sábado, 16 de febrero de 2013

Sacar los muertos del armario




            

   Vamos aprisa, antes de que llegue la policía, y podamos escapar sanos y salvos de esta encerrona con el botín.
   En cuanto divisemos la autovía A7 procuraremos poner todos los documentos y los pasaportes en orden, aunque estén falsificados, para nada más arribar a Algeciras embarcar hacia Marruecos, tú que chapurreas el árabe te encargas de todo el equipaje, que allí nos están esperando nuestros compinches con todo lujo de detalles, poniéndonos al corriente de las últimas noticias a través de los medios, y lo que debemos hacer para despistar a los gendarmes, ofreciendo seudo pistas creíbles y deshacernos de ellos.
   Una vez que aterricemos allí, tomaremos un refrigerio, nos aseamos en el mismo local y desempolvamos los muertos, embalándonos debidamente para evitar sospechas, y los arrojamos por los acantilados de Tánger a las profundidades marinas, precisamente en el lugar ya señalado, que es donde acuden en tropel los hambrientos tiburones en busca de la presa, de echarse algo a la boca, y serán súbitamente devorados, resolviéndose el caso con toda seguridad.
   A partir de ahí seremos personas inocentes, libres de cargos, y sentiremos en nuestros cerebros que se encienden unas lucecitas transmitiéndonos la resurrección de nuestras vidas, seremos gente nueva, sin miedo a ser tildados de asesinos o perseguidos por la justicia, yéndonos posteriormente en un crucero por las mares del Norte, donde hallaremos el bálsamo que necesita nuestro espíritu para solazarse y olvidar toda esta macabra coartada.
   Al poco de poner los pies en polvorosa rumbo a estas tierras, se nos cruzó en la autopista la policía, plantándose en mitad de la carretera con el helicóptero que nos venía persiguiendo, y lo primero que nos dicen fue, ¡arrriba las manos!, y nos obligaron a subir esposados apuntándonos con sus armas reglamentarias.
   Nosotros, según supimos más tarde, sufrimos una horrible traición de alguien del hotel donde nos hospedamos, echando a nuestras espaldas el muerto o los muertos que había dentro del armario, porque esos cadáveres ya olían, llevarían varias semanas allí yaciendo en el sueño eterno; al parecer un desconocido infiltrado en el grupo se chivó a la policía a cambio de una suculenta recompensa, dando a las autoridades nuestro paradero y nuestra hoja de ruta, nuestras señas de identidad, metiéndonos en chirona por no se sabía por cuanto tiempo, más largo que corto acorde a los muertos que aparecieron en el armario, precisamente el mismo día de los enamorados, cuál no sería nuestra frustración y desánimo, lo que impidió que pudiésemos disfrutar con nuestras parejas de tan señalado día, esa fiesta tan especial, acudiendo a cenar a un reputado restauran de los países nórdicos y haber degustado sus ricas viandas y sus no menos afamados licores.
   En cuanto se resuelva todo este embrollo, el rocambolesco engaño del que hemos sido víctimas, y salgan a la luz todas las urdimbres de tales muertes, que nos han endosado así por las buenas, por haber coincidido aquella noche con aquella boda en el maldito hotel, y se aprovecharon de nuestras tajadas, de nuestra buena reputación, como unos pardillos, porque no entendíamos ni torta de su idioma, haciéndonos pasar por los verdaderos culpables, cuando, en verdad, lo que hicimos fue echarlos al mar, pelillos a la mar, siguiendo la estela de los poetas desde la antigüedad, que todos los ríos y las vidas dan al mar, que es el morir, y lo hicimos para cumplir con la tradición, y que no nos acusaran de tanta bajeza y vil matanza.
   Nosotros teníamos la conciencia tranquila, pero las apariencias engañan, y a veces la vorágine de los acontecimientos nos arrastran a los peores precipicios sin darnos cuenta, lo mismo al pasear por la acera y encontrar una trampa mortífera, una cruceta en mal estado que cede, siendo cazados en el acto como lobos o zorros en el bosque para que no nos comamos las gallinas del corral o las mansas ovejas.
   Esperemos tiempos de mayor transparencia en las conductas de los responsables, que no nos maten a fuego lento, o seamos devorados por los tiburones de las frívolas banalidades reinantes.
        




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