miércoles, 30 de diciembre de 2009

Un hombre con suerte


La mañana transcurre lenta, con cariz otoñal. La escarcha asoma fría y tímida por las rendijas del terreno exento de rayos solares. Las calles dormitan aún, sin apenas ruidos ni contratiempos, a no ser el bandazo de algún animal desnortado, lejos del pienso de su dueño.

Es domingo. Día de dominó en la Peña del Cencerro. Fieles a esa liturgia, afanosamente preparan sus miembros los bártulos con la esperanza de hallar esparcimiento en tal ejercicio, no sin antes haber tomado un sorbo ilusorio de partidas ganadas. Aunque tal vez se podría catalogar el acto como un tormento de Tántalo, que teniendo tan cerca el anhelado manjar se le retiraba. Quizá fuesen espejismos vividos, o tétricas pantomimas del destino, sobre todo cuando la sesera, sin recobrar el sosiego, errática, calibra secretas estrategias a seguir en los envites.

Se desplazan todos ellos, coqueteando con livianos silbos y expectantes la mirada, a media mañana al lugar concertado. Es ya un ritual en la Peña desde décadas reunirse los domingos y festivos en un apero o cortijo entre chirimoyos y vivaces oxalis -los populares ombliguitos- que las brisas balancean voluptuosos y labran olas de verde-amarillo en el litoral, a pocos pies del azul del mar.

Durante la reducida travesía trascienden subliminalmente ínclitas heroicidades, sueños jamás gestados, yendo en aumento conforme se avanza hacia el umbral de la timba.
Ateniéndose al eslogan: “El saber no ocupa lugar, o acaso, que un libro ayuda a triunfar”; ello no emborrona el juego y conecta con la técnica que el buen jugador de dominó debe tener presente, según el manual de instrucciones; respetar ciertos comportamientos y principios, que nadie debe saltárselos a la torera,a saber: “De salida no tapada, no te fíes para nada; la salida matarás, tengas o no tengas más; matar la salida es noble, con lo que tengas de doble; son tus deberes, primero ayudar al compañero; la ficha del compañero repetirla es lo primero; tenerlas siempre delante, es juego elegante; ocultar ficha en la mano, es juego de villano, ficha en la mesa no pesa, etc.”.
Y en esto andaban cuando dio comienzo el acoso psicológico del primer asalto del combate, apenas pisar tierra:

-Hoy te voy a ma...cha...car -dice Pablo con aire amenazante y guasón, levantando el brazo derecho como Moisés ante la turba creyente-. ¡Qué...! ¿vienes preparao? ¿Has practicao durante la semana? ¿Te has leído el librillo de instrucciones?.
-¿Queréis probar un vinillo que ha traído mi vecino, igualito que el del altar?- dijo complaciente Mari Carmen, guiñando al personal -.
No hubo que esperar mucho tiempo para oír la respuesta del contrincante a las insinuaciones.
-Esos son delirios tuyos; viles tretas que inventas, ¡anda ya!, si el último día te fuiste con tres galones de muy señor mío; como si los estuviera viendo, creciditos como la copa de un pino. Soy un hombre con suerte; pierdo cuando quiero, lo justo; no soy egoísta como otros; deseo que todos estén contentos y felices, ¡enteraíllo!, yo vengo a entretenerme y pasar el rato... Ah, vas por ahí vendiendo batallitas a ingenuos navegantes; sí, a zutanito y menganito, un pajarito me lo cuenta, ¡que tú ni te lo crees!- puntualiza con la voz de la experiencia Salomón.
- No, pero hoy viene con fichas de lujo, las de la bandera andaluza; y le traen suerte; así que la cosa va a estar al rojo vivo - indica Orencio, bastante comedido, a las razones de Salomón.
- Orencio, ¿oyes al colega, piquito de oro?. A lo mejor ha tomado las aguas de Lourdes, o le han echado los Reyes los polvos de la madre celestina. Vamos hombre, olvídame... Botarate, hoy te dejo rucho. Ni en sueños vas a encarrilar una ficha. El otro día me diste pena. Los elementos seguro que te jugaron una mala pasada. A veces me pregunto qué tendrás en la cabeza. La torpeza, pienso, se encapricha de ti. Es que ni con fichas boca arriba... Charrán – apostilla con ímpetu Pablo.
- Oye, Salomón hombre-con-suerte, te estás pasando; piensa lo que dices. Escucha las alabanzas y las calabazas; no corras, pues te verás triste y solo, como la canción, sin nadie que comparta tus exultantes alegrías. Para tirar del carro contigo se necesitan nervios de acero y ... – manotea Genaro, algo tocado por la situación en que se encuentra tras la reñida jugada, pensando que se le va el euro río abajo.
-Bueno, déjame al campeón, un hombre-con-suerte, yo me encargaré de él; no vas a olerlas; te acribillaré; los dobles te los vas a zampar con papas. Aunque hoy no sé, pero el otro día te quedaste zapatero –argumenta Pablo como acostumbra, rotundo y con sonrisilla un tanto desvaída-.
-Fíjate cómo viene el prenda. Ya sé lo que le pasa a Pablo: anoche le zurraron la badana en el casino.Que no es radiada la partida, ¿a mí? Si tengo que taponar herméticamente los oídos para concentrarme. ¡A ver qué pasa! Me ... no voy a jugar más. Que me olvides ... -sentencia Salomón, algo desairado pero conformista al cabo, pues ya lidió toros peores.
-Bueno, a ver, ¿te funciona la maquinaria del estribo, o qué? Se ha cerrado... ¿me oyes, Salomón? Pon las fichas encima de la mesa; a contar... uy, toma ésa, toma, catedrático, toma ... tú, lumbrera, y ... apunta ahí, seis, síiii, que no tienes ni idea de este juego, si no fuera por mí... con tanto piropear al compañero... son los seis que faltaban para acabar la partida, y poder descansar. ¡Vaya tortura, madre mía! ¡ no juego contigo mientras me acuerde. - gesticula todavía azorado Genaro, con mirada inquisidora pero eufórico al fin por obtener el botín.

Una jornada más tuvo lugar en aquella zona del Mediterráneo, a la vera de Río Verde, donde reina el buen tiempo, como hoy, lejos del mundanal ruido, con pobre mesa y casa, ofreciendo sus mejores galas: un día apacible, casi veraniego y sin sobresaltos climatológicos. Mientras en la otra orilla el ardor guerrero de los contertulios se desborda, patalea, vocifera y ¡cómo no! sueña... jugando a quijotes y sanchos por la dignísima conquista de alguna ínsula rica en honrillas de campeones de encumbrado dominio.

lunes, 7 de diciembre de 2009

A la cola


-Hala! Vamos; venga rápido, que nos desplazamos a la costa. Fíjate la hora que es. Tardísimo. La arena, la espuma, el rizo de las olas, el murmullo del mar bailando en el cerebro. Se viste de frescura el entorno matutino. Las caracolas, a lo lejos, decoran el litoral. El sol, potente y exultante, despliega sus rayos en el horizonte. En tales momentos el pensamiento se amansa y se solaza en un remanso de felicidad. Nos acomodamos en el coche a toda prisa y emprendemos la marcha rumbo a la playa. Aún queda un montón de kilómetros para arribar a la costa granadina. Sería un dislate prematuro en este punto sacar a colación caravanas, conos o colas en el trayecto.

-Oye, caradura, a la cola. Estamos todos hasta el gorro esperando y llegas con todo el morro del mundo y te zampas el primero. Chalado. Hocícate aquí como tiburón disfrazado. Anda ya. Fuera. Largo. Macarra. Narciso emblemático. Ombligo del orbe. No te lo perdono. A la cola, coño.
-El otro día te colaste y tú lo sabes. Con la cola que había para la corrida de toros a las cinco de la tarde, que había despertado un inusitado interés en toda la comarca. Parecía como si fuese a actuar el mítico Pepe Hillo. Esperemos que enhebre la tarde una corrida de escándalo. Hoy me encantaría ver en su salsa a otro Pepe Hillo, y rememorar su perfume torero, como en el romance.
En esta vida hay que perdonar. Tener paciencia. Condescender en situaciones a veces comprometidas, donde al menor descuido se puede desestabilizar el intelecto, algo similar a descabezar un pollo, o lavarle el cerebro a una criatura con teorías filogenéticas, o vaya usted a saber.
-Pero hoy no me toques las narices. No te lo consiento. Vete a la cola. En aquella ocasión se me averió el dos caballos, y me costó un ojo de la cara al proseguir el viaje con el coche de un amigo, con tan mala fortuna que fui a abrazar el tronco de un corpulento árbol que se hallaba a la orilla de la carretera. Menos mal que tenía buena sombra, y se cumplió el proverbio, saliendo ileso. Más acertado hubiera sido guardar cola. Me la pegué debido a que caía una tromba de agua y el coche, pobrecito, por generoso, se le ocurrió acelerar huyendo de la negritud de la nube para situarse en cabeza. Perecía el objeto de su devoción, y llegó y besó el santo.
-Que no, ni lo pienses. Hoy no me adelantas, gilipollas. Hoy me la ligo yo. Ya está bien de contar batallitas de trenzas por las terrazas, en el rebalaje, a la luz de la luna, o entre minúsculas velas. El que se va a la cola eres tú.
¿Te acuerdas de la cola de la italiana que confundías sus rasgos con los de Heidi?

Sinestesia


La vida se hacía insoportable en el planeta. Hasta los gatos no saciaban sus sentimientos. Los gestos cansinos y monótonos afloraban por los rincones. El letargo obligado de los moradores ya harto enfurecidos alargaba sus garras por los recovecos más recónditos sin ningún miramiento y fue proliferando como setas en el bosque dormido de la vida. No arribaban soluciones a fin de evitar la mortandad incomprensible que se expandía calladamente en mitad de la tormenta.
EL mundo de los humanos no caminaba alegre, satisfecho; iba como viejo navío haciendo aguas por todas partes. La vida peligraba y las criaturas se habían quedado estupefactas, inmóviles, sin voz en las gargantas, sin armas ni entusiasmo. Adolecían de empuje, de una efusión rabiosa que derribara los muros de su existencia.
Todo ello hizo que estallaran las metralletas del arte, la pintura, la música, la escritura, la escultura. Las palabras pronto sacaron el pie del tiesto, se soltaron el pelo y se echaron a la calle exhibiendo sus mejores galas. Nunca habían visto la luz esos fenomenales fonemas tan disparatados e incoherentes a simple vista. Siempre habían sido abortados, tildados de sórdidos o antipáticos, no se sabe el porqué.
Las nuevas corrientes no tardaron demasiado en florecer. Un buen día, allá por tierras helenas y romanas se bajaron los pantalones los industriosos de la creación ante el expectante foro que los contemplaba, y se fueron tatuando e inundando los papiros, los papeles, los muros y las pizarras de fisonomías y posturas nuevas, imágenes inéditas, metáforas inimaginables, surgiendo de su vientre, de su ferviente tinta un hermoso y genuino hallazgo, la locura del vocablo en carne viva, lo que todos estaban ansiosamente buscando.
La túnica de la sinestesia, como el manto de la tarde, fue cubriendo dulcemente los sembrados de los cultivadores de la escritura, Se disfrazaron a ojos vistas de los más incrédulos, lo que se dice a lo bestia, de forma que no los conociera ni la madre que los alumbró en una noche tan especial. De repente los colores, los números más dispares se pusieron el mundo por montera y exclamaron todos a una, revolución, subversión, adelante mis compinches, esta batalla la vamos a ganar, y pasaremos a los enemigos de la mezcolanza de los sentimientos, del universo sensible a sangre y fuego de besos irrepetibles e irreparables.
Hasta aquí hemos llegado, pensaron, y desde ahora en adelante la tristeza será dulce si la untamos con rica miel de la Alcarria, y la tarde la haremos de plata de ley, y para que no sean menos los esbeltos álamos del río los vestiremos de púrpura para oírles murmurar en una fuga de almíbar.
Los hombres opinaban que las desdichas todavía tenían remedio y cirugía, que estaban a tiempo, y empezaron a disfrazar y enriquecer las sensaciones en una gigantesca caldera donde echasen a hervir exquisitos cócteles de fríos o chillones colores y sordas alegrías que asomarían con su pico y ojos por un cálido horizonte de perros, o acaso nubes de chispeantes golondrinas como antesala de una primavera nunca jamás vivida.
En un esplendoroso repertorio de flautas, guitarras, acordeones y pianos de verdes sonidos, bailarían sevillanas en la bruma de la vida, besándose con la mirada y acariciando con el resplandor del alma los alientos más sutiles o pusilánimes.
Entre tanto la humedad de oro de su mano relucía en la lejanía del collado sobre los roncos pasos de una tierra amarga, que sin embargo se sentía acariciada por el azul claro de un refulgente amanecer, una inolvidable y maciza alborada brotando cual cristalina agua del firmamento.

martes, 1 de diciembre de 2009

Carta al principito


Querido principito:
Te suplico que me perdones por irrumpir bruscamente en tu misterioso asteroide a través de las ondas en traje de faena, una manera poco correcta de presentarse ante la mítica aureola de todo un principito de carne y hueso, merecedor de los mayores honores, aunque seas diminuto y poco dado a la ostentación, pero vengo maltrecho y torturado por la soledad pese a habitar en el superpoblado planeta Tierra.
Sólo quería enviarte por fax unas palabras en esta tarde de otoño, en que las hojas del calendario se tornan amarillentas y los amarres de la nave se resquebrajan por momentos. Pues resulta que el viento sopla con furia en mitad del trajín diario dando donde más duele.
No obstante te extrañará sobremanera que alguien de este planeta haya tardado tanto tiempo en contactar contigo con los adelantos que hay, en expresar las sensaciones tan enriquecedoras que le inspiraste desde que un buen día pasó por tu calle sideral en uno de los desplazamientos por el espacio cruzándose con tus originales y sublimes aseveraciones, que por cierto, hay que reconocerlo, la gente, aferrada por lo general al terruño, las considerará aberrantes o extrañas, y tanto es así que pareciste tan diferente a nosotros en las mismas raíces de la existencia que miré para otro lado, pues no soportaba tu osado candor, tu valiente deambular por los astros, y no tomé en consideración nada de lo que rotulabas en la cima de las emociones; seguía cabalgando en mi caballo sin dejarme llevar por los pálpitos ni tus mensajes y fantásticas pinturas, a sabiendas de que no mentías, que lo contabas con el corazón en la mano, como el bebé que balbucea las primeras sílabas en brazos de la madre espontáneamente espantando los más atávicos tabúes.
Fíjate, principito, la cantidad de tiempo muerto que ha tenido que transcurrir para que caigan las murallas de la incomprensión, de la cobardía soterrada siguiendo como borregos por la senda de una tradición idolatrada. Nadie conoce la dura lucha que he llevado a cabo conmigo mismo, con mis torcidas inclinaciones para decidirme a enterrar prejuicios y dirigirme a ti a pecho descubierto con el fin de trasladarte las impresiones que planean por mi cabeza sin orden ni concierto.
Estimado principito, quiero entregarte mis secretos, las corazonadas que brotan frescas de mi alma cual gotas de rocío.
Según los cálculos que obran en mi poder hay al menos un millón de personas que nunca han percibido el embrujo de una flor, los rutilantes destellos de una estrella, e incluso ni sembrado la semilla del cariño en su entorno muy a su pesar.
Terrícolas que se han pasado la vida echando cuentas con el patrimonio de los muertos, haciendo sumas y restas con los vivos, repitiendo hasta la extenuación, “yo soy una persona seria, yo soy una persona seria”, y no se les ha permitido extralimitarse lo más mínimo en lo que ellos estimaban como asuntos banales.
Tú, principito, a buen seguro que al oír esto te agarrarás a la flor que te acompaña, que tanto amas, aunque finalmente suspirarás aturdido en el torbellino silencioso disfrutando de una dulce puesta de sol.
Así, por ejemplo, le aconteció una tarde clara a Alberto, que hasta que no había frisado los cincuenta y tantos no se percató de que su agujereado currículo había sido un perenne martirio, una ingrata gota de agua perdida en los abismos del océano, siempre arrastrándose a trancas y barrancas por los túneles de la rutina, y cosa milagrosa, por fin pudo abrir sus endurecidos puños y gritar a los cuatro vientos ¡eureka, eureka!, cuando acababa de descubrir los enigmas de la felicidad merced a las transparentes sentencias del principito.
La tenebrosa historia de Alberto se podía respirar en las esquinas de los mercados de cualquier ciudad de manera fehaciente, alimentada por la barbarie que hierve en el ambiente azotando a los humanos desde tiempos inmemoriales.
¡Alberto se hallaba tan lejos de las sensibilidades del principito! Y ello se derivaba del sustento que recibió nada más nacer, ya que únicamente le inyectaron responsabilidad y eficiencia en el mundo de los negocios, viéndose desbordado por los acontecimientos, aullando día y noche por una pela, siguiendo los pasos del progenitor.
Poco a poco se fue enredando en la tarea de contar y contar, expulsando números por los ojos, garabateando sumas y sigues en la agenda sin cesar; las cifras componían el ramillete de flores que acariciaban sus dedos, que ornaban su estampa. De esa guisa se sucedieron los lustros en su carrera frenética, de modo que el único lustre que le brillaba en el rostro era la plata apañada en el mercadeo, comprando y vendiendo género. Tal era la pintura reflejada en su perfumado cuadro.
Quizá en alguna parte alguien le espetó sotto voce cierta máxima como, “tanto tienes, tanto vales”, y se tiró por la borda despojándose de las fragancias de las flores y del titilar de las estrellas sobre el blanco de las olas olvidando el cultivo del cariño en los ásperos campos en que moraba.