sábado, 22 de junio de 2013

Unas conversaciones escatológicas







                                 

  La propuesta de llevar a la palestra unas conversaciones escatológicas aquella noche, disertando sobre la teología de las postrimerías del hombre y el fin del mundo, o de los excrementos y suciedades, le produjo sonrojo y no pocos resquemores y suspicacias, introduciéndolo en los más endiablados charcos, tanto intelectivos como somáticos, forzándolo a hurgar, primero en la cáscara, para no mancharse mucho, y luego por dentro, en el corazón de los principios, aunque con un protector, pues quería a toda costa obviarlo, debido a las nerviosas cosquillas y escalofríos que le entraban cada vez que lo probaba, sumergiéndole en un océano de desazones.
   La propuesta no podía ser un brindis al sol, una broma de buen o mal gusto entre amigos en una reunión cualquiera en cualquier parte, no podían ir por ahí los tiros de aquellas noches parlamentarias, sino que se trataba más bien de, con el mismo compás del baile, tocar otros palos, las quintaesencias del término en cuestión, pero con cierta frescura y sutileza, no zozobrando a los primeros oleajes, ni dibujar el primer parapente que cayera en la playa, sin más guiños o requisitos que los buenas maneras.
   En múltiples ocasiones, el espíritu aventurero le había traicionado miserablemente pidiéndole más, viajar a su libre albedrío por los lugares más recónditos, y sustraerse de los malandrines o malentendidos del esnobismo que circulaban por los mentideros, prefiriendo avanzar por rutas sugerentes pero seguras, atravesando a la otra orilla de los entes, como a través del espejo, descifrando el núcleo de las cosas por las últimas causas, por muy estrambótico que pareciese, y a renglón seguido desbrozar los puntos neurálgicos que les conciernen, las capacidades, las ligerezas, los avatares intestinales, el teorema de Euclides o los aromas que se cuelan por tales coyunturas tan ambiguas, puesto que en semejantes componendas es donde más brilla el ingenio, y se lo juega uno alegremente todo a una carta o a la ruleta, al menor descuido.
   La cuestión palpitante discurría por vericuetos un tanto trasnochados, por lo que cabía cuestionarse todo, o preguntarse si habría vida, extractos o excrementos más allá de lo que la mente humana conjetura o vislumbra el ojo del gran hermano. Así, por ejemplo, al apostarse en la orilla de un caudaloso río, a buen seguro que se avistará, en el fluir de las aguas, los verdes árboles arrancados de cuajo arrastrados por la crecida, o tal vez secos troncos hendidos por el rayo, junto a cabras, jabalíes, aves de corral o algún indefenso zorro con enseres de labranza o bibelotes de los ancestros, así como los secretos de las gentes, los rumores de la trastienda de los poblados que lo circundan, o lo que se urde en la sacristía de los altares, pócimas, represalias, elixires, muertes misteriosas o rearmes de tribus rivales con alevosas incursiones.
   Aunque la vida esté plagada de múltiples interrogantes, no obstante, de vez en cuando, se vislumbra un no sé qué ilusionante asomando por el horizonte, una mariposa, un gorrión, una gaviota volando sobre el azul del mar o acariciados sueños, que mueven montañas, que achuchan e impelen a movernos, a ir al curro, a mojarnos, y en semejantes instantáneas nos desangramos, intentando horadar los muros que bloquean los pasadizos. Por consiguiente, no queda más remedio que arrimar el hombro, y remontar el vuelo, aunque esté diluviando en nuestro interior, y dilucidar  los fangos en los que nos hemos metido, o los litigios pendientes entre los arcanos de la ciencia y la religión, la génesis, la metamorfosis, la reencarnación, la simbiosis o el porqué del accidente y la sustancia, y poder, de esa suerte, lucir las mejores galas en el convite de tales conversaciones, arribando a buen puerto, al ansiado Eureka del conocimiento de las esencias, zambulléndose en las aguas calmas de las definiciones y las sabias doctrinas o tesis del Neoplatonismo o amor platónico -cuantos amores hundidos en las ardientes aguas del cine de barrio-, el Aristotelismo o las enseñanzas paseando por los jardines del liceo, o las últimas bocanadas del Sofismo, en donde el dialéctico Gorgias ( *de quien se relata el sello escatológico de que, durante el sepelio de la madre, al escucharse un llanto lastimero dentro del féretro y abrirlo, apareció el recién nacido), que, argumentando con contundentes sofismas, demostraba, en un discurrir lúdico, lo falso como verdadero.
   Por ende, se precisa deslindar las parcelas, los enrevesados postulados, marcando hitos, límites, y emulando a los animales, rociar el terreno con orines u otros aditivos para entenderse mejor entre sí, pues a fin de cuentas se complementan, de modo que lo primero va con lo segundo o a la inversa, en el sentido de que tienen en su haber lo más saneado, siendo lo que son por el sustento y la evacuación, tanto material como inmaterial, al leer, masticar, orinar, beber, escribir, transpirar, pensar, tragar o deponer, y todo ello conforma una mescolanza, un híbrido, que se va incrustando en los telares cerebrales y en los respectivos compartimentos corpóreos, el vientre, la psique, los tejidos, los quejidos o los dulces arrumacos, haga calor o frío o zumbe el cierzo, dando lo mismo vivir en Bilbao, Cochinchina, Nerja o Almuñécar, de modo que cada neurona, cada intelecto o esencia difieren de los demás por su idiosincrasia, tanto en lo noético como en lo excrementicio, según el peculiar sentir o el discurrir aprendido en el desarrollo de la persona, las reverberaciones de los silogismos o la calidad del pesebre en que se abreve, el tarareo de la canción preferida bajo la lluvia o el cambio de agua al canario, o hacer de su capa un sayo o de cuerpo en el retrete rumbo a lo desconocido.
   Se puede sostener, sin miedo a meter la gamba, que al esqueleto escatológico le ocurre como al perro flaco, que todo se le vuelve pulgas. Estos cuerpecitos marcados por la precariedad más extrema, son víctimas de intrusos sabuesos, que se ceban con ellos lo mismo en un día claro, que  en una cruda mañana de tormenta.
   Los surtidos escatológicos precisan del perejil, ya que, después de los puntuales hervores, puede que no lleguen al punto álgido, y caduquen de súbito al despuntar el alba o a la vuelta de la esquina, y ocurra que no conviertan los conceptos en categorías universales, hasta el punto de caer en un determinismo per se ramplón, o resulte inconclusa la despedida de los detritus por serias astricciones, o se disparen, cual rayos y centellas, generando una diáspora o distanciamiento entre causa y efecto, como acaece en los más suntuosos palacios entre nobles y plebeyos, o en la urdimbre del léxico, con el prefijo griego meta –más allá de-, intentando llegar a la meta o más allá de ella, de los semas, de los somas, de lo que somos en realidad, o de raras voces y disciplinas construidas con tal prefijo, metafísica, metalingüística, metatarso, metástasis, metátesis (croqueta por coqureta), o el metamorfismo o viaje a ninguna parte del bolo alimenticio por el excusado, mezclándose en la corriente, en el crisol de la consciencia y el discernimiento, con los principios y los terminales, a fin de dar corpulencia y tono a la vida, aunque en el fondo nos conformemos con lo masticado, lo adocenado, yendo a ras de tierra, sin desplegar las alas que alientan el vuelo, y dar a la caza alcance, subiéndonos a las barbas de los nombres y las cosas, los saberes y las acepciones, que trotan por las autopistas del cielo y del intelecto humano.
   Y así, nos topamos con la piedra filosofal de los alquimistas, cuyos objetivos primordiales eran tres. Por un lado, la transformación de los metales innobles en metales preciosos. Por otro, crear una sustancia que fuese capaz de curar todas las enfermedades. Y finalmente, descubrir el elixir de la inmortalidad. Todo se resumía en la búsqueda de la piedra filosofal, considerada como la única sustancia capaz de lograr la trasmutación, la panacea universal y la inmortalidad.
    Por lo tanto, en el universo de las conversaciones escatológicas donde nos hallamos, lo bueno será practicar un deporte, mental o físico, o mejor  los dos, reflexionando y trotando por playas e idearios, y la res escatológica se encargará del resto, limando asperezas y manteniendo a raya los exabruptos vomitivos, rubricando la sincronía de la ontología con la corporeidad en un acorde cósmico.
  
 


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