domingo, 16 de noviembre de 2008

La semana que viene


Tranquilo, tío, la semana que viene no puede ser, lo siento, ya hablaremos. Echa el pie para allá caramba, me estás pisando. No sé qué gusano te corroe por estas fechas otoñales, pues noto que el humo de las castañas te volatiliza, y llevas así toda la mañana. Dudo si oyes llover, pues aquí también llueve pese a la machacona publicidad de los medios con la denominación de costa del sol.
Nos pasamos la vida achuchándonos en los semáforos, insensibles, deambulando de aquí para allá a ciegas, sin paladear el néctar de las cosas, ninguneando los pálpitos más íntimos. Ayer tropecé con el chicarrón aquel que hace culturismo, llevaba décadas sin verlo, pero en el cruce del semáforo como siempre, un intercambio de saludos sobre la marcha y no más.
Podíamos quedarnos todo el día, nunca venimos aquí siendo un lugar tan singular y placentero, y gozar en plenitud de la tarde así cerrada en agua. Ya dice el refrán, “ocasión perdida, no vuelve en la vida”, y menos en nuestras circunstancias. Esta lluvia propicia brotes de esperanza, nuevos proyectos, y madura el pensamiento al igual que el fruto de las plantas. Tenemos patatas, pan, aceite y fruta. Qué te parece, ah, y las infusiones con alguna sorpresa que, en horas de turbación y reflujo, tanto bienestar y euforia te infunden.
Aunque, si hago memoria, te diré que me pisas a cada momento, a cada paso que doy, nunca te lo dije, y no sólo el pensamiento. Si atraviesa un ave el cielo, y la divisas, al momento ya eres el dueño y levitas apostillando que la tuya es la mejor dotada, la más rauda. Si aparece al azar un término cualquiera, digamos por ejemplo familia, enseguida aprietas los dientes con todas tus gónadas y subes al monte de las ánimas amontonando muertos en el camposanto, como si fuera parcela de tu propiedad, y no dejas enardecida una tibia vela plañendo perdida en algún olvidado rincón, prendida de la lágrima, preñada de penas y vívidas aflicciones, donde tal vez el montante del herido sentimiento aflore a raudales, porque el peso del dolor hierve por dentro y no se lleva como la corbata o en el pico, o en cajitas de oro, ni se contrata mediante currículo, prebendas o silbos patrimoniales.
El afecto atormentado, tío, se cuela de gorra por los entresijos del espíritu hurtando la efigie flagelada, sin apenas ruido y sin dejar atractivos resquicios por el sendero sembrado de tristeza. Por ello no es posible desdeñar su fluir, la camuflada senda entre el matorral, atiborrada de arrugas la mirada, viajando de incógnito, y acurrucándose al calor del fuego en tales lares, donde recibe secretas caricias tras los estragos del vendaval.
Puede que se desconozcan las nobles intenciones de semejantes sentires, pero no obstante seguirán brillando con luz propia a través del tiempo por mucho que se empeñen en dilapidarlo irresponsables mentecatos, o quiera alguien ahogar sus limpios suspiros, revolviendo en el lodo con intención de subvertir lo más sincero y genuino del ser humano.
Ansías que en huracanes o en salto con pértiga nadie te iguale, o incluso en contrariedades vitales, alegando que eres único, que has pasado las de Caín, que un tarro de miel nunca roció el paladar, tu camino, habiendo trotado por tantas autopistas y atajos, y pernoctado entre insaciables tigres al socaire de la luna, en la negra intemperie.

Recuerdo tus emulsiones de prestancia para alcanzar compaña y caldo caliente, acaso la sopa boba, pero no llegaba nadie que se dignara sentarse en el regazo de la cálida sonrisa, en tu sombra, porque se le antojaba que encarnabas el mismísimo diablo.
Perdona, tío, pero de tus enmarañadas andanzas deduzco que te pasas, vamos, que eres un quejica. No quiero traer a colación la cantinela de antaño, cuando tarareabas con cierto descaro en mitad del silencio de la mañana canciones henchidas de celos, como “Si Adelita se fuera con otro”, o acaso las oficiabas sin convicción, un puro teatro, hincando con saña ásperas espinas en lo más tierno de la dulce melodía, creyéndote un Gardel, desafiando la armonía cósmica del universo.
-Un momento, tía, no sé por dónde vas ni qué buscas, uf, qué exageración, vaya atracón de dormir. Te he oído en sueños. Parecía que estabas emulando el goteo de la lluvia con tu incesante parloteo. Llevo varios lustros intentando localizarte precisamente por tierra y por mar y no hay manera; ni sé por dónde andas, ya ves. Acabo de escapar con vida de una horrible pesadilla, un maldito sueño. No sé si recuerdas mis noches de insomnio, y ha sido llegar aquí y caer en un hondo letargo, durmiendo tan ricamente.
De acuerdo, pienso que podíamos permanecer unos días por aquí y libar las mieles de una tarde cerrada en agua en el mismo corazón de la costa del sol. No sería mala idea.
-Fíjate, tío, cuando discurres corriente abajo por las estribaciones de Eros, te plantas de pronto en un paraíso colmado de florituras celestiales, de encendidas rosas, según piensas, cultivadas con esmero para tí, y evocas con voracidad aquel memorable otoño, revoloteando como una hoja a impulsos del aire, en que paseabas por el bulevar, que por cierto te pusiste hecho una sopa, una auténtica calamidad, ya que el paraguas no te cubría y no lo advertías, al ir embebido en el círculo de su aliento, con la que caía y tú no levantabas la vista, y sólo coleccionabas estrellas fugaces, gotas de aromas en el pluviómetro, una hucha de lluvia ardiente, como niño alado con antorcha y flechas inflamando corazones. Mira, puede que dentro de tres semanas esté la cosa resuelta…y ya decidiremos. ¿Vale?
Sí, a donde tú quieras…
-¿Al fin del mundo?
-No seas aprendiz de malo, tío, y, por si fuera poco reventó la ley de la casa –eco, nomia-, expeliendo inmisericordes rebuznos de recesión global.

jueves, 6 de noviembre de 2008

CONDIMENTOS


Rugosos, grasientos,
y salobreños
los silbos del
cimbreante
pensamiento,
-diminutas ninfeas
catapultadas
a desiertos
sin respuesta-,
con opacos nimbos
y zurcidos con frases
de jardín...
Auroras borrascosas
sin afinado timón,
sin apenas aliento
de corazón
ni de cándidos libros
de primera conjunción...
A lo lejos, entre
el leve aleteo
de dos luces,
se vislumbra
un atajo no transitado,
trenzando
halagüeños
aires nuevos.
En la hondonada
desconchada,
falta hacen
alamedas llenas
de amarillos
y sonrientes
ruiseñores,
que dibujen
con pinceles
de obsequio
susurros de
vihuelas,
remedando
los míticos sueños
de artífices órficos.