jueves, 19 de mayo de 2011

El botijo y la sombra




Eran años estrechos, de penurias, de escasez extrema, en que la gente vivía o malvivía encerrada en su habitáculo al abrigo de sus necesidades más perentorias, sin poder columbrar más allá de dos palmos de sus narices, por la oscuridad reinante en las perspectivas que se desplegaban en el ambiente, en la piel, en los corazones. No se rumiaba ningún vigor, impulsos contundentes fuera de la subsistencia, y no se lograba que aquello funcionase como los viejos trenes de entonces envueltos en nubes de negro humo a todo vapor, o echase a andar de una puñetera vez.
El horizonte se mostraba hosco, inundado de unas lágrimas secas, que no permitían ninguna satisfacción o alegría por sorpresa, como no fuese disponer de un buen botijo en casa o en el campo a la sombra de una higuera o de las ramas de un esplendoroso árbol que por allí creciese, con rica agua fresquita para acallar los demonios del cuerpo azuzados por la sed, que ardían en las entrañas por todos los frentes.
Ocurría que, al levantarse la familia por la mañana temprano, husmeaba que no tenía nada a la vista, que los alimentos brillaban por su ausencia, que hacía falta acarrear algo con idea de matar la maldita hambre para seguir vivos, y muy diligente se acercaba alguien de la familia a la tienda que abastecía al pueblo, que se asemejaba al cuartelillo de la guardia civil, pues en ocasiones los escaneaban, llevando a cabo un registro de pies a cabeza, e incluso examinaban las huellas y los antecedentes genealógicos relativos al patrimonio o reflejaban en una etopeya su filiación ideológica como un estigma de por vida, y por el camino se interrogaba turbadamente un abanico de cuestiones, que en circunstancias normales no cuadraban en el cerebro humano, como, qué compro, qué necesitaré hoy para salir del paso, qué me llevo a pesar de todo, y con qué me quedo al final para saciar mínimamente a la familia, debido a la persistente pugna entre la inmisericorde ausencia de dinero y la atroz represión a que se veía sometido, y no sabía cómo arreglárselas para salir del atolladero, entre las ansias de comprar y la necesidad que tanto apremiaba, que le nublaba la mirada, la mente, impidiendo que pusiera los pies en el suelo, y elegir con sentido común lo que precisaba para comer, y de ese modo rellenar en parte los vacíos de la despensa, pero no había forma, eso resultaba ser una quimera, porque todo o casi todo se compraba fiado, mañana te lo pagaré, le decía, y así se iba engrosando la cuenta, el suma y sigue, debiendo contentarse con muy poquita cosa, y adaptarse a los dictámenes del tendero/a en la mayoría de los casos, debido a la fianza, y siempre ponderando un sinfín de requisitos, entre otros, de qué color respiraban los ancestros a raíz de la última movida de la guerra fratricida del 36 al 39, y en consecuencia se dignase o no tolerar que se llevara tantos o cuantos artículos, o algunos cuartos de kilo de garbanzos o lentejas, o ciertas libras de tal o cual producto, por mucha falta que le hiciese.
No obstante, lo que casi nunca le podía faltar a Casimiro era su botijo lleno de agua fresquita, que se lo traía Pepita de una fuente de los alrededores del pueblo, la denominada Minilla, que se hallaba inmersa en un verde bosque con gigantescos árboles, que cubrían con ímpetu toda la espesura, donde brotaba el agua viva y cristalina, con una fragancia y una alegría que alejaba las alergias y todos los males, y alegraba la casa y la convivencia, alcanzando a ahogar las penas y las turbias calenturas que circulaban por el espíritu o los penes o los duendes del amor, frenando los apetitos de la carne, toda vez que no estaba el horno para bollos exigiéndose la continencia cristiana, porque en los estados de ánimo por los que se atravesaba en aquellos momentos no se disponía del carburante preciso para apenas sostenerse en pie, y menos aún emplear las reservas en semejantes frivolidades, por lo que había que apresurarse y sobreponerse a las tormentas y a los tormentos que corrían por los senderos más íntimos, y era de obligado cumplimiento ir al grano, ya que como dice el dicho popular, oveja que bala, bocado que pierde, aunque lo verdaderamente complejo del asunto era encontrar el bocado que llevarse a la boca.
A veces iban al campo el padre y el hijo a realizar puntuales faenas agrícolas, a distintas lomas de las montañas, conocidas por la denominación de los secanos, por la precariedad de agua, y unas veces iban a lomos de la mula y otras tirando del ronzal, -aunque no se pareciese a la historia rocambolesca del cuento del burro, siendo criticados por el vecindario de forma esperpéntica-, y a fin de aliviar la árida travesía y suplir la carencia de un transistor que mitigase la fatiga durante el trayecto, por todo ello el progenitor, creyéndose un Gardel o un Manolo Escobar, tarareaba, cantaba o silbaba melodías de su rico repertorio, coplas populares de la época, que se transmitían de boca en boca de la Piquer, de Lola Flores, de Peret u otros, amenizando la triste y aciaga avanzadilla de la mañana, acorralados por los rayos solares y los monótonos sones de las cigarras, las moscardas y la pesadumbre que se columpiaba sobre sus hombros, mezclándose con el sopor y el calor asfixiante del estío.
Las coplas portaban mensajes que flotaban en el ambiente, por ejemplo, la del maldito parné, con lo que escaseaba la plata en los bolsillos de los lugareños, y sin embargo en otras manos sobraban y la malgastaban, sembrando discordias y vilipendios; en ocasiones, si el hijo escuchaba la copla del progenitor con cierto aire de misterio y autocomplacencia, …te quiero más que a mi vida, más que al aire que respiro,… que las campanas me doblen si te falto alguna vez…pensaba sin duda que se refería a su persona, a sus sentimientos, al futuro que le aguardaba en la vida, pues en ningún caso los conocimientos de un niño podían desentrañar la enjundia de tales canciones, que entonaban rijosos y envalentonados los mayores, llevados por la libido.
Eran tiempos de esparto, de pleita, de la zafra, de la extracción de la esencia de los tallos de romero, de jarabe de palo, de carestía, de camina o revienta, de comer para vivir o prolongar la agonía. Pero en ese áspero desierto estaba el todopoderoso botijo, con el rico maná en sus entrañas, que en buena medida dulcificaba y amamantaba a los mortales.
Lo primero que hacía el progenitor al entrar en la casa era trincar el botijo -o búcaro o pipote-, que en esto sí que existía un despilfarro de vocablos, gracias a dios, pues todo no iba a discurrir por los precarios derroteros, y se quedaba colgado del caliche como el bebé de la teta de la madre, de suerte que le abría las ventanas del alma y del pensamiento, refrescándole el espíritu. Si por un casual Casimiro echaba mano del botijo y lo encontraba vacío, sin el milagroso líquido elemento entre sus ubres, furioso e impaciente cantaba las cuarenta a Pepita, recitando la letanía de todos los santos habidos y por haber, exclamando con los ojos desencajados:
-Pepita, Pepita, oye, qué pasa, coño, vamos a ver, tú no me conoces…
-Qué, Casi, Casimiro mío, dime…
-¿Dónde andas? Mira que te lo tengo dicho, y siempre te lo digo, pero ni por esas, que siempre tengas el botijo lleno de agua fresca para cuando llegue, y hoy no tiene ni gota, en qué echas el tiempo.
- Casi, ahora mismo iba a llenarlo a la Minilla, que es la que a ti te gusta, por lo fresquita que viene, pues la de la otra fuente no la quieres ni para los animales, pero, mira, cariño, hoy te has adelantado y has llegado más temprano, y además no quería que estuviese caliente para cuando aterrizaras.
-Pero cómo das lugar a esto, no sabes que no puedo vivir sin un trago de esta agua, porque yo no soy de esos que se van a la taberna a ahogar sus penas por la falta de pan, como acostumbran muchos borrachines y gente sin escrúpulos, que apenas entran por la puerta de la taberna se transforman como si recibiesen la gracia del Espíritu Santo, y empiezan a soltar dislates, creyéndose los amos del mundo, al contactar con el olor del alcohol; a buen seguro que son unos auténticos haraganes, que se regocijan en esos charcos. No saben apreciar la riqueza de una bebida sana, que cura las enfermedades y robustece la actividad humana.
-Pues mira, Casi, te contaré algo, no pude ir antes a por agua, porque he tenido un problemón con las gallinas, que van a acabar conmigo, y los cerdos, que no me dejaban tranquila, pues estaban nerviosos y alborotados, sin ganas de comer ni de moverse, como hipnotizados, pues al parecer unos zorros han estado merodeando por aquí durante la noche, y se sienten aturdidos, como paralíticos los pobres animales, que ni siquiera se atreven a beber agua de la que a ti tanto te agrada.
-Bueno, menos cuento, Pepita, venga, vamos rápido, tráete el agua antes de que me hierva la sangre y coja el garrote, porque de lo contrario voy a espichar como un pobre e indefenso pajarillo.
Nunca se valorará en su justo término la importancia y trascendencia que supuso el botijo en la vida de las personas a través de la historia, cumpliendo religiosamente el exquisito ritual, debiendo figurar por méritos propios en los más prestigiosos museos culturales del universo, habiendo quedado, sin embargo, en el baúl de los recuerdos, casi minimizado por la desidia, cuando llegaron a los mercados las nuevas tecnologías, los fríos frigoríficos, o las frescas neveras con los hielos.

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