lunes, 30 de septiembre de 2013

El lector







                                             
   En las horas hurtadas a la rutina, el lector pasea por el jardín de las delicias, inhalando aromas y recreándose en amenos rescoldos legendarios.
   Allá por las postrimerías de septiembre, las sombras serpentean y se suceden sin descanso, no sólo en los caminos, sino en las librerías y quioscos, acunándose toda una saga de Sombras de todos los calibres y colores, de 50, más oscuras, liberadas, o azules, grises, verdes, listas, traviesas o respondonas, así como en los films respectivos, en que, jugando a la gallina ciega o la comba, saltan del libro al cine, y los Grey y Anastasias, héroes, protagonistas y villanos, se entregan en cuerpo y alma a la tarea, esgrimiendo las armas en todo su fulgor, y partiéndose el pecho, cazan Sombras en las más intrincadas fugas y urdimbres, rubricando al cabo la sentencia, no fiarse ni de su sombra.
    La sombra asombra a propios y extraños, ensombreciendo las siluetas, la efigie del tiempo, los candorosos víveres, los relojes de sol, y restringe los encuentros y citas humanos con viandas y botellas conversadas en los sugestivos conventos del ramo. Con la huida hacia delante de las sombras, retroceden las miradas contundentes, consentidas, y a las criaturas se les cae el moreno y la cara de vergüenza, al oscurecerse las blancas sonrisas, con la llegada del desenlace canicular.
    En los meses precedentes lo fantasmagórico y las penumbras se exhibían en sus justos términos, robustos, preñados de sol, de cal viva y mieses, y se masticaban a dos carrillos los brotes lumínicos, las emulsiones fotovoltaicas. Y las condimentadas y espesas sombras generaban altas corrientes de comunicación en la puerta de las casas, en el rebalaje, a la vuelta de la esquina, en las terrazas de los bares, titilando un continuo goteo, un intercambio de corrientes políglotas y vivificantes, espontáneas, auténticas lenguas de fuego, de amplio espectro conversacional, con una luminiscencia sin complejos, en contagiosos latidos, arrimándose unos a otros bajo un buen árbol tras la ansiada sombra, aún joven, en edad de merecer.
   Ahora la sombra septembrina se torna huraña, y, tomando la batuta, trastorna las tardes, transfigura el escenario, los músicos, las máscaras, los actantes, y toca otras cadencias, y parece como si al estornudar por el frescor y el relente reinante, perdiera los estribos, despeinándose, despeñándose, cual aletargadas lagartijas, por tapias o balates barruntando un tiempo ocre, de ajadas esperanzas, o se desperezara de un tórrido sueño de los augustos meses de estío, sacudiéndose las pulgas, alargando el cuello de jirafa por las emociones del lomo del libro, o asomara el pico entre el bullicio humano por callejuelas o plazas sin respetar los semáforos o venir a cuento, tirándose faroles, plantando cara a los transeúntes, subiéndose a las barbas, en una voraz galopada, como si ansiase saciar de especial fragancia los sensibles corazones, colándose por furtivos canalillos, o volar por entre la arboleda de la vida, hurgando en los pensares humanos.
   Al regreso de un viaje, tanto en la realidad como en la novela, i. e., de Santiago, de Valencia, o volando de Dubái a Madrid enfrascado en la composición de un epitalamio para los esponsales del avezado piloto curtido en mil batallas, o a la célebre y shakespeareana Verona, es de sobra conocido que la cabeza se abre, y se ensanchan los horizontes, como el río por las ramblas con la lluvia, abrevando sueños, abriendo caminos por la vida, echando por la calle de en medio, torrenteras o llanuras, manufacturando a través de la corriente múltiples artilugios, prendas íntimas, deseos, troncos, ramas o forjando accidentes de hondo calado, silenciosas balsas pobladas de desengaños, juncos y ranas, quedos meandros o ariscos acantilados en un repentino despeño, desplegando finalmente las alas por altiplanicies, jarales o los más dispersos cotos.
   A veces los ríos (nuestras vidas) chillan nerviosos por las adversidades del lecho, y dan vida a los poblados con saltos de agua, o se cuelan por entre las rendijas de las sensaciones, por entre las ideas mejor guardadas, truncando rutas ancestrales de la seda o del ganado, o acaso nunca transitadas o rumiadas, esbozando en sus burbujas un abanico de signos otoñales, ora de prendas de abrigo, de innovadores hábitos por la moda, bien de insólitas vibraciones o de lo consuetudinario, en según qué faro, dársena, puerto o área de avituallamiento en que uno se encuentre.
    En el remanso del tumulto de la trama narrativa, cuando parece que el cielo se confabula con la tierra en una encerrona, despuntan taxímetros contrastados, impolutas truchas saltando distendidas en las aguas de las páginas del libro, y se descuelgan alborozadas alboradas por playas o riscos, dando prestancia y sentido al respirar literal, reflejándose en el espejo del vivir, en los cimientos  del santo y seña que se ha fraguado.
   Y así transcurre la desmelenada escapada por las sugerentes ensoñaciones y dispares veredas de la fantasía y la ficción. Mas los barruntos del pensamiento son insondables, y  en ocasiones se quedan largos o cortos o con dos palmos de narices, ateniéndose a las consecuencias, acertadas o no, debiendo vigilarse en tales coyunturas tan polémicas y convulsas por si las moscas.    
   El lector se legitima en su labor, descodificando códigos, contenidos, tramas, en compañía de los personajes que trotan a sus anchas por las páginas en medio de su soledad lectora, y relee en un quehacer sosegado, triturando torreznos y cecina, chorizo de cantimpalo y metáforas, jamón ibérico y sonrisas, hambrunas y ruedas de molino o tentadores bombones a través de los más variados parlamentos, diálogos y quisicosas que se cuecen en la tahona del barrio del dramaturgo o se exhiben en la librería, en el universo de internet o por el boca a boca, siempre procurando no caer en la boca del lobo, y paulatinamente la fabulación se propala y se engulle en taquitos, a la plancha, o se va inoculando en las neuronas a través de los más variopintos recursos, jeringuillas, eslóganes, circuitos simulados, mascarillas o los massmedia, y configuran un mapamundi mundial, un bombazo, el best-seller, compartiendo mesa y casa con los personajes pobres de la novela corta o microrrelatos muy a su pesar, o acaso en un casamiento o flechazo clandestino, de luna de miel, se encierren en la carpa de su sombra, en el yo y su circunstancia.
   Hay momentos en que la sombra septembrina hace de las suyas, y sesea, cecea o carraspea en los renglones del libro, o juega con espejismos en la cabeza o las pupilas del lector, estirando sus fauces, los miembros, como un can al despertar, y se duplica la imagen o se encogen los tentáculos de la letra o se desmorona como un castillo de naipes, conjeturando no pocos sofocos o extrañas truculencias, raros encuentros librescos, quizá por vía de gripe aviar o insanias de vacas locas, contubernios o aquelarres, y tal vez aflore el hastío in situ, en ese instante preciso de lectura, condimentado con espurias y embaucadoras sonrisas de las líneas o directrices del que tiene entre las manos, y puede que en la úvula o campanilla del túnel de la historia ya se atisben los colmillos de la hojarasca del  umbrío otoño.
   Mientras septiembre muere dulcemente, como en la canción, la naturaleza se hace un  moño con su pelo, y ligerilla de equipaje, deambula de aquí para allá, viaja o se detiene por unos instantes, como si quisiese despedirse con hondo pesar de un ser querido o dejase alguna cosa a medio hacer, algunos frutos a medio madurar, pues el tiempo huye, y porque no puede quedarse por más tiempo, y agita frenético el pañuelo por la ventanilla del tren, como cualquier viajero al emprender un viaje, con la incertidumbre de si algún día volverá.
   Todo un mare magnum de convulsiones y peripecias bullen en la olla de los volúmenes y manuscritos, como, por ejemplo, en El nombre de la rosa o Madame Bovary, y a veces loables vítores se rompen por la acometida del toro de turno, una cornada brusca, un desliz, algún vestigio, como si se rumiasen lúgubres naufragios o húmedos periplos por los mares del Sur en noches de luna aciaga, de entusiasmos vacuos, sin fondo en la mirada o en el poso marino, sin consistencia en la existencia, y un horrísono temblor le atravesara las meninges en la travesía, el triángulo de las Bermudas, aventuras sin fin u otras rémoras, y remara contra corriente por ríos indolentes, o recorriera sierras, valles, laderas, y he aquí que de pronto, al cabo de la calle sin nombre, apareciese un gato sin vida, cual hoja seca, por inanición, y el viajero aturdido hincara la bandera de su espíritu, el pico, a pocos metros, en lo trillado, lo desahuciado, lo adocenado, contrariado en su fuero interno por el juego y el jugo de la lectura, pero era ésa y no otra la que tenía a huevo ese día, acaso de los escritores malditos, o las uvas de la ira, lejos del libro de Seda, más suave y relajante.
   Las últimas bocanadas de septiembre devoran sin piedad los vínculos de los suculentos platos y contactos y caldos de la boca que a gustar convida.
  Mas continuando el viaje, oye el caminante una voz que le dice, no dejes de soñar, y déjate llevar por las enigmáticas sombras de los museos, por los claroscuros de la pintura, por las pinceladas del arte, por el contraste de luces y sombras, por el brote de los nuevos cursos, de las buenas nuevas, de los ricos proyectos, motu propio, arrojando a la pira los inertes ripios, los soterrados cadalsos, los exangües principios, las soflamas, haciendo el pino en la tibia sombra septembrina, al azar, alzando las expectativas y, de esa guisa, caer en brazos de la imaginación, en un ancho mar de aventuras, de amores y en el amor al libro, porque doctores tiene la iglesia que apuestan por que, leer es escribir, y escribir es leer, entregándose a la creación, a la escritura, porque escribir es vivir, y cual otra Sherezade prolongando las horas vitales, diseñar incontables cuentos, tramoyas narrativas, aventuras al por mayor.
   Descabalga y amarra el caballo al frondoso árbol del camino, y entrégate a la aventura de soñar, de narrar, no sopesando los volcanes que encuentres en ebullición, ni la vorágine de incertidumbres que vomite o el inoportuno insomnio, ni los tropiezos en la misma piedra hecha palabra que a buen seguro se habrá de padecer en el devenir del discurso con homónimos y sombras de personajes, sinónimos y heterónimos, esdrújulos (como propóleo) y llanas (como zonzo), jitanjáforas (FIliflama aluco alabe bamoleo ulmo trojimirlazo resfulgente en la superestratusferaz de la alcoba) y anacoluton, y darse un baño de soles en la sombría vida, un respiro entre tanta sombra funesta, escuchando un ruiseñor en el risueño caer de  la tarde, libando el néctar del verdear de la aceituna en los campos andaluces.
   Asimismo leer en las hojas de la marejada, en las olas del pensamiento, en los vuelos de las gaviotas sobre la blancura de las olas, yendo con cuidado, para no perder el equilibrio por la escalera del almacén de libros, de la biblioteca, y no caer con la pluma en centones, zanjas o mil piltrafas parafraseando a La Regenta, a Lolita, a Dulcinea del Toboso, a Calisto y Melibea o a Romeo y Julieta por las rumorosas calles en las que se besaron, y menos aún a Esquilo o a Miguel Mihura en el teatro con la contundente respuesta, “me casé un poco”, o a Valle-Inclán en Luces de Bohemia, donde Latino apunta a Max, “que no se ponga estupendo”, porque, "Ser o no ser", la sentencia de Shakespeare ya está harto desgastada por los británicos… luego mejor será  huir con hidalguía de los plagios, de las plagas de Egipto, del fantasma de la crisis, del rico maná deshumanizado por si por un casual las cañas se vuelven lanzas.
   Y no hay más alternativa, si alguien no lo remedia, que seguir soñando, leyendo o escribiendo (siempre cabe la opción de cerrar el libro o arrojar el folio a la papelera o borrar de un ratonazo la pantalla del ordenador, y a otra cosa, mariposeando por otros mundos), pues lo suyo es a veces acatar las cicutas (que relajan las conciencias) o los bocados de cielo de la lectura de la boca que a gustar convida.
   Y, como otro Simbad el Marino, recorrer y descubrir  mundos, secretos lunares, camufladas dentelladas, avatares, islas, o descifrar las iniciales grabadas en los troncos de los pinos del bosque o los jeroglíficos de los papiros más recónditos de la antigüedad.
      Y en estas andaba el letraherido, viviendo lo inefable, bebiendo vida, cántaros de miel y hazañas y cantares sublimes o traicioneros y cobardes, retozando por los bordes de un ataque de felicidad, notándose consciente, cuerdo, subido en las crines rizadas del corazón de las tinieblas de los personajes, con suma clarividencia, cuando de repente un puñal envenenado, envalentonado, lo fulminó según atravesaba el recinto, yendo a dar con todo el semblante en las mismas fauces del lobo, de aquella traslúcida puerta de cristales trampa bloqueándole el paso, sintiéndose en el trance de pasar a la otra orilla de Aqueronte.
   La nota necrológica decía textualmente, entre guiones: =Por los hervores del descalabro novelístico, en pleno delirio de la fruición de la trama, no obviando la basura que había se estrelló contra el límpido cristal de la puerta de entrada de la estación, feneciendo ipso facto. R.I.P. Sus familiares y amigos=.
   Y por mor del encantamiento de una lectura legendaria, quedó inmortalizado en los campos de la memoria literaria, como un don Quijote o una estatua de sal o de rica miel.         



             

  

  


                                             
   

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