
Había una vez un hombre en una ciudad mediterránea con piernas de alambre, cintura de avispa, ojos hundidos en lóbrega cueva y entumecido cuerpo, que se dedicaba a la venta de hierbas milagrosas de nueva generación con los respectivos aditamentos: flores, semillas, hojas secas, verdes y otros sucedáneos con el marchamo de que lo sanaban todo sin excepción.
La misión de las prodigiosas
infusiones eran dignas de tener en cuenta en todo tiempo y lugar, al no resistirse
ninguna dolencia o jaqueca a sus saludables y agresivas garras por muy
intrincados o intratables que fuesen los males.
Ésa era en verdad la
teoría o leyenda que corría de boca en boca por el vecindario de aquellos lugares,
y vibraba en las mentes de los potenciales clientes, vendiéndose el producto a
manos llenas en su relajante y recoleto quisco levantado al efecto.
Mas en ese abigarrado
y fructífero mundo de endiosado sanalotodo, el hombre que lo ejecutaba, conocido
con el nombre de Leo, llevaba una vida un tanto rara, como una doble vida, toda vez que a parte de las hierbas
buenas que se crían en la madre naturaleza haciendo el vivir más grato, estaba sin
embargo la contrapartida, la existencia de otras matas que matan, no
viniendo al caso que nos ocupa las sospechosas setas del bosque que a veces
hacen de las suyas, sino más bien otras más sofisticadas, que crecen bien
clandestinas o en los lugares más insospechados, y se desarrollan como auténtica
cizaña matando en serie o fulminando en serio las mejores intenciones con las que
se envolvía, de suerte que Leo vendía una vida sana, casi inmortal, poseyendo una
voz de avezado predicador en su púlpito a la antigua usanza poniendo en
práctica el dicho popular, "haz lo que
digo, pero no lo que yo hago".
De esa guisa
transcurría su vida, bendiciendo lo que vendía en los mercadillos, y a la vez
se destruía a sí mismo con su modus
vivendi, al estar enganchado en la dura y asesina hierba, los célebres estupefacientes,
sin los cuales no podía dar un paso, pues moría por ellos.
Contaba el periódico
que en una redada policial llevada a cabo en el Campo de Gibraltar fue apresado
hace unos lustros, pasando varios meses en prisión preventiva, y las malas
lenguas apostillaban que pertenecía a un grupo de peligrosos narcotraficantes en
conexión entre otros puntos con el cártel colombiano.
Por ende, las
posibilidades de desarrollo humano de Leo dejaba mucho que desear,
encontrándose a todas luces maltrecho y diezmado
en su fuero interno, no pudiendo realizar con garantías los diferentes quehaceres
vivenciales, malviviendo y malgastando los caudales que caían en sus manos, sin
embargo Rosario, una fervorosa cliente, que presumía de un excelente olfato y tacto
para los asuntos más espinosos, y ejerciéndolo a carta cabal tan pronto como se lo
permitían las coyunturas, y admitiendo que no erraba más porque no había más
hora de sol, o porque enmudecía sin querer en algunos momentos porque no
encontraba ninguna salida a su evanescente discurso, y sabido es que en boca cerrada no
entran moscas, cosa que hay que agradecer, no obstante reventaba si no exhalaba
sus ágiles y sutiles artimañas o cavilaciones a veces tan desvirtuadas que clamaba
al cielo, como ocurría en el caso que nos ocupa, que después de todo lo visto y
oído a lo largo y ancho de su entorno ambiental, y a la vista estaba, que un
ciego lo veía, dijo Rosario de buenas a primeras, toda ufana y altanera: "tú eres
el único que vales, Leo".
Las sorpresas que en
ocasiones nos depara la vida superan a la ficción, de modo que las apariencias
engañan a los sentidos más de lo que imaginamos, y es mejor callar a tiempo antes
que caer en el mayor de los dislates, y para enmendarlo y no atragantarse sin venir a cuento habría que aplicar alguna
de las fábulas de Esopo o Samaniego e Iriarte, que aporten una brizna de luz a las a veces enmarañadas y enrocadas actuaciones humanas.