sábado, 31 de diciembre de 2011

Cuántos lectores precisa un escritor






Era más que probable que la sacerdotisa del tarot fallara en las funciones solemnes, si no tenía la conciencia tranquila, por haber hurgado donde no debiera, al anotar en el mamotreto que sostenía entre las manos errados destinos de criaturas ya difuntas, o dudase a la hora de poner en práctica los ritos en los eventos cruciales estresada por los pliegues del hábito, a lo largo de su dilatada liturgia, sirviendo a los dioses del universo.

Sobre todo los déjà vu (la experiencia de sentir que se ha experimentado antes una situación), en el reiterado transitar por los laberintos ceremoniales que oficiara, y se esté ahora preguntando, quizá llorando como una magdalena, qué pensarán de ella el día de mañana cuando desaparezca, o no dé la talla en un momento dado, y no exhibiera con desparpajo la sabiduría que se le presupone por su rango, referida a las ofrendas de las deidades.

Y no digamos sobre la necesidad de la sacerdotisa de mostrar conjuntados en el amor los latidos del corazón, porque se le torciesen en la psique de mala manera, cual loca veleta, alimentando insólitos regomellos, entre los mustios matojos de la suerte o el sucio hollín de la chimenea donde habitaba, o peor aún que zozobre su vocación sacerdotal, al no dictar con el empaque requerido las certeras predicciones sobre el porvenir de los justos, con las luces de la razón y de los cielos, o dejara de vislumbrarse la seriedad deontológica que se rumiaba en su hoja de ruta.

No podía por menos que desvelar los correctores que iba a aplicar a los desleales o a los que racaneasen a la hora de entonar el mea culpa, al sentirse zarandeados por la desconfianza ante las dádivas prometidas, al pensar que no eran de recibo, por si se guardaba alguna carta en la manga, no descubriendo el futuro ni el horóscopo, exigiendo que se dejase de pantomimas, poniendo las cartas boca arriba, y recondujera los negros augurios que se cernían sobre las cabezas de los humanos.

Y surge entonces la gran cuestión, cómo lo enfocará su lado justiciero, cuando se cerciore de que no se centran en las enseñanzas doctrinales, en las lecturas del más allá, o anden tibios en los decisivos foros celestiales.

Si tal advenimiento acaeciese, a buen seguro que quebrantaría el secreto de las deliberaciones, la identidad de su razón de ser, por muchas caretas que se superponga, no teniendo más remedio que dimitir del sublime cargo o desnudarse ante los ojos de los dioses en la claridad del sol de mediodía, transparentándose sus voluntades y pensamientos, confesando su incompetencia, y puntualizar asimismo las ensoñaciones voluptuosas que le acuciaran, o las delectaciones íntimas, artísticas, estéticas, literarias, amorosas, o las más rutinarias, de andar por casa, desgranando los enigmáticos arcanos, porque en ello le iba la supervivencia de su sagrado ministerio, dado que todo lo que se cuece en los más diversos ambientes es trascendente, incluso lo que hierve entre los fogones.

Por ende no resultaba extraño que tanto la sacerdotisa, con todo su bagaje místico, como el hambriento auditorio aparecieran un tanto desnortados, sumidos en una especie de amnesia afectiva o rara vorágine, sin saber a qué carta quedarse o adónde dirigirse, si al desierto o a los picos del Tíbet, a 40 bajo cero, en busca de ayuda entre tanto tiburón suelto, gurús, falsos hechiceros, chamanes, mentores, guías o maestros como proliferan, quemándose las cejas por salir del atolladero, enfrentándose a tanto descalabro, a las innúmeras incongruencias que se baten en excelsas esferas, o por qué no de novela negra en las calles de Nueva York o en las calles pasionales del crimen, en los arrabales del relato o en las tramas del casco antiguo de la ciudad, más accesibles a la comprensión humana.

Y, llegados a este hilván, se acrecienta la incertidumbre a cerca de si la sacerdotisa bendecirá o no al solitario escritor que se devana los sesos en noches de luna llena o de autos, estando en capilla para la inminente inmolación ante el folio en blanco, a lo mejor sin plan de vuelo ni pistas en lontananza, qué horror de escena, dejado de la mano de Dios, y no teniendo qué echarse a la boca o al cerebro, como no sea pan de palabras o mazapán en las fiestas navideñas, reconstruyendo in extremis alas para volar por las cumbres del texto, y amerizar en mares tranquilos, o no se sabe dónde ni cómo, ebrio o loco de remate, implorando la complicidad de la fría sacerdotisa, anhelando que sea en un atractivo manuscrito, de aventuras y globos de colores, habiendo tomado aliento y cuerpo el cuento y crecido a sus anchas, como las flores del campo o los céfiros marinos.

Allá por la era de la magia en el mundo primitivo, ser sacerdotisa era el sueño de cualquier doncella que se tuviese como tal, y acunase en sus sienes llegar a los más altos peldaños de los designios divinos. Ella había nacido en la orden de sacerdotisas, se había criado allí y debía vivir en cuerpo y alma para la orden, procurando ser un dechado de sacerdotisa. Los padres eran miembros del consejo por imposición de los diablos del averno, que se hospedaban en los alrededores del trono divino. Y empezó a cortejarla un mago recalcitrante, con grandes dosis adivinatorias, que había conseguido burlar los estrictos controles de la divinidad y de los agentes infernales, habiendo ingresado recientemente en el escalafón de la orden.

Todo estaba impregnado de puro hechizo, pero ella se negaba a comulgar con un mundo de magia. Quería vivir libre como el viento, fuera de cualquier presión, que significara una orden o leyes férreas. Para su sorpresa, el pretendiente la abandona al alba, al enterarse de sus planes de fuga, y a renglón seguido los padres la encierran en una celda con dos cancerberos en la puerta, a fin de que jamás se le acerque nadie o pueda escapar.

Pero la sacerdotisa, impaciente, y con el corazón deshilachado, al ver que todos a quienes en su día amó con locura la habían traicionado, realizó un último y desconcertante conjuro, que la transformó de pies a cabeza, encarnándose en todos los seres vivos de la naturaleza. Entonces ella ya no era una persona independiente, única, sino agua, viento, fuego, tierra, espíritu. Podía controlar la vida de cada uno de lo seres, pero a cambio entregó el alma, el corazón, su aliento. Y se condenó a una pobre vida, sin poder saber nada de descendencia, de arte, ni del amor.

Miles de años después, vendrá al mundo un joven, que lo cambiaría todo. Al igual que ella, no quería ser hechicero, su sueño era ser mensajero de primaveras y sorpresas. Y acude a la sacerdotisa, para que le otorgara una vida mejor. Y la sacerdotisa, sin proponérselo, en ese joven se pudo reconocer a sí misma. Y todo lo que anteriormente desechó, volvió de golpe a ella.

La nostalgia, la familia y el amor se adueñaron de ella, al ver al galán de los ojos azules como el agua de los océanos, del mismo material del que estaba hecha. Poco a poco, fue pasando más tiempo en compañía del joven, con objeto de lograrlo tomó el cuerpo de una bella jovencita, y como una tonta enamorada seguía los pasos del joven. Ambos se enamoraron perdidamente, y con el tiempo se descubrió la auténtica realidad.

Como último acto de amor, él renunció a su vida para unirse a ella y estar juntos de verdad. Y como la misteriosa sacerdotisa tenía prohibido amar y amó, besar y besó, abrazar y abrazó, su destino se truncó, al ver morir a su amor de pronto. Dejó de ser una diosa envidiada por todos, y se convirtió en una entelequia, en un vano recuerdo, lo mismo que él. Y cogidos de la mano, los dos enamorados, caminaron juntos hacia otros mundos desconocidos.

Al hilo de la magia de los hechiceros, cabe preguntarse, qué desenlaces le aguardan a la escritura, o atendiendo a qué factores alguien se puede considerar escritor, qué cánones lo dictaminan o qué currículos debe aportar para figurar en el libro de hechiceros de la creatividad, del mundo mágico de las fábulas. Se trata casi de una misión imposible, si se quiere concretar con precisión el escueto cimiento en que se sustenta la mayoría pensante, sobre la cantidad mínima de lectores que debe tener un escritor.

Así habrá quienes apuesten por una cuota exacta, no inferior a quinientos once, que les encandilen los encantos del mismo libro o autor, luchando para elevarlo a los altares de la ficción, y otros, los detractores, partiéndose el pecho por hundir sus naves, dado que hay tantos gustos como colores. Así dice al respecto Larra, “Terrible y triste me parece escribir lo que no ha de ser leído”… en carta a Andrés desde las Batuecas del Pobrecito Hablador.

Por ello, abundando en el rompecabezas libresco, unos propondrán ex cátedra que con cuarenta lectores ya es suficiente, otros, menos exigentes, dirán con quince o con veintidós y medio, y otros puede que se sientan recompensados con menos, así que la pesadumbre mayor recaerá sobre aquellos que escriben y les devore con más saña la avaricia, no dándose por satisfechos con ser ellos mismos los lectores de sus obras, o, todo lo más, un puñado de amigos.

Lo tienen bastante mal tanto unos como otros, en esta panorámica tan versátil de vértices opacos, harto subjetivos y caprichosos. El chileno Nicanor Parra señala, con no poca ironía: “¿Best seller? La KK se come: tanta mosca no puede estar equivocada”.

Por consiguiente, lo mejor será conformarse con lo que la diosa fortuna les depare, y, en todo caso, augurar un ubérrimo futuro, donde ondee en sueños el rótulo de las célebres corridas de toros, hoy, lleno hasta la bandera.

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