miércoles, 2 de diciembre de 2020

El hombre de negro

 





   Salió Álvaro echando chispas de la iglesia tras confesar el último crimen que había llevado a cabo en un lugar sin concretar, apuntando a la sierra de Almijara, y se dirigía en dirección al monipodio, donde se mascaban los secretos de muerte y repartían el botín, aguardando eufóricos los compinches para alzar la copa brindando por la heroica gesta del último ajuste.

   Todo lo que espetó Álvaro al sacerdote en el confesionario bajo secreto sacramental no quería que saliese de esa tumba por nada del mundo, haciendo lo indecible para no dejar cabos sueltos de su vida.

   Álvaro había sido toda su vida un humilde pescador echando las redes por la bahía malacitana con una vieja barca de segunda mano, que con mucho sacrificio pudo pagar mendigando por las calles del centro de la ciudad. La barquichuela no estaba para muchos trotes, y avanzaba renqueante peleándose con la espuma de las olas, y daba miedo verla haciendo milagrosos equilibrios para sostenerse en pie y millas a trancas y barrancas, no sabiendo nunca si llegaría a alguna parte o a un banco de peces, y aguantaba la pobre ya tan arrugada y despintada, pidiendo a gritos una reforma como el comer.

   A malas penas juntaba lo suficiente Álvaro para sufragar los gastos de carburante y el sustento de la familia con cinco retoños a su cargo, que se comían a pavía, y ante tan alarmantes estrecheces y penurias se vio abocado a jugarse la vida entrando en un grupo del crimen vendiendo muerte por los cuatro puntos cardinales del globo enviando droga por un tubo, y conseguir la mayor ganancia posible en poco tiempo y poder llevar en adelante una vida tranquila y decente, libre de miserias y calamidades.

   El tiempo tan negro que vivió sólo lo sabían su abuelo y una tía suya, que murió de tuberculosis muy temprano.

   No podía quejarse Álvaro de los ingresos que obtenía en tales circunstancias tan delicadas, pues sus cinco niñas iban a los mejores colegios de la comarca con buenos trajes y sus respectivas motos, pasando unas ricas vacaciones en los puntos más prestigiosos del planeta, buscando la fórmula para que sus descendientes viviesen felices y contentos, a salvo de cualquier contingencia.

   Mas la vida da muchas vueltas y tumbos, ya que nunca se sabe si lo que hoy vale se tornará mañana en veneno a la vuelta de la esquina.

   Un día de horrible temporal, que llovía a cántaros según iba con un flamante mercedes por la autopista, un vehículo de la guardia civil le iba siguiendo los pasos, dando la voz de alarma a los otras patrullas policiales, y al verse Álvaro rodeado de coches por los cuatro costados se dio una puñalada sangrando como un cochino, siendo transportado por la policía al hospital más cercano para que le atendiesen.

   El jefe de los capos andaba en esas fechas por Barranquilla, y cuando le llegó la noticia macabra empezó a construir contra viento y marea un fuerte, una especie de refugio atómico, con idea de no ser capturado por las fuerzas del orden.

   Con el paso del tiempo los actores cambian, y una antigua novia que tuvo había contraído una grave enfermedad por ingesta de estupefacientes, y quiso por despecho comunicarle a la policía todos los estragos de la banda a la que pertenecía ante sus inquietantes remordimientos, no pudiendo por menos de ir a desembuchar parte de lo que le asfixiaba, aunque temía por su  vida, porque en el momento en que se enterase la banda de la traición no tardarían en ajusticiarla a muerte y callase para siempre, porque eran sus instrucciones sumarísimas, lo mismo al chico que al grande, y no se podía dar el chivatazo, porque por la boca muere el pez. Así suele ocurrir en este sucio mundo del crimen.

   No cabe duda de que es harto reconfortante acaparar en dos días un gran capital que ni en cientos de años trabajando como un negro noche y día lo podría lograr, como no fuese con la lotería, pero ni tampoco, siendo la coartada acariciada por Álvaro para dar el salto y alistarse en la familia de la mafia, asegurándose una desahogada existencia cosechando un envidiable nivel económico y social, bien lejos de la hambruna.

   Su familia no compartía tales ideales, pero cuando le arrimaba buenas sumas de peculio, le sonreían y abrazaban haciéndole mil carantoñas, deseándole lo mejor hasta que llegase la nueva remesa tras las sentencias de muerte, con esperanza de que nunca le tocase a Álvaro, y siguiese en la brecha saliendo ileso y vivo de los embates del mar de la vida y redadas de la policía.

   Compraron varios pisos de lujo y suntuosos chalets por la costa malagueña, Costa Azul y zona de Mónaco, adonde acudían con frecuencia para invertir en el juego.

   Pese a todo no soportaba Álvaro el color oscuro de su vestimenta, provocándole no pocas depresiones. Los soleados amaneceres se le tornaban turbios y gruñones por el parte de vuelo que cada mañana le elaboraba la banda del crimen.

   Últimamente viajaba menos a Colombia y Sicilia por los contagios víricos entre otros motivos a parte del auge de controles policiales, pero unas fechas atrás sin embargo iba como pedro por su casa para gestionar ingresos, aranceles y aduanas para canalizar el clandestino transporte de estupefacientes en grandes buques de carga, y a veces en barcos de poca monta, exponiéndose a los más comprometidos peligros en la travesía.

   En el último viaje que realizó desde Barranquilla venía el barco con los motores a medio gas, asfixiado por la inmensa cantidad de sacas que transportaba, siendo interceptado por los carabinieri a su paso por aguas italianas, lo que le acarreó pasar cinco años en chirona, hasta que la novia le introdujo un arma camuflada, y una noche de horrible temporal con truenos y relámpagos a mansalva, cayendo chuzos de punta, cogió el revólver, y acercándose a los vigilantes empezó a dispararles cayendo muertos en el acto, dándose a la fuga en un helicóptero que le aguardaba en la puerta del presidio, llevándolo a un escondite de la banda.

   En su negro y largo historial, tuvo Álvaro que pasar por los distintos grados de la cofradía, aprendiz, oficial y maestro, y durante un tiempo fue el encargado de darle la puntilla al elegido para el ajuste de cuentas, ejecutando a sangre fría las estrictas órdenes.

   Un día después de dejar a la novia en las puertas de un museo, y regresando a la guarida con sumo sigilo quiso antes de nada ponerse en manos de un gurú que lo guiase, pidiéndole ayuda y descargar de paso el peso de la conciencia que le atormentaba, pues no podía conciliar el sueño por los remordimientos que como ascuas ardiendo le abrasaban hasta límites insospechados.

   Álvaro llevaba dentro de lo que cabe una vida bastante rutinaria, sin grandes sobresaltos, pero según pasaba el tiempo se iba haciendo más viejo y dejando por los senderos muy a su pesar desperdigados cachos de documentos secretos, trozos de su persona y gotas de sangre caliente.

   Cierto día apareció un cadáver en una playa de Sicilia escupido por las olas delatándole por los múltiples y fehacientes rastros que encontraron de su persona en ropas y cabeza del fallecido. Álvaro, ante la inminente detención por la interpol, no sabía qué hacer para borrar de su currículo tales sospechas, y auspiciar una primavera tranquila en libertad, mas tal percance precipitó más si cabe su perdición, porque a las pocas semanas unos sicarios secuestraron al cura obligándole a vomitar todo cuanto le había relatado a través de la confesión ante la tortura a la que se vio sometido, refiriendo con pelos y señales todas las desvergonzadas y atroces fechorías de Álvaro.

   En la fiesta de un amigo celebrando una boda en un paradisíaco hotel en aguas del Caribe fue arrestado ingresando en prisión, no pudiendo ya seguir con su corolario de muertes y tropelías según denunciaban los informes policiales, y que al parecer había sido autor material de la muerte de al menos cuatro personas por los ajustes de cuentas de la banda.

  Otra hija suya, al enterarse de la vida que había llevado su padre, entró en un convento de clausura a hacer penitencia pidiendo por él, pues su frágil conciencia se resquebrajaba sobremanera sintiéndose en parte responsable de los criminales y viles pasos de su progenitor.

   En una de las visitas que llevó a cabo la hija a la prisión le cogió un lazo que llevaba en el pelo, y en menos que canta un gallo entró en el cuarto de baño y con las mismas, con negras lágrimas en los ojos, se ahorcó con él.

   Cuando lo encontraron yacía en el suelo sin vida, y la policía se puso en contacto con su hija monja para informarle del deceso e interrogarle a cerca del fallecimiento para esclarecer los hechos, y a la hija sin saber cómo le entró de repente una convulsión tan severa que cayó sin conocimiento rodando por los suelos no volviendo en sí, como si hubiese querido dar la vida por su padre.

   En los insondables rumbos y montañas rusas del vivir nadie está exento de cualquier advenimiento de luz o apagón repentino de vida, cumpliéndose, como en el presente caso, el proverbio, “quien a hierro mata, a hierro muere”.  

          

                           


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