lunes, 29 de junio de 2015

Crisis de gabinete










Cuando se lo llevaron, buscando concretamente identificarlo, notó el equipo sanitario que cuatro cartas, sin remitente y con iconos raros se habían quedado sin abrir dentro de un archivador junto a la computadora. Al parecer había pasado la mañana en su cuarto consultando ficheros, perfilando proyectos, escribiendo cositas sin ton ni son. 

Era un hombre agradable, urbano, sin vicios conocidos, a quien nadie le hubiera asignado vínculos con grupos extraños o de dudosa moralidad, y nunca, que se sepa, había enarbolado banderas ni en público ni en privado. Salía poco pero yo lo encontraba a veces y me gustaba su conversación discreta y amena, que puntuaba con chispas de humor, fulminando con mucho tino a los falsos profetas, los supuestos próceres del mundillo estético, aquellos vanidosos de toda calaña, músicos, pintores, narradores, poetas y actores que salían en las portadas de las revistas. Lo más destacable –porque rompía con su rutina, mas ilustraba cierta afinidad con el secreto– es que hace menos de tres semanas acababa de viajar a Méjico, de ida y vuelta, por Air Madrid, con un servicio envidiable, y sin incidencias ni motivo aclarado, si acaso por complacencia filial.


Se supo que lo habían encontrado inconsciente, la cara sobre el teclado del ordenador encendido. Alumbrar historias, contar cuentos, relatos de pura ficción, era para él una obsesión continua. Cuando se le paralizó el pensamiento escribía de memoria versos de un soneto conocido:
  
                                          “Tengo miedo a perder la maravilla
                                             de tus ojos de estatua y el acento
                                             que me pone de noche en la mejilla
                                             la solitaria rosa de tu aliento.
                                                             Tengo pena...”.

Y al llegar a ese punto, la voz quebrada se había cortado en la pantalla, y rota, demasiado pesada, lo había aplastado... 


Una fatalidad. Pues ese mismo día –por no tener peticiones al respecto– no pasó el butano. Y el cartero –que no era ni de lejos el de Neruda  pero al menos sabía algo de actitudes cinéfilas– rotundo y contumaz tuvo que pulsar, dos veces, el timbre de la letra A, cuarta planta, y después de esperar unos instantes, volver la espalda, llevándose el envío certificado que no había podido entregarle.


Al enterarme de estos detalles, corrida la voz por el vecindario, me acordé de que mi desafortunado amigo acababa de integrarse en un taller literario, donde se fraguaban empeños por acariciar –fuera de las tertulias triviales– veneros de fabulaciones originales, de corte sastre ejemplar, en una palabra perfecta, capaces de suscitar el imaginario del más anquilosado escribidor y despertar la admiración del lector aburrido. Por eso necesitaba demostrarse a sí mismo que merecía la pena el intento, que había que mojarse de una puñetera vez y zambullirse en la piscina sin salvavidas, dado que ya estaba henchido de plazos yermos, de campos sin aromas, de flores ajadas, porque el tiempo –¡Ay del tiempo, nadie responde! – corre, nos traspasa, vuela, como el oro entre las manos del hijo rumboso. Se fijó límites para salir a flote y controlarse. Que hay que abrirse camino, tío; alza la voz y saca punta al boli electrónico, -pensaba- y date tono, majete. Enciende la pantalla y espanta a las sombras. Haz de tripas corazón. Ponte en carne viva en el asador. Ábrete el pecho a la pasión. Hurga en la llaga y hallarás el hueso del éxtasis. Eran algunas de las proclamas que en la intimidad de su ser profundo  utilizaba para azuzarse el ánimo y que daban testimonio de su irrenunciable estirpe.


Ocurrió –así va el mundo de intratable– que aquel día paulatinamente se fue tornando turbio y frío. Una espesa bruma, del mar próximo, tomó inexorablemente la ciudad y la oscureció a destiempo. Se puso la calle septentrional, mortífera, con los faros antiniebla de los vehículos perforando el espacio comprimido.
Entró en el hospital inconsciente, colgando de un frágil hilo la esperanza de recobrar las constantes vitales. Y él, que tantas y tantas entradas y salidas tejió trotando por sendas, vericuetos y laberintos de poesía viva, disfrutando de su paseada admiración por las vastas avenidas de letras nacionales y cosmopolitas; o por sierras semánticas, por picos gramaticales, meandros sintácticos, desentrañando directas y subordinadas, aventando cosechas idiomáticas, trillando, separando el buen grano de la cizaña, o confeccionando collares con palabras raras para lucirlas, se encontró de repente parado al borde del tajo que separaba su mundo de las amplitudes desconocidas. Buscó febrilmente una salida en el menú de ayudas sin hallarla, y sencillamente, como aliviado de los tormentos, se abandonó a la atracción del vacío de antes de la escritura.    


Esperando posiblemente que al renacer, pulcro e inocente, encontraría por fin las vías abiertas, por donde caminar sin tropiezos y entrar en la gloria que el destino reserva a las almas puras...


1 comentario:

m.carmen martinez sanchez dijo...

EH no te habrá sucedido nada grave ?:
Ando un poco desconectada del mundo de las letras ( y del otro).
Esperó verte en alguna Nerjeña tertulia....