jueves, 31 de octubre de 2019

Otoño





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Quería tocar el otoño con la yema de los dedos, acariciarlo como a un membrillo disfrutando de su color y olor, y no buceando en las románticas aguas decimonónicas con la fantasía, imaginando hojarascas tras las puertas de cementerios, ruinas o abadías dejadas de la mano de Dios o acaso belcebú, arrastradas por el viento por trochas y caminos, y cual empecinado y romántico poeta galantear a las estrellas como a excelsas doncellas, o escenificar divinos encuentros en montes de ánimas, de luz o de comprometidos Cristos dialogando de tú a tú con almas desvalidas desde el madero.
   Y cuán grande no sería la algarabía cuando se abrieron de par en par las puertas del otoño dando barra libre a los sentires, porque ya iba siendo hora de que hiciera acto de presencia y no figurase sólo en el calendario, cual novio que espera a la novia en el altar y nunca llega.
   El otoño venía tarde y con retrancas, por lo que tuvo todo el tiempo del mundo para prepararse en una especie de carroza con toda la corte de damas, caballeros, nieves, ventiscas y lluvias así como nuevos animales emulando al arca de Noé, refrescando la piel de toro y sus angustiadas gargantas.
   Mas no se puede pasar por alto la felonía del verano con sus malas artes, que haciendo de su capa un sayo distraía al personal con guiños o títeres en tierra de nadie intentando llevarse la mejor tajada de la tarta cósmica, montando orgías sin cuento en chiringuitos y saraos con tanga o despelotes comiendo y bebiendo en copas de oro: ocasos, ortos, horas y más horas, minutos y meses, toda una eternidad, apurando hasta la última gota poniéndose morado pretendiendo extender su reinado, incluso agarrándose a un clavo ardiendo montando tiendas de campaña por majadas, oteros o grises alcores para quedarse, obstaculizando la entrada del otoño, y se regodeaba en sus narices hasta tal punto que rozaba la esquizofrenia estando a pique de convertir las tierras hispanas en un cúmulo de desérticas dunas.
   Apenas quedaba ya líquido elemento en los embalses, aunque en algunos puntos privilegiados brotase el agua, como sucedía en el manantial guajareño de la minilla en el barranco de Arrendate, que suministraba agüita fresca cuando aún no había frigoríficos en las casas, si bien se advertía que estaba dando las últimas bocanadas.
   Otro tanto acontecía en la acequia denominada alta, así llamada por el nivel por donde discurre su cauce aguantando estoicamente la sequía, de modo que ni los más viejos del lugar daban crédito al copioso caudal que fluía por su regazo.
   El reflejo del sol en los tejados y fachadas del pueblo obligaba a entornar los ojos, y a pesar de la alfombra de hojas por los amarillentos caminos seguía bullendo en las mentes de los vecinos la primavera última tan lluviosa, risueña y rebosante de vida conscientes de que el tiempo vuela y se nos va de las manos.
   El firmamento permanecía despejado ese día, tan solo unas rojizas y tiernas motas poblaban los espacios, no queriendo ocultar la ansiada carroza del otoño con todo su séquito en el desfile estacional.
   Los mayores tomaban el sol como de costumbre en los poyos de la plaza, y del reformado consistorio, antiguo ayuntamiento de la villa y reconvertido en centro de salud, salía y entraba la gente en busca de milagrosas recetas y algunas gotas de calor humano para sobrellevar la ciática de turno o el cólico nefrítico que llegara al amanecer.
  Algunos pájaros revoloteaban alegres en los aleros de los tejados. Era un día de principios de otoño en un pueblo de raíces moriscas con calles estrechas y empinadas cuestas, donde los habitantes se miraban en su terruño como en el espejo del río de la Toba, que baña la jurisdicción guajareña.
   No hace mucho los hombres sacaban la petaca para liar el cigarrillo en amena conversación recordando a los últimos de Filipinas, sobre todo cuando no urgían las labores del campo.
   -¡Antonio, no fumes, que no es bueno, y nos vas a estropear el día – dijo una voz de mujer.
     Era todo un ritual lo de liar cigarrillos poniendo entre los dedos el papelillo que se arrancaba del librito echando la picadura y empujándola con los pulgares haciéndole rodar hasta formar el cilindro, y mojando el otro borde con la lengua terminaba la operación.
   En esos momentos venía calle abajo un muchacho en bicicleta cantando ufano una canción, “Por qué han pintado tus orejas, la flor de lirio real…dicen que tú eres buena, y a la azucena te quisieran comparar”… mientras un lugareño salía con la bestia del establo rumbo a la capital motrileña para gestionar los más variopintos asuntos, y de paso echaba un trago en alguna venta por el camino apaciguando las angustias existenciales y degustando alguna ración de chopitos o tapas variadas del terreno.
   Y tenían lugar los más variados avatares evocando escenas de películas de pistoleros, como la novela del oeste que siempre llevaba en el bolsillo del pantalón su amigo, sentándose a leer en cualquier tranco de la calle, rememorando lejanas tierras esquilmadas y secas como la de aquel pesado y lento verano.
   No perdonaban los labriegos la falta de agua, viendo nerviosos que los nacimientos de toda la vida no resollaban, aparecían muertos, sólo algunos daban señales de vida goteando asustadizas lagrimillas que se perdían entre mastranzos, piedras y arenisca.
   Al tendero del pueblo cuando se desplazaba a los Motriles para reponer mercancía le pedían múltiples favores, lo mismo que al cartero de los tres pueblos guajareños al ir a por la correspondencia, atiborrándolo de los más raros encargos: medicamentos para el crecimiento, vendajes para niños quebrados, ropas íntimas con la talla a ojo de buen cubero, agua de carabaña, lavativas u otras curiosidades, incluso garrafas de helados transportadas en lo alto del mulo subiendo la Cuesta de Panata durante el esplendor de la flama agosteña.
   -Como si no tuviese otra cosa que hacer, que vuestros encargos - les decía.
   Al caer en sus manos la foto del firmamento, se quedó extasiado descubriendo la nitidez de las venas y pálpitos siderales exhibiendo sin regomello las partes íntimas en carne viva, y encerraba la imagen tanto misterio y encanto cósmico que encendía a los más recalcitrantes corazones.
   Porque en el núcleo de la foto brotaban las más sinceras sensaciones de un cielo abierto al mundo, con intención de ser estudiado y tenido en cuenta para las generaciones venideras, toda vez que hay que reconocer que tiene sus días buenos y respectivas jaquecas en días bajos de moral como cualquier hijo de vecino, cuando el firmamento no levanta cabeza humillado por los contratiempos o algún punto negro interpuesto obstruyendo los giros interplanetarios, sembrando desconfianza o fuertes temores que van in crescendo cuando se oscurece de pronto el sol o la luna por un eclipse o extremistas nubes que perdiendo la cabeza empiezan a diluviar sobre la tierra muerta de sed por el abuso  estacional del verano, queriendo abarcar su espacio y el del vecino otoño, dejando tiradas a las muchedumbres hartas de tantos rayos solares, y para remediarlo sus habitantes hacían rogativas procesionando por las calles de la villa a los santos más buenos con idea de ablandar los corazones de las duras y hurañas nubes, y se dignasen abrir la pucha de los riegos para que caiga el agua alegremente sobre los marchitos campos y vegas de la Tierra.     
   Y más vale tarde que nunca, comentaban resignándose los vecinos, aceptando la tardanza del otoño para sacar las castañas del fuego ( y sin obviar saborear las castañas asadas en los tenderetes con lo ricas que están junto a sus humos de incienso abrigando el ambiente y las frialdades humanas), porque la flora, fauna y las criaturas precisan del líquido elemento para vivir, y porque el añorado otoño lleva dibujado en su ADN el cambio de camisa y de tiempo, desnudando a la naturaleza para vestirla de nuevo en su momento de eclosión, y cual avezado mensajero nos advierte sobre los crudos fríos que nos aguardan en invierno o tal vez de las postrimerías vitales.       

                                   


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