domingo, 2 de septiembre de 2018

Aires bucólicos





Resultado de imagen de aires guajareños

Calleja a bajo con albarcas, algún chisme, cayado o sombrero
y un sol de justicia derritiendo el aliento.
Y cuando menos se esperaba aparecía la tormenta
ahogando los tormentos de la sequía.
 A veces a las puertas de la recolección olivarera
se le averiaba la pierna a algún vecino
impidiéndole arrimar el hombro con todo el dolor del alma.
La cabra tira al monte y, mientras el pastor dormía,
el vigilante lobo bailaba alegre la danza de la muerte.
El mulo, recién mercado en la feria de ganado,
retozaba a sus anchas con el reluciente ataharre.
Las rejas de la ventana de Dolorcicas
sostenían ruborizadas sus exuberancias al poyarse
para husmear en el ambiente.
Los geranios blancos y rojos en patios y patinillos
pedían guerra y sensuales bailes por sevillanas.
Las cáscaras de almendra se apilaban
en un discreto rincón, lejos del trajín diario
hasta caer en los infiernos de Dante.
El nitrato de Chile mordía la costura de los sacos
aguardando impaciente las tareas de labranza,
porque hay cosas que permanecen a la espera,
colgadas del tiempo o perdidas en la memoria,
como semillas que hablan de nosotros.
Y los higos chumbos en la espuerta, con cara de pocos amigos,
desafiando al personal.
Los higos secos en cambio, más dóciles,
se mantenían en ceretes no lejos del granero.
Y se recogía a besos el pan del suelo
en acción de gracias a nuestro Señor.
Por el camino de los secanos entre los almendrales
se llenaba de agua la calabaza o cantimplora
antes de la tórrida explosión o golpe de calor,
para no freírse como pajarillos,
apagando luego la sed y la ambición.
En gastronomía, sopa de tomate,
cazuela de patatas con los ingredientes justos
o guiso de hinojos con pringue de la matanza.
Y calzaban agobías de esparto los hombres,
pisando fuerte por los ásperos caminos manteniendo el tipo,
y lograr el milagro convirtiendo el jubiloso fruto de la vid
en cromática graduación, tinto, blanco, rosado o clarete.
Y en la copa del almez, al borde del precipicio,
se mecían coquetas y rebeldes las almecinas,
jugándose la vida los chiquillos, como si del árbol del ahorcado
se tratase, trepando por el tronco con vientos contrarios.
   Y llevaban los labriegos por asalariados caminos
bien pertrechada la talega entre palmares o matorral
bajando o subiendo por los Morros en el coche de San Fernando
para encarar las faenas del campo.
   Y se acarreaban del monte gambullos de leña
entre aulagas y cantos rodados para avivar el fuego de la vida
al calor de la chimenea quemando penas o contando cuentos.
   En ocasiones se echaba más leña al fuego
empeorando la situación, o vivía un infierno el retoño
por despotismo paterno, al querer meterlo en cintura 
a base de leña abusando de la patria y potestad.
   En días sin norte desfilaban por acequias y balates tocando
las trompetas los escorpiones propalando el pánico.
   A algunos vecinos les crujían las costillas
por el esparto traído a cuestas desde la sierra,
y luego, pleiteando pacientes, cosían tristezas, cestos,
o serones mejorando el exiguo jornal.
   Y llegaba cada año, como un ritual, la alergia,
rompiendo la alegría de primavera,
haciendo de las suyas en bolsillos y gargantas,
no habiendo forma de destejer la trama de los días.
   Luego asomaba la vendimia francesa entonando la Marsellesa,
como otra guerra de las Galias,
disparando balas de palabros en la torre Eiffel o Babel,
y llamaba más tarde a la puerta la monda o zafra,
compartiendo estancia o apero con el gorrino la familia,
con idea de hacerlo un hombre para la matanza del año que viene.
Y cargados de cabos y cañas de azúcar desfilaban los borricos
por caminos o calzadas pasando las de Caín,
mientras los muchachos más resueltos
chupaban el dulce jugo de las ubres.
   Y a su debido tiempo repicaba la alegría de la huerta
con aluviones de verduras, frutas y hortalizas
entre sudor y lágrimas y peleados riegos.
   En horas bajas o de malestar por acidez o flatulencia
se ingerían infusiones de manzanilla del valle con anís
u otros mejunjes, y cuando lo requería la niña de los ojos,
ponches de mil hierbas u hojas y ajos para el mal de ojo
saliendo airosos de entuertos o del huerto adonde lo habían llevado.
Los bailes en la plaza del pueblo generaban
no pocos malentendidos o celos entre los mozos
por las traidoras monedas de algún Judas
para intercambio de pareja,
cosechando saneados ingresos los mayordomos
para vestir santos las próximas fiestas
y hacer felices a visitantes y lugareños con fuegos
artificiales y sentidas serenatas de la banda de música
amansando a los más fieras.
Y haciéndose de rogar en su lento amarillear
iban madurando los empecinados membrillos.
En la era, extendidas las mieses, giraba el trillo arrastrado por las bestias,
levantando remolinos en la parva la ventolera,
disfrutando locos de contentos los chiquillos,
como si fuesen en trineos o montaña rusa.
   Y las páginas del libro de la vida con vistas al campo
que nadie leerá, oyéndose a lo lejos el cencerro
de las cabras rumbo al Barranquillo.
Y surgían las parejas rotas por las goteras o palos de la vida,
coincidiendo, en ocasiones, con el pregón callejero
del hojalatero como presagio de una cencerrada al rehacerse de nuevo:
"se restañan los en-seres agujereados de hojalata o porcelana".
   Y no faltaba la orgía de los quintos en la cita consistorial
preparándose para la puta mili, entregados al opíparo banquete 
de borrego o lo que se terciase bebiendo para olvidar.
Y como colofón el día de la Virgen, cual aurora boreal,
con fuegos musicales y artificios de danzas de fuego
repartiendo bendiciones y cohetes por callejas,
rincones o camino de la Cruz con la mochila llena de ilusiones.
Y luego venía el día de los enamorados y la Candelaria
con ardientes arrebatos y pasos quedos,
enfrascados los ensimismados comensales
en el cocinado del choto a fuego lento
en ameno cerro, encendidas las mejillas
de las muchachas, más si cabe, por las calenturientas
llamas de la lumbre, degustándose vinos de la tierra,
así como los vírgenes devaneos y seductores palmitos
embadurnados con los dulces brotes tempranos.
Y se hacían novenas y procesiones
pidiendo al cielo agua y el fin de las guerras
y malas calenturas;
y si la expectativas no se cumplían,
iban en romería a Fray Leopoldo, Virgen del Espino
o San Cayetano quedando intactas la fé y la esperanza,
implorando al Todo Misericordioso salud,
años de nieves, y un buen novio para la niña.
   







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