sábado, 13 de septiembre de 2008

EL MONJE



Desde que Baltasar se topó con la dichosa frase en el tocho de pastas verdes y negro lomo de cuero en la biblioteca, se le torció el ceño y revolvía el estómago, de tal manera que todo lo que comía, incluso los alimentos más delicados y ecológicos, le producían reflujo esofo-gástrico; y no acertaba en la diana con el remedio o pócima maravillosa capaz de aminorar los trastornos que padecía. La frase decía textualmente, *He inventado la pastilla de la felicidad. Si la tomas serás pobre de por vida pero inmensamente feliz. ¿Quieres una?
En un principio le resbaló la propuesta, la tildaba de truco de embaucadores que traficaban en la clandestinidad mercantil, algo baladí, publicidad engañosa de contumaces truhanes, que deambulaban de aquí para allá, buscándose la manutención a costa del ingenuo, mientras él, que se tenía por un afortunado en la profesión, no podía por menos de mandarlos a paseo y tomar partido en cuanto al comportamiento ante tales falacias.
El tiempo, verdugo inexorable, lo acosaba con saña, como el otoño al verano, dándole en las narices en el momento menos oportuno con un vendaval, arrancar sin piedad las hojas de los árboles emporcando los blancos caminos y plazas, distorsionar el ambiente cargando contra la vida placentera del veraneante, y levantar desairadas ventiscas en mitad del día, o alzar las faldas de las olas a una altura provocativa -casi en pelotas-, viéndose hasta la campanilla, escupiendo en los barrios bajos del litoral, e incitando al vecindario a que voltee las campanas de la iglesia, ofreciendo rogativas al Supremo Hacedor para atemperar la tempestad.
Los pensamientos que sacudían su poblada cabellera reventaban las neuronas, los proyectos, los ensimismamientos que en secreto había enhebrado en el habitáculo. Tales percepciones titilaban en el púlpito de las sienes, en sus pasos, cada vez con más pujanza, estrechando los márgenes de maniobra. Se cobijó en la música órfica, que lo transportaba al bosque encantado, siendo una de las aficiones artísticas que en circunstancias turbulentas más lo tranquilizaba, auténticos somníferos que lo colocaban en paradisíacos rincones, y mejor contrarrestaban el síndrome de los latigazos que llovían sobre su conciencia.
Dentro de la tesitura en que se hallaba en esas fechas, eligió un contrapunto nivelador, no quedándose con los brazos cruzados, y atravesó la frontera que lo separaba de la fuente de felicidad, un monasterio trapense, pidiendo una cita con el abad, dispuesto a traspasar aquellas serias murallas, y abrir radiante el corazón a la indigencia, al silencio, al estruendo inconmensurable de la bienaventuranza, llevando a la práctica la más severa pobreza.
Se notaba últimamente estresado en exceso, golpeado por duros conflictos laborales, y, sobre todo, familiares, situándose el escenario del drama al norte de su país, por ser el lugar de residencia habitual del hijo. La separación de Baltasar no fue un camino de rosas, todo lo contrario, reñida, convulsa, acompañada de negras amenazas por la parte contraria, de forma que lo sumieron en la mayor de las miserias.
Y liándose la manta a la cabeza, se invistió del hábito religioso. El objetivo consitía en dedicarse al espíritu. No dudaba en obedecer al prior en los distintas tareas que le marcase, incluso en los puntos más controvertidos, sin desdeñar la letra chica de las máximas del cenobio, experimentando en su interior una exuberante exhalación de aromas angelicales.
Entre los diversos menesteres que debía ejecutar se encontraban entre otros, visitar al amanecer la tumba donde un día reposarán sus huesos, limpiar la suciedad del alma mediante cánticos y oraciones varias veces al día, mortificar el cuerpo con valentía, labrar la huerta del recinto monacal, ordeñar las vacas, pero donde pasaba extasiado las horas era en la futura fosa, allí se novía como pedro por su casa, como si hubiese ingerido la pastilla prometida, que un buen día bebiera en el mamotreto del cementerio de los libros.
Baltasar anhelaba purgarse de la mugre incrustada en su vida como alto ejecutivo de una empresa altamente cualificada de la comarca. No obstante, amigos y familiares desconfiaban bastante de sus decisiones y se llevaban las manos a la cabeza al enterarse de las estravagancias que, según ellos, intentaba acometer.
Recordaban los desagradables sucesos que vivieron en cierta ocasión por minúsculos fallos de la empresa en el pago de las nóminas; por todo ello dedujeron que había perdido el juicio, ya que entonces tomó ingentes cantidades de estimulantes no tolerados por la ley, arrastrándolo casi al borde de la muerte. Tal acción motivó su ingreso en un centro de salud mental durante una larga temporada, necesitando la presencia permanente de un vigilante para evitar que se arrojara al vacío por la ventana. A través de la mirada y algunos gestos del cuerpo se traslucían indicios de persona trastornada, sin apenas esperanzas de retorno a los fulgurantes bríos de antaño; maldecía a cada paso cuanto le rodeaba, y a veces renegaba de las desenfrenadas orgías en sus tiempos de esplendor, la conquista de sensuales estrellas del celuloide de primera fila, o incluso desprenderse de las posesiones que tenía en el extranjero con unas vistas envidiables, un verdadero edén terrenal, donde solía pasar las vacaciones estrangulando el estrés.
En cambio ahora buscaba un edén eterno, inmaculado, sin patadas en la boca del estómago, sobresaltos, ni contaminadas cuentas corrientes.
Ya en el monasterio, los días iban granando la sementera de su alma, con riego a goteo, agua bendita, meditaciones, serena y placenteramente, sin echar de menos las innumerables francachelas a tumba abierta por los acantilados del abismo de épocas pretéritas. Como buen monje lo supeditaba todo a la voluntad divina, que la encarnaba en su nombre el abad.
Antes de ingresar en los trapenses, Baltasar guardaba una carta secreta en la manga, su hoja de ruta, consultaba otros mapas con objetivos distintos, y soñaba con atestiguar al mundo la fe de Cristo a su manera, enrolándose en el ejército de los caballeros templarios, y participar en encarnizadas batallas con tal de expandir por los territorios de infieles el símbolo de la Cruz, fulminando si fuera preciso al cerril enemigo, y, de paso, mostrar al Todopoderoso los conocimientos que poseía de las armas, y conseguir mil perdones con valiosas medallas de la guerra santa, con la posibilidad de correr mil aventuras por sitios desconocidos, llevando a buen puerto el reino de los cielos.
En horas de insomnio, roto el descanso en mitad del sueño, se imaginaba que podía emular al singular trapense, que ejerció de guerrillero en la guerra de la independencia aunque sin alcanzar su corona de laurel, que se hizo célebre por los crímenes, melopeas, y fingimiento de revelaciones, mediante las cuales exorcizaba y fanatizaba a las tropas antes del combate; después de haber conseguido cuantiosos trofeos, de nuevo se retiró al convento a hacer la digestión de lo que engulló, purificar las impurezas y conversar con Dios.
En tales circunstancias de clausura en el monacato trapense, Baltasar había doblegado las más rebeldes pasiones y se propuso enterrar el pasado, pues de lo contrario caía en depresión, o se tachaba a sí mismo de cobarde, lujurioso, o seco tronco esperando el hacha para servir de pasto de las llamas en lujosas chimeneas, donde se solazaban con el humillo voluptuoso de chuletones de Ávila, tierra de su devoción, y a la que amaba con todas las fuerzas por el incienso de siglos que allí inhalaba tras las huellas de otros monjas y monjes, cuyas posadas compartieron en el devenir del tiempo.
Baltasar, en plena ascesis, pasaba los inviernos de su vida calentándose al calor de las vibraciones claustrales, de músicas acordadas, que los astros y el coro le regalaban, alimentándose de sublimes bocados de gloria, cabellos de ángel, libres de cualquier quiebra, y ya no había problemas en su horizonte.

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