viernes, 3 de junio de 2011

Las pirámides o esperando la guagua


En esos instantes acababa de arribar el hombre a una cafetería que, por distintos motivos que no vienen al caso, andaba buscando, y recaló en el centro comercial de Las Pirámides en el Puerto de Santa Cruz, en la isla tinerfeña, una cafetería cajón de sastre para todo cuanto se tercie en los más dispares apeteceres.
Anteriormente había visitado diversas tiendas por los alrededores, de electricidad, informática y tecnología punta, como la denominada Visanta, nombre curioso para él, por la aparente coincidencia con apelativos que le revoloteaban en el cerebro, como juego de palabras o todo un calambur, de los que se columbran de tarde en tarde por los parajes que se transitan por la vida, al evocarle otro nombre por el cambio de vocal, Vasanta, que emergía en la flaca memoria como gallo de pelea, viniendo a calibrarlo por el antiguo uso que había hecho de él como pseudónimo o heterónimo en el ámbito creativo, acaso a modo estimulativo y vivaz, en emociones que aún le reverberaban en el subconsciente, pese a ser tan obtusa a veces la introspección humana, pero recordándolo al cabo, no era sino la nomenclatura del mito hindú, que significa, el Dios de la Primavera, aunque cada onomástica o cada corazón abrace un amor o una concepción especial de la vida, y todo ello en el constante discurrir por las sendas o ríos secos del incierto cosmos.
Aquí se encontraba ahora el hombre, recluido en una cafetería bastante moderna, según las trazas que se observaban a primera vista, con mucho colorido y cortinajes, hasta el punto de que presentaba todo lo que es posible imaginar menos lo que se entiende que debe haber en las cafeterías de toda la vida, ya que en ésta predominaban hamburguesas, pizzas, asadero de pollos, grandes frascos de caramelos de todos los sabores y colores, ricos helados, pasteles, y un sinfín de enseres tales, que cerraban a cal y canto la arista de la visión, quedando aprisionado irremediablemente entre sus raras rejas.
Era un local de los que por lo visto ahora se estilan, pero que en el fondo no se sabe a ciencia cierta adónde se entra ni qué es, ya que los variados surtidos se superponen unos a otros en escueto recinto a la buena de dios, sin orden ni concierto, desparramados o apilados por doquier, unos locales con muchas columnas, de puertas abiertas, tan abiertas que carecen de ellas, casi como si se encontrara uno a la intemperie, en un picnic en algún famoso parque o bulevar londinense, parisino o madrileño, aunque ornado con globos, pegatinas multicolores y una profusa iluminación de feria, y desfilasen por sus avenidas los caballistas con el puro en la boca y el clavel en el ojal, entonando canciones o evacuando excrementos los caballos, porque así es la madre naturaleza, tan puntual en sus cometidos, dado que dios aprieta, pero no ahoga, y bien que mal poder seguir viviendo.
Los globos de colores se columpiaban como traviesos retoños, en un trasiego de caminantes que iban y venían en un continuo tránsito de carritos de compra y bebés azuzados por las mamás, que, presurosas, acudían a alguna parte huyendo de algo, o tal vez a la verde pradera de un vasto campo, recubierto de aromas y caricias rurales con mariposas, cigarras, saltamontes y lagartijas campando por sus respetos, aunque en realidad estaba en una moderna cafetería.
Las horas se achuchaban unas a otras en la apretada jornada matutina, y sin embargo, con el papel y el boli en ristre, parecía que el tiempo se había detenido en aquel inclasificable habitáculo, entre las cuatro o cuarenta columnas, pero sin paredes, siendo el continuo fluir de gente que se movía ansiosa por las escaleras automáticas o el ascensor para trincar alguna ganga, que su cerebro había elucubrado, o el último saldo del día.
El camarero, vestía, con toda la parsimonia del mundo, camiseta anaranjada, haciendo juego con los zumos que elaboraba, como si fuese el uniforme de una azafata o de un ejército extranjero, acaso de hormigas de colores o de extraños trabajadores eventuales, pues la cosa, al parecer, no daba para mucho, según contaba el propio interesado razonando con sesuda filosofía, aclarando que no sabía cuántos meses permanecería en su puesto.
El establecimiento se ubicaba en el centro comercial de las Pirámides, un centro con sus fauces abiertas y hambrientas, dispuestas a fagocitar a todos los pardillos, que con su gorra y ropa desaliñada, casi veraniega, se dejaban caer por su regazo, subiendo y bajando, siendo atrapados por sus garras nada más asomar por el pasillo con un puñado de euros o alguna pasta en la mano o en los monederos, ansiando deshacerse de ellos cuanto antes, como si les pinchase, adquiriendo cualquier bagatela o vileza que a nada conduce, y todo antes de que terminara la jornada laboral, hipnotizados por el tufillo de las bolitas de alcanfor y el perfume y la música ambiental, al no lograr colocar en su mente algo que lo sustituyese, un rosal todo florecido o una idea diferente e innovadora, que echase por la calle de en medio y elevase sus miradas unos centímetros, y no toparse con la vulgaridad, continuando la marcha a ras del suelo de la publicidad consumista, y explorar los perfiles que se esconden o se mecen incólumes y sugerentes en lontananza, a través de sugestivos ideales y alegres suspiros en los cruces con los transeúntes en los incesantes vaivenes, deambulando de un lado para otro, cobijando en sus pechos dulces bocados y esperanzas de un mundo mejor, de mayor calidez, con chiscos de amor por las esquinas y agradables sorpresas detrás de las murallas de la discordia, porque seguramente lo que compraban no les conducía a ninguna parte, en todo caso a coger la guagua de regreso a su morada más pronto que tarde, que le aguardaba cada media hora en el sótano del parking, y posiblemente no les resolverá nada, debido a que lo que compren, pantalones, camisas, pañuelos, camisetas, prendas íntimas o chuches ya los tiene en su casa, no valorando o advirtiendo su presencia, arrastrados por la vorágine del acaparamiento o de raras frustraciones o surrealistas carencias.
Mientras tanto, cuando menos se esperaba, de repente llegó la tormenta de los tectónicos picos del Teide, sorprendiendo al personal con sus compras, en un acarreo a manos llenas, desafiando al tiempo y a la súbita oscuridad reinante, y al ruido de las aguas que caía en tromba discurriendo atropelladamente y con dificultad por las alcantarillas y desagües junto a la cafetería, donde se encontraba el hombre desde hacía un buen rato, aunque no lo percibiese físicamente por estar abstraído y entretenido en construir mundos de ficción.
La tarde se cerró en un negro torbellino de agua. Luego llegó una lluvia de reproches y dimes y diretes sin cuento a la hora del encuentro con la pareja, al comprobar los precios de la compra que había llevado a cabo, y echando cuentas sobre el modelito y el precio y los colores, y el hombre no sabía o no hallaba la forma de pegar la hebra con el camarero para evadirse, pues andaba demasiado nervioso por la demanda de los clientes, que lo requerían de continuo con zumos y cafés y encargos de algún amigo o distinguido cliente.
La pareja vio el cielo abierto al encontrarse a salvo de la tormenta, y continuó visualizando algunas prendas de las que había adquirido a toda prisa en las tiendas al volver de la esquina, que no se sabe si servirán para algo, o se instalarán en los roperos de la casa, en estresantes aposentos desempeñando el papel que les corresponde, de pérdida de espacio y de tiempo, acabando en el completo olvido.
Fue una tarde pasada por las compras y el agua y por el espíritu del hombre, que hilvanaba o escrutaba en los laberintos de las mazmorras y de la olla a través de la imaginación, en tanto que el líquido elemento arrasaba todo cuanto hallaba a su paso por las calles circundantes, siendo todo de pronto, y sin venir a caer en el cuento muchos de los episodios que acaecían por casualidad, cayendo sin embargo de lo más alto, de las cumbres del Teide.
Y acabado el tiempo de espera de la guagua, sacó el hombre el pasaje del viaje, y sin pensárselo dos veces, evocando a Cervantes, caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese y no hubo nada.

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