martes, 17 de enero de 2012

EL viajero



El viajero, venciendo mil y un escollos, se embarcó rumbo a las islas Afortunadas. La ocasión la pintaban calva para solazarse, disfrutando de una estancia placentera, y de camino incrementar los saberes geográficos y la estima humana, corroborando las palabras de Cervantes, Las luengas peregrinaciones hacen a los hombres discretos. Y siguiendo semejantes dictámenes, se dejaba llevar en cierta medida por los impulsos, insaciables a veces, para vivir nuevas experiencias y distintos ambientes, que le acosaban de continuo, considerando un acierto entregarse sin reservas a las inclinaciones más simples o acaso sofisticadas, dado que a lo mejor estuviesen algo oxidadas.

Por ello se propuso, como el trapecista en el circo, hacer sus pinitos en el teatro del mundo, en otros hábitats, y se lanzó decidido a la conquista soñada, aunque ello supusiese una osadía, al estar elucubrando en el interior un océano de innumerables beldades y hallazgos, que iría desgranando paso a paso por las rutas más sugestivas, incrustados en la caja de sorpresas de la hoja de ruta, y, en ese derroche de esperanza e imaginación, los concebía como la mayor hazaña que jamás hubiesen visto los siglos; toda esa empresa venía a cuento sólo por el mero hecho de irse de vacaciones a lugares tan lejanos, aunque reconfortantes; en tal sentido llevaba las de ganar, al situar las expectativas por las nubes, sus razones tendría, o al menos así lo enjuiciaba en el entrecejo, rumiándolo como algo único y digno del mayor encomio.

En un principio el viajero no tenía motivos para lamentarse y en cambio muchos para regocijarse, pues los avatares lo bendecían y le sonreían sobremanera por doquier. Los episodios se desenvolvían de forma plácida, amena, llegando a tomar un cariz harto sugerente, exótico, y en determinadas facetas se dibujaban incluso escenas con tintes eróticos, ya que, sin saber cómo, los eventos fueron in crescendo, de forma que le incitaban a despertarse de la modorra que lo amordazaba, y de cuando en vez percibía con sumo deleite el néctar de las felices revelaciones de los parajes, y no era cosa de desdeñarlo y menos aún tirarlo al mar, después del aletargado y soso invierno en el que había estado sumido.

El autobús lo transportaba por aquellos frescos espacios, atractivos unos y accidentados otros, aunque en modo alguno vírgenes, como alguien quisiera suponer en un alarde de esnobismo romántico, aunque en tiempos remotos lo fuese, debido en parte al incesante trasiego de amantes de la naturaleza y estudiosos que, estación tras estación desde tiempos inmemoriales, han discurrido por sus telúricas y volcánicas entrañas, desplegando sensiblemente las facultades, las velas, arrobados por los encantos y embrujos que respiraban, y al hilo de la trama, cuando mejor se sentía el viajero, y con más hombría vital lo disfrutaba, se topó con algo chocante y novedoso, al aguardarle un pequeño sobresalto donde menos lo esperaba, o quizá fuera una reacción por pura envidia, deslumbramientos casuales de los que luego cuesta bastante reponerse, al sobrepasar los límites del listón o los cánones establecidos.

Todo empezó al iniciar una incursión por los ancestrales lugares de la isla, viniendo a caer en las mismas fauces del lobo, la descomunal estatua que allí se erige a la memoria del último guanche, todo un dechado de virilidad, como si la escultora hubiera querido rendir pleitesía y honores a la sucinta realidad antropomórfica, no habiendo dejado nada al azar o en el tintero, y reflejar de un plumazo los méritos del prototípico aborigen, sin andarse por las ramas, con tibios eufemismos u obviar lo políticamente incorrecto, a la hora de plasmar en el bronce los atributos casi de película del personaje y su biografía, que así reza, con delicada letra gótica, en el frontispicio de la escultura; no hay duda de que fue ejecutada a conciencia, en cuerpo y alma, por artísticas y sabias manos femeninas, y puede que sólo se eche en falta algún tierno guiño o nerviosos movimientos de labios, y por las hechuras, de cabeza a pies, que muestra el fornido guanche, se deduce que trotó incansablemente por aquellas panorámicas, con los redaños de un genuino quijote, desafiando a rivales e intrusos, o poniendo a veces los pies en polvorosa, huyendo de la incivilizada civilización, harto de tropelías y negligencias de los mortales.

No será baladí ponderar que las costumbres y veleidades de los foráneos irían arrinconándolos, comiéndoles el terreno, imponiendo el ingrato trato, hasta el punto de que arribase a la isla una nube de paparazzi altamente pertrechados, con sofisticadas cámaras de última generación y numerosos artilugios, disparando como posesos a diestro y siniestro en ese campo de batalla, mediante meditadas emboscadas, por entre los matorrales y plataneras que pululan por aquellos lugares.

Al parecer el guanche era el arquetípico aborigen de la isla, nutrido con el potente sustento de gofio, el rico maná de aquella tierra, no pudiendo por menos que palparse las fecundas consecuencias, siendo un poderoso reconstituyente ideal, como el afamado eslogan publicitario del colacao de la década de los setenta, y está considerado como un magnífico generador de gónadas masculinas y demás miembros corporales, e incluso se puede decir, sin miedo a caer en extravagancias, que funcionaría como auténtico viagra allí donde se le requiriese, por lo que no resultaba raro que se le levantara un monumento como dios manda en conmemoración suya, con todo la parafernalia y el armamento preciso, emulando al forzudo e inmortal Caupolicán rubeniano, desafiando los azotes de la erosión y las frías ventiscas, siendo con su color negro de bronce el blanco de todos los flaxes y miradas de los avispados viajeros; sobre todo de la curiosidad femenina, más generosa y despierta en estas lides, que por algo nacieron hembras, en un gesto que las honraba, pues con la mayor naturalidad del mundo y en medio de una eclosión de risas y suspiros, quizá por influjo de los perfumes primaverales, ofrecían finas caricias y mimos en los dídimos como a un recién nacido, de suerte que retumbaban los candorosos olés de los presentes a mil leguas a la redonda, expandiéndose como el humo por aquel rudo y mudo cerro de los Realejos, quizá para darle mayor verismo a los aconteceres que se fraguaban en tales circunstancias.

Se diría que de aquellos veneros de las cumbres brotaba energía, vida, cargando las pilas de los más pusilánimes, hasta el punto de que el más necesitado de la expedición, al contactar con su hálito –todo una joya artística, con toda la fuerza engendradora acumulada- se vería tentado a emularlo, y a buen seguro que esa noche épica dormiría en ascuas, en el más dulce de los paraísos, rememorando la nostálgica época de los nativos tan bien dotados, cuando retozaban ufanos por sembrados y dehesas, colinas y valles, atravesando poblados, como el famoso Icod de los vinos, a las puertas del milenario drago, pletóricos de facultades, verdaderos tarzanes con la mona Chita a cuestas o sin ella, que alumbraban con luz propia aquellas tierras, rivalizando con los tentadores licores insulares, plátanos o patatas arrugadas, y el ya reseñado gofio, que engolfaba a más de uno, siendo elaborado con centeno, avena, maíz y trigo, inyectando en las venas sensuales aires de salsa cubana, lo que apunta a que pasarían innumerables tardes moliendo café a lo largo de los siglos.

Llamaba la atención el contraste entre la denominación toponímica de la isla y el hiperbólico tamaño de los pobladores, al elegir los nombres tan minúsculos, Pueblo Chico, Garachico, islita o las incontables calitas que colman las playitas.

El grupo turístico, que avanzaba a buen ritmo acompañado de la correspondiente guía, ya había saboreado la etapa dorada de la vida en los años mozos, sin embargo en esos instantes se rejuvenecieron milagrosamente y se divertían a raudales como en los mejores tiempos, bailando y cantando en aquel enclave de fructíferos campos, donde en épocas pretéritas los guanches, ajenos al tiempo y a la civilización, brincaron y trotaron a su aire día y noche.

Y toda una amalgama de remembranzas se instaló de repente en la memoria de los concurrentes, desinhibiéndose en aquella ofuscada mañana, llena de sal, sol y lujo climatológico, en pleno jolgorio de las cruces de mayo, y por la noche aparecían tatuados los corazones con los fuegos encendidos en los rincones de la isla, aunque un tanto turbados por el brote de caprichosos devaneos, entre la brisa que besa las frentes, y abren los pistilos del alma como capullos en flor, recordando a los últimos pobladores y sobre todo al de la estatua, recobrando la vida en los singulares puntos, no lejos de las cálidas aguas de la playa.

No cabe por menos que brindar por las dulces manos de tantas madrecitas, que tantos sacrificios han hecho, toda una vida dedicadas a los suyos, pero que en aquellos instantes, activadas por un secreto afán de resarcirse de los desconchones de las dilatadas y a veces convulsas convivencias en pareja, se soltaron el pelo y se dejaban llevar por la fantasía, como cuando jovencitas vivían en las películas amores platónicos o prohibidos con apuestos galanes, y ahora todo ello al socaire de la fresca brisa, jugando al escondite o a las prendas con el gran héroe en un arranque primaveral.

Alcemos la copa para brindar por el monumento, que se yergue majestuoso en la morena montaña, como testigo del verdugo del tiempo, con un par de cataplines, logrados a sangre y fuego, rubricando la estirpe de tan privilegiada raza.

Y en aquel ambiente de mudo asombro, luz y color, retumbaba a los cuatros vientos el son melodioso de la pieza musical…Islas Canarias, Islas Canarias…, y las vibrantes sensaciones del viajero se mecían como las olas, crecían y hervían entre la fragancia de las flores de mayo, inmerso en una vorágine de ilusión, satisfacciones y ensueño, como si los pensares y los andares fueran de la mano por aquellos contornos.

Tantos millones de lustros podridos o perdidos por las debilidades o bagatelas de los humanos, cuando la madre naturaleza, que es tan sabia, ha bordado auténticos primores en este pequeño universo tinerfeño, tan hermoso, divertido y sensible.

Las aguas que bajan de los veneros de las cumbres, henchidas de ubérrima vida, ayudan sin duda a que germine la vitalidad en los espíritus con múltiples sones y sabores, esparcidos por arriates y viveros de strelitzias, salvias, rosas y jazmines, descendiendo por los desfiladeros al compás de los vaivenes de la guagua, que a buen seguro saciarían la sed espiritual y física de los superhéroes que allí se amamantaron; sin embargo cabe hacerse la pregunta de rigor, por qué no extraer una brizna de aquella esencia viril, clonando el ADN, e inyectando H2O del Teide, y sacar ejemplares únicos, tal operación comercial redundaría en beneficio de las diezmadas arcas isleñas, acarreando una inusitada prosperidad, ahora tan castigada por la crisis, y apenada por la ausencia de aquellos colosos, con tanta espuma blanca, rivalizando con los embates del blanco oleaje, derramando sosiego y dulce placer entre los enamorados.

Sería bueno rescatar del olvido la leyenda guanche, y desde los picos del Teide, en el fluir del tiempo que nos devora, proclamar a bombo y platillo el proverbio latino, O témpora, o mores…

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