viernes, 31 de diciembre de 2010

Invierno



Ricardo resoplaba con dificultad tiritando de frío, cuando recolectaba la aceituna en el campo. Era superior a sus fuerzas. Maldecía los días en que le obligaban a realizar semejantes tareas. Prefería no haber nacido. Cuán distinto del tiempo de recreo en las fiestas navideñas, que se lo pasaba en grande, disfrutando con los amigos en diferentes divertimientos en la plaza o por las calles del pueblo o en casa de algún amigo. Los días, impregnados de rica savia, se hacían querer y parecían eternos, e invitaban a soñar y volar por las alturas, paralizándose el sol en mitad del cielo, y todo a su alrededor sonreía sobremanera, encontrándose en un lugar ameno, casi bucólico, sin contratiempos ni una espina o umbría que le incomodara.
No quería pensar la que le esperaba cuando bajara el telón el otoño, y asomase cantando el invierno, dispuesto a renovar las aguas otoñales, con el fin de realizar los quehaceres que le corresponden en su estación. Se le nublaba el horizonte. La cantidad de nieve, pensaba, que debía triturar para seguir viviendo. Esos lóbregos días en carne viva, que se tiran a la calle sin respetar abrigos ni bufandas, dispuestos a todo, ¡esos días serían tan negros! No podía serenar los ánimos. Los ardores de estómago se le acrecentaban y lo llevaban a mal traer, generando en su vida innumerables inquietudes. Los olivos, esplendorosos y magnánimos, no daban su brazo a torcer, ofreciendo su fruto, y formando una alfombra verdinegra, como si cayera maná o acaso goterones de agua congelada sobre la misma coronilla de Ricardo, que lo derretían, al recoger en cuclillas el preciado fruto.
Por las mañanas tomaba el caliente desayuno de torrijas caseras, que se preparaban en la sartén con rodajas de pan en abundante aceite hirviendo y el correspondiente tazón de leche, alimentando el fuego con cáscaras de almendra, ramas y troncos o carbón. Poco a poco se iban dorando hasta tostarse. Era el carburante imprescindible para que arrancaran los motores antes de trasladarse a lomos de la caballería a los distintos pagos o fincas del lugar (verbigracia, las Alberquillas, el Corralillo, Jurite, Cuatrei, los Palmares, la Loma colorá, la Cuesta de la hoya o el Suspiro del moro). Los caminos se habían diseñado para el paso de las bestias, por lo que de vez en cuando descollaba por la superficie algún que otro abultado peñón, o de improviso aparecían feos hoyos, de modo que hasta al caminante más avezado se le jugaba una mala pasada.
¡Cuán lejos quedaba aún el todo-terreno! Resultaba impensable aún en tales fechas, y más para los autóctonos, que llegase un día en que los vehículos de motor transitaran alegremente por aquellos parajes como pedro por su casa. Sin embargo, la nieve revuelta con las olivas rodando por la áspera corteza del terreno, y que tanto odiaba Ricardo (porque lo que le gustaba en esos momentos era ir a la escuela y ser un hombre de provecho el día de mañana, como otros niños de su edad), pero que era tan beneficiosa para el campo (así lo atestiguaban los más antiguos del lugar evocando el proverbio, año de nieves, año de bienes), y tan apreciada a su vez en las sierras limítrofes por quienes gozaban de un nivel de vida superior, en que los ingresos les permitían gastar una parte en la práctica del esquí, alojándose en un apartamento u hotel del recinto de la urbanización.
Tales incursiones a esos espacios privilegiados de esparcimiento de invierno no estaban al alcance de todo el mundo, resultando prohibitivo para una inmensa mayoría y por supuesto para Ricardo, en todo caso podría saciar su curiosidad contemplando el espectáculo de la nieve en el cine, y posteriormente en los reportajes de televisión. Aunque en el fondo no le engendraba envidia, no obstante no le hubiera disgustado haberse desplazado a dichos lugares con la mochila bien abastecida, y desplegar sin miedo al desfallecimiento todas sus habilidades, pero sólo era un hipotético sueño. Durante la recogida de la aceituna se fraguaban las escenas más lamentables, pues las manos se desgañitaban impotentes pidiendo auxilio, al palpar la yema de los dedos la esquiva tierra y los pinchos y las traidoras lajas con la incertidumbre de si bajo su regazo cobijaran algún astuto escorpión y le picase por sorpresa. Tiritaba Ricardo acobardado por las insensibles bofetadas que recibía del gélido invierno, cuando no del progenitor, haciendo acto de presencia un serio frío, que de buenas a primeras se despojaba de la careta, echando las redes con un ímpetu inusual, acaso porque allí se encontraba él, pensaría, causando estragos en las emociones y los sentimientos, sumiéndole en la mayor desesperación.
El año nuevo no las tenía todas consigo, por lo que le pedía consejo al saliente por su experiencia, preguntándole cómo podría conseguir darle gusto a la gente desde el principio de su reinado. Mas el año viejo, levantando con dificultad una mano, y con una voz pavorosa, que salía silbando por entre las roídas encías decía, que no se hiciese demasiadas ilusiones, porque lo que prolifera en su oficio son las descalificaciones y los insultos, apostillando que con todo ello se podrían llenar tantas sacas, que no cabrían en los almacenes de todo un continente o del mismo universo. Así irán repitiendo sin desmayo por calles y plazas en invierno y en verano expresiones como, ha sido un año horroroso, un año de desdichas, un año de ruina, un año escandaloso, con otro año como éste no quedará nada sobre la faz de la tierra. Incluso apuntaban que todo lo que les ocurría a los mortales era achacable al paso y al peso de los años; menos mal, le espetaba, que al cabo de los días se vuelve uno tan sordo, tan torpe, que no oye la lluvia de quejas e improperios que van descargando.
Entonces el año nuevo ideó un plan, a fin de arreglar los problemas que le concernían, y encargó que enviasen e-mails a todo el mundo que padecía alguna dolencia, tullidos, mancos, ciegos, cojos, infartados, ancianos maltrechos, preguntándoles con todo detalle si deseaban que se quitase de en medio, desapareciendo del mapa, con idea de evitar que se prolongaran por más tiempo las angustias y calamidades por su culpa, y respondieron todos al unísono, sin excepción, que, por favor, no se ausentase ni una pizca de tiempo, pues de lo contrario corrían el riesgo de ver rebajada su vida en al menos un año, y no estaban dispuestos a ello.
El nuevo año enternecido por las fervientes muestras de apoyo, y las irrefrenables ansias de vivir de los afectados, dio su brazo a torcer, permaneciendo en su puesto al frente de su trabajo durante el tiempo de gobierno que le correspondía.
No obstante, el invierno trituraba paulatinamente lo poco bueno que había hecho el otoño, y arreciaron los huracanes, la erupción de volcanes y los tsunamis, menospreciando en parte la opinión de la población, pues ya tenía asumido que hablarán peste de él, siendo el blanco de todas las miradas, el culpable de todos los achaques, el verdugo, el que engendra las enfermedades, las arrugas, las lumbalgias, la desgracia de fenecer, que no es poco, y lo peor de todo, el olvido.
Alguien barruntará que no está todo perdido, que si se sumerge uno en la lectura de Cien años de soledad, seguramente supondrá ingerir una vacuna contra la brevedad de la vida, y así el fugit tempus saltará por los aires y se detendrá al menos un siglo o más, porque dependerá de lo que dure su deleite, al leerlo con fruición y mucha parsimonia, sin miedo a sentirse en soledad durante la travesía. O tal vez, ante la zozobra, contratar a Sherezade, a fin de que venga a nuestra presencia, e hilvane historias y más cuentos y una vez que llegue a las mil y una noches, iniciar de nuevo el itinerario incluso contándolos pausadamente a la inversa, y, aunque no sean capicúas, ya se les hará un huequecillo para que encajen con toda su grandeza y misterio, y así indefinidamente por toda la eternidad, y que el tiempo se fastidie, aunque como guinda del gran festín y siguiendo en sus trece, intente burlarse en nuestras propias narices una vez más, dejándonos cara de tontos con la frase lapidaria, el tiempo todo lo cura, pero a pesar de todo persistirán las suspicacias por doquier, y en especial sobre la futura recolección de la aceituna.

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