jueves, 23 de abril de 2009

Con la voz al cuello




Abel se mondaba de risa bailando un tango entre las nubes, en las barbas del diablo. Volaba por los Andes a doce mil metros de altitud en dirección a Ushuaia, famosa por el presidio que albergara en su entorno durante algún tiempo, transformado posteriormente en museo por el gobierno de turno.
Los eventuales viajeros que se acerquen por aquellos territorios opinarán seguramente que los supervivientes no verían con buenos ojos tal resolución. Las rígidas columnas y cicateras celdas, agujereadas, despintadas sabrían de sus pecados y pesares. Les sabrá a caldo de escarnio, con el resquemor de que a la gente de bien le resulte harto complejo recrearse en un lugar que ha sido tan inhóspito e indigno.
No deben de andar muy lejos de la realidad, pues aún resuenan las pisadas vacilantes, las nerviosas gesticulaciones de sus miembros atemorizados, los toques de silencio, las voces de mando, la impotencia, los trabajos forzados, y no cupo la suerte de eliminar la estructura emocional de los enquistados redaños carcelarios, toda vez que se revuelven rebeldes quemando amaneceres, la sensibilidad del que los contempla, incluso en su homólogo recinto alzado al lado. Un desagradable salpullido reverbera en la mirada maldiciendo la estampa, y expande un chisporroteo agrio, que perfora los espíritus más obtusos.
Ello acontece por el propio peso, acumulándose en los poros, en el cielo de la boca de la entrada, pululando por los desconchados muros del viejo trullo. En contra de lo esperado, no mueren las huellas del odiado efluvio en los primeros peldaños de la historia, sino que se envalentonan y echan las redes, cual ávido pescador en la mar revuelta, sobre la recién construida réplica.
Fue erigida a la sombra y en su memoria por egregios arúspices del ramo de cultura por puro placer estético, y disfrute de los amantes de ese mundo sumergido en la viscosa lama.
Qué telúrica energía no atesorarán en sus músculos estos resabios vitales, que relumbran con luz propia, como si se hubiesen apoderado con alevosía de los genes de las siniestras estrellas que desfilaron por sus pasarelas, escalera arriba, escalera abajo, orgullosos y galantes en su época de esplendor, aquellos indómitos inquilinos adictos en su día a vivir entre las paredes de la vetusta prisión como penitentes de una cofradía de semana santa portando su cruz, entre un rosario de gélidas cadenas.
Allí se rumiaban tramas espeluznantes, increíbles urdimbres de terrícolas pechelingües y bucaneros embarcados en aquellos funestos paquebotes anclados en el tiempo, inmóviles, impregnados de sarnosa somnolencia, desahuciados de paraísos de todo tipo. Corazones rotos y vidas roídos por la carcoma en los mismos cimientos de la existencia, a la intemperie, viciados ya desde la cuna.
Abel, aunque viajaba risueño con aires de fiesta, como un turista despistado, no las tenía todas consigo, y en las turbulencias de la navegación se encomendaba a la divina providencia, debido a que se encontraba perdido en el vacío y sin conciencia de paracaídas, como manoseada maleta olvidada por su dueño en un cruce de caminos, y, con la voz al cuello, se confesaba imposibilitado para lanzar un SOS a los cuatro vientos con todos sus bríos, como si un misterioso torbellino le atenazara impulsándole al abismo, o unas malintencionadas garras se le clavasen sobre la garganta en las circunstancias tan precarias en que estaba, nada menos que cruzando el espacio como un pájaro, o, si por un error, lo confundieran con el mismísimo Godino, el tristemente célebre estrangulador de la pampa, o de la calle bonaerense Corrientes, pues todo corría por sus venas, y acariciaba en su corazón una especial predilección, sui generis, por la carne tierna y rosada, la de los jóvenes adolescentes.
Solía descuartizar rapaces o jovencitas con limpieza y singular maestría una vez por semana, ya que no soportaba la sequía de la quincena sin mojar el pan en tan rica salsa, y evitaba así caer en una depresión severa. La ansiedad lo agitaba sin piedad.
No resistía mucho tiempo sin triturar tan apetecido manjar, lo había comprobado desde que tenía uso de razón, provocándole vómitos de muerte, y se le desvanecía la facultad de controlar la brújula de su conducta, asediándole incontenibles anhelos de auténtico antropófago.
A Godino le hubiera encantado encerrarse en vida o fugarse con su amor por los mares del sur, por canales de ensueño –traía a la memoria sus balbuceos en bote con su progenitor por el de Beagle, palpando casi lobos de mar o atisbando a tiro de piedra el balanceo de petreles y albatros-, y volar y volar sin descanso como el infatigable cóndor cargado de gracias y caricias con la presa en el pico, sin puertas ni rejas que le hagan sombra o se interpongan en su camino, llevando a la práctica sus fantasías.
Investigaba la forma de darle color a su vida, darle sentido a sus pasos por este disparatado valle, y no verse arrojado al averno como un Ícaro mal parido, arrumbado al montón de excrementos, viviendo a ras de tierra, alimentándose de gusanos y de las miserias que otros han ido hollando por los senderos. Se rebelaba contra los caprichos de la naturaleza, que actuaba como aviesa madrastra, y pretendía arrancar de cuajo los orejones que le habían colocado sin su consentimiento. Probó durante un tiempo a dejarse melena y así cubrir la parte nauseabunda, pero cuando el viento soplaba y hacía de las suyas, quedaba en evidencia siendo a un mayor si cabe la frustración.
Y se interrogaba una y mil veces por qué le habría tocado a él. Qué méritos habría aportado en su currículo, qué aguas o leche le habría amamantado para tan privilegiada distinción. Y al no vislumbrar un horizonte despejado se sumía en un mar de lágrimas.
Lo deforme de su figura le obstruía la mente, le retorcía los sentidos, cubriendo la estancia y la psique de una atmósfera irrespirable, siendo en ese trance capaz de cualquier cosa. La teoría del feísmo inoculado en su efigie no lo aceptaba, rompía sus parámetros, siendo el leitmotiv de horrendas muertes, de los impulsos más viles, y en el fragor de esa guerra estética no digerida por su ego, explotaba lo peor del ser humano, se soltaba el pelo y daba rienda suelta a las flores del mal, considerándose un despreciable engendro, corrompido, marginado, malparido, despotricando de todos cuantos intervinieron en su procreación, dejándolo en el mayor de los abandonos. Les echaba en cara el pobre aprecio que demostraron siempre sobre sus carencias, manteniéndose indiferentes o cobardes al llanto que brotaba de sus descomunales apéndices.
A menudo solía ocultarse en el dormitorio, debajo de la cama, en el armario, o echaba el cerrojo en el cuarto de baño apoyando la cabeza sobre el espejo, rememorando flashes de los últimos guateques donde participó con amigos de aquellos años, y siempre lo asaltaban los mismos sinsabores, los plantes con que lo agasajaba el amor de su vida, que lo situaban al borde de un ataque de nervios, entre la espada y la pared, apuñalándole por la espalda cada vez que se fijaba en ella, o solicitaba un baile por cortesía durante la fiesta. El estribillo recurrente resonaba en su oído como el zumbido de un abejorro, como el trueno. La ingrata respuesta tan agresiva y tajante lo descomponía:
-No puedo, Godino, vos entendés. Lo siento. Otra vez será. Los tacones me están achicharrando el pie. Estoy ensangrentada.
Inclinaba la cabeza, y repicaba en el interior la canción dándole vueltas y vueltas a lo que le ocurría, sobre todo cuando evocaba la linda perla que se le cayó a la amiga de la diminuta oreja y él, ni corto ni perezoso, se tiró al fango de la habitación y no tardó ni una décima de segundo en extraerla de entre los desperdicios y colillas que flotaban por el suelo, y que con el bullicio de la fiesta se habían acumulado en recovecos y rincones del salón, recibiendo un nuevo desaire por respuesta.
En esa turbación le venía a la memoria su irrisorio icono, el tamaño de las orejas y se le caía el cielo encima, y suspiraba con un temblor frío, epiléptico, pidiendo auxilio, como un niño al que se le cae al suelo el chupe, al verse hundido y despechado toda la velada.
Por el insoportable complejo que lo acompañaba como su sombra, de bicho extravagante, de criatura desposeída del rango humano, caminaba con la mosca detrás de la oreja creyéndose señalado con el dedo, expuesto a todo tipo de bromitas y burlas sin cuento del orto al ocaso.
Ello motivó el planteamiento por parte de los dirigentes de la prisión de enmendar el entuerto mediante la amputación del miembro hiperbólico con el fin de conseguir la reinserción social, aplicándole un reciclaje a través de la cirugía plástica, y extirpar de raíz la causa de sus males, aquello que lo obligaba a segar vidas en flor. Una vez intervenido en el quirófano, con un arreglo a la carta, se verificó que valió de bien poco y que la cabra tiraba hacia el monte, y no tardó en volver a las andadas. Los remataba con la destreza de un matarife de reconocida valía.
Asesino en serie y asiduo inquilino del penal, no obstante tuvo su radiante primavera, pues durante un tiempo gozó de cierta estima y se adueñó del ambiente penitenciario al ser nombrado enlace entre los verdugos o guardianes y el resto de compañeros reclusos, pero no cuajó al final el estado de gracia, cuando se descubrió en el penal una enrarecida trapisonda, donde se vio involucrado, volviendo a caer en desgracia.
Abel andaba inquieto en la travesía, ya que sus facciones principales y el color aceituno de la piel se asemejaban bastante a los de Godino, y le pasaban por la mente ideas tan peregrinas como la de si se fugaba el preso podría ser recluido en el penal por su parecido físico. Y no le hacía ninguna gracia verse allí como el doble de un homicida, arremetiendo como un quijote contra los muros de la cárcel como si fueran gigantes, y sin atisbar una brizna de firmamento de los Andes, con lo altos que son.
El caminar por la vida como invidente le acarrearía una de las mayores desgracias, moverse como un ciego por el mundo, y más irritante todavía si no puede saborear los caldos, las florecillas de las riberas, los alegres lagos, los refrescantes glaciares, o seguir los trazos curvilíneos de las gaviotas planeando libremente sobre la blanca espuma de las olas.
Desde arriba, Abel vislumbraba el ajetreo enfervorizado de los habitantes de la zona afanados en sus tareas cotidianas, mientras él surcaba ufano el firmamento poblado de diminutos cúmulos y cirrocúmulos.
Volaba tan alto que se pasaba por la piedra los desafiantes y quisquillosos nubarrones que merodeaban en esos instantes por los picos de los Andes. Un pájaro, desvaído y descolgado del resto, se llevó las patas a la cabeza, pillando un tremendo repullo y enmudeciendo de pronto cuando se cercioró de la maniobra tan chulesca con que le había obsequiado el piloto, dejándole tirado y entre las alas incrustada una brillante estela de humo, gris y blancuzca, que casi lo precipita a las flechas de los Andes. Se salvó por las plumas, que es lo suyo, gracias a la rapidez de reflejos, llevado por el instinto en un acto reflejo, bajando en vertical con la mayor celeridad.
Había cometido una infracción imperdonable, merecedora de la retirada del carné de vuelo. No compartiría el veredicto, pero así lo exige el código deontológico del aire. Resulta bastante comprometido, y no es cosa de ponerse a jugar en pleno vuelo como un niño en la playa con sus pequeños cachivaches y revolcarse en la arena, relajándose en exceso, soltándose los tirantes, y no guardar la distancia prudencial a estas velocidades, olvidándose de los pasajeros, sin calibrar coordenadas, isobaras o el altímetro de la aeronave. Significaría algo demencial el hecho de que un piloto tan experimentado cayera en tan vacuas bagatelas. No se le debieran tolerar tales meteduras de pata o provocaciones en estos delicados escenarios.

Abel, entre Escila y Caribdis, picoteaba por aquí y por allá de lo que tenía a su alcance, y así mataba el tiempo, como si estuviese en el cine entretenido con la película y comiendo palomitas de maíz, así emborronaba minúsculos papiros, servilletas hurtadas en el último bar que tomó infusión de mate de la tierra, del que tantas veces le habían hablado.

Tejía patrañas o historietas descabelladas, evanescentes, que a nada conducen pero que a él lo transportaban al centro de la Patagonia, del razonamiento, de la cordura, y no mentando la soga en casa del ahorcado, terminaba con los etéreos trasgos que revoloteaban sobre su cabeza acechando cual negros vampiros, aprovechándose de las horas bajas, y viajando por las alturas, cerca del cielo, tan lejos del planeta tierra.
Abel trazaba bosquejos, pintaba situaciones, describía paisajes, elucubrando sobre lo que oteaba desde el asiento, acelerando los motores de la escritura por si el comandante aceleraba más de la cuenta, y lo dejaba tirado y desnudo de ideas en el precioso momento en que las tocaba con los dedos, a pesar de ir bailando un tango.
Ushuaia llamaba a la puerta y no tardaría en entrar en el ángulo de aterrizaje del cuadro de mando, pues se calculaba un tiempo aproximado de 55 minutos. Pero soñaba con algo tan sencillo como no pasar de puntillas por aquellos levíticos y movedizos cúmulos y que no quedasen incólumes los entresijos atmosféricos que traspasaba, desplegando sobre la marcha una banderita o un pañuelo atado a un palo o estaca, e hincarlo en el lomo de los Andes, cual cerro testigo, a fin de que las futuras generaciones o criaturas de otros mundos ignotos que recorrieran aquellos horizontes el día de mañana reconociesen de alguna manera el rastro, aunque no el aroma por los fuertes vientos que azotan la zona, y sería milagroso que quedase algo flotando, como no fuera en todo caso “lo que el viento se llevó”, que se dignara tomar tierra en aquellos parajes por la fuerza de su peso, o los caprichos del destino, y aterrizase en efecto en la tierra de fuego, aunque tuviese que jugar al pilla pilla, al escondite, o pasearse en el trenecito del fin del mundo –que ya inauguraran los pobladores del presidio con la tala en los bosques y el transporte-, y un poco a lo tonto se encaprichase en llegar al final –finis terrae- de la tierra, y ocultarse en la última esquina de la última plazoleta, o en el mismo infierno del mundo, no lejos del faro que lo alumbra.
Y si no que se lo pregunten a los últimos del presidio, o al tétrico Godino, el que arrancaba a mordisco limpio la hermosa fruta del árbol, las tiernas criaturitas y las abría en canal, sin esperar a que se ocultase el sol. Sin más aire ni boca que acudiera a la sanguinaria orgía para pregonarla y festejarla que la suya.
Semejantes desapariciones macabras no concuerdan con lo que allí se cultiva y fomenta. Aquellos ensanches con nombres tan sugerentes y seductores, que invitan al recogimiento, a la inspiración, tales como Santelmo, Recoleta, Puerto Madero, Boca, donde vibra la brisa de la alborada, la vida rosa, la primavera en flor.
En algunas cacerías Godino dejaba a las víctimas semimuertas o semivivas o con la soga al cuello, acaso por el aroma que exhalaban sus cuerpos, como si les oliese la boca o la piel y le produjeran terroríficas alergias o dolores de vientre, no quedándole más opción que huir con lo cosechado, como león amedrentado en el bosque, yendo por “el caminito que el tiempo ha borrado, que juntos un día nos viste pasar”… de Boca jadeante, implorando auxilio in extremis, porque se asfixiaba.
Nadie lo perdonó. Una severa y oportuna peste hizo justicia, devolviéndolo al barro, con el que jamás debió de ser moldeado. La madre tierra dio buena cuenta del inmortal angelito.

1 comentario:

Unknown dijo...

Hola Pepe. Me parece demasiado breve para una novela corta y demasiado largo para un relato breve.Desde mi punto de vista tiene demasiada paja.Es interesante lo de la carcel.a lo mejor en primera persona gana fuerza pero si no le reduces 2/3 me aburro y le pierdo interés.