domingo, 8 de enero de 2012

Ora pro nobis


Esa noche se propuso no dilatarlo por más tiempo, y, ninguneando múltiples excusas, se puso a escribir lo prometido, una carta de amor al banquero. Quería deshojar los pensamientos cuanto antes yendo al grano, pero era víctima de la impotencia, no arribando a la mente alguna idea que le satisficiese, viéndose obligado a borrar todos los parágrafos que a trancas y barrancas plasmaba en la pantalla del ordenador. Y así un día y otro, no progresando en el intento.

No se explicaba la causa del bajo nivel de concentración por el que atravesaba, quizá porque cosa que escribía iba destinada al mismo blanco, al dinero negro que guardaban a cal y canto en las cajas fuertes del banco. Acaso no era de extrañar tales sucesos, si se piensa que cada vez que hilvanaba alguna idea, siempre se acordaba de las necesidades por las que pasaba, sin un triste euro en el bolsillo y sin unas perspectivas que le alegrasen la vida, y siempre acababa con la misma frase, ora pro nobis.

No había forma de que comprendiese que no estaba en la iglesia rezando ni nada que se le pareciese, sino en un piso hipotecado, casi como un okupa, con un pie dentro y el otro fuera, sobreviviendo como podía, dejando a deber los alimentos y la bebida en los sitios donde los adquiría.

En algunas ocasiones pensaba escribirle una carta de amor en toda regla, haciéndose pasar por una rica heredera de grandes posesiones de un tío suyo que emigró a América, y declararle el profundo amor que sentía por aquel distinguido director de banco, intentando buscar una coartada para denunciarlo por violencia de género y exigir a cambio una indemnización millonaria.

Realizó varias incursiones por los distintos ámbitos del pueblo para contactar con las capas sociales del vecindario más encariñadas con las ceremonias religiosas.

Y andaba en esos imperiosos asuntos, cuando llegó a sus oídos que se había puesto de moda en un pequeño pueblo limítrofe la costumbre de asistir un día sí y el otro también a la santa misa. Los ateos andaban revueltos desde un tiempo a esta parte, muy preocupados por esta oleada de devoción que había inundado los campos y los corazones de los habitantes, y se interrogaban atónitos, y con no poca expectación, qué tamaña recompensa recibirían a cambio para movilizarse con tanto ahínco, siendo arrastrados a tan monótona y dura obligación. Sobre todo las parturientas, que teniendo una incipiente y viva prole a su cargo con constantes balbuceos, necesitando mil brazos de cuidados, por ser primerizas o tener personas mayores a su cargo, se desentendían con tanta complacencia, aproximándose a los redaños del incienso.

No cabía por menos que preguntarse qué condicionantes habían hecho resurgir en sus pechos tan vibrante atracción, qué potente fuerza adictiva les empujaba contra viento y marea a semejantes actos, portando en sus rostros unas ansias locas por perderse entre las columnas y las aureolas de los santos del templo, oliendo a humo de vela y rescoldos de inciensos ya moribundos, dejando de lado los quehaceres domésticos y las apremiantes atenciones de los vivos.

Las beatas del pueblo entraron en cólera al sentirse arrinconadas, al pasar a segundo término ante el aluvión de los nuevos asistentes a los actos litúrgicos, y no ser atendidas con el dulzor y gracia acostumbrados, tanto por parte de las autoridades eclesiásticas como por los santos que pueblan los altares, al dedicarles todos sus guiños y parabienes a los nuevos fieles, encontrándose altamente cohibidas y nerviosas por tanta plegaria y tanto rosario y ora pro nobis como exhalaban, percibiéndose un rumor de oleaje marino con las velas titilando en esa superficie de mar en llamas y gases, cual erupciones volcánicas, que emanaba hacia las alturas.

La inquietud se fue acrecentando de tal forma que lo pusieron en conocimiento del prelado de la diócesis, a fin de que se les parara los pies y se les exigiese guardar la compostura, el respeto a las veteranas, y se les impusiera una dura penitencia cada vez que se acercasen por aquellos aledaños sagrados así por las buenas, con brazos sin mangas, pronunciados escotes o atrevidas minifaldas, pidiendo que les hiciesen la prueba del alcohol o de estupefacientes antes y después de los actos litúrgicos por si fuesen víctima de algún producto sospechoso ajeno a su voluntad, que perturbara seriamente la conducta o la salud, entrando como pedro por su casa, en la mismísima casa del Dios Padre.

Había a la sazón algún devoto que sobresalía del resto por el afán divino y el amor propio que ponía cada día en sus desplazamientos parroquiales, y era tan intensa la entrega corporal y espiritual que el cuerpo se rebelaba descaradamente al caminar, y se balanceaba la parte trasera como un columpio, dibujando sucesivas olas en el vaivén a lo largo del trayecto.

Tales fervores tan repentinos y acuciantes llamaron la atención de propios y extraños, sobre todo de los pueblos vecinos, creando alarma social hasta límites insospechados, pues parecía como si una inmensa carpa se hubiese desplegado sobre sus cerebros fuertemente, con terribles garras y garfios clavados en su horizonte, como una camisa de fuerza de los internos de un psiquiátrico, y produjese estragos en las masas, al intentar evadirse, cansadas de tanta brega y lucha por la vida, en mitad de las enclenques economías y los fríos reinantes en sus vidas.

Cundió la impresión de que se lanzaban alocadamente por unos precipicios de muerte conyugal, soltándoseles la lengua después de los eventos litúrgicos, en que rezaban y rogaban sin parar por los pecadores, los pobres de espíritu, los huérfanos, los desamparados, los amantes del peligro, ora pro nobis, ruega por nosotros, pero las muy devotas se perdían posteriormente en la oscuridad de la noche por las empinadas cuestas de las callejuelas, callejones y ardientes movidas del entorno, sin saberse a ciencia cierta cuáles eran sus prístinas motivaciones.

Tal vez pensaran ir poco a poco taladrando el grueso tronco de la vida y solazarse a la sombra de un espeso árbol en un nuevo nido con otros pollos, o a lo mejor con unos pardillos perdidos en nocturnas timbas.

1 comentario:

Lucia Muñoz dijo...

¡PEPE! COMO SIEMPRE GENIAL. TIENES UNA IMAGINACIÓN... ENVIDIA SANA QUE ME DAS... LO DE LA CARTA DE AMOR AL BANQUERO, ¡VAMOS PARA EMARCARLA!

LUCIA.