
No aceptaba una despedida por las bravas. En la agenda guardaba la fecha de la cita con todas las consecuencias consciente de que las palabras se las lleva el viento, emulando el verbo bíblico, “eres piedra y sobre esta roca lo edificaré… y no podrán contra ella”, y pleno de facultades y en su sano juicio se sentó a esperar a Eugenia en el lugar convenido aquel mes de septiembre al término de las vacaciones, y la ansiaba con tanta fuerza que aparecía tatuada en la mirada formando parte de su ser.
No recordaba la
última vez que se sintió feliz en una cita.
Nadie podría
arrancársela por mucho que se empeñara, pues se vería obligado a amputarle un
miembro o algo similar, si lo pretendiese.
Las manecillas del
reloj seguían impertérritas su curso, y la traviesa y rubia cola de caballo no
aparecía ni por asomo. La incertidumbre y desconfianza se iban apoderando de su
estado de ánimo anegando sus neuronas con envenenado líquido que le chorreaba por
las sienes como aceite hirviendo, corriendo el
riesgo de acabar con su vida.
En esas entremedias cogió
el móvil para verificar las últimas notificaciones y de paso matar el tiempo
intentando evadirse de la incertidumbre que lo amordazaba, y hacía bien porque
de esa forma sujetaba las bridas de los instintos superando los malos tragos, evitando
males mayores.
Y en tales
coyunturas reflexionaba sobre el affaire rumiando suposiciones, turbios murmullos
o tal vez aviesos desaires ponderando la actitud de Eugenia por si hubiese cambiado
de opinión emprendiendo otras travesías.
El augusto y lento verano
trascurría con los rigores de costumbre, las engorrosas inclemencias caniculares,
y no por unos fríos íntimos e inexplicables, dado que en tal caso sería bastante
trágico que urdiese venganzas nunca confesadas, sino antes bien por las
calenturientas horas y largos días que se acumulaban a lo loco y plantándose en
mitad de la calle y plazas profiriendo a voz en grito: esto es mío y me pertenece,
no habiendo nadie que los mande con la música a otra parte, que bastantes
músicas pululaban ya por aquellos parajes.
La cuestión era que
Eugenia no daba señales de vida por ningún resquicio de la tarde, y la noche ya
se echaba encima extendiendo sus garras por el entorno a marchas forzadas.
Y seguía esperando
con la paciencia de Job a que llegase con su alegre cabello al viento
desafiando la gravedad y los torbellinos de microscópicas y dislocadas particulillas
que revoloteaban en nuestras mismas narices.
Hay que señalar que siempre
fue una moza de armas tomar y muy suya, no amedrentándose por nada del mundo. Mas
la escena no pintaba bien, saliéndose a todas luces del guión, al no casar con
las más elementales pautas de cortesía y sentido común.
Una carta
mal escrita fue el único testimonio en todo el lapso de tiempo, a pesar
de que porfiase que la cita seguía en pie, no cuadrando en absoluto con la
realidad.
Él sabía de buena
tinta que ese año se marcharía ella a los Países Bajos no a hacer la mili en
los Tercios de Flandes como antaño iban los mozos cuando pertenecían a la
corona española, sino que se trataba más bien del ensalzado curso de Erasmus, tal
vez la panacea o campus abierto para escalar los más altos peldaños socioeconómicos
o de intelectualidad, o a lo mejor para poner en órbita cerrados cerebros en
conserva, y durante tan seductora estancia erasmista se suponía que la vida se transformaría
milagrosamente cuajando su fruto, o al menos así figuraba en las estadísticas
oficiales, si bien habrá que guardarse muy mucho de no minusvalorar la reacción
que pudiese tener Erasmo de Róterdam si levantase la cabeza y le preguntaran al
respecto, al ser un humanista hasta la médula, exigente como nadie de la
ciencia y avances de la Humanidad, por lo que no se sabe si daría el visto
bueno a tanta algarabía o al alegre montaje cultural levantado a su costa.
Sin entrar en
profundidades, pero desgranando un poco las ventajas o perjuicios del
paréntesis universitario denominado a bombo y platillo el ya mencionado curso
de Erasmus, como si fuese la piedra filosofal de la salvación humana, que a
bote pronto no se sabe siquiera de dónde extrajeron tan altisonante
denominación o qué arúspice en un chispazo de inconmensurable lucidez y
progreso europeísta dio en el blanco de tal vocablo, que por cierto podría
haberse llamado por ejemplo, Elio Antonio de Nebrija, autor de la primera gramática
de la Lengua Española, o Cristóbal Colón por su gesta americana o el mismo Marco
Polo pongamos por caso, no desmereciendo ninguno por sus esfuerzos en pro del
desarrollo de la vida humana, y llegados
a este punto ¿por qué no el inventor de la penicilina, Alexander Fleming, que
tantas vidas ha salvado y sigue salvando?.
Pues bien, Eugenia, haciendo
caso omiso de la etimología de su onomástica (del griego, eu: buen, y genio:
origen, es decir, bien nacida) resultaba que en el caso que nos ocupa no se
ajustaba a las expectativas, de manera que trascurrió respingona y errática la
tarde sin que ella apareciera.
Pasaron los días, los meses y años pasaron, y
al cabo del tiempo encontró en el buzón de su apartamento de la playa una
carta mal escrita, más que nada porque al plasmar las emociones pareciera
que tuviese párkison, amnesia o alguna rara patología que no le dejase ir al
núcleo del asunto, escribiendo evasión o autonomía personal o igualdad de
género donde debiera figurar la palabra Amor o cariño con mayúsculas, y
otras cosillas por el estilo que es mejor olvidar, no cogiendo el toro por los
cuernos y trasmitir la esencia de lo que sucedía en la trastienda.
Y según iba desgranando
los puntos de los parágrafos, los obtusos vericuetos y frases a medias, así
como las ausencias de hechos relevantes que
chillaban con furia, y que se veían venir, sin embargo no llegaban a salir del cascarón.
Finalmente vomitó por
sorpresa, refiriendo que había sufrido un secuestro al llegar a Bruselas, no
pudiendo embarcar en el avión que le llevaría a España aquella aciaga tarde llena
de acariciadas esperanzas y tiernos proyectos, o dicho con otras palabras, que partían
los corazones o despertaban a las piedras, porque aquel día iba a desembuchar lo
que tan sigilosamente guardaba en secreto, declararse a ella, pedirle la mano o
mejor su corazón para construir juntos un nido de felicidad, reluciendo en su
frente, cual marmóreo frontispicio griego, la ensoñada sentencia, I love you.
Y una vez concluida
la carta, se fraguó el adiós, la triste despedida.
Tan sólo quiso
recordarla con unas heridas y frustradas palabras que le brotaban como agónicos
suspiros:
Ni en los ojos, ni
en tu pecho,
¿En dónde me
acogerías?
¿En el aliento, en tus suspiros?
Dime entonces, ¿dónde
enterrarías mis sueños?