
Estaba
Valerio leyendo un libro y empezó a estornudar. Tortícolis, mialgia o quién
sabe qué demonios de bacteria lo traía por la calle de la amargura sacándolo de
quicio, al toser como un verraco interpretando sin querer una macabra pieza
musical, desencadenando todo un carrusel de carraspeos inflados a más no poder,
corriendo el riesgo de quedarse sin voz de por vida.
Los potingues o selectos
compuestos de herbolarios que engullía no estaban por la labor, no mostrando
visos de mejoría neutralizando el torpedeo de los vuelos de Valerio, aminorando
los crueles latigazos, aunque podía llorar con un ojo cuando utilizaba la braga
del cuello colocándola justo en la boca.
Ay, pobre de Valerio si por
un casual no llevase encima tan vituperada prenda, con los parabienes
primaverales y bendiciones que le suministraba en momentos tan críticos, pese a
lo mal visto que está el mencionarla por identificarla con un sonido rústico o
de baja catadura moral relacionándola de forma subliminal con el sexo, como si
apuntase al mismísimo Belcebú, exigiendo una penitencia como contrapartida, un
imperioso ave maría purísima, sin pecado concebida.
En tales avatares el viciado
sobresalto de la pareja era de tal envergadura que cualquiera medianamente
amueblado podría elucubrar que en tales coyunturas se estaba pergeñando una
violación de género, siguiendo el guión de estimulo y respuesta, porque cada
vez que vislumbraba en la boca de Valerio la pestilente prenda se sentía
asaltada en su incólume ego, haciendo gala de un pulcro alarde por pasar
desapercibida allí por donde circulara, pugnando por tirar por la borda tan
saludable recurso, plantándose en mitad de la calle desafiante descalificando
tan denigrante acción, poniendo el grito en el cielo.
Hay que reseñar que toda la
rocambolesca parafernalia de tales tejemanejes no se producía por generación
espontánea, sino que poco a poco iban engordando la manzana de la discordia, al
igual que llegan las estaciones en el almanaque, las campanadas de las doce
uvas de fin de año o la gotera que horada la corteza del cerebro como si de
cualquier roca o alcoba se tratase, y de repente explosionase con la furia de
un volcán echando por tierra las más sanas intenciones, fulminando los buenos
auspicios y fragancias que sonreían a Valerio,
Son de dominio público las
voces bíblicas que describen la vida de los primeros habitantes del planeta
Tierra cubriéndose sus partes con hojas de parra o similares una vez que
tomaron conciencia de la desnudez, pero con el paso del tiempo todo cambió, y
las hechuras de las prendas se han transformado tanto por las modas que si Dios
se diese un garbeo por cualquier paraíso o chiringuito se quedaría de
piedra al observarlo, pues no se parece en nada a los prístinos taparrabos de
antaño, siendo en nuestros días más humanos, cómodos o excitantes según las preferencias
o marcas.
Hay que tener en cuenta que
la lencería no se duerme en los laureles, y sigue creando y confeccionando
prendas íntimas a pasos agigantados atendiendo a una clientela cada vez más
exigente, diversa o caprichosa, que se inclina por los más atrevidos o
rebuscados patrones, teniendo en cuenta que en algunos casos tiende a despertar
la libido, así como para hacer caja con las novedosas creaciones, encandilando
los sentires de la gente, siendo hoy el pan nuestro de cada día tanto con tanga
como sin él, o más aún, sin hojas, sin lencería ni nada parecido, al natural,
tal como vinieron al mundo, gracias a la revolución tecnológica, tatuando o
pintando las partes pudendas con pintorescas florecillas del campo o
celestiales filigranas para ambos sexos.
Por ende el hecho de que la
pobre boca, el orificio por donde entra la comida o cualquier otra cosa al uso,
como lo rubrica el dicho popular, "en boca cerrada no entran
moscas", bien sean insectos voladores, polen, aire frío o
húmedo, pudiendo causar estragos en las delicadas tragaderas humanas (cual máquinas
tragaperras...) e incluso para las más sensibleras en ciertos casos, llegando a
ser pasto de las llamas en las encrucijadas de la alergia, provocando innumerables
tropelías, no pudiendo llevar una vida normalita, como ir al teatro, cine o
conciertos por el desagradable ruido gestado durante los eventos, penetrando
incluso en el interior del propio habitáculo subiendo la marea de las aguas de
la convivencia, como si ya no fuese de por sí harto onerosa la estancia
compartida, ingeniando tornados artificiales hasta límites insospechados.
En determinados momentos
parece evocarse el celuloide de la gata sobre el tejado de cinc, o acaso la
gota que colma el vaso agravando las adversidades, estando al quite al menor
resquicio, prorrumpiendo en el mitad del silencio reinante como un trueno
exclamando: -¡Como no te despojes del chisme que llevas en la boca (braga), me
largo para siempre! echando por tierra los pilares de la existencia.
¿Hay quien dé más por una
bocanada de humo o prenda de vestir consistente en una tira ancha, corta y
cosida por los extremos, de lana u otro tejido, que se pasa por la cabeza y se
pone alrededor del cuello, y a veces tapando la boca como protección, llamada
también braga?
En algunos círculos conlleva
un tufo pecaminoso, como si se nombrase las pútridas tripas del mal o del
Infierno de Dante.
Es cierto que nunca llueve a
gusto de todos, sin embargo sería bueno recordar el artículo de Larra titulado,
"Todo el año es carnaval", donde exhibe el cultivo de lo evanescente
y ruin que brota por las esquinas, ninguneando la cordura y el sentido común.