domingo, 24 de abril de 2011

Las gafas




O mejor, las recién halladas. Se las encontró sobre aguas genovesas, parlando italiano. Sus hechuras puede que no lo delataran, pero había que reconocer que atesoraban hálitos de cultura latina por su enigmática fisonomía y la confección de la montura romana, o al menos eso fue lo que musitó entre dientes. Tenía gran interés por columbrar el mundo desde otras esferas desde hacía mucho tiempo, como a un niño con churretes o embadurnado de tarta hasta las cejas en la fiesta de un cumpleaños, o saltando de charco en charco por las esquinas hasta caer extenuado dentro, y a renglón seguido sentarse ante una majestuosa pantalla como en el cine, con el mando en sus manos, y agregar, recortar, trasladar, difundir o difuminar rostros, ojos, bustos, cerebros o manos, trasformando lo que más inquina le produjera, cansado como estaba por tanta monotonía, echándose siempre a la cara los mismos cuadros, la mismos escenarios con bromitas de dudoso gusto o manidos saludos sin cuento, en reiteradas panorámicas o elucubraciones; qué horrible pesadez, se decía.
Durante un tiempo se dejó llevar por los impulsos, y viajó incansablemente por tierras y mares, por valles y sierras, en invierno y verano, vestido con grueso abrigo, guantes y bufanda, y otras veces, fue semidesnudo, yendo tras la estela que pergeñaba, y de buenas a primeras, cuando menos lo esperaba, abandonadas las esperanzas en el desván del olvido, se le presentó una salida airosa al caos que lo encadenaba, la gran oportunidad de su vida, la ventura de descubrir un universo virgen, totalmente fresco, recién hecho, llegando a exclamar como nunca había exclamado, eureka, bravo, albricias, pues le resultaba increíble, invadiéndole una sensación como si volviese a nacer, se imaginaba con otros ojos, otros horizontes, otras motivaciones, otros amores, a cuales más pintorescos e irresistibles. Desde ahora en adelante podría sentirse un hombre nuevo, y acariciar diferentes semblantes, más angelicales o ásperos pero originales, según las carátulas que fueran apareciendo en la pantalla a través de los itinerarios de la travesía.
No cabía duda de que la fortuna le sonrió sobremanera aquella mañana, al tropezar con los anteojos, que dormían el sueño de los justos debajo del asiento donde casualmente vino a apoyar las posaderas. En esos instantes una ingrávida gaviota, como si quisiera compartir los destellos del evento, dibujó unos certeros renglones en el apacible firmamento, descendiendo y ascendiendo en el remolino marino con visos lúdicos, como si jugase al pilla pilla o al escondite por las oscuras rocas o las blancas arenas de la playa, en un día de soleado cumplimiento, como tantos que iluminan las costas mediterráneas.
En un principio le llegó un leve aire tristón, sopesando con cierta intriga el color, la dulzura o los parpadeos de los ojos que tras los mismos cristales anteriormente atisbaron el planeta, y poseyeron toda la clarividencia de que fueran capaces, reflejando ahora la que él poseía, para bien o para mal, entre las tormentas del pasado invierno, o los verdes aromas de primavera, pero ello le suponía un titánico esfuerzo, o una infranqueable utopía, al verse obligado a lanzarse desesperadamente a la conquista de tales huellas o suspiros, quizá ficticios, deshilvanando misterios de las peripecias vividas, o recepciones que hubiese concretado en secreto, donde hubieran llorado de alegría o palpitado, respirando sigilosamente en sus respectivas cuencas.
Así que no le quedó más remedio que amoldarse con prontitud a lo que la suerte le deparaba, disfrutando de los nuevos ventanales por los que podría volcar las pasiones, restañar heridas, solazarse a sus anchas con la mirada, fisgando o permaneciendo silencioso en mitad de la verde pradera atrapando el vuelo de las aves con tan solo un clic de la cámara digital, o deteniendo el paso de las naves saliendo del puerto genovés, evocando a las célebres carabelas de Colón, que cierto día enderezó rumbo hacia tierras lejanas, que a unos deslumbró por el fulgor y entusiasmo que generó, y a otros, en cambio, les sumió en la más profunda desolación, comiéndoles la moral, y produciendo no pocos quebraderos de cabeza, al toparse muy de mañana con semejantes intrusos, auténticos energúmenos, a las puertas de sus habitáculos armados con la peor intención, en un allanamiento de morada como no se había visto en miles de años, poniéndose morados a costa de los nativos, arrancando sus raíces, los cocos y bananas, las costumbres de los ancestros, hasta el punto de que acentuaban los miedos del vecindario, de jóvenes y mayores, amedrentados por las fechorías, estrangulamientos, hachazos, intimidaciones sin orden ni concierto, blandiendo las espadas al viento con mirada torva, confundiendo el tronco humano con los troncos de los árboles, con la firme determinación de vasallaje, en una merienda de indígenas, donde el pez gordo se cebaba con el chico, imponiendo la ley de la selva.
Por otro lado, ante el feliz advenimiento de que había sido objeto con las nuevas lentes, como rara vez acaece en la vida, llenaría su fantasía de mudo asombro, de esperanzadores crepúsculos y risueños amaneceres, ante la súbita visión de pueblos ignotos en su cerebro, turbado por tanta ignorancia como aglutinaba en semejantes circunstancias, y por la ansiedad por romper la muralla que lo cercaba, y ampliar la percepción en lontananza, pasando página del libro de su vida, que no era poco, puestos los cinco sentidos en lo que fuese descubriendo minuto a minuto, guiño a guiño, a través de los nuevos ojos, toda una aventura por desentrañar.
Porque, como apunta el refrán, nada es verdad ni mentira, sino que todo es según el color del cristal…, y que tan bien cuadraba a sus inesperadas aspiraciones; ahora, con estos nuevas niñas, el empuje que recibía limaba los escollos del mar y de la vida, porque no hay que olvidar que toda la historia ocurría aquí y ahora, en esos instantes, cuando navegaba en el crucero hacia Génova, y luego vendrían las posteriores visualizaciones en tierra firme, cuando se enfrentase a la rutina diaria, a los círculos de siempre, tomar una cañita, un refresco, un tinto de verano o un tinto a secas o un mojito, donde sin querer se cuecen habas, torpezas, picardías casi clandestinas o la pugna por la existencia, estrujándose los paños de lágrimas, o empapándose del apetitoso estado de consciencia más pura.
No sabía a qué carta quedarse, en su juego enloquecido de flaxes, ensoñaciones y entelequias, si coincidía o no con el navegante genovés en el fondo, que por lo visto poseía unas ilimitadas perspectivas, pero de todos modos fue una insólita y enriquecedora sorpresa meterse en carne y hueso en los ojos de otra persona, ojo con ojo, poro a poro, con pelos y señales, y esta estampa no la podía ocultar bajo ningún concepto, porque las gafas habían viajado antes colgadas de otra percha, en otras narices, en otras orejas, y ahora lucían esplendorosas aquí, en su rostro con luz propia, surcando las tranquilas aguas en la barca que le transportaba del mar a la ciudad, a la gran Génova, punto de encuentro de banqueros y navegantes, y enclave de gestas de todo tipo en una abigarrada nómina de pueblos y razas, que fueron desfilando a través del testimonio de las gafas, fenicios, cartagineses, francos, lombardos, bizantinos, turcos, franceses, españoles, catalanes, junto a las rivalidades de güelfos y gibelinos por los parajes de Liguria; pero él iba como viajero, con objeto de visitarla, y así gozar de los encantos, y escudriñar los secretos que tan celosamente se escondían en su dilatada historia, aprovechando la ocasión única que se le brindaba.
No obstante, se le amontonaba multitud de incógnitas e incertidumbres. Por ejemplo, le hubiese gustado descifrar qué paisajes le habrían apasionado más a sus antecesores ojos, o qué borrón y cuenta nueva efectuó por superfluo o por el estado de ánimo en que se encontrara en tales momentos, porque anhelase vislumbrar otros páramos más acordes con su criterio y caprichos, o cuáles degustó con mayor fruición en aquel periplo, o se cruzaron en mitad de la ensenada, o en las calles de cualquier ciudad, cuando deambulaba rascándose el cogote, o distraído por el vuelo temerario de alguna paloma a pique de pisarla; qué retina se acompasaría con la suya en el caudaloso río de la primavera, cuando el hielo se derrite entre embriagadores perfumes, o cuántas sonrisas se habrían esbozado bajo ellas o se habrían besado entre labios de ternura.
No cabe duda, y de hecho se podría afirmar, pues quien las probó lo sabía, que las gafas permanecían activas, a pleno rendimiento, atravesando su mejor momento, tanto era así que le sacaron lo colores más de una vez al nuevo inquilino -no porque fueran fantásticas, que desnudasen a las personas que se cruzaran en su camino al trasparentarse los ropajes-, y de más de un apuro en diferentes frentes, por las distintas tierras, calles y avenidas genovesas en el recorrido protocolario, antes de entrar a saco en sus comercios, museos y palacios, y el posterior retorno por aquellos henchidos mares de amor -Petrarca y Laura, Dante y Beatriz-, o de dantescas correrías de bucaneros, corsarios y piratas disfrazados de mercaderes a la antigua usanza, ataviados de sorpresas, con ricos hilados de las guerras mercantilistas, y pintados de azul intenso por los golpes de luz y mar, que azotaban con denuedo todas las ansias comprimidas, las de los cristales y las pupilas de estreno, que lo transportaban por nuevos puertos en los precisos vaivenes del viaje, tras el hallazgo.
No había concebido hasta entonces que el mundo se pudiese calibrar de otra guisa, tal como se le antojase, como el que cambia de corbata o de peluquín para una fiesta, y verlo al revés, boca abajo o de puntillas, o presentándolo como si suplicara a los humanos que no lo maltraten con tantas veleidades o sustancias contaminantes, engendrando a la postre estados calamitosos o un cúmulo de enfermedades, escorbuto, sífilis, peste negra, tisis, muerte roja, purgaciones o lo que caiga sin previo aviso, por no emplear el sentido común en las acciones.
Se le agolpaba en la mente un sin fin de ideas; aunque no se nutriese de hechicerías ni maniobras milagreras, sin embargo le afloraban una serie de impactos y altibajos a la hora de inclinarse por la realidad que le acosaba y se veía envuelto, aunque cerrase los ojos a cal y canto, interrogándose si en efecto lo que acontecía en su entorno era cierto, o una simple escaramuza o engaño de los sentidos; no obstante, en el peor de los casos, podía endosárselo al color de los nuevos cristales como dice el refrán, pues a veces no advertía las coyunturas a las que se veía abocado por fuerzas mayores. Y todo porque desconocía si algún gafe le había jugado una mala pasada, y tal vez por eso las cosas no le fueran tan bien como quisiera, siendo gafado finalmente en su propia casa.
Antes del feliz hallazgo, él utilizaba gafas de présbita para leer tebeos, cuentos, historias, con las que se retiraba a la letrina en horas intempestivas para aligerar la carga, cuando barruntaba la cruel tormenta, pegando zumbidos, latigazos, rayos y resplandecientes centellas por los estrechos desagües abajo, pero el dique de contención contrarrestaba los mejores ímpetus.
Hasta que cierto día, desbordado por los apretados embarazos a que se veía sometido, dijo:
-Oye, tía, sabes que he estado más de una hora sentado en la taza del wáter, esforzándome a más no poder, y no había forma, vamos que no podía vivir. Escucha, recuerdo la anécdota que un amigo relató en circunstancias parecidas, que creo que aclarará algo del estrés por el que se pasa cuando esto acontece. Y dice así, el novio espetó a la novia, en una tarde gris y plomiza, mira, Dorotea, te quiero más que a mi vida, y a todo lo que tú más quieras, y mucho más que a una panzada de cagar; la susodicha no esperó ninguna aclaración, y de repente, con las mismas se dio media vuelta y lo dejó plantado en su huerto, cogiendo las de Villadiego.
Al cabo del tiempo, en el devenir de los avatares Dorotea reculó en cierta ocasión, y se arrastró por unos tránsitos muy similares a los de su antiguo amor, y fue entonces cuando ella, muy entusiasta y perspicua, acudió a recuperarlo de la soledad y el tremendo desaire que le dispensó, pero ya era demasiado tarde, pues él había rehecho su vida con otra apareja, que comprendió al momento las penurias y sufrimientos de tales situaciones, los sudores de muerte en tales atranques.
Ahora él, acaba de enterarse de la afición de Dorotea por la lectura de revistas y novelas en la letrina remedando su antigua costumbre, donde en las dulces mañanas de abril, que incitan a dormir, cuando el sol asoma por los ventanales y después de haber ingerido el vaso de leche y la tostada con aceite, ajo y fruta, se retira a su lugar favorito con el cigarrillo de piper menta entre los labios describiendo ávidos ochos, extrayendo un aroma especial, oliendo a libro, pasando ratos de relax en el retrete leyendo, a la espera de que las esclusas se dignen abrirse.
El día que se quebraron los cristales de las gafas, portadoras de la nueva visión que había disfrutado durante un tiempo, se quebró en gran medida su mirada más creativa y sensible, y murió la parte más enriquecida de su ser por la diversidad de conocimientos y sensaciones, paisajes y vivencias, que le habían hecho ilusionarse y acompañado en su desvarío por el proceloso universo en el que vivía, y las campanas de su corazón repicaron a muerto.
Cuán fugaz es la hermosura de la ilusión humana, de la indeleble pintura de lo nunca transitado.

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