domingo, 11 de marzo de 2012

Escritos anónimos


Aquel día a Fulgencio le sonreía la naturaleza, las flores, la brisa, el trino de los pájaros, y una alegría inmensa le caía a chorros de la cabeza a los pies, cual venturosa lluvia de primavera.

Cuando sonó el despertador, se levantó presuroso y descorrió la cortina, subió la persiana y se sumergió eufórico en los vibrantes rayos solares, que revoloteando entraban por la ventana, revistiéndose de un hombre nuevo, como no lo había experimentado anteriormente.

De inmediato, se puso manos a la obra, encarando con premura los quehaceres más apremiantes, tarareando estribillos y melodías, reminiscencias de juventud, cuando masticaba pletórico y a sus anchas la quietud del tiempo, columpiándose en sólidas coyunturas, y apenas le turbaba la pena ni costaba trabajo alguno el levantarse al clarear el día, o trasnochaba sin pestañear para rematar la labor emprendida, de estudio, de oficina o lo que se terciara en los momentos cruciales. Y no mostraba resquemor alguno, exhibiendo los perspicaces acordes que le bullían en el interior, triturando aviesas adiciones o rancios prejuicios.

La agenda, en la que guardaba los guiones de la anhelante empresa, y tal vez el listado de los descalabros vitales, nunca se sabe, rebosaba de luz, de bellos amaneceres, de esperanzados proyectos, descubrir los enigmas del cosmos, vivir nuevas aventuras, experimentar feraces sensaciones, desempolvar somnolientos vestigios del pasado o hallar la piedra filosofal (la supuesta sustancia, que según la alquimia, tendría propiedades extraordinarias, como la capacidad de transmutar los metales vulgares en oro).

A Fulgencio le fascinaban los hallazgos más corrientes, aunque no por ello renunciaba a los de estirpe más noble, y sin apenas medios, se las arreglaba a su antojo, emprendiendo metas cuasi utópicas, aventuras quijotescas recorriendo el planeta, países, océanos, continentes, y no cejaba en el empeño, llevado por un afán de obsesiva búsqueda, sucediéndole, como no podía ser de otro modo, múltiples peripecias y contratiempos sin cuento.

Unas veces se desplazaba por montañas y campiñas a pie, en un senderismo sui generis, disfrutando de las hermosuras ocultas tras las empinadas lomas y las sorpresas que ofrecía la orografía, como si dirigiese sus pasos a algún lugar en concreto – los destinos ya consagrados por la tradición, Santiago, Roma, Medina, La Meca o la mezquita de Córdoba-, haciendo el camino como tantos otros viajeros o aventureros que proliferan por el universo con los más diversos perfiles.

Otras veces se encariñaba con la bicicleta, lo que le confería raudos aires de libertad y mayores garantías para moverse con la casa a cuestas de un polo a otro, de un paralelo a otro, pernoctando en los refugios o recintos en donde se asentaban los sentidos por su propio peso, recreándose con sumo alborozo, y saciaba el apetito con extraordinarias panorámicas, frutos exóticos, sabrosos caldos y selectas viandas, que caían tan ricamente en su estómago o espíritu.

En ocasiones se trasladaba volando en vuelos de bajo coste de norte a sur o viceversa, pateando los cielos o las piedras más enrarecidas acaso por la ausencia del palpitar humano, y no se cansaba de explorar, hurgando en las interioridades de los fuertes y subterfugios construidos en períodos de enfrentamientos bélicos, en los entresijos de las mentes de la gente, en los pozos protegidos de los ejidos, sonsacando los estigmas que conservaban como oro en paño los moradores, desenterrando zanjas, escarbando en los usos y costumbres de los ancestros, y hacía escala, cual avezado avión en viaje programado, en los aeropuertos y puntos más calientes del orbe, en su ávido interés por proseguir el periplo que había esbozado, al objeto de desvelar lo ignoto o las urdimbres mejor guardadas, los escritos anónimos.

De esa guisa, en una de las innumerables incursiones por las más sugestivas travesías, a Fulgencio se le hizo de noche casi sin darse cuenta, tal vez fuera su destino, y se guareció en lo primero que encontró a mano, un derruido edificio con trazas de vetusto monasterio, en donde convino en extender la manta que llevaba para tales menesteres con orgullo, cual si fuera la alfombra roja del desfile de estrellas del séptimo arte en la fastuosa gala de entrega de las estatuillas, y soltó expectante la maltrecha mochila en el frío mármol, y, ni corto ni perezoso, durmió plácidamente toda la noche, y a la mañana siguiente su amasijo de huesos y cerebro se lo agradecerían enormemente, despertando con las pilas cargadas, dispuesto a dar la batalla, reanudando la labor emprendida, auscultando pausadamente los latidos de las celdas y salones de aquella vieja abadía, que a la sazón había elegido con los brazos abiertos, sugestionado como estaba por desenmarañar los arcanos y misterios que se encerraran entre los húmedos y negros muros que la circundaban.

Fue olisqueando por rincones y enredados vericuetos, incluso por los más arriesgados y escurridizos, escalera del campanario, las excretas de las letrinas, refectorio, coro, cocina, sacristía, y luego descendiendo harto cauteloso -con no poco estremecimiento, al evocar escenas de fantasmagóricas almas vagando por infiernos dantescos- por las lúgubres mazmorras, arribando a la misma garganta de la boca del lobo, a donde serían conducidos por la Inquisición los sospechosos de alguna mancha, herejes y apóstatas en rebeldía contra la doctrina oficial de Roma, no acatando los dogmas vigentes, siendo por ello fuertemente encadenados y transportados en volandas a las negras guaridas a purgar la culpa, en sempiternas noches o cruentos inviernos en la soledad más sonora.

Y subiendo y bajando peldaños en el infatigable caminar, cruzando los desiertos y húmedos pasillos del monasterio, con la techumbre derruida por el rayo, el abandono y la acción de los agentes atmosféricos, vislumbró de pronto en la penumbra, con ayuda de un clandestino rayito de luna, algo sospechoso, cubierto de diminutos cascotes, lleno de moho y casi irreconocible, y asiéndolo, tras titánico esfuerzo y con las expectativas en ascuas, abriendo los ojos de par en par, atisbó, sin creerlo, que era un manuscrito, un escrito anónimo con ribetes medievales y caracteres góticos pulcramente encuadernado.

Llegados a este punto, enseguida surge la polémica, lo que se debe hacer en semejantes situaciones, como ha ocurrido últimamente con los múltiples tesoros hallados en las profundidades oceánicas, planteándose la duda acerca de quién es el verdadero dueño, el legítimo heredero de tamaña fortuna. A propósito del caso será bueno escuchar la voz de la justicia, que en determinados asuntos dictamina lo siguiente: Los escritos anónimos no pueden entenderse como “falsos” a efectos jurídico-penales, y el que utiliza un anónimo para decir cualquier realidad veraz o incierta no puede ser considerado como falsario. Así lo avala una sentencia del Supremo.

Por consiguiente qué hacer o qué coordenadas abrazar, al elucubrar sobre las raíces o manantiales en los que eximias plumas de talla mundial abrevaron sus creaciones literarias con el recurso del manuscrito encontrado, tales como, Cervantes –con Cide Hamete Benengeli, que apunta origen arábigo y manchego-, Camilo José Cela –como mero transcriptor de las palabras de Pascual Duarte desde la cárcel-, Bécquer –a través de las románticas leyendas-, Humberto Eco –transcribiendo al público contemporáneo el contenido de las Memorias encontradas de Adso de Melk sobre los avatares de una abadía benedictina en el siglo XIV-, la novela El poeta sin párpados de Lourdes Fernández Ventura –con el hallazgo de un diario por una descendiente de la familia-, y tantos otros, que gracias al manuscrito encontrado en extrañas circunstancias y con no pocas sospechas, echaron a andar por el camino de la narrativa, emitiendo los primeros balbuceos con el recurso del manuscrito encontrado, escritos a todas luces anónimos, con un sinnúmero de cuestiones palpitantes al respecto: sin el hallazgo de tales hipotéticas historias cabría la posibilidad de que ilustres magos de la imaginación hubiesen dado con la tecla, con la varita mágica de la inspiración para realizar tales alumbramientos u obras literarias, que con el paso del tiempo se van agigantando, asombrando a propios y extraños? Más aún: el truco de la invención de la trama no aturde a los conspicuos cerebros del circuito de la crítica literaria, que se quedan con los brazos cruzados, a verlas venir, cual ingenuos pichones con el pico abierto aguardando el sustento que buenamente les traiga la progenitora.

Hasta dónde vamos a llegar en ese juego soterrado y de camelo, una especie de caja de Pandora, donde, al parecer, no hay forma de que resplandezca la seriedad y el respeto por los escritos anónimos, ya que pertenecen a sus dueños, vivos o muertos o semivivos, de manera que deben ser inviolables por los siglos de los siglos, en sus propias carnes y fantasías, y no que con las manos limpias o negras se apropien o se los arranquen a sangre y fuego gentes sin entrañas, sin corazón, aunque después, a través del salvaje y displicente aprovechamiento y reparto de prebendas y honores figuren en los altares del Parnaso como los dioses de la creación.

No obstante, oteando el horizonte, anónimo o firmado y rubricado, al encontrarnos en los idus de marzo, al menos hay motivos para alegrarse, porque según reza el adagio latino, son días de buenos augurios.

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