sábado, 18 de diciembre de 2010

La nieve


El tráfico por carretera le acarreaba no pocos trastornos, vómitos y adversidades. Las defensas no le respondían como en su estado primigenio, y se encontraba bajo mínimos, deshaciéndose como pompas de jabón. Y lo que se avistaba a la vuelta de la esquina no ofrecía mejores perspectivas.
Las contrariedades se multiplicaban a cada paso y desenvainaban sus afilados cuchillos, solazándose a su aire en el regazo, elaborando sórdidos nubarrones con raros achaques, verbigracia, estados griposos o súbitas neumonías, provenientes ora de vacas, de gallinas, de palomas o bien de porcinos, con voluntad de borrar al ser humano de la faz de la tierra.
En el horizonte se husmeaba algo que no encajaba bien del todo, al presentir unas insensibles manazas, que de manera soterrada atusaban engreídas los mostachos, mofándose a sus anchas y pregonando a los cuatro vientos que, cuando menos se espere, azotarán sin piedad a la población.
Sus garras hacían guardia en el campamento de invierno, con las armas prestas para la mordida, aguardando el momento preciso para atacar. Según las previsiones, esperaban forrarse durante el invierno con la llegada de ventiscas y gélidas nevadas, haciendo su agosto, al golpear con furia a los sectores más desprotegidos de la población en las partes más proclives a la desesperanza, con una invasión masiva de virus y bacterias.
Parecía que los contratiempos echaban alas, sobrevolando las copas de los árboles y las humeantes chimeneas de las viviendas, expandiendo su mortífero manto por campos y aldeas, sin toparse con algún freno que les presentara cara, y ponerlos en su sitio, exclamando, ¡basta ya de tantas extralimitaciones!, señalando los límites concretos a las ansias anexionistas.
Resultaba complicado lograr que toda una pléyade de calamidades pusiese los pies en polvorosa, de suerte que no se nutriera de falsas alegaciones, al saberse a todas luces que de esa guisa podría sacar tajada.
Pero el otro día ocurrió algo extraño, como un mal barrunto, al amanecer la casa en llamas, desconociéndose en un principio las causas de la catástrofe. Sin saber cómo, al despertarse se percató de que el habitáculo estaba ardiendo, yendo a la deriva como un barco en alta mar. Sucedió algo serio, y no era cosa de quedarse de brazos cruzados, por mucha flema que se tenga. Lo importante, en tales circunstancias, consistía en atajarlo cuanto antes, y luego buscar las causas que lo produjeron, a fin de que no se repita en el futuro; era sin duda un asunto difícil de descifrar, y peor aún si se le agregaba el fuego interior del inquilino, que no podía más, e iba a rastras por entre las cortinas de las habitaciones masticando inquietudes y desvaríos, de modo que, si no había suerte, tal sistema de vida acabaría por llevarse por delante lo que más quería, su amor predilecto y la vida propia, en una riada de enfermedades contagiosas, que horadaban subrepticiamente las gargantas.
Lo más horrible aconteció cuando, nada más despegar los párpados, se cruzaron los ojos con la ígnea maldición, que según todos los rumores apuntaban a la explosión de dos bombonas al unísono, quedando bloqueado por el impacto y la espesa humareda que brotaba del recinto.
Pese a los esfuerzos desplegados para sofocarlo, el fuego vomitaba por sus fauces, como un volcán, toneladas de terror, humo y lenguas de fuego, convirtiendo la casa en un auténtico infierno.
El pánico se adueñó de los vecinos, y algunos, turbados, se arrojaban por las ventanas, huyendo de la quema, y suplicaban auxilio a la ciudadanía y a los bomberos, cuya espera se hacía insoportable, toda vez que se les extinguía la vida en cuestión de segundos.
Sin embargo, había otros fuegos que repiqueteaban sin pausa desde hacía tiempo en las relaciones de la pareja, generando múltiples disensiones. Al llegar a ese punto, se daba cuenta de que eran asuntos privados, y pensaba que lo aconsejable sería sentarse en la mesa camilla, al calor de la estufa, y solventarlo mediante el diálogo, pero la situación se dilataba en el tiempo más de la cuenta, porque cada uno arrimaba el ascua a su sardina, pese a lo que les iba en ello, por lo que no había forma de apagar el fuego y restablecer la calma, ahuyentando de sus vidas los dislates que se muñían, lo que embarraba aún más si cabe los comportamientos; pero al poco tiempo auspiciaron que si retornaban a sus quehaceres cotidianos, al nido común, otro gallo les cantaría, y les alcanzaría despejar los nubarrones y sofocar los fuegos, pudiendo dormir tranquilos.

Consultando la agenda, advirtió que debía desplazarse a la ciudad de Nerja en tales coyunturas por una fuerza mayor, reparando en que podía ser el último día de su existencia por las adversidades que le acechaban, no haciéndole ninguna gracia, y no estaba dispuesto a ponérselo en bandeja a Caronte, y supuso que lo mejor sería conquistárselo, aprovechando las horas bajas por las que atravesaba, debido a la penuria económica, cumpliendo los dictados del proverbio, si no puedes vencer a tu enemigo, únete a él.
La nieve, que empezó a caer de forma estrepitosa, fue enfriando los tibios suspiros que aún exhalaba, ya que nunca había vivido una nevada tan fría y copiosa, y todo ello al ponderar, que si se trasladaba por carretera, corría un nuevo riesgo, verse arrastrado por ella a los mismísimos acantilados que proliferan por el itinerario, lo que le subía sobremanera el estrés y disparaba las dificultades que se urdían en su entorno, al no disponer de cadenas ni tener ni idea de su funcionamiento.
Entre tanto, calibrando las probables vicisitudes del viaje, comenzó a manejar la rentabilidad de trasladarse por mar, y de esa forma enterrar la pesadilla, aprovechando la calma chicha que reinaba en las aguas mediterráneas, y, entre unas cosas y otras, apaciguaría la ansiedad que le ahogaba, cuando de pronto le vino la feliz idea de sacar de la mochila el libro que había tenido a bien echar para el camino, el poema del Mío Cid, y, ni corto ni perezoso, se puso a leer con fruición estética las andanzas del héroe, discurriendo por los lugares por donde acaecieron las hazañas que llevó a cabo en su lucha contra las huestes enemigas. Eran tiempos de guerra, de hostilidades, de expansiones del poder, pero no comprendía por qué, aquí y ahora, estaba atravesando peores momentos que el protagonista de la lectura, cuando él se había alistado en ONGS, y buscaba la manera de sembrar armonía y excelentes aromas en su hábitat, colaborando con asociaciones solidarias.
Conforme progresaba en la historia del héroe se le fueron calmando los ánimos, y se decía para sus adentros si él no podía hacer lo mismo, conseguir la victoria, pero usando una táctica incruenta, sin disparar un tiro, y conquistar lo que anhelaba, saliendo airoso, y lo rumiaba al rememorar los versos del Cantar:
Salvaste a Jonás cuando cayó en la mar
salvaste a Daniel con los leones en la mala cárcel,
salvaste dentro en Roma al señor san Sabastián,
salvaste a Santa Susaña del falso criminal, vv. 339-343, ed. de Montaner Frutos.
Tampoco le gustaba verse retratado como alguien derrotado por la incomprensión y el destino, como sucede en los siguientes versos de Manuel Machado, referidos al inicio del destierro del Cid Campeador,
El ciego sol, la sed y la fatiga
Por la terrible estepa castellana,
Al destierro con doce de los suyos
-polvo, sudor y hierro-, el Cid cabalga.
Intentaba por todos los medios que su ruta a Nerja no fuese tan áspera y sangrienta como la de don Rodrigo Díaz de Vivar por Burgos, Soria, Guadalajara, Zaragoza, Teruel, Castellón, Valencia y Alicante.
Al cabo del tiempo, deambulando por el parque y sin apenas darse cuenta, columbró a lo lejos un holograma, con unos resplandores como si fuese una estrella de Belén, que colgaba del balcón de una casa palaciega, lo que le llenó de curiosidad e intriga, no atreviéndose a acercarse por la desconfianza que le inspiraba, y se interrogaba si tendría poderes mágicos o acaso de brujería, si se trataba de algún objeto no identificado que pudiese estallar de repente por la acción de algún desalmado, o pertenecía a algún esotérico terrícola, que hubiese manipulado la cámara fotográfica con rayos láser obteniendo tan inverosímiles fotografías.
Finalmente convino con Caronte en sellar el pacto secreto al que habían llegado, sobre las características que debía reunir la barca que iba a utilizar para el desplazamiento, porque como era zurdo, algo siniestro, no le valía cualquier modelo, sino que necesitaba uno especial, con unos remos con mano izquierda para sortear las veleidades de Thánatos, incrustando en la madera sustancias de un elixir de eterna juventud, que garantizase el viaje de ida y vuelta.

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