martes, 27 de abril de 2010

Impotencia




Llevaba en aquella situación demasiado tiempo. Sin saber cómo ni por qué.
Su poder de decisión había sido sustituido por una especie de corriente vital que la conducía siempre al mismo lugar, al punto de partida, y cada vez que intentaba dar un paso hacia delante hacía el recorrido a la inversa, como los cangrejos.
Como si un potente imán la atrajera continuamente a su centro, por más que intentara sin remedio luchar contra esa fuerza invisible. Se preguntaba si habría llegado a ese crucial momento en el que ya es la vida la que tiranamente decide sobre nosotros y no nuestra voluntad. Se preguntaba si en el infinito devenir de lo cotidiano su poder de decisión había quedado anulado, aplastado, aniquilado.
Recorrió con el dedo meñique de la mano izquierda un plano de los lugares más frecuentados en los últimos lustros y se detenía a conciencia en los más punzantes revisando punto por punto los rescoldos que pudiesen quedar de todo aquel embrollo que le atizaba en el subconsciente como un fuego haciendo astillas sus mejores sueños y aunque nunca daba nada por perdido no daba con la clave de las desdichas.
El caso era digno de estudio en un laboratorio o exhibirlo en los foros más eminentes, porque cuando pensaba que ya lo tenía todo resuelto surgía la inminente contradicción, el suspense en el compás, un ligero fogonazo y le deshacía por completo lo que hasta el momento había construido con toda la emotividad y pulcritud del mundo, siempre sin perjudicar a nadie. Eso sí, antes consentiría amputarse un miembro que caer en semejante lodazal, barruntando horrorosas maniobras para derruir la estructura de una criatura por algo ajeno a ella, quiérase o no. Ese proceder estaba aquilatado en su perfil ético, seguía la doctrina de los filósofos de la antigüedad clásica procurando llamar a las cosas por su nombre, al pan pan y al vino vino, guardándose muy mucho de no suplantar a nadie en el esplendor de las tinieblas, o a la luz del día mediante recónditos tejemanejes que al fin de cuentas no aterrizarían en ninguna parte del planeta echando por tierra incólumes ideales.
Pero no estaba aquel día para repartir agasajos y se dispuso a derribar cuanto caía en sus manos o topaba a ras de tierra por si acaso, todos los entramados y entuertos escudriñando en los subterfugios que cimentan las más atroces de las falacias o mezquindades humanas que le machacaban sin piedad. La incógnita seguía flotando en la penumbra, interrogándose por qué daba un paso hacia delante y dos para atrás, y anhelaba descascarillar el caparazón que ocultaba este maremagnum de manera que arribase luz a sus circuitos interiores y le demostrase palmariamente el quid de la cuestión.
Echó un vistazo a su programación y comprobó que se atenía a la norma diseñada; desayunaba a conciencia, como dios manda, siguiendo los pasos de su abuela, tostadas con aceite y jamón de la sierra y el hirviente y negro café que salía a borbotones de la vieja cafetera armando un horroroso estruendo que rememoraba la máquina a vapor del tren de mercancías que cruzaba su barrio con aquellas escandalosas volutas de humo que dejaban a la gente patidifusa, y añadía frutas del tiempo que le levantaba el ánimo y de camino completar una adecuada nutrición vitamínica; a medio día se apuntaba a lo más estricto, lo que se toma generalmente en el almuerzo siguiendo las pautas, en caso de duda, del endocrino cuando las circunstancias así se lo demandaban, de suerte que no había resquicios por donde pudiesen horadar su blindada vida, tan sensata y tranquila, y ni por asomo aparecían señales en que de improviso le doblegasen los argumentos o ahondaran en las debilidades, dado que a cada paso que daba aplicaba un control sumarísimo, por lo que era prácticamente imposible que en un descuido la neutralizaran, pero que sin embargo aquellas enquistadas sanguijuelas invisibles se las arreglaban sin saber cómo para minar la energía escalando progresivamente su esqueleto hasta las últimas consecuencias subiendo al mismísimo cerebro, y sin que hubiese motivos fehacientes que aquilataran la pólvora requerida para volar sus raíces volaban, si es que se puede apuntar tal atisbo, pero no había en el fondo duende por potente que fuese que alzara un dedo en contra de sus procedimientos tan severos, antes bien los endiablados duendes o los seres más reales le daban toda la razón en sus idas y venidas, en sus entradas y salidas, incluso más si cabe ya que todos los resortes y las artimañas más sutiles los guardaba en lo más hondo de las entrañas , y que se sepa hasta la fecha los conductos vitales estaban en regla, anotándolo todo en la sigilosa agenda con pastas doradas que portaba en el bolso, detallando todas las mezquindades que iban a remolque por entre los agujeros del recuerdo y revolteaban en sus mismas narices.
Por todo ello las oquedades que bailaban en su misma coronilla no había bicho viviente que se atreviese a desempolvarlas, incluso presentando de repente quijotescas batallas campo a través. Pero después de verificar las pruebas pertinentes y prodigar sutiles aldabonazos en el portón de la torpeza se vislumbró en lontananza que la hecatombe crecía viniendo a caballo o a contra pie –sic- o a escondidas enquistada donde menos se esperaba que aconteciera fulminando las refulgentes mañanas que sin duda ni el mismo Salomón con todo su bagaje de sabio hubiese sido capaz de descifrar, dando en el blanco, y lograrlo con precisión y cordura.
Vino a descubrir sin quererlo que cerca de su morada había un gimnasio con todos los enseres en perfecto uso, detalle en que con la premura cotidiana y el estrés que le acuciaba nunca había caído en la cuenta, y mira por donde lo tenía al alcance de la mano, tan sencillo y a un paso de la puerta de casa, y podría dirigirse sin problemas hacia él sin mirar para atrás en pos de un futuro más halagüeño, y allí sudando la gota gorda rebajar grasas, o enderezar las torcidas pisadas que le desquiciaban las piernas y fortalecer los músculos que por algún desliz anduviesen renqueantes o anquilosados, y navegar por esos mundos a pecho descubierto aunque fuese a veces a la desesperada pidiendo auxilio o algo de consuelo. Una vez asimilado lo anterior se introdujo en ese bálsamo vivificador expiando los malos humores que la humillaban, los ronquidos sordos respirando cada vez mejor, pero de súbito una mañana, sin saber cómo, de nuevo la atrapa la trágica impotencia, volviendo a tropezar en la misma piedra, aunque por las noches se sacudía los ramalazos y aminoraban las calamidades que la zaherían durante el día acudiendo a su ventana bocanadas de aire fresco, casi milagrosamente, como si fuese tornando en un color claro el oscuro aliento que exhalaba pese al estado depresivo que mostraba. Sin embargo al día siguiente vuelta a empezar y se retorcía de rabia echando espumarajos por la boca o se mordía la lengua porque unas malditas musarañas, cual minúsculos insectos, o tal vez los malos olores le hacían añicos los avances conseguidos y recaía en la pocilga del día anterior.
Estuvo deliberando cómo meterle mano al asunto y se dedicó a recorrer los parámetros más relajantes y brillantes por su prestigio internacional siguiendo las flechas de las isobaras de los mapas, aquellos que le recomendaban sus asesores más eximios, pero su psique, trucada como estaba y tocada por mil descompensaciones, pasaba del asunto y no daba opciones para adentrarse en la esencia y desembarazarse de una puñetera vez de aquellas escamas adheridas al frontón de su pensamiento de suerte que galopaban mentalmente palpando el agarrotamiento en que se movía al desplazarse de un lugar a otro.
Intentaba cargarse los vínculos a patadas, a mordisco limpio y finalmente se resignaba a las contrariedades deshecha, en estado sangrante y no tenía arrestos para luchar contra tales ogros provenientes de algún chamán u oráculo que le hubiese tendido una trampa en su fluctuante y cansino deambular por la rutina diaria. Además todavía era joven y, teniendo toda una vida por delante, no podía arrojar la toalla; por otra parte no poseía la picaresca de un currículo comprometido tan grueso como para cosechar tanta mugre hostil en los frágiles pies que marcaban su ritmo, sus pasos como un perverso marcapasos en el corazón que quisiera tumbar al paciente ejecutando las pulsaciones en contra de su misión de salvar al órgano y cumplir las funciones para las que había sido instalado.
Las carencias generalmente le dañaban el hipotálamo e incluso el espíritu, porque siendo una persona de buenos principios y perfección contrastada, no obstante si lo que practicaba era el bien o el sentido común entonces no había forma de tildar de contratiempos o aberraciones lo que le acaecía, eso era una nauseabunda estupidez.
La empatía con extraterrestres tampoco podía ser una justificación aunque la animaban sobremanera en horas de inspiración, porque la impulsaban a recurrir a recursos extravagantes que estaban descartados para el resto de los mortales, pero lo había desechado tiempo ha debido a que no le compensaba tal conducta tan obsesiva, ya que no le solventaba nada, y se lanzó al callejón de la vida, a las puertas de los enigmas presentando una pugna sin tregua a todo aquello que se interpusiese entre la potencia y el acto.
Deseaba echar el ancla a tope para no zozobrar en aquellas turbulentas aguas, empezando a bucear con arrojo buscando los restos de sus ancestros, células dispersas acordes con su idiosincrasia indagando en los abismos de la existencia a fin de extraer lo más lúcido que pululaba en las interioridades y de ese modo subvertir el ingrato enigma que la cubría de pies a cabeza, una vorágine de dislates que brotaban en la superficie al contacto de la suela de sus zapatos por donde pisaba que le impedía avanzar.
Se sentía presa en sí misma, imposibilitada en sus cinco sentidos. Era víctima de la acción de las fases de la luna con la pleamar y bajamar que acentuaba o atenuaba los efectos de sus instintos, elucubrando que estaba encerrada en la celda del panal de la existencia con una camisa de fuerza labrada con mil cuchillos y se negaba a continuar por esos derroteros, y la puntilla llegó cuando le espetaron con poca gracia entre los vecinos que les había sucedido lo mismo a sus antepasados, y recordaba a su abuela cuando le contaba cuentos al calor de la lumbre en tardes de crudo invierno, transmitiéndole que cuando ella era una niña pequeña sentía unos pálpitos en su cuerpo bastante raros que la zarandeaban de un lado para otro sin que pudiese poner remedio ni avanzar al paso que retrocedía y todo ese maremoto le ocurría en contra de su voluntad. Escenas todas ellas que no diferían apenas de lo que le acontecía a ella.
De todas las maneras se había propuesto romper con la tradición derribando con toda la metralla del mundo muros y hostilidades con la ayuda de la estrella polar que le infundía nuevos bríos, era su estrella preferida pese a haber nacido con mala estrella, antes de verse aprisionada en las mismas necedades y adversidades que soportaron sus ancestros.
Se preguntaba llena de asombro cómo era posible que le sucediesen semejantes monstruosidades precisamente a ella en el siglo veintiuno, sabiendo que todos somos dueños de nosotros mismos y con los mismos derechos, naturales y sobrenaturales, o quizá no por lo que aquí se advierte, porque no hay que olvidar que las hecatombes arriban por sí solas.
Se puede tolerar que si amas el peligro y lo buscas perezcas en él, pero si lo evitas la mano negra se debía desvanecer o cortar como mala hierba y dejar que crezca radiante la luz y la esperanza.
Un día en las postrimerías de los últimos pasos le vino a la memoria el célebre proverbio, “el querer es poder”….y sin más circunloquios se puso manos a la obra.

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