sábado, 28 de diciembre de 2013

Ella











                                                    
  
   Mientras tanto, ella se acicalaba como nunca solía hacer aquella mañana, y se disponía a darle la bienvenida a la vida, a los frescos pensamientos, y salir del rol de Eva en el paraíso, porque las manzanas no eran de oro, ni ofrecían lo que esperaba, y para colmo fueron enloqueciendo, y por otro parte, al estar encerrada en aquella lujosa jaula, se sentía como una inválida, no pudiendo darse un garbeo, o a conocer o ir de compras por Londres, París o la ardiente Verona, o acaso tomar una copa con los amigos de toda la vida en un plácido pub, y llovía sobre mojado, harta de cobijarse bajo la arboleda de la ñoñez, cubriendo las apetencias con una túnica de hastío y desconsuelo.
   Y acariciaba en sus adentros una nueva fruta, un papel diferente, porque ya iba siendo hora de desconectarse de todo, incluso de lo rancio y manido, y desembarcar en otros puertos más sugestivos, con otras farolas y sensaciones, desembuchando la hipocresía y la roña enquistada en sus atrios, en las entrañas, todo aquello que la sumía en los más inhumanos e infumables ambientes.
   Se fue abriendo la caja de las sorpresas, de los truenos, en aquella noche tan especial con unas hechuras inusuales, en una especie de carnaval, como si remara por las plazas y canales de Venecia, aunque sin excesivas excitaciones, no explicándose el porqué de tales advenimientos, tal vez fuese por el hecho de haber sazonado el fruto del árbol preferido del edén, pero corría el riesgo de ser arrollada por la corriente de habladurías de los más allegados y conocidos, y temía caer en la tentación, en un estado de pánico, y ser devorada por la desidia o la incomprensión, al carecer de un norte, de una luz de confianza que le iluminase por el lúgubre túnel y las tortuosas sendas harto peligrosas por las que circulara, en el borrascoso berenjenal en el que se hallaba.
   Por aquellas calendas se desperezaba la estación otoñal, llamando, obsesiva, a las puertas del fiero invierno, y comenzaba a desnudarse sin recato la naturaleza, los árboles, siendo llevadas en volandas las hojas a los más apartados rincones por los vientos de turno, confabulándose en los desvaríos y tretas, aunque, a veces, lo ejecutasen a regañadientes o con displicencia.
   Y se sucedían los días, los años y las estaciones, pero parecía como si aquel otoño pesara más y pasase un tanto receloso por su puerta y se le hubiera invitado a sentarse a la mesa, aunque nada de eso acaeció, o que tal vez llevase impregnado algún parentesco  o paralelismo con sus genes, el caso fue que, a pesar de lo bien arropada que se sentía, con el abrigo verde y las medias de color haciendo juego, regalo del novio por la onomástica en los años de ensimismamiento y arrobo mutuo, y la dicha de verse reconfortada con las prometedoras gotas de rocío que caían por la ventana, infundiéndole ilusionados hervores, la feliz trayectoria se resquebrajara .
   No obstante, en los tiempos muertos y ratos libres, se reunía con las amigas con ánimo de distraerse, y en tales componendas y tesituras andaban, entregándose al divertimento, como niñas traviesas y juguetonas, jugando al escondite, a las prendas o a la gallina ciega, siendo en éste juego donde más se solazaba y explayaba, procurando, cuando se tocaba a ciegas, abrazarse con suma ternura, pero, de pronto, sin saber cómo ni por qué, el otoño entró como un ladrón en su vida, y empezó a desnudarla sin consideración, ajándola y deshojándola poco a poco, como a una cebolla, primero la piel, evocando quizá a la serpiente en el tronco del árbol del paraíso, luego, como aullando, le anulaba el tesón, la tersura y el brillo del cuello, rostro y brazos, y para más inri la pérdida del cabello, convirtiéndose, sin proponérselo, en la cantante calva de Ionesco, perdiendo el primitivo hechizo, y no digamos el vestuario, el precioso abrigo y medias verdes que lucía, y a renglón seguido los botones se abrieron en canal, cual granada madura, y no le iban a la zaga los finos tacones, arrugándose como chicle caducado, y chillaban cual ratas aprisionadas, como si escenificasen los cuentos de las mil y una noches en toda regla, en saraos o tablaos flamencos, con objeto de resarcirse del rosario de cochambrosas adversidades, de tantas contiendas fallidas, y quisiese salir cuanto antes de los rescoldos infernales y subir la moral, tocando el cielo, resaltando el ego y subrayar a los cuatro vientos que iba a poner todo su empeño, exclamando ufana, ¡aquí estoy para lo que haga falta!
  Y entraba al trapo, pidiendo guerra y trabajo en las más acreditadas salas de arte, ensayo y danza, y tras los avatares sobrevenidos en su currículo, al cabo de los días las campanas despertaron y empezaron a repicar en su honor, en un apoteósico desfile de carrozas, arrojando confetis, dulces y sorpresas, y a cada paso se sentía más entera, más persona, recobrando el sin par porte, el esplendor, el lunar de la mejilla, la tersura y el mirar ardiente, honesto, haciéndose a la mar hermosa del amor, desplegando las velas y los enseres de pesca, subiendo a la charlana que estaba varada a la orilla del Mediterráneo, y se puso a pescar con denuedo, lo mismo en rebeldes aguas que dóciles, según los estados de ánimo, con gran acicate, pescando, ora, un rodaballo, ora, un nuevo amor, y así, de esa manera, despacio pero sin pausa, restañaba los desconchones de los muros, las oquedades, y se reponía de los destartalados años vividos en la mugre y la fría pena, poniéndose al día y por montera las lenguas de doble filo, y fue limando el tedio de las leguas recorridas por terreno quemado, que, sin advertirlo, la había secuestrad durante una eternidad.
   Y aunque aquella era una noche rara, ella brillaba con luz propia, como una estrella, con las medias de color y el sensual rodete que se hizo para la ocasión, revoloteando como una cometa por las alturas, consiguiendo apagar los fuegos fatuos de los amores brujos, aderezando con dulce cabello de ángel y sutil galantería el prolongado otoño que había trotado por las sienes, por sus praderas, desquiciando las cosechas, su envidiable figura.
   Y llegó la hora de deshojar la margarita en los lúbricos y volubles crepúsculos, y descolgarse por los pechos y derroteros de eros, y, a pesar de que la duda alargaba los tentáculos por los páramos y círculos más próximos o lejanos, ella tomó el timón del oleaje y de los pálpitos, en un arranque de amor propio e hidalguía, y se plantó en mitad de la calle, del circo romano, en los torcidos renglones del camino, y abriendo la partitura de la obra, pulsó las teclas precisas, abriendo la compuerta de las aguas míseras, fecales, reventando el cauce que las aprisionaba, y brotó en ella la fragancia de la primavera, y se lanzó a la búsqueda de tentadores manjares, de dulces bocados y sonrientes despertares, cortejados por ricos caldos y promesas de la ribera de Baco, que se sirven en los más distinguidos cenáculos del planeta.
   Se componía en las cuitas con manos de ángel, buceando en las lagrimillas de san Lorenzo o evocando  el ardiente  vuelo de las monedas sobre la fuente de Tréveris. En el tocador reverberaban sus encantadoras beldades, y los destellos del encendido rictus, la sensualidad y el desparpajo, y mientras tanto se oía el ladrido lastimero de un perro en la calle muerto de hambre o de miedo, con la pedrada en un ojo, el croar cercano de las ranas en la balsa del parque y el picoteo insistente de palomas y gorriones, y ella atisbaba, sorprendida, cómo el abrigo teñido de tristeza se iba transformando en una flamante gabardina amarilla de Ágata Ruiz de la Prada, con frescas fragancias de Carolina Herrera, y la pintura de labios de un divino color vino de la tierra.
  Y es que a fin de cuentas, sólo se trataba de concretar los peldaños que ella anhelaba escalar al arribar a tierra firme, a territorio de conquista y sólida bonanza, al coger el toro por los cuernos, y el rumbo que mejor le cuadrase a sus vientos vitales, pergeñando un nuevo atuendo resistente a las bombas, a las inclemencias, a fin de emprender una nueva empresa prendida de las alas de la felicidad.
  
         




miércoles, 18 de diciembre de 2013

Nico











                                                                   
   En las gélidas noches de invierno Nico, nutrido con los cuentos y decires de los mayores tras el fuego de la chimenea, deambulaba por los senderos de la fantasía, rumiando que alguna vez se acordara alguien de él, y recostado en esa idea vino a caer en la cuenta de que los prodigios existen, y de esa guisa acariciaba la ilusión de que los todopoderosos Reyes Magos le trajesen algún regalo, pues carecía de medios para saciar las más elementales pretensiones.
   Mas no las tenía todas consigo, y sus afanes se desvanecían por momentos ante las embestidas de la abundante nevada que se cernía sobre aquellos lares, en el breve recinto donde vivía, una aldea formada por un puñado de vecinos, sin apenas luz eléctrica ni medios de comunicación y transporte, como no fuera el riachuelo que servía de carretera en época de sequía, cuando el estío extendía los tentáculos y campaba a sus anchas por la accidentada y árida zona.
   Aquel invierno quería Nico romper moldes, hacer una excepción en la hoja de ruta, en su vida rutinaria, procurándose algún acicate que le infundiese valor, empuñando el timón de sus días, de suerte que le impulsara a soñar con ciertas dádivas que su ardoroso corazón le dictaba, dentro de la situación económica por la que transitaba, postulando un ósculo, un respiro, un bocado de cielo bajo el cielo gris que lo cubría.
   Y habiéndose dejado llevar por forjados corceles por las insondables estelas de las elucubraciones, se dispuso a llevar a la práctica el ideado esbozo, enviar una misiva a sus Majestades, tan generosas siempre, pero he aquí que de repente todo el  gozo en un pozo, y, como a traición, una densa y blanca carpa se fue instalando con premura en aquellos pagos, echando por tierra todo el fuego encendido para la ocasión, percibiendo cómo a todas las ensoñaciones y augurios más genuinos se les hundía el andamiaje que los sostenía.
   Nevaba sin entrañas noche y día, y la aldea crepitaba como una hoguera, trenzando una especie de danza del vientre macabra, quedando si cabe más incomunicada por tierra, mar y aire, no pudiendo durante el período invernal levantar cabeza, ni hacer llegar el soñado mensaje epistolar a su destino, bien, a través del correo postal de toda la vida en infatigable diligencia, o bien, si por un casual, se topase en el camino con el moderno sistema de Internet, vía e-mail.
   Nico caía una vez más noqueado en el ring de sus esperanzas, K.O., tirado en la lona de la impotencia por mor de la turba de copitos de nieve que se daban cita en aquel invierno anegando los compartimentos, todos los recintos y medios a su alcance, dejándolo atado de pies y manos, sembrando el desaliento en los campos poblados de frutales y en su jardín más íntimo, marchitando los pensamientos tempranos y las brillantes flores que sonreían en sus sienes y que tan felices se las prometían en fechas tan especiales, confiado en ser agasajado con una bici de montaña, que le allanase los escollos del camino, y por la que suspiraba a fin de desplazarse a la escuela, que se hallaba a una hora de camino.
   En los días en que se colaban por las rendijas del horizonte algunos fluctuantes y osados rayos solares, aprovechando un descuido del fiero temporal  o acaso un descanso, al echar un cigarrillo, (porque en todos los trabajos se fumaba, sic…), entonces él veía el cielo abierto, y exclamaba con todas sus fuerzas y loco de contento, como un niño con zapatos nuevos, ¡oh, qué dicha si me arrancase la espinita tan grande clavada en mi vida!, toda vez que no entendía que, pese a esforzarse al máximo, poniendo todo de su parte, los elementos de la naturaleza le fuesen tan esquivos.
   Y en las horas cuerdas de las largas y lentas noches invernales, se interrogaba sobre las excelencias del refranero, que dice altanero, “año de nieves, año de bienes”, qué sarcasmo, mascullaba entre dientes, ya que la cosecha no podía ser más cicatera, quedando, como Tántalo, a la luna de Valencia, sin el resorte acuñado en sus noches más nítidas y soleadas, acariciando el consuelo de hacer más liviano el cotidiano calvario de la asistencia al centro escolar.
   Y fustigado por las inclemencias del tiempo y la mordedura de un can asilvestrado por la desidia del dueño, respiraba, en estrecha comunión con el vecindario, el mismo aire que los sufridos campesinos de la tierra, azotados por el vendaval de nieve y granizo, al ver pasar de largo el rico maná de sus frutos y anhelos, siendo arrastrados al ciego pozo del olvido.
   Y musitaba Nico para sus adentros, ¡qué necios son los humanos, que ingenian dichos y sabios proverbios que prevarican, que practican el nepotismo y el tráfico de influencias, avasallando a los más débiles en sus procederes con su privilegiado poder climatológico, obviando con las necedades lingüísticas las necesidades vitales más perentorias de las criaturas, de suerte que si de Nico dependiese, pondría los puntos sobre las –íes al frío, indolente y dogmático refranero, metiéndolo en cintura, invadiendo pérfidas fábricas de nieve, microclimas corruptos, terrarios selectos o acaso insulsos, e impedir que la voluble e intocable casta de la climatología haga lo que le venga en gana con los súbditos e  indefensos proletarios del planeta, haciendo de su capa de nieve un sayo.                                                        
          


domingo, 8 de diciembre de 2013

Parlamento de un recién nacido







                                                 
                                  
   Oh, qué maravilla, ya estoy en el universo, qué trabajito te ha costado, mamá. Soy un granito de arena más rodando por los habitáculos, debajo de la cuna, sobre la barriga de la abuela, pero prefiero que me coja en brazos mi tita Angelines, que goza de unos aires y un busto de ángel, tan blanda, tan blanca y tan ágil.
   Suelo pasarlo pipa con ella, porque me compra caramelos, chuches y globos de colores, que me hacen sentirme un niño juguetón y tratado como el rey de la casa.
   El otro día, en una rabieta, pellizqué la teta a la tita Paula para que me diese de mamar, y me dio un sopapo, haciendo un mohín muy desabrido, como si la hubiese ofendido, no sé por qué.
   Cuando cumpla el año, quiero que me lleven al parque a coger palomitas, gorriones y cortar  flores para regalárselas a mi mamá en acción de gracias por haberme traído al mundo, aunque como en el trayecto me pique alguna malévola avispa o alacrán me acordaré de todos los ancestros, haciendo caca en ellos.
   Ah, mamá, y te pido de todo corazón que no me dejes nunca solito…