más sutiles, que duermen en campos donde las rosas se desvanecen por la muerte prematura del amor o la pérdida irreparable de un corazón malherido.
   A pesar de que la duda lo cubría de pies a cabeza en primavera e invierno, no obstante titilaba en sus aguas marinas de un azul intenso cierta esperanza, y se moría por construir canales de comunicación y puentes de orilla a orilla por el temor a morir aislado en algún islote, como si se viese sumido en un intransitable sumidero y se esforzaba en recrear la misma estructura de Venecia, con sus innumerables canalillos y puentes pugnando entre sí por llevarse la palma y ser el más coqueto, eficiente y sonriente al viajero, salvando amistades o soterrando inicuas mezquindades.
   Tenía presente en todo momento los actos fallidos de la existencia de los mortales: bien, el olvido de onomásticas de amigos, de topónimos orográficos o urbanos, de frases hechas, de fastos, recuerdos y proverbios; bien, lapsus linguae o cálami, erratas disléxicas en lectura y escritura, leves desvíos de impresiones, intenciones o bosquejos; o bien, parapraxias sintomáticas o deliberadas creencias en fanáticos y supersticiosos determinismos por acción u misión, corroborándolo todo ello con las concienzudas doctrinas del prestigioso Freud.
   Todos ellos los había rotulado ricamente con los colores del arco iris en el cielo de su cerebro y en la agenda verde que guardaba en la mesita de sus sueños, recordándolos meticulosamente cada noche, y más tarde los grabó en el frontispicio de su habitáculo, perfumándolos con las emanaciones de su más sincero aliento, que se diluía con ligereza en blanquecinas humaradas por los microscópicos rincones de su espíritu y de la habitación, habilitándose de esta hechura como un acreditado prestidigitador o entrenado gurú de vivencias encendidas en la oscuridad de las raras e imprevistas convivencias, gestándose un potente banco de pruebas, un fructífero stock vital, con los más sólidos fundamentos y recursos mnemotécnicos, atravesando inexpugnables grutas, tugurios o lupanares de montes de olvidos, deleitándose en las exhalaciones del néctar que elabora la razonable y sensible flora, y que da confianza plena en las mareas más turbulentas por el influjo cósmico de los plenilunios de la singular y enigmática luna.
   Al cabo de un tiempo, para ahuyentar los pútridos hervores arrastrados río abajo entre los matojos y troncos rotos por el vendaval chillando en la desembocadura, quiso adentrarse en los pliegues más recónditos del caparazón de las criaturas y experimentar a través de profundas metamorfosis de la crisálida, cual ávido y sesudo entomólogo, los distintos estados de ánimo y desequilibrios hormonales más severos del género humano.
   Quería desenterrar los humus más secos o humedecidos del humor que hierve en las entrañas del corazón de la mariposa humana, en una especie de efecto mariposa, constituyéndose en especialista de la conducta y la reptación de los individuos por las aceras y los socavones emocionales de la esfera terrestre. Intentaba confeccionar álbumes de crisálidas de inenarrables historias y enfáticos aromas para una vez explorados, catalogados y curtidos en las distintas batallas querenciales, sobrevolar victorioso los muros de la intolerancia, la sordidez  y la incongruencia, recalando en deleitosos y amenos oasis de terneza y contagiosa empatía, enhebrando la aguja de la duda a tono con el principio de jurisprudencia, in dubio pro reo.